Amnesia

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Segunda parte » Capítulo 12

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12. CONFIANZA

Una semana antes, en las proximidades de Fort Frances.

Victoria no quería quedarse sola en la cabaña, estaba temblando y los niños percibían su angustia. Samuel la llevó al salón, tenía que convencerla, si no lograban tranquilizarse todo podría complicarse aún más.

—Tendré que hablar con Timothy, seguro que nos echará una mano.

—Creo que es mejor que llamemos a la policía.

—No, Victoria, eso lo complicaría todo aún más. Además, ¿de qué van a acusarlos?

—De sacarnos de la carretera, de acosarnos en el lago…

—Sería nuestra palabra contra la suya y ellos son de la zona. En lugares como este se fían antes de los vecinos que de unos desconocidos. Además, esto no es Europa, nos miran como una pareja rara. No es tan normal las familias interraciales.

—Eso es una tontería. Aquí, como en cualquier lugar del mundo, tienen que respetar las leyes. Además, la cabaña se encuentra en Canadá. Los canadienses son gente razonable.

Samuel puso los ojos en blanco, siempre le sucedía lo mismo con su mujer. Era imposible hacerla entrar en razón.

El hombre se fue a la buhardilla furioso, rebuscó entre los trastos viejos y encontró un fusil. Era uno viejo, que seguramente habían utilizado para cazar, al lado había algunos cartuchos. Bajó las escaleras de dos en dos y después de cargarlo se lo dio a su mujer.

—¿Te has vuelto loco? —le preguntó la mujer al verle bajar con el arma.

—Aquí es legal, además, si ellos entran en la propiedad estamos autorizados a defendernos. Te lo dejaré mientras hablo con el casero.

—Guarda esto. Los niños podrían hacerse daño —dijo la mujer dándole el arma de nuevo.

—No, tiene puesto el seguro, se quita aquí y…

—¿Por qué sabes de armas?

—Me crie en África, recuerdas. Vivíamos en la capital, pero a veces nos marchábamos al campo para cazar.

—¿Cómo no me lo habías contado nunca? No sabía que estabas a favor de la caza.

—Por Dios, Victoria. No es el momento de abrir un debate sobre las armas y la caza. Si esos tipos regresan no servirá de nada darles discursitos. Esto es la vida real, puede que a algunos europeos os cueste creerlo, pero el mundo es jodidamente difícil y peligroso. En muchos lugares no hay un Estado que te defienda y unas leyes que te protejan. Toma el fusil, yo volveré lo antes posible.

—¿Te marcharás en el coche? Tal vez lo necesitemos.

—Me iré caminando, nos dijo que se encontraba cerca, a unos pocos kilómetros por el camino de la montaña.

La mujer respiró hondo, después abrazó a su marido entre lágrimas y ambos se dirigieron a la puerta. Samuel salió al porche, miró a ambos lados y comenzó a caminar.

—¿Llevas el teléfono?

—Ya sabes que aquí no hay cobertura —le recordó su marido.

—De todas formas. Llévalo, puede que en algún sitio funcione.

La mujer cerró la puerta apresuradamente y la atrancó, había mandado a los niños a la planta de arriba. No tenía fuerzas para darles explicaciones y mostrar una calma que le faltaba. Dejó el fusil apoyado en la pared y fue a la cocina para abrir el vino. Necesitaba una copa para relajarse. Después se sentaría a esperar. Aquella pesadilla terminaría pronto y podrían regresar a casa. Ya no quería más vacaciones.

Pasaron más de tres horas y su marido no regresó. Aquello comenzó a ponerla muy nerviosa, se había bebido casi una botella de vino, pero lo único que había conseguido era angustiarse aún más. ¿Qué había podido sucederle y por qué no había regresado aún?

Miró por la ventana, no tardaría en oscurecer. No quería pasar una noche en aquel sitio en medio de la nada. Tomaría el coche y se llevaría a los niños al pueblo, eso es lo que tenían que haber hecho, pero Samuel no quería perder el dinero de sus malditas vacaciones.

Steve bajó las escaleras y se acercó a su madre.

—¿Cómo estás? —le preguntó mientras se sentaba a su lado.

—Bien, cariño. No te preocupes.

—¿Por qué no ha regresado todavía?

—Puede que haya ido al pueblo y esté cursando una denuncia. Eso le llevará un tiempo.

—No creo que papá nos dejara aquí mientras se marchaba al pueblo.

—Puede que tengas razón, pero por ahora no nos queda más remedio que esperar. Si no ha regresado antes de que anochezca nos marcharemos —contestó la mujer.

—Pero ¿qué sucederá si le han capturado?

La mujer no se había planteado aquella posibilidad. Estaba tan confusa y asustada que apenas podía pensar con claridad.

—Cada cosa a su momento. No sirve de nada plantearse cosas que quizás no sucedan. Esos tipos son unos matones, unos malnacidos, pero Canadá no tiene un alto índice de criminalidad. Son unos palurdos que quieren divertirse a nuestra costa.

Charlotte bajó por las escaleras llorando, su hermana corría detrás de ella, pero no lograba pararla.

—¡Mamá, tengo miedo!

El perro comenzó a moverse de un lado para otro nervioso. La mujer abrió los brazos y la estrechó entre ellos un buen rato. Al final todos se fundieron en uno solo. Mientras los sentía tan cerca se juró que no permitiría que nadie les hiciera daño.

—¿Dónde está mi osito? —preguntó la pequeña.

—Lo debes haber dejado arriba —le contestó su hermana mayor.

—Quiero mi oso —insistió la niña.

—Pues, sube a por él —dijo la hermana con el ceño fruncido.

—Isabella es una estúpida —dijo Charlotte con los labios fruncidos.

—No digas eso. Yo subiré a por él —dijo la mujer. Necesitaba despejarse un poco, se echaría agua en la cara e intentaría apartar aquellos nefastos pensamientos de su cabeza.

Subió las escaleras despacio, intentado dilatar ese tiempo lo máximo posible. Fue a la habitación de los chicos y tomó el osito, después se dirigió al baño y comenzó a echarse agua helada en la cara. Ahora se arrepentía de haber bebido tanto. Estaba comenzando a despejarse un poco, cuando comenzó a escuchar los gritos y los ladridos del perro.

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