Amnesia

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Primera parte » Capítulo 2

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2. RECUERDOS

El doctor Sullivan regresó a su despacho y abrió con una llavecita un chifonier, sacó una botella de brandy y se sirvió una copa, se la bebió de un trago y repitió la operación tres veces antes de lograr calmar los nervios. Aquella mujer le recordaba a su esposa Margaret. Sabía que de estar viva ya no sería tan joven, habían pasado quince años y en aquel momento estaría rondando los cincuenta, pero el color de pelo, los ojos azules y brillantes, el cuerpo pálido y robusto, le recordaban a ella. Sus hijas se habían quedado estancadas en la niñez y la adolescencia, como si el tiempo hubiera querido retener sus cuerpos e impedirles convertirse en las personas que estaban destinadas a ser. Todas las mujeres de su vida habían desaparecido de repente y por su culpa. Aún recordaba aquella noche fría a las afueras de Saint Paul, cuando regresaban de la graduación de la secundaria de su hija Sally, apenas había bebido un par de copas de vino, pero por alguna razón se sentía mareado, seguramente había interactuado con la medicación que tomaba para las fuertes jaquecas que a veces sufría por las tardes. Desde la salida del colegio había hecho el esfuerzo de conducir hasta su casa, que se encontraba a menos de diez minutos en coche, incluso había pensado en decirle a su mujer que condujese ella, pero por pereza se había mantenido aferrado al volante, escuchando de fondo las risas de las tres, que comentaban los pormenores de la fiesta y lo que harían unos días después en sus esperadas vacaciones en Europa.

El doctor Sullivan era uno de los psiquiatras más reconocidos de la ciudad, desde su llegada a Minnesota había logrado convertirse en una eminencia y además, de su consulta privada, enseñaba en la universidad estatal.

No recordaba cómo, pero el coche derrapó sin previo aviso y comenzó a dar vueltas y perdió el control por completo. Lo siguiente que recordaba era su cara contra el volante, el sabor a sangre en la boca y el dolor en la pierna. Lo primero que hizo fue intentar atender a su mujer y a sus hijas, ni siquiera sintió el cristal que le atravesaba la cara y hacía que parte de su mejilla colgara sanguinolenta. Miró a un lado y vio a su esposa con una rama clavada en el pecho. Tenía la mirada perdida y la sonrisa aún dibujada en el rostro, como si no le hubiera dado tiempo a entender lo que ocurría. Gritó su nombre, pero era consciente de que estaba muerta y ya no podía escucharle. Se giró hacia atrás y vio a la pequeña con la cabeza destrozada contra el cristal de las ventanillas. La sangre cubría todo su traje de fiesta y chorreaba hasta sus zapatos de charol recién estrenados; su hija mayor en cambio gemía, como si quisiera sobreponerse y salir del coche.

Intentó salir del vehículo, pero tenía la pierna atrapada. Miró a su lado, buscando el teléfono, no lo encontró. Sabía que la policía no tardaría en acudir, aunque era consciente de que cada segundo era importante. Respiró hondo para calmarse, después le dijo a su hija que respirara despacio y si notaba que perdía sangre por algún lado intentase hacerse un torniquete, pero su hija no se podía mover tampoco.

Los servicios de emergencia tardaron muy poco. Atendieron a la chica, pero antes de que lograran llevarla a la ambulancia ya estaba muerta. Él pasó dos meses ingresado, la rehabilitación fue muy despacio, pero logró rehacer su vida, aunque en realidad a aquella agonía lenta no se le podía llamar vida. En realidad, era una especie de purgatorio. Una sala de espera anterior al infierno.

La bebida le ayudaba a calmar la conciencia, era una anestesia natural, con la dosis adecuada soportaba mejor la soledad, el dolor y la culpa. Era patético que él, que pasaba todo el tiempo dando consejos a los demás, fuera incapaz de superar la pérdida de su familia. No había nada más frustrante que saber diagnosticar lo que le sucedía y no poder hacer nada al respecto. Por eso se alejó de Saint Paul, su antigua vida y el mundo que siempre había deseado conquistar. En aquel lugar apartado era un solitario y desconocido psiquiatra que, como la mayoría de la gente que vivía en la frontera, quería esconderse de algo o de alguien.

El nombre de Charlotte volvió a su mente tras recordar la reacción de la mujer. Sin duda se trataba de su hija y, por el osito, no creía que tuviera más de ocho años. La idea de que una niña indefensa vagara por los bosques de la zona le hizo sentir otra punzada de angustia y bebió un nuevo trago. Cuando aquel brebaje comenzó a hacer efecto, se recostó en la butaca y cerró los ojos. Intentó pensar en la mejor manera de rescatar los recuerdos de la paciente, aunque le irritó especialmente la ironía que, mientras lo que él deseaba con más fuerza en su vida era poder olvidar, aquella mujer desesperada, una planta más arriba, necesitaba recordar. La memoria era siempre caprichosa, lograba robar a los hombres la paz, trayendo a su mente episodios terribles o monstruosos sentimientos de culpa, pero a veces jugaba a borrar de nuestras mentes los momentos felices, aquellas cosas por las que realmente merecía la pena vivir.

El doctor Sullivan encendió el ordenador y por primera vez en muchos años miró la foto de su esposa y de sus hijas hecha unas horas antes de desaparecer para siempre. Al contemplar sus rostros sonrientes y sus ojos centelleantes de vida, se preguntó qué sentido tenía la existencia y por qué él continuaba aún vivo. Sabía que aquella pregunta no tenía respuesta, pero la única forma de no volverse loco era continuar haciéndola una y otra vez, para soportar sus terribles recuerdos.

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