Amira

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SEGUNDA PARTE » El final de la infancia

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El final de la infancia

Laila se casó a principios de otoño, cuando Malik se había ido ya a El Cairo. Amira no había visto, ni imaginado, boda más elegante. Laila estaba envuelta en sedas y cubierta de oro, tan hermosa como una de las vírgenes prometidas a los creyentes en el paraíso.

Su novio no era el anciano caballero que Amira se había imaginado. Mahmoud Sadek era tan atractivo como todos decían, y aunque no era robusto tenía algo que le hacía parecerlo. Incluso Ornar Badir y Abdullah Sibai tenían el aspecto de hermanos menores en su presencia.

Pero la boda terminó y Laila se fue. La pareja pasaría la luna de miel en Estambul. Durante unos días, Amira vivió del recuerdo de aquella gloriosa boda. Luego se apoderó de ella el desánimo. Se sentía sola.

Intentó pasar más tiempo con su madre, pero Jihan parecía perdida en su propio mundo en aquellos días. También la señorita Vanderbeek se había ido a pasar sus vacaciones anuales a algún lugar del sur de Francia. Para colmo de males, Amira empezaba a sufrir los cambios físicos propios de su edad; aún no tenía la menstruación, pero en su interior ocurrían cosas que a veces le resultaban un tormento.

Las cartas de Laila, que empezaron a llegar diariamente, le sirvieron de ayuda. En ellas Laila se explayaba sobre el lujoso hotel en que transcurría su luna de miel, sobre la belleza del Bosforo y los tesoros del museo Topkapi.

Deberías ver las joyas, Amira, los fabulosos diamantes y rubíes y zafiros que los sultanes regalaban a sus esposas. Ciertamente debían de amarlas sobremanera. Te echo mucho de menos y desearía que estuvieras aquí para compartir todas estas maravillas conmigo, pero no creo que a Mahmoud le gustara. No importa, pronto volveré a casa y seré tu amiga siempre y para siempre.

Amira leyó una y otra vez estas últimas palabras, reafirmando silenciosamente su amistad «siempre y para siempre».

En la tercera semana de la luna de miel de Laila, llegó una nota con su florida letra que advertía: «¡Secreto de estado! ¡Escóndelo! ¿No son guapísimos?», y con ella una fotografía del tamaño de una postal de los Beatles. A Amira le decepcionaron un poco. Los músicos le parecieron los típicos extranjeros de las compañías petrolíferas, pero con extrañas pelucas. Sin embargo, en homenaje a los recuerdos compartidos con Laila que aquella fotografía representaba, la metió entre las páginas de uno de los libros de texto que le había dejado Malik. La sacaba cada noche y se preguntaba cómo era Estambul, El Cairo y Londres, y todos los demás lugares que tal vez no viera jamás.

Una mañana, a una hora en la que Ornar estaba siempre en la ciudad ocupado en sus negocios, la soledad de Amira y los deseos que experimentaba su cuerpo la hicieron cometer una locura. Se recogió en el despacho de su padre y encendió la radio. Tardó un rato en dar con la emisora de El Cairo, pero por fin escuchó una canción occidental, rock and roll; no eran los Beatles, pero la música era similar. Se levantó la falda y bailó, mirándose las largas piernas mientras giraba, intentando recuperar aquella sensación casi olvidada, aquella breve explosión de libertad.

No se produjo. La música no era la misma, no estaba Laila, nada era igual. Tenía que trabajar las lecciones que le había dejado preparadas la señorita Vanderbeek, o tal vez experimentar con el maquillaje, o alguna otra cosa, pero siguió bailando mecánicamente hasta que la voz de su padre tronó desde la puerta.

—¿Qué estás haciendo? ¡Dios mío, que tenga que ver esto! ¿Eres mi hija? —Con el rostro lívido por la ira, Ornar llegó hasta ella de una sola zancada y la sacó a rastras de la habitación por los cabellos.

En el país de las mujeres se oyeron gemidos ahogados cuando Ornar irrumpió vociferando.

—¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde?

Jihan se materializó ante él al tiempo que las otras mujeres se esfumaban con un susurro de telas y ruido de sandalias.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado, marido mío?

—Te lo dije. Te avisé. Ya ha llegado el momento. ¡Y se hará ahora!

—Pero marido —protestó Jihan, meneando la cabeza—, aún no tiene la edad. Todavía es una niña.

—Una niña a la que acabo de ver pavoneándose como una prostituta de El Cairo, en mi despacho, con mi radio. ¡Ve! Aún está encendida. Ve a oír esa música impía por ti misma.

—Te creo, Ornar. Castígala como desees. Pero es que Amira aún no ha empezado y…

—¡Silencio! —Ornar divisó a Bahia esperando en un rincón—. ¡Tú! Tú sabes lo que hay que hacer. Ve a buscar lo que se necesita.

Amira no había sentido jamás un terror semejante. Había cometido un gran pecado. No sólo el de bailar desvergonzadamente, sino el peor aún de provocar gbadab, la ira, en un padre. Los hijos que hacían tal cosa ponían en peligro la propia alma. Amira se echó a llorar desconsoladamente mientras su madre seguía con sus débiles protestas de las que Ornar, ahora mudo, hacía caso omiso. Bahia volvió con el abeyya.

—Este no es su castigo —dijo Ornar a Jihan—. Ya decidiré eso más tarde. Esto es lo que manda Dios. Encárgate de que se cumpla. —Dio media vuelta y salió.

Las mujeres llevaron a Amira a su habitación. Amira seguía llorando. El acto de ponerse el velo solía ser una ocasión feliz y motivo de orgullo, el tránsito a la vida como mujer adulta, pero ella lo había arruinado sin remisión.

—Es demasiado pronto —musitó. No se le ocurría nada más en su defensa.

Sin embargo, también su madre se mostró severa.

—Es el momento. ¿Te atreves a llevarle la contraria a tu padre?

El largo velo negro cayó sobre ella ocultando su rostro, apagando los colores de la habitación, los colores de su infancia, amortajando su cara para esconderla a cuantos pudieran sentir la alegría de verla, pero también, gracias a Dios, ocultando sus lágrimas.

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