Amnesia

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Primera parte » Capítulo 8

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8. DECISIÓN

Cuando llegaron a la clínica la paciente se encontraba exhausta, el doctor recomendó que la sedaran y la dejaran descansar hasta el día siguiente. Sharon era reacia a alargar más la investigación, estaba muy preocupada por lo que le hubiera podido pasar al resto de la familia. Cada vez estaba más convencida de que todos se encontraban en peligro. Regresó a la oficina cansada y desanimada. La mayoría de sus compañeros se había marchado a casa, pero ella prefirió echar un último vistazo a las pruebas.

Al parecer la mujer recordaba que había viajado con la niña. Eso era un gran paso, pero no suficiente. Miró su correo electrónico y entonces vio que tenía el enlace para ver la película de la cámara de seguridad del supermercado donde la familia había comprado provisiones. Dio al enlace y apreció en su monitor la parte exterior de la calle y el aparcamiento del supermercado. Lo pasó impaciente, quería comprobar si era cierto que ella había estado con la niña allí y si aquellos tipos la habían acosado. Si encontraba algo en las imágenes iría al día siguiente al supermercado para interrogar a la dependienta. Si había sucedido algo, tenía que recordarlo.

Tras más de veinte minutos de visualización por fin vio salir a un grupo de cuatro o cinco personas y comenzar a cargar el maletero de un jeep. El hombre llevaba una gorra y no se le veía bien el rostro, pero el trozo de cuello era muy oscuro, por lo que pensó que podría tratarse del marido. Además había una mujer, que se parecía mucho a la paciente, una niña de unos siete u ocho años y dos adolescentes. Amplió la imagen para ver la matrícula del coche, pero no se veía con claridad. Aunque con el modelo podría preguntar en las oficinas del alquiler de la zona. El coche salió del aparcamiento, pero no se vio que otro lo siguiera, ni rastro de los hombres que supuestamente los habían acosado.

Sharon creía que la mujer mezclaba la realidad con algún tipo de historia imaginaria, puede que muy anterior a su viaje a América.

Miró otro correo, este provenía del FBI y, para su desgracia le confirmaba que ninguna familia con las características indicadas había entrado por los aeropuertos principales del país. Aquello era un verdadero contratiempo, aún tardarían en identificar a la familia para poder dar la orden de búsqueda. Nadie había denunciado una desaparición del grupo.

Sharon apoyó los codos en la mesa y se quedó pensativa. La única opción que se le ocurría era que hubieran entrado en coche por la frontera de Canadá. Si era así, las cosas se complicaban notablemente. No estarían registrados y posiblemente ni siquiera habían alquilado la cabaña en Minnesota. Eso escapaba de su jurisdicción y las autoridades del otro lado no siempre eran comprensivas. En ocasiones se necesitaban días o semanas para que los dejaran investigar de manera conjunta.

La frontera era casi simbólica para muchas cosas. De hecho, el contrabando de todo tipo de sustancias ilegales era muy común, así que mientras que el crimen campaba a sus anchas por toda la frontera, la justicia tenías muchas trabas.

Los traficantes únicamente tenían que cruzar el lago para convertirse en intocables. La policía canadiense era mucho más benevolente y sus leyes demasiado blandas.

Comenzó a mirar las fotos del teléfono, los rostros de cada uno de ellos parecían pedirle con urgencia que los encontrase.

—¿Qué os sucedió? —dijo en voz alta la agente. No era nada habitual que desapareciera una familia completa. Algo muy grave debía haber ocurrido. Una tragedia que podía marcar a toda la región y terminar con su boyante negocio turístico.

Sharon recogió sus cosas y se dirigió a su casa. No era agradable vivir sola, pero nunca había tenido pareja y desde hacía dos años prefería eso antes que continuar en la casa de sus padres. Se dio una larga ducha, después se preparó algo de cena y se sentó a ver la televisión. Muchas veces se quedaba dormida en el sillón y amanecía allí, tapada con una manta y con un intenso dolor de cuello.

Estaba a punto de caer en un profundo sueño cuando de repente sonó el teléfono. Miró la hora y se quedó sorprendida. Eran las tres de la madrugada.

—Sí, ¿qué sucede?

—Soy el doctor Sullivan.

—Dígame doctor, en qué puedo ayudarle —preguntó aún adormecida.

—Tiene que venir cuanto antes. La paciente se ha despertado delirando en plena noche. Parece que los recuerdos por fin están volviendo, pero está medio loca. ¡Por favor, venga lo más rápidamente posible!

El doctor parecía muy asustado. La agente se vistió con ropa de calle y tomó su coche particular, antes de quince minutos se encontraba en la puerta de la clínica.

Bajó del coche y caminó por la calle a oscuras. Aún llovía, la noche era muy fresca y sintió un escalofrío al entrar en el edificio. Los pasillos estaban en penumbra, no había nadie en la recepción y no vio al doctor en su oficina. Subió hasta la segunda planta y caminó despacio, mientras el suelo de madera crujía bajo sus pies. Llegó hasta la puerta, pero al abrirla no vio a nadie. ¿Dónde se habían metido?

Intentó abrir el resto de las puertas, pero todas estaban cerradas. Entonces recordó la capilla que estaba pegada al edificio. El centro había pertenecido durante años a la Iglesia Presbiteriana y, aunque la capilla estaba en desuso, algunos internos la usaban para rezar o simplemente para estar un rato a solas. Bajó de nuevo y se dirigió hasta la puerta de doble hoja junto al comedor, giró el pomo y afortunadamente se abrió con facilidad.

Entró en la sala a oscuras, sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Los bancos, y sobre todo la inmensa cruz del altar, parecían figuras fantasmagóricas debido a la tenue luz que atravesaba las vidrieras de colores. Caminó por el pasillo central y se tocó el cinto, para comprobar que había llevado el arma. Afortunadamente pudo percibir el metal frío entre sus dedos y se tranquilizó un poco.

—Doctor Sullivan, señora…

Nadie respondió, pero antes de que llegara al altar mayor escuchó un ruido. Miró al lado del púlpito y vio un cuerpo tendido. Se agachó y giró el cuerpo. Los ojos del doctor Sullivan la miraban sin vida. Ella puso dos dedos en su cuello, pero antes de que comprobara si su corazón aún latía, sintió el cuerpo frío e inerte.

Ahogó un grito de horror y sacó el arma. Apuntó a las sombras, pero la capilla parecía totalmente desierta. Entonces escuchó algo debajo del estrado. Había una pequeña puertecita que apenas permitía que entrara un cuerpo tumbado. La abrió y en medio de la oscuridad los ojos de la mujer brillaron.

—Agente, han matado al doctor y he tenido que esconderme de ellos —dijo la mujer.

—¿De quién?

—De los hombres que tienen retenida a mi familia.

Sharon no dejó de apuntar a la mujer mientras intentaba ordenar sus pensamientos. Entonces escuchó voces fuera y tiró del brazo de la mujer. Salieron del edificio en dirección al bosque. Debía ponerla a salvo; después intentaría contactar con el sheriff y aclarar las cosas, pero lo primero era proteger a la testigo e impedir que la capturasen.

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