Amnesia

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Primera parte » Capítulo 6

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6. LA EXCURSIÓN

Una semana antes, Fort Frances (Canadá).

Después del largo vuelo hasta Toronto los Landers habían viajado hasta Fort Frances en una avioneta. Su plan era recorrer todo el parque nacional desde una cabaña que habían alquilado cerca de Ranier. Aquella misma mañana tomaron su coche alquilado, un impresionante Jeep todoterreno en una de las oficinas de la compañía de alquiler y habían decidido pasar a los Estados Unidos para hacer la compra. Su intención era llenar bien el maletero con todo lo básico, que era mucho más variado y barato al otro lado de la frontera y de paso ver algo de Minnesota.

Victoria se encontraba de muy mal humor, no le había hecho mucha gracia aquel viaje, pero su esposo quería que celebraran el decimoquinto aniversario a lo grande. Eran con diferencia la pareja que más tiempo llevaba junta de sus amigos más cercanos, sin contar los dos años de novios en Ámsterdam, donde se habían conocido mientras trabajaban para una empresa de tecnología. Él era natural de Nigeria; muchas de las mujeres de su empresa le llamaban el príncipe africano. Era atractivo, masculino y además de tener un cuerpo de infarto, era tremendamente inteligente. Una combinación realmente explosiva. Lo que tal vez ella no había tomado en cuenta antes de comenzar una relación era las profundas diferencias culturales que había entre ellos. Su educación había sido feminista, su madre era un alto cargo de la ejecutiva de un conocido sindicato de izquierdas y su padre miembro del parlamento por el partido Laborista. La habían educado en un colegio público elitista de Londres. Él, en cambio, se había criado como el decimonoveno hijo del jefe de una etnia importante de su país. Su familia era polígama, tradicional y profundamente machista.

Las chispas no tardaron en saltar. Se peleaban por casi todo, pero después las reconciliaciones apasionadas parecían lograr que todo quedara atrás. Ambos eran de los que pensaban que el amor es capaz de superarlo todo y, aunque no les faltaba razón, las heridas de los viejos enfrentamientos reaparecían tras una nueva discusión.

Decidieron casarse con la absurda idea de que su compromiso afianzaría la relación, se trasladaron a Londres y al año ella estaba embarazada de su primera hija, luego vendría el niño y siete años más tarde la pequeña, cuando ya ninguno de los dos la esperaba, pero la niña había logrado que la pareja se mantuviera unida. Ella se había centrado en su educación, ahora que se sentía más segura y madura que con los dos primeros y él, bueno su marido, se había acostado con todas las mujeres que se le ponían a tiro. Cuando ella le dio un ultimátum, por primera vez desde que se conocieron, su marido pasó de palabras groseras y agresivas a darle un manotazo que le había dejado un moratón en la mejilla durante un par de semanas.

Ahora no estaba segura de si le tenía miedo, quería realmente que las cosas funcionaran o simplemente estaba todavía asimilando la situación. No le apetecía ese viaje, no creía que sirviera para mejorar su relación. Hacía poco había leído en el Times, que después de las vacaciones de verano era cuando más divorcios se producían durante todo el año.

—¿Qué piensas? —le preguntó su marido cuando atravesaron la frontera y entraron en Estados Unidos.

—Nada, estaba disfrutando del paisaje —mintió la mujer, para que él no supiera lo que le rondaba la cabeza. Antes de salir de Inglaterra había llamado a una abogada matrimonialista y se había asesorado. Llevaba casi quince años fuera del mercado laboral, pero él debería darle una buena indemnización, además de la pensión de sus hijos. Si se demostraba que la había maltratado, podía hasta terminar en la cárcel.

—La verdad es que este lugar es espectacular. ¿Te has dado cuenta de que hay kilómetros y kilómetros sin nadie alrededor? Esto es el paraíso, cariño —dijo tocándole suavemente el mentón.

—¿El paraíso? Esto es una mierda, sin wifi, no hay un centro comercial en kilómetros y lo único que ves por todos lados son árboles —se quejó su hijo mayor.

El hombre le miró por el espejo retrovisor. El crío era una versión de él mismo en adolescente, pero con la piel algo menos tostada.

—¡Mierda! Para eso hemos venido aquí, para desintoxicarnos de los móviles, tabletas y aparatos electrónicos. Hemos venido para vivir una experiencia en familia. ¡No quiero que estropeéis las vacaciones! ¿Sabéis por cuánto nos ha salido todo?

—Está bien papá. No le hagas caso, ya sabes cómo es. Si no está cerca de sus amigotes o conectado no sabe qué hacer con su vida —comentó la hija mayor.

—Ya ha hablado la intelectual de la familia. Lo único en lo que piensas tú es en sacar buenas notas y estudiar en Oxford. Por Dios, tienes casi quince años. Disfruta un poco de la vida —dijo el chico con un gesto de desprecio. Los dos hermanos eran la antítesis el uno del otro.

—Vale ya chicos. Tengamos la fiesta en paz —dijo la madre alzando la voz.

Todos se callaron y el hombre subió el volumen de la radio. Sus hijos odiaban la música antigua que ponía en el Spotify, pero para él era la única forma de lograr relajarse del todo.

Su mujer no entendía la presión que sufrían en el trabajo. Ser uno de los ejecutivos de una empresa tecnológica y encargarse de todos los asuntos tributarios podía ser una verdadera pesadilla. Además con todo lo del Brexit no sabían cómo podía afectarles en su relación con el resto de Europa. La compañía había estado pensando en trasladarse a Ámsterdam o Dublín. Su esposa se encontraba muy cómoda en su casa, tomando el té con su madre y saliendo con sus amigas después de dejar a sus hijos en la escuela, pero él se rompía los cuernos cada día, para que aquel paraíso pudiera mantenerse a flote. Además, sabía perfectamente que el círculo de su esposa no le tragaba. Eran muy liberales y progresistas, pero para ellos él continuaba siendo un africano y eso no podían perdonárselo.

Su esposa estaba obsesionada con que la engañaba con compañeras del trabajo, ganas nunca le habían faltado, pero no quería traicionarla, a pesar de que estaba todo el día histérica y medio paranoica. Aún recordaba el día en el que se pelearon y ella le golpeó con una maza de la cocina, tuvo que pararla y le golpeó en la cara. Su mujer montó un drama y le amenazó con denunciarle y separarse de él. Se lo había dicho un millón de veces, pero aquella vez parecía que iba en serio. Desde el nacimiento de la niña, su mujer no había sido la misma. Los médicos le habían diagnosticado tardíamente una tiroiditis que le había provocado durante años una pérdida de peso repentina, cansancio, nerviosismo, taquicardias, sudores, depresión y fatiga. Llevaba dos años medicándose, pero él creía que aún le seguía afectando en su vida cotidiana.

—Vamos a parar allí —dijo el hombre señalando un supermercado mediano. Lo había visto por el teléfono antes de salir de Canadá. Era una cadena con muchos productos a muy buen precio.

Aparcó cerca de la puerta. No había mucha gente, al parecer era muy temprano para los lugareños, que preferían descansar en la cama hasta tarde un sábado por la mañana.

—No sé en Canadá, pero aquí no abren nada los domingos —dijo el hombre.

—¿Por qué? —preguntó la chica.

—Son muy religiosos y casi todo el mundo va a la iglesia —contestó el hombre mientras cerraba con el mando la puerta. Su hija pequeña corrió hacia él y se lanzó en sus brazos. El hombre la recibió con una gran sonrisa, le encantaba ser todavía el centro de su vida. Con la edad los hijos terminaban por odiarte, pero con ocho años todavía eras el héroe de sus vidas.

—Papá, ¿cuándo iremos en las canoas?

—Muy pronto, tenemos que instalarnos primero en la casa. El dueño me dijo que en la casita junto al lago hay casi de todo: bicicletas, canoas, material para escalar…

—Me encanta —dijo la niña pequeña mostrando sus dientes blanquísimos. Era la que tenía la piel más clara de sus hijos, los rasgos de su mujer parecían calcados en aquel rostro diminuto, con la excepción del color de ojos y del tono del pelo, que era mucho más oscuro.

El hombre tomó un carro y el resto se fue a curiosear por la tienda, aunque era el típico sitio en el que apenas había nada interesante: comida, útiles de pesca y poco más.

—¿Estará bien el perro? —preguntó a su madre la niña.

—Solo estaremos algo más de una hora fuera de la cabaña, era mejor que se quedara allí para proteger nuestras cosas —dijo la mujer.

—Si nuestro perro es muy pequeño —dijo la niña.

—Pero muy valiente —contestó la madre con una sonrisa. Cuando lograba olvidarse de todo, parecía que la nube negra que cubría su vida se disipaba y que no era imposible ser feliz.

Se cruzaron con cuatro hombres vestidos con vaqueros desgastados, camisas a cuadros con las mangas cortadas y gorras de béisbol despeluchadas. Al verla pasar, sin importarles que fuera de la mano de su hija pequeña, comenzaron a comérsela con la mirada y a decirle todo tipo de barbaridades. Ella se giró y les hincó la mirada, pero los hombres se rieron y se alejaron por uno de los pasillos.

Su hija mayor se encontró con ella un pasillo más allá.

—¿Has visto a esos tipos? Son unos salidos. Me han estado desnudando con la mirada.

—Bueno, la verdad es que podías haberte puesto algo más de ropa —dijo la madre mientras miraba los mini pantalones cortos que enseñaban parte de las nalgas y el ajustado top sin sujetador.

—Hace mucho calor —se quejó la chica.

—Ya no eres una niña y te puedes encontrar a tipos como estos en todas partes.

La chica frunció el ceño y se cruzó de brazos.

—¿El problema está en mi ropa o en sus mentes?

—Tienes razón, pero sus mentes no podemos cambiarlas…

Sabía que se comportaba como una madre insoportable, pero a lo largo de la vida los papeles que a uno le tocaba representar iban cambiando y a veces no se reconocía. Era mucho más estricta que su madre, algo histérica y muy rígida. Siempre había pensado que sus padres se habían comportado de manera muy liberal con ella. Les había salido bien la apuesta, pero ella no estaba dispuesta a arriesgarse con sus hijos.

La mujer y la niña comenzaron a cargar cosas hasta que vieron a su marido con el carro.

—¡Espera! —le dijo la mujer malhumorada.

El hombre le comentó todo lo que había cogido y ella le obligó a sacar la mitad de los productos. Algunos por caros y otros simplemente porque no eran los que usaban habitualmente. Tras una breve discusión se acercaron todos a la caja. Estaban esperando a que atendieran a una anciana, cuando los cuatro hombres que las habían molestado se pusieron detrás de ellos. Su hija los miró de reojo y la pequeña comenzó a dejar los productos en la cinta.

—¡Mira la rubia está con ese negro! —dijo en voz alta uno de los hombres. No era la primera vez que les ocurría, aún en Londres se habían visto envueltos en aquel tipo de comentarios peyorativos.

El hombre se giró bruscamente y estaba a punto de decirles algo, cuando la mujer le puso la mano en el hombro para que se calmara. No quería problemas y menos en un país extraño.

—Déjalos —le susurró al oído. Sabía que aquellos tipos querían bronca y divertirse un poco a su costa. Sin duda lo mejor que podían hacer era ignorarlos.

—¿No saben que aquí no admitimos que nuestras mujeres se mezclen con esos monos? —dijo el mayor del grupo y los otros se echaron a reír. La cajera, una mujer de algo más de cincuenta años, frunció el ceño, pero no dijo nada.

Terminaron de pasar la compra y comenzaron a meter todo en el carro, mientras el padre pagaba la cuenta. Uno de los hombres le empujó intencionadamente y se le enfrentó.

—¿Tienes algún problema? —preguntó mientras le pegaba la cara a medio centímetro de la suya.

—No me gustan los negros, pero sobre todo lo que no aguanto es que te acuestes con una de nuestra raza —dijo el tipo soltando espumarajos por la boca.

—¿Tu raza? ¿Te refieres a la de los orangutanes? —preguntó el hombre mientras su mujer tiraba de su brazo.

—Señor, no se meta en problemas —dijo la dependienta, después miró al grupo—. Dejarlos en paz o llamaré al sheriff.

Salieron de la tienda y metieron toda la compra en el maletero, el grupo de hombres no tardó mucho en seguirlos y dirigirse a una inmensa furgoneta Chevrolet de color rojo.

El hombre los miró desafiante, pero ellos se rieron y entraron en su vehículo. La familia se subió al jeep y emprendieron el camino de vuelta a la cabaña. Apenas habían salido del pueblo cuando notaron que la furgoneta que se aproximaba detrás era roja.

El hombre aceleró y la furgoneta siguió pegada a ellos. La carretera era algo estrecha y curvada; debido a la velocidad el Jeep rozó varias veces el borde de la carretera, a un lado había árboles y al otro el río.

—¡Ve más despacio, por Dios! —le dijo al final su mujer algo asustada.

—¿No has visto a esos tipos? —le preguntó mirando por el retrovisor.

—Pisa a fondo y déjalos atrás —dijo el hijo.

—Eres tonto —comentó la hija.

—Frena —le pidió su mujer.

El hombre aminoró la marcha y la furgoneta se pegó casi por completo, desaceleró aún más y la furgoneta terminó por adelantarle. Durante unos segundos los dos vehículos estuvieron a la par en la carretera estrecha, los hombres se reían a carcajadas y les lanzaban latas de cerveza vacías.

—Venga, no tienes cojones para adelantarnos —dijo el copiloto golpeando la puerta del otro coche.

—Sois unos hijos de… —dijo el hombre, pero antes de terminar la frase, el otro coche dio un volantazo, en un acto reflejo giró el volante y se salió de la carretera. El coche se fue directamente contra un árbol gigantesco, pisó el frenó a fondo y las ruedas derraparon entre la maleza y la tierra. El coche avanzó sin control hasta parar a unos pocos centímetros del tronco. El hombre se apoyó sobre el volante y vio cómo la furgoneta se marchaba a toda velocidad. Respiró aliviado. Al menos esos tipos se habían ido, pensó mientras daba marcha atrás. El coche tenía tracción a las cuatro ruedas y no le resultó muy difícil regresar a la carretera. Todos le miraron asustados, él intentó guardar la calma, pero la niña comenzó a llorar y el rostro pálido de los otros miembros de la familia le hizo arrepentirse de haber elegido aquellas malditas vacaciones.

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