Amira

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SEGUNDA PARTE » Amistad

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Amistad

No era sólo una fantasía, podía ocurrir fácilmente. En muchos aspectos, Laila Sibai era la esposa perfecta para Malik. Su padre, Abdullah, era un amigo de Ornar Badir de toda la vida, y su socio en los negocios, de modo que la alianza tendría un sentido económico, puesto que aunaría ambas fortunas.

Cierto, Laila y Malik no eran primos, pero la preferencia por matrimonios entre primos no era tan acusada en Al-Remal como en otros países árabes, y en cualquier caso Laila era prácticamente como una prima a la que conocían todos y que pasaba casi tanto tiempo en casa de los Badir como en la suya propia. Su madre Rajiyah era la amiga más íntima de Jihan.

Además, Laila y Malik se gustaban, aunque eso no contaba demasiado a la hora de concertar un matrimonio. Amira recordaba a Rajiyah regañando a Laila en más de una ocasión por jugar y hablar con Malik más de lo conveniente, pues no era mabram, es decir, un pariente masculino con el que no se pudiera casar.

Aun después de que Laila hubiera llegado a la pubertad y adoptado el velo en el vestir, Amira se la encontró con Malik riendo en un apartado rincón del jardín de los Badir. Amira debió parecer escandalizada, pues Laila sonrió y dijo:

—¿Qué ocurre, gorrión? ¿Hemos de convertirnos en extraños tu hermano y yo sólo porque voy envuelta en tela?

Así era Laila, que parecía compartir la filosofía de Malik sobre el momento en que se podían romper las reglas. Aunque Amira lo desaprobase —cosa de la que no estaba segura—, jamás lo hubiera confesado. Idolatraba a Laila. Evidentemente una de las razones por las que Laila, que era mayor, le prestaba tanta atención era Malik, ¿pero qué importaba eso? Amira también idolatraba a su hermano. Desde su punto de vista, la boda entre su amiga y su hermano sería perfecta.

Sin embargo, lo más seguro era que nunca llegara a realizarse. El problema no estribaba tanto en que Malik fuera más joven que Laila —sólo se llevaban un año y pico, y el profeta en persona se había casado con una mujer que casi podía ser su madre—, sino el hecho de que Malik fuera aún un estudiante, mientras que Laila era una mujer en edad de casarse. El padre de Laila no iba a esperar a que el hijo de su viejo amigo creciera, sino que pronto buscaría un marido maduro y de cierta posición para ella.

—¡Escucha! Son ellos.

Había pasado un verano y el siguiente no estaba lejos. Laila y Amira estaban en la biblioteca del padre de Laila, territorio prohibido para las mujeres, pero Abdullah Sibai estaba en la India comprando seda y no había ningún otro hombre en la casa. En tales circunstancias, la madre de Laila solía distraerse y Laila y Amira se escabullían a la biblioteca para oír la moderna y costosa radio de Abdulíah. El padre de Amira tenía una exactamente igual; él y Abdullah se las habían regalado mutuamente, y gracias a ellas estaban al tanto de las noticias y las evoluciones financieras en todo Oriente Medio.

Laila y Amira daban a la radio un uso distinto, pero igualmente internacional: escuchaban música procedente de lugares tan lejanos como Estambul y El Cairo. La de El Cairo era su favorita por la excelencia de los cantantes egipcios: Abdul Wahab, Farid al-Atrash y la incomparable Um Kalthoum. Algunas veces sintonizaban una emisora de El Cairo en la que ponían música occidental; en ella oyeron a un grupo de músicos que según había mencionado Malik, con su esnobismo de escuela británica, causaba furor en toda Europa. Se llamaban los Beatles.

—Sube el volumen —pidió Amira.

—No. Mi madre la oiría. Bailemos.

Laila había enseñado a Amira cómo bailaban los adolescentes occidentales (Amira seguía sin tener la menor idea de dónde había adquirido tan esotérico conocimiento). Era diferente del baile que conocía Amira, la danza beledi, que los occidentales llamaban la «danza del vientre» según decía la señorita Vanderbeek; también la música era distinta a cuanto había oído hasta entonces; era libre y salvaje, casi una locura, pero divertida. Intentó comprender la letra mientras bailaba, pero las palabras no sonaban igual en una canción que al leerlas en un libro. Distinguió baby una y otra vez, aunque no imaginó qué tenía que ver un bebé con la canción, y la frase twist and shout; tendría que buscar twist en el diccionario de la señorita Vanderbeek. Malik les había dicho que esa canción ya no estaba de moda, porque El Cairo estaba muy atrasado con respecto al rock and roll, como al parecer se llamaba esa música.

La canción terminó con una serie de notas machaconas de instrumentos que Amira no reconoció, y casi inmediatamente empezaron a perder la emisora.

—Da igual —dijo Laila—. Ya hemos tentado bastante al destino. Vamos a mi habitación.

El hogar de los Sibai era prácticamente una réplica de la casa de los Badir, pero con mobiliario diferente. La habitación de Laila daba al jardín desde el segundo piso, igual que la de Amira, pero ella disfrutaba de una habitación propia, señal de que se estaba convirtiendo en mujer. Las dos amigas se echaron sobre la cama acaloradas por el baile.

—Bueno, gorrioncillo, espero que hayas disfrutado —dijo Laila—, porque siento decirte que seguramente no volveremos a escuchar la radio.

—¿Por qué no?

Creo que mi padre ha elegido ya un marido para mí. Creo que dará a conocer su decisión cuando vuelva de la India, si Dios quiere.

—¡Laila! —exclamó Amira, intentando parecer entusiasmada—. Qué noticia tan maravillosa. Felicidades. ¿Quién es?

—No lo sé. Sólo espero que no sea demasiado viejo y feo.

—Oh, no lo será. Sé que no.

—Si Dios quiere.

—¡Pero es muy excitante!

—Sí —convino Laila—. Sí, lo es. Para serte sincera, estoy emocionada. ¿No es con eso con lo que soñamos todas? Pero al mismo tiempo las cosas cambiarán entre tú y yo.

—¿Quieres decir que no volveremos a vernos? —dijo Amira, sintiendo que el corazón le daba un vuelco.

—¡No, no! Claro que no. Nos veremos montones de veces, si Dios quiere, aunque me vaya a vivir lejos, pero será diferente.

—Bueno, por supuesto. Con un marido, y con hijos, que Dios te conceda muchos.

—Sí. Es como entrar en una nueva vida. Seré una mujer adulta y tendré que comportarme como tal. Me deberé a mi marido, sea quien sea. —Laila guardó silencio unos instantes, luego añadió—: Ojalá… bueno, no importa lo que yo desee. No importa. —De repente se animó—. ¿Sabes que he conducido un coche?

—¿Qué? ¿Cuándo? —En Al-Remal era ilegal que las mujeres condujeran. La mera visión de una mujer al volante podía atraer a la policía religiosa, a la policía normal y a una multitud de airados ciudadanos—. Con Malik, el verano pasado. Me disfracé de chico. Cogí unas ropas de la habitación de mi hermano Salim sin que me vieran, me las puse bajo la abeyya y luego me la quité. Fue todo una aventura. Nos fuimos al campo, a donde están construyendo el nuevo aeropuerto, y Malik me enseñó a conducir.

—Pero Laila, ¿qué locura te dio?

—Tienes razón, fue una locura. Podría haber ocurrido cualquier cosa. ¿Y si hubiéramos tenido una avería? Pero nunca lo olvidaré. —Volvió a hacer una pausa y acarició los cabellos de Amira—. Deberías hacerlo tú también, gorrioncillo. Dile a Malik que te lleve. Es tu hermano, mahram. Ni siquiera tendrás que inventar una mentira para salir de casa con él. Pero te recomiendo que vayas disfrazada por si te ve alguien. Además, es divertido vestirse de chico.

—Oh, yo no podría. Jamás.

Laila sonrió y la abrazó.

—¿Por qué no? Hazlo, gorrión. También tú te casarás antes He que te des cuenta, y entonces será demasiado tarde.

Malik volvió a casa pronto ese año. Israel y Siria habían estado intercambiando proyectiles de artillería y bombas durante meses, y era creencia generalizada que los israelíes atacarían Egipto, o que Egipto atacaría primero para defenderse. A mediados de mayo, el presidente Nasser movilizó a las fuerzas armadas de su nación. Malik partió en uno de los últimos aviones que salió de El Cairo, y apenas había tenido tiempo de deshacer sus maletas cuando terminó la guerra de los Seis Días.

Las armas hablaron con fuerza en esos pocos días, pero no existió jamás la posibilidad de que Al-Remal se uniera al conflicto. El rey del país lanzó su furiosa y amarga diatriba contra los agresores israelíes, pero dejó bien claro que sus grandes aliados, los norteamericanos, eran bienvenidos en el país como honorables invitados, y que debían ser tratados como tales. Al mismo tiempo, canceló todo encuentro oficial con los norteamericanos, y por supuesto, cualquiera que hubiera invitado a un norteamericano a una fiesta privada hizo lo propio.

Fueron tiempos difíciles para todos. La precipitada derrota de la nación considerada como líder por todo el mundo árabe fue deprimente. Incluso Malik se mostraba taciturno e irritable, estado que Amira había visto pocas veces en él. Al principio pensó que era tan sólo un reflejo del abatimiento general y, por otro lado, tenía una edad en la que todos los chicos parecían volverse taciturnos. Por fin se le ocurrió que su descontento podría tener algo que ver con la inminente boda de Laila.

—Mi amigo Abdullah Sibai ha elegido sabiamente un marido Para su hija —decía el padre de Amira, mientras la familia Batir tomaba café tras la cena—. El general Mahmoud Sadek es conocido por su piedad. Y es un jinete y un cazador formidable.

—Es bien parecido —dijo Jihan con tono afable—, y tengo entendido que el rey lo considera un buen amigo, pero me pregunto si no será un poco mayor para Laila. Es una joven muy vital y al fin y al cabo él pasa de los cincuenta.

Un viejo, pensó Amira. ¡Su amiga iba a casarse con un viejo! ¿Qué debía de sentir Laila?

Cuando Amira preguntó a su amiga, descubrió que el entusiasmo de ésta no había disminuido.

—Es muy rico, y muy generoso. Deberías ver los regalos que ha estado enviando. Un cinturón enjoyado de Beirut. ¡Un bolso de malla de oro de Tiffany's de Nueva York! Un magnífico juego de té de plata de Londres. ¡Algo nuevo cada día!

—Eso es maravilloso, Laila, pero…

—Y ha tenido una vida muy trágica —añadió Laila—. Perdió dos esposas de parto, ¡imagínate! Mi madre me ha asegurado que si le doy a Mahmoud un hijo, o incluso una hija, me adorará hasta el día en que muera. ¿No es romántico?

Amira asintió, aun no estando todavía segura de que aquel matrimonio pudiera considerarse romántico.

—Hoy he recibido carta de Malik. Volverá a casa el jueves para pasar una semana. ¿Vendrás a visitarnos?

Laila guardó silencio durante un buen rato.

—Creo que no —contestó en voz baja y con un deje de tristeza—. No creo que sea conveniente… ahora que estoy prometida con Mahmoud.

—Oh.

—No te preocupes, gorrioncillo. Tengo muchos motivos de felicidad. Mañana empezaré a elegir telas. Mahmoud ha enviado figurines de París. Y vamos a ir a Estambul al menos cuatro semanas, ¿no es maravilloso? Y luego tendré que redecorar la casa de Mahmoud. Dice que tengo carta blanca, por mucho que cueste. Tengo tantas cosas que hacer, Amira, que no sé de dónde sacaré tiempo…

Malik estaba tan abatido como Laila burbujeante. Una mañana acompañó a Amira durante sus lecciones con la señorita Vanderbeek. Las felicitó a ambas por los progresos de Amira en francés e inglés, pero pronto se mostró inquieto y se disculpó. Amira pidió permiso para salir también. Encontró a su hermano en el jardín, arrojando guijarros a la fuente.

—¿Qué te ocurre, hermano? —Hizo acopio de valor—. ¿Es Laila?

—¿Laila? ¿De dónde has sacado esa idea? Es la vida, hermanita. La vida pasa por mi lado y yo no tengo control sobre nada. Se ha iniciado y terminado una guerra en un abrir y cerrar de ojos. Me he pasado la mayor parte del año en un mundo diferente, y luego vuelvo a casa al viejo mundo de antes. Todo avanza sin cesar y nada cambia, al menos para bien.

—Todo está en manos de Dios, hermano —dijo ella, comprendiendo la inutilidad de sus palabras al tiempo que las pronunciaba. Malik se limitó a gruñir.

—¿Me enseñarás a conducir, hermano?

Los ojos de Malik se volvieron airados hacia ella, pero su sonrisa familiar reemplazó la mirada furiosa con la misma rapidez.

—Te lo ha contado ella, ¿verdad? No se puede confiar un secreto a una mujer. Bueno, ¿por qué no? ¿Te parece bien esta tarde?

—Bueno, no hay prisa. Si Dios quiere, yo…

—Nada de eso, hermanita. La que vacila está perdida. Ahora o nunca.

Así fue como Amira se encontró tras el volante de un Mercedes en terreno yermo junto al nuevo aeropuerto, donde la carretera era poco más que una pista en el desierto. Vestía un viejo thobe de Malik y se había cubierto los cabellos con un ghutra blanco de chico que su hermano no se había puesto hacía años.

No había permisos de conducir en Al-Remal, en parte porque había muy pocos coches, pero también porque los pocos que existían tendían a recibir la misma consideración que los caballos. Cualquier chico que tuviera el permiso de un adulto varón podía conducir, aunque apenas asomara la cabeza por encima del salpicadero.

—Muy bien, pon primera. Ahora suelta el embrague y aprieta el acelerador… ¡poco a poco he dicho!

El coche dio una sacudida y se paró. Amira llegaba a duras penas a los pedales.

—Prueba otra vez. Y no te preocupes por si te sales de la carretera; aquí el terreno es duro.

Amira probó de nuevo y se le volvió a calar. Luego consiguió poner la primera, pero el coche se caló al cambiar a segunda. En cada ocasión se acordaba del temor de Laila a una posible avería.

De repente lo consiguió. Puso primera, pasó a segunda —con una pequeña rascada— y luego a tercera. El paisaje parecía moverse más rápido que cuando conducía Malik y Amira agradeció la mano firme de su hermano en el volante. Luego la apartó. Se dio cuenta de que había estado actuando con excesivo celo; todo lo que se necesitaba era girar con suavidad el volante y un leve toque de pedal.

La sensación de controlar aquella potente máquina fue genial. Condujo en círculos y haciendo ochos. Aprendió a utilizar los frenos y, siguiendo las instrucciones de Malik, encendió las luces, puso los intermitentes e incluso accionó los limpiaparabrisas; el hecho de que los ingenieros alemanes hubieran prevenido un acontecimiento tan improbable como la lluvia la impresionó.

—Muy bien, hermanita, a este paso nos quedaremos sin gasolina. Reduce. Ahora para.

Amira detuvo el coche con una leve sacudida.

—¿No puedo conducir de vuelta hasta la ciudad?

—No. Ya es bastante. —Malik apagó el motor, salió y dio la vuelta al coche para subirse al asiento del conductor—. Te ha gustado, ¿verdad?

—¡Me ha encantado!

—Bueno, ahora ya sabes cómo conducir. Eso no se olvida nunca.

¿Era a eso a lo que se refería Laila? ¿O era todo en conjunto, la experiencia, la sensación de poder, ir vestida de hombre y hacer algo que sólo a los hombres les estaba permitido?

Malik puso el coche en marcha para volver a casa.

—Gracias, hermano. ¿Podemos repetirlo alguna vez?

—¿Quién sabe? Pero ahí está el aeropuerto. Será mejor que te pongas la ropa de chica y escondas el ghutra antes de que nos acerquemos más.

—Oh, está bien.

Amira metió la mano bajo el asiento para coger el vestido.

—¡No! —exclamó Malik de pronto—. Ahora no. Se acerca un jeep del ejército por detrás. —Miró con preocupación por el espejo retrovisor—. ¡Maldita sea! Creo que quiere que nos paremos. Muy bien, no te preocupes. Tú recuerda que eres un chico y no digas nada a menos que te pregunten.

Malik detuvo el coche. El jeep adelantó al Mercedes y se detuvo en medio de una nube de polvo. Un hombre pequeño y enjuto que llevaba pistola y otro más corpulento con un arma automática descendieron y se acercaron al coche. En medio del calor del desierto, Amira se sentía como si se estuviera congelando.

El hombre de la pistola miró por la ventanilla y sonrió.

—Eres tú, Malik, hijo de Ornar. Justo cuando creía haber capturado a un espía israelí. Que la paz de Dios sea contigo.

—Que la paz y la compasión de Dios sean contigo, Salim, hijo de Hamid. Iba a decir «teniente», pero veo que ahora ya eres capitán.

—Botín de guerra, joven señor. No es que nos acercáramos ni a mil kilómetros de la batalla, que se acabó bien pronto, Dios lo sabe, pero el aeropuerto, que es mi deber proteger, sigue en manos remalíes, por voluntad de Dios. —Pese a sus amistosas palabras, el hombre tenía una expresión concentrada y fijó la atención en Amira.

—¿Quién es éste?

—El hijo de un conocido —dijo Malik con tono despreocupado—. En un momento de debilidad he accedido a enseñarle a conducir.

El hombre la miraba tan fijamente que Amira bajó los ojos por instinto y apartó la cara. Estaba segura de que se habían dado cuenta de todo.

—Modesto —dijo el capitán—. Tan modesto como una chica. Es bueno ser modesto con una cara tan fea como ésa.

Las mejillas de Amira se cubrieron de rubor. ¿Cómo se atrevía aquel extraño a mirarla e insultarla de aquella manera? Enseguida comprendió que sólo pretendía ser cortés, sustituyendo un cumplido por un insulto para evitar darle mala suerte.

—Me alegro de verte, Salim. Espero que volvamos a vernos pronto, pero a menos que quieras interrogarnos, desearía reunirme con mi familia para el rezo, si Dios quiere.

El hombre enjuto se echó a reír.

—Aunque quisiera, Malik hijo de Ornar, tal vez a ti y a tu joven amigo no os gustara demasiado. Id en paz. ¿Tu padre está bien?

—Vivo y con mal genio como siempre, gracias a Dios. ¿Y el tuyo?

—Aguantando firme, alabado sea Dios.

—Que la paz de Dios sea contigo.

—Y contigo.

Medio kilómetro más adelante, Malik dejó escapar un largo suspiro.

—Ahora puedes cambiarte, hermanita. Lo has hecho bien. ¿Has pasado miedo?

—Un poco. Me miraba fijamente.

—Sí, es cierto —dijo Malik entre risas.

—¿Crees que se ha dado cuenta de que soy una chica?

Malik rió con más ganas.

—Salim ibn Hamid es un buen hombre, supongo, aunque un poco obtuso. Apenas lo conozco, pero se dice que es uno de los que encuentra placer en los muchachos, los muchachos que aún no se afeitan.

—¡Oh, Dios mío!

—Sí, me parece que has hecho una conquista, hermanita. Ya estoy oyendo al poeta: «El malhadado amor de Salim y Amira.» Los egipcios harán una película.

—¡Malik!

—He de darte las gracias por pedirme que te enseñara a conducir, hermanita. Me ha recordado que Dios en toda su grandeza también tiene sentido del humor. Los árabes luchan contra los israelíes, que no son sino sus primos. Laila está prometida a un hombre más viejo que su padre, y esta noche Salim ibn Hamid le ladrará a la luna pensando en mi hermana, soñando que es un chico.

Malik no paraba de reír y Amira acabó por imitarle. Rió con alivio y alegría, con la sensación de la juventud y el sabor de la libertad prohibida. Durante todo el trayecto de vuelta a casa, todo cuanto dijeron o vieron provocó nuevas carcajadas.

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