Amira

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SEGUNDA PARTE » Infancia

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Infancia

1961

El balón de fútbol que recordaba Malik también lo recordaba su hermana. No tenía más de cinco o seis años de edad cuando llegó hasta ella botando desde la cacofonía que producían los niños al jugar, y se detuvo a unos centímetros de sus sandalias blancas. Parecía tan grande como un planeta, pero la tentación de darle un puntapié fue irresistible.

Falló al primer intento. Su vestido favorito —blanco, con un lazo que se ataba a la espalda— la traicionó; le llegaba hasta los tobillos, por supuesto, y debajo llevaba unas largas enaguas. Cuando echó el pie hacia atrás, se pisó el borde de la falda, se enredó y no le dio a la pelota. Los niños la abuchearon.

Amira se recogió el vestido lo justo para moverse con libertad y golpeó la pelota con todas sus fuerzas. La pelota era pesada y le hizo daño en los dedos, pero salió volando como un cohete y aterrizó… en la fuente. El caos se apoderó del jardín, incluso Malik gritaba a su hermana hasta que apareció su tía Najla y la arrastró de vuelta al grupo de mujeres y de niños más pequeños.

Era un recuerdo nimio entre un número incontable que, años más tarde, Amira recuperó con nostalgia agridulce, repasándolos con la mente como otra mujer los hubiera hojeado en un álbum de fotos. A menudo, cuando llovía en la fría Boston o la nieve se amontonaba en sus calles, pensaba en la casa de su padre con su jardín iluminado por el sol.

Aunque protegido por altos muros en dos de sus lados y por las alas de la casa en los otros dos, el jardín estaba lejos de ser el lugar secreto y sombrío que muchos norteamericanos imaginaban en el interior de una casa árabe. Era más bien un lugar de juegos, un espacio brillante siempre animado por niños, primos, casi todos los días, pero también los niños de vecinos y de otros visitantes, así como los del servicio. Algunas veces había invitados especiales, pequeños príncipes y princesas reales no muy diferentes de Malik y de ella misma; con menor frecuencia, les visitaban también los exóticos hijos de ejecutivos de las compañías petroleras norteamericanas o de hombres de negocios europeos.

El jardín era un lugar abierto en el que crecían las plantas: jazmín, adelfas y Jacaranda, amorosamente cuidadas y alimentadas con un agua más preciosa que el petróleo. Para Amira, aquel jardín era sinónimo de felicidad. En el recuerdo y la realidad se mezclaba con la casa en sí, una villa laberíntica, de estuco y estilo mediterráneo, con altas ventanas en arco que disponían de postigos para protegerse del calor del mediodía. Mujeres y niños por igual se movían continuamente entre el jardín y las habitaciones del país de las mujeres.

Cuando más arreciaba el calor, todos se instalaban a la sombra del soportal que discurría a lo largo de la planta baja del edificio principal y formaba una especie de terreno intermedio entre el exterior y el interior de la casa. Las mujeres realizaban pequeñas tareas domésticas y charlaban, a veces cantaban incluso; tanto la charla como el canto se hacían en voz baja si había hombres en la casa, pues era una grave falta que se oyeran las voces de las mujeres en la parte de la casa de los hombres sin ser requeridas.

En presencia de los adultos, los niños debían escuchar con respeto y hablar sólo cuando les preguntaran. Los niños tenían mayor libertad que las niñas en este sentido, pero no se les permitía gritar ni ser revoltosos.

Amira lo recordaba perfectamente: el calor, que a la sombra era sólo soportable; el aroma a cardamomo y clavo o romero en la cocina que especiaba el olor del cordero estofado; las suaves voces y la risa de las mujeres. Permanecer sentada educadamente mientras los adultos conversaban no fue jamás el tedio intolerable que hubiera supuesto para un niño norteamericano o europeo. Primero, porque sencillamente era así como se hacían las cosas, y segundo, porque la conversación podía ser fascinante. La madre y la tía de Amira, así como sus amigas, charlaban sobre asuntos que les atañían personalmente —dinero, enfermedades, matrimonios, nacimientos, la vida entre cónyuges—, y poco o nada se censuraba o simplificaba porque estuvieran los niños delante. A fin de cuentas, también a ellos les interesarían tales cosas al cabo de pocos años.

Un día, por ejemplo, el tema era una pareja de recién casados que tenían problemas.

—Ni una gota de sangre en las sábanas —decía tía Najla, a quien le había contado la historia una de sus amigas—. Debería haberla si el marido hubiera penetrado a una virgen —añadió como explicación para los niños más pequeños.

Hubo cabeceos de triste asentimiento; era la pesadilla de toda mujer decente.

—¿Se ha divorciado el marido de ella inmediatamente? —preguntó la prima de Amira, Fátima—. ¿La ha devuelto a su familia? —Era lo mínimo que podía esperar una novia que no fuera virgen.

—¿La han matado sus hermanos? —preguntó Halla, una vecina.

—No —replicó Najla—. Ni se divorció de ella ni la han matado. Naturalmente han surgido preguntas. No es cuestión de dinero, porque el novio es rico y nada mezquino. —Se refería al hecho de que el marido de una novia impura tenía que pagar al menos la mitad de su precio (una suma considerable) al padre, aunque se quedara sin esposa.

Las mujeres volvieron a asentir, esta vez indicando que habían comprendido, y una de ellas dijo:

—Entiendo.

—Sí —dijo Najla—. Obviamente la culpa era de él. O bien su miembro viril no estuvo a la altura de la tarea, o por alguna otra razón no cumplió con su deber marital.

Eso lo cambiaba todo. En ese caso la mujer tenía derecho a divorciarse, tal como indicaba la ley islámica. Sin embargo, tal acción tenía sus inconvenientes y rara vez se llevaba a cabo, puesto que un divorcio, sea cuales fueren sus causas, disminuía grandemente la perspectiva de un nuevo matrimonio para la mujer.

—¿Pero qué le ocurre al marido? —preguntó Fátima.

Las mujeres refunfuñaron ante su ingenuidad. Desde luego todo el mundo sabía que los hombres normales no podían reprimir su lujuria si los provocaban; por esa razón las mujeres ocultaban el rostro y los cabellos, e incluso los brazos.

—¿No has oído nunca que ciertos hombres no pueden hacerlo? —preguntó Halla—. Por ejemplo, algunos prefieren a los muchachos, o a otros hombres.

—No creo que sea el caso —dijo Najla con autoridad—. Pero es bien sabido que hombres normales pueden volverse impotentes en ocasiones, por una enfermedad quizá, o por una herida…

—No será mi marido —la interrumpió Halla—. Cuando se rompió la pierna, se pasó todo el tiempo que tardó en curarse como un macho cabrío en celo.

—…o por otras razones que sólo Dios sabe. Se dice que la misma excitación del momento debilita la fuerza de algunos hombres. Pero la cuestión es que, a Dios gracias, a menudo la enfermedad es pasajera.

Estas palabras provocaron una discusión sobre el tiempo de que disponía un hombre para superar su problema antes de que se considerara permanente y, por tanto, motivo de divorcio. En general se mostraron de acuerdo en que un mes, o quizá dos, era lo más correcto, aunque una afirmó que en los Emiratos Árabes era costumbre alargar ese período hasta un año. Al final, una de las mujeres mayores expresó la innegable verdad de que, fuera cual fuera el motivo, era la voluntad de Dios, pues todo el poder era suyo, y puso término a la discusión.

Amira había estado escuchando con interés, no porque le excitara el tema, puesto que no había cosa más corriente que las charlas sobre sexo (una de las primeras cosas que la desconcertaron sobre Norteamérica fue la existencia de un debate sobre algo llamado «educación sexual»). Tampoco se trataba de aprender una importante lección para el futuro, ya que, como cualquier otra muchacha de su edad, estaba segura de que su marido no sufriría jamás tal falta de apasionamiento.

Recordando la anécdota tras largos años de vida solitaria, la Amira en el exilio comprendió que lo importante era sencillamente ser parte de todo aquello, del círculo de parientes y amigas en el país de las mujeres. Jamás desde aquellos días de su infancia había tenido una sensación semejante, la de pertenecer a un lugar y ser aceptada en él.

La primera nube en la corta vida de Amira llegó desde el otro mundo, un mundo completamente distinto que ocupaba la misma casa, el mundo de los hombres, lugar que veía muy contadas veces y en el que ocurrían las cosas sin que ella pudiera controlarlas ni comprenderlas, como los mismos designios divinos. La nube surgió cuando Malik, que había estado hablando con su padre —todo un acontecimiento— irrumpió en la cocina con una noticia asombrosa.

—¡Hermanita! ¡Me voy a Egipto, Dios mediante! ¡A El Cairo!

—¿Se va mamá contigo? —fue todo lo que se le ocurrió decir a Amira. Tenía entonces seis años y lo único que sabía sobre El Cairo era que su madre había nacido allí.

—No, idiota. Voy al Victoria College.

—¿Qué es eso?

Malik extendió unos folletos sobre la mesa.

—Aquí está. Mira.

En los folletos se veían grandes edificios de piedra rodeados de césped y entre ellos, chicos con extraña vestimenta, con chaquetas y corbatas como las que llevaban a veces los extranjeros de las compañías petrolíferas.

—¿Quiénes son esos chicos? —preguntó Amira.

—Alumnos, igual que seré yo cuando vaya. Gente que va a la escuela para aprender cosas. Mira, ésa es la bandera británica. Es una escuela británica.

—¿Son británicos los chicos?

—No, son árabes, como yo, y egipcios, claro. También hay algunos persas. Es una escuela británica en Egipto.

Amira meditó sobre esta información.

—¿Cuando tenga tu edad podré ir a esa escuela?

—No seas estúpida.

—No lo soy. ¿Por qué no puedo ir?

—Porque eres una niña, tonta.

Amira vio que era cierto; en la foto no había chicas, ni siquiera mujeres, y también lo comprendió desde el fondo de su corazón.

—Yo quiero ir —dijo—. Cuando tenga ocho años, iré.

—No puedes, hermanita —le dijo Malik, alborotándole los cabellos.

—¡Sí, sí que puedo!

En ese momento entró su madre, Jihan.

—¿Qué es todo este jaleo?

—Mamá, Malik dice que no puedo ir a la escuela Victoria. Dile que no lo diga más.

—¿No estás contenta de que tu hermano vaya a una escuela tan elegante?

—Sí, ¿pero no puedo ir yo también cuando sea mayor?

—Bueno, ya veremos, princesita. No debes preocuparte por esas cosas. Aún falta mucho tiempo y todo está en manos de Dios.

Amira sabía cuándo «ya veremos» significaba quizá y cuándo significaba no. Aquel «ya veremos» era como una puerta cerrándose, pero ella se empecinó en interpretar lo contrario. Cuando Malik se fue a El Cairo, Amira se aferró al sueño de que algún día se reuniría allí con él. Rogaba a Jihan que le leyera las cartas de su hermano una y otra vez para memorizar cada una de sus palabras.

Malik alardeó de que muchos hombres famosos habían ido a la escuela Victoria, incluso miembros de la realeza; por ejemplo, el rey Hussein de Jordania. Los profesores vestían como los dons de Oxford, fuera lo que fuera eso; al parecer vestían largos thobes negros y Amira se los imaginó parecidos a beduinos. El trabajo académico era muy difícil, decía una carta con un deje de desesperación. En la asignatura de historia se enumeraban reyes y guerras europeas que no tenían ningún sentido para un remalí.

Al parecer, las asignaturas de lenguas eran peores. Cuando Malik volvió a casa para el Ramadán, enseñó a Amira alguno de sus libros de texto; las letras inglesas y francesas eran incomprensibles y no se parecían en nada a los fluidos caracteres arábigos. Orgullosamente, aunque a trompicones, Malik le leyó un fragmento de un famoso poeta británico cuyo nombre tradujo por «blandir una lanza». Las palabras inglesas le sonaron sólo a ruido, pero Amira pidió a su hermano que las señalara una a una al leerlas.

Pese a la diferencia de más de dos años entre los hermanos —la más proclive a las riñas incesantes—, Amira y Malik siempre habían estado muy unidos, lo que era motivo de comentario entre los adultos, que no siempre lo veían con buenos ojos. Una tía dijo en una ocasión con tristeza que se debía a que eran sólo dos, y uno de ellos una chica, lo que no se consideraba una gran familia en Al-Remal.

Aquel barniz de cosmopolitismo y educación convirtió a Malik en un héroe para su hermanita. Amira contaba las semanas que faltaban para que Malik volviera de vacaciones o para el largo verano durante el cual los profesores británicos huían del calor de El Cairo, y cuando por fin regresaba, lo acosaba inmisericorde para que se lo contara todo sobre el Victoria College y todas las cosas que había aprendido.

El primer verano de vacaciones, ocurrió un incidente que aterrorizó a Amira y al mismo tiempo aumentó, si cabía, la admiración que sentía por su hermano.

Fue una tarde desacostumbradamente silenciosa en el jardín. Las mujeres y la mayoría de los niños se habían metido en la casa para hacer la siesta. Malik y un visitante, el príncipe Alí de la casa real de Al-Rashad, estaban sentados jugando al ajedrez. Cerca de ellos, instalada en un banco de mármol, Amira contemplaba la Partida. Las chicas no jugaban al ajedrez, pero a Malik le encantaba y Amira había aprendido la mayoría de movimientos observando a su hermano. Malik movió su alfil a rey cinco. —Cuidado con tu reina —dijo amigablemente.

Amira meneó la cabeza levemente. Incluso ella veía que no era ésa la auténtica amenaza.

—No te preocupes por mi reina —dijo el príncipe, moviéndola para alejarla del peligro.

Tan pronto como apartó los dedos de la pieza, Malik empujó su reina hacia adelante y se comió al peón que había junto al rey negro.

—Jaque mate —dijo con una sonrisa.

—¡Qué truco más rastrero! —exclamó el príncipe con el rostro congestionado por la ira, y barrió la mesa con el brazo, lanzando tablero y piezas por los aires. Una de las piezas dio a Amira en un ojo.

—Me has hecho daño —gimió Amira y se echó a llorar.

El príncipe se quedó paralizado unos instantes.

—Perra —musitó luego, como queriendo disimular su inexcusable comportamiento.

Malik se movió con una celeridad tal que el príncipe Alí había caído hacia atrás antes de que Amira comprendiera que su hermano le había golpeado.

Su asombro fue tan grande que dejó de sollozar y contuvo el aliento. Era un terrible insulto que un hombre pusiera sus manos sobre otro, pero golpear a alguien de sangre real era impensable. ¿Lo había visto alguien? Al otro lado del jardín, Bahia parecía estudiar las copas de las palmeras datileras.

El príncipe se levantó tambaleándose.

—Pagarás por esto —dijo manteniéndose a distancia.

Amira veía a su hermano asustado, pero la voz de Malik sólo dejó traslucir su desprecio.

—¿Ah, sí? ¿A quién se lo vas a decir? ¿A tu padre? ¿A tus hermanos? ¿Les contarás lo que le has dicho a mi hermana?

El chico le lanzó una mirada asesina y luego se marchó con paso majestuoso sin pronunciar palabra.

Esa noche Amira y Malik comentaron la anécdota entre susurros excitados. Ella estaba segura de que en cualquier momento llegarían los guardias reales para arrestar a su hermano, pues lo que había hecho violaba todas las normas. Con algo menos de confianza, él le aseguró que no ocurriría tal cosa. Príncipe o no, el otro era un cobarde. Malik acabó exaltándose y soltó una pequeña bravuconería.

—A veces, hermanita, uno tiene que saltarse las normas. Lo importante es saber cuándo.

Amira no había oído jamás nada parecido, ni siquiera de un adulto, pero en cierto sentido se adecuaba a su hermano. Además de ser un estudioso y un hombre de mundo, Malik surgió ante ella en el papel de jefe bandido del desierto.

Mamá, ¿iré al Victoria en otoño?

El segundo verano se acercaba a su fin con lentitud y premura a la vez. Amira tenía casi ocho años y, si iban a enviarla al Victoria, había llegado el momento.

—No, princesa, no vas a ir —dijo Jihan tras un suspiro. La tristeza de su voz no dejaba resquicio a la duda.

—Pero yo quiero ir.

—Lo sé, pero ya te lo he dicho, cualquiera puede decírtelo, las niñas no van a colegios como el Victoria.

—¿Por qué no? He aprendido cosas con Malik. Él me da sus libros viejos. Me sé las lecciones que se sabía cuando fue la primera vez, y casi tan bien como él.

—¿En serio, cariño? —preguntó Jihan, mirándola con asombro—. Sabía que mirabas sus libros, pero no que los estudiaras. —Apretó los dientes—. Estoy orgullosa de ti, Amira. Eres una niña muy inteligente, pero quítate el Victoria College de la cabeza. Sencillamente, no puedes ir.

—¡Pero yo quiero ir! ¡Quiero ir!

Al final terminó en lo más parecido a una rabieta que había tenido Amira, suficiente para que Ornar irrumpiera hecho una furia en el país de las mujeres.

—¿Qué significa todo este alboroto? —preguntó a Jihan—. ¡Se os oye desde fuera! ¿Es que la paz de esta casa no significa nada?

—Mis disculpas, marido. Es culpa mía.

—¿Qué le pasa a la pequeña?

—Tiene una fantasía infantil, nada más — explicó Jihan sucintamente, tomándoselo a la ligera para hacer pasar el sueño de Amira como broma, con lo que consiguió apaciguar a Ornar.

—Escucha, princesita, no querrás irte al sucio y viejo Cairo y dejar a todos tus primos y amigos. Piensa en lo mucho que te divertirás aquí. ¿No será pronto tu cumpleaños? Me parece que tendremos que pensar en algo especial para ti.

—Pero a Malik no le disgusta El Cairo, padre, y estaría con él.

Su padre frunció el entrecejo. No era exactamente que Amira le llevara la contraria, pero se estaba acercando.

—Escucha, hija, y atiéndeme bien. Tu hermano será un hombre y necesita la educación necesaria para los deberes de un hombre. Tú eres una niña, y la única cosa que necesitas aprender es a ser una esposa modesta y obediente para el marido que tendrás algún día, Dios mediante. Y ahora no quiero oír ni una palabra más sobre el tema.

Ornar giró sobre sus talones y salió. Amira se guardó de decir nada más. Esa noche, no paró de llorar hasta dormirse en los brazos consoladores de su madre; sus esperanzas se habían convertido en humo.

Un día o dos después, oyó una conversación entre sus padres.

—Como siempre, me inclino ante tu sabiduría y tu discernimiento —decía Jihan con un tono que era la peculiar combinación de zalamería, adulación e insistencia que usaba cuando quería algo de Ornar—. Pero, aun estando de acuerdo contigo en que Bahia es una excelente criada, no es más que eso, al fin y al cabo. Te lo digo únicamente porque sé que un hombre de tu posición y categoría querrá que sus hijos, sus dos hijos, estén bien preparados para el futuro. Sé que eres consciente de que los tiempos están cambiando. Ahora las niñas han de recibir una educación, al menos hasta cierto punto. Tú mismo me dijiste que el gobierno planea abrir una escuela para ellas, antes de dos años, creo que dijiste. Sé que si no estuvieras tan ocupado, tú mismo habrías considerado la posibilidad de contratar a una institutriz adecuada. Así que espero que no te lo tomes a mal si te pido que lo hagas ahora.

Instantes después, Amira oía la voz cavernosa de su padre.

—He prosperado mucho en los últimos años, gracias a Dios, creí
haber sido consciente de que los tiempos cambian, aunque no siempre me haya gustado. Tampoco me gusta lo que me dices, pero creo que tienes algo de razón. Que así sea.

Así fue como la señorita Vanderbeek, nanny Karin, entró en la vida de Amira.

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