Amira

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QUINTA PARTE » Una mujer nueva

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Una mujer nueva

Amira siguió toda la historia en los periódicos y la televisión. La prensa tardó apenas unos días en relacionarla con la mujer desaparecida en el accidente de Philippe. Siguieron entonces todo tipo de especulaciones sobre el misterio de su desaparición. Se citaban declaraciones de Malik y de Alí, de su padre e incluso de Farid. El suceso causó la misma expectación que unos años antes provocara la desaparición de uno de los Rockefeller en Nueva Guinea.

Por una vez, Amira se alegró de pertenecer a una cultura que no veía la fotografía con buenos ojos. Se utilizó una y otra vez el mismo retrato de boda, en el que salía casi de perfil y no demasiado favorecida. De Karim sólo había una foto de bebé. En realidad no importaba; se hallaba en un lugar donde ningún periodista podría encontrarla y, aunque alguno lo hubiera conseguido, no la habría reconocido.

El lugar era un castillo en Senlis. Se trataba de una residencia para mujeres convalecientes de cirugía plástica que podía permitirse una confidencialidad absoluta, y durante su primera semana de estancia (momento en que la fotografía de su boda aparecía en todos los noticiarios), Amira tenía peor aspecto que después de la paliza de Alí.

El cirujano le había explicado que no era necesario cambiar su aspecto completamente, aunque fuera posible, porque se suponía que estaba muerta, y aún más importante, la identificación de una persona dependía únicamente de dos o tres rasgos principales.

En todo caso, necesitaba arreglarse la nariz, que Alí le había aplanado. El cirujano retocaría también la forma de los ojos y llevaría lentes de contacto que convertirían sus ojos de color marrón claro en verde oscuro. Asimismo, le quitaría la cicatriz de la frente.

Parecía simple y bastante delicado; temporalmente quedó con el aspecto de una víctima de un accidente aéreo. Sin embargo, una semana después había remitido la hinchazón y no tenía moretones. Ante sí emergía el rostro de una mujer nueva, familiar, pero diferente.

Dos semanas más tarde el cirujano en persona le hizo fotografías. Dos días después tenía otro pasaporte francés con su nuevo aspecto y su nuevo nombre: Jenna Sorrel. Karim conservó el nombre por deseo de Jenna frente a la opinión del cirujano. Ésa fue la única parte del asunto que se discutió abiertamente. A Philippe se le mencionó tan sólo de manera indirecta como un hombre extraordinario y un amigo maravilloso.

Al cabo de un mes de su llegada a Francia, Amira (Jenna) partió de El Havre como pasajera de un carguero con destino a Nueva Orleans. El modo de transporte representaba una última precaución; alguien, seguramente Philippe, había decidido que ofrecía escasas posibilidades de escrutinio.

La travesía resultó difícil. Siendo la única mujer a bordo, Amira se sentía expuesta, desnuda, a las miradas de la tripulación. Aparentemente el capitán, un griego de aire paternal, comprendió la situación y dio órdenes. Después no hubo más miradas lascivas directamente, pero sus miradas de reojo no tenían otra interpretación. No obstante, no pasó de ser una molestia. Lo peor era su creciente sentido de culpabilidad por el sacrificio de Philippe. También estaba Malik, que debía de haber aceptado ya su muerte y la lloraría. ¿No debería hacerle saber que estaba viva, aunque fuera sólo a través de una nota?

No, por el momento era mejor que no supiera nada en absoluto.

En Nueva Orleans, rellenó los impresos para adquirir la condición de estudiante extranjera. Encontró un hotel con servicio de canguro y salió en busca de un joyero. La ciudad no se correspondía con la imagen que tenía de Estados Unidos, y desde luego no tenía nada que ver con Dallas. Era más mediterránea, parecida a Marsella.

Pasó por delante de una joyería de Royal Street tres veces antes de entrar. El nombre del escaparate era judío, lo que despertó prejuicios inculcados en ella desde la infancia, pero le gustó el aspecto del local. El joyero se levantó de detrás de una mesa para saludarla con la lupa subida sobre el ojo derecho.

—Quiero vender unas joyas —dijo Amira simplemente, y vació su estuche sobre el mostrador.

El hombre mayor las contempló unos instantes antes de hablar.

—Esto es calidad y belleza. ¿Podría decirme su nombre, señora?

—Sorrel.

—Sorrel. Harvey Rothstein. Encantado. ¿Su apellido es francés?

—Sí, soy francesa por matrimonio.

—Comprendo. Bueno, señora Sorrel. —Se colocó la lupa sobre el ojo y examinó las joyas.

De vez en cuando emitía suspiros de placer.

—Se las compraré —dijo al fin—, aunque tendré que pedir dinero prestado. —Mencionó una cantidad que a Amira le pareció terriblemente baja. Regateó. Él subió el precio, pero no demasiado.

—No conseguirá más —le aseguró.

Algo en aquel hombre, la admiración sincera que demostraba por las joyas, hizo que confiara en él.

—Muy bien. Lo tomo.

—Vuelva mañana por la mañana y le daré un cheque de caja. —Observó las joyas una vez más—. Señora… Sorrel, debe saber que sólo le ofrezco una parte de lo que valen realmente estas piezas. Es justo, primero porque he de obtener un beneficio, y segundo porque hay ciertos… riesgos. Pero ésta no. —Empujó el rubí de color sangre hacia Amira—. Ésta no forma parte del precio. La he reconocido, como hubiera hecho cualquier joyero del mundo. Guárdesela. Perdóneme por predecirle que llegarán tiempos mejores para usted, y entonces habrá podido conservarla.

Al día siguiente, por la tarde, Amira cogió un avión en dirección a Nueva York, donde enlazaría con otro para ir a Boston. Allí, por recomendación del señor Maurice Cheverny y después de una entrevista y un examen especial de nivel, obtuvo una plaza en Harvard para el trimestre de otoño. Pensaba licenciarse en psicología.

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