Amira

Amira


TERCERA PARTE » Sola

Página 17 de 58

Sola

—Despierta, perezosa, despierta. ¿Eres una reina en un palacio para dormir hasta mediodía?

Amira se frotó los ojos y se desperezó mirando el reloj que había junto a su cama.

—Pero tía Najla, sólo son las ocho y media y me quedé levantada hasta muy tarde para mi examen…

—¿Sólo las ocho y media? ¿Sólo? Por Alá, Amira, una buena esposa ha de ser capaz de preparar comida para todo un ejército antes de las nueve, y ocuparse de su marido y de sus hijos también. ¡Un examen! Cuando sugerí a tu padre que una cierta educación haría de ti mejor esposa, no esperaba que descuidarías los aspectos realmente importantes de la vida de una mujer. ¿O es que crees, señorita presuntuosa, que el diploma que tanto ansias te hará mejor que las buenas esposas de Al-Remal, o más importante que las demás mujeres de esta casa?

Amira se mordió la lengua para no dar una mala contestación. No, no creía que fuera mejor que las demás mujeres de la casa, pero era diferente; lo sentía así cada día de su vida, y más que nunca desde que Jihan había muerto. Los libros que devoraba, los cursos que seguía desde su casa, los anhelos secretos que albergaba, todo la distanciaba de ellas. Sin embargo, ¿qué sentido tenía intentar explicarse? Cualquier cosa que dijera se tomaría por una falta de respeto y se informaría de ello a su padre, siempre con la excusa de enseñarle a ser una mujer buena y modesta, claro está.

—Bueno, entonces —prosiguió Najla, aparentemente apaciguada por el silencio de su sobrina—, date prisa y vístete. Tu padre mencionó que le gustaría un buen saleeq, sí eso es lo que especificó, y si no nos damos prisa, sólo Alá sabe lo que quedará en el mercado.

Escuchando sólo a medias, Amira salió de la cama, se puso una bata de algodón sobre el camisón y se dirigió al cuarto de baño. No se sentía cómoda mostrándose a tu tía Najla ni a su tía Shams. Quizá porque ambas carecían por completo de forma y, pese a su preocupación por la sexualidad de los demás, eran absolutamente asexuadas.

Con sus ropas oscuras y tristes, le parecían las brujas del Macbeth ilustrado que había acabado de leer durante la noche. Algunas veces sentía pena por sus tías, que vivían allí, en la casa de su padre, y era todo cuanto tendrían o podían esperar tener. ¿Pero por qué tenían que hacerle la vida tan incómoda, espiando, fisgando y contando historias sobre ella para ganarse el favor de Ornar?

Se inclinó sobre el lavabo de mármol para lavarse los dientes y se frotó la cara vigorosamente con el jabón perfumado francés que le había enviado Malik, un recuerdo fragante del maravilloso mundo que existía fuera de Al-Remal.

Yallah, yallah, date prisa, Amira —le gritó tía Najla—. Cuando acabes de despejarte ya se habrán vendido los mejores trozos de carne y no quedarán más que los menudillos.

Amira se apresuró a acabar. Si hacía todo lo que le pedía Najla, tal vez la dejara en paz luego y podría estudiar con la señorita Vanderbeek, que se había convertido en su tutora. Las horas que compartían eran como una alfombra mágica que transportara a Amira a otros lugares y otras épocas; a la Rusia del siglo XVIII, donde una gran reina llamada Catalina gobernaba con tanto poder y crueldad como cualquier hombre; a la Francia del siglo XIX, donde una mujer tomó el nombre de George Sand, escribió novelas provocativas y vivió abiertamente con el compositor Chopin, que no era su marido; a Inglaterra, donde Jane Austen, que había estado casi tan enclaustrada como Amira, diseccionó la sociedad en que vivía con exquisitez.

—Jamás había tenido una alumna tan ávida —decía la señorita Vanderbeek con tono aprobatorio.

Sin embargo, ahora que el codiciado diploma estaba al alcance de la mano, Amira sentía una tristeza creciente. ¿Qué significado podía tener un pedazo de papel para alguien como ella? Podía soñar con París, pero los únicos viajes que podía realizar en la realidad eran al zoco, o a los hogares de otras mujeres enclaustradas.

Aquéllos eran los límites de su vida. Pensó en Malik, preguntándose cómo era su día, intentando imaginar una vida tan intensa y variada como la suya era restringida.

Se puso uno de sus vestidos favoritos, uno de hilo de color crema, y luego se probó unos pendientes de oro nuevos, un regalo de Um Yusef por su decimosexto cumpleaños. ¿Pero qué persona de importancia iba a ver si estaba guapa o no, ni a preocuparse de ello? Con todos a cuantos amaba muertos o lejos de ella, parecía que todo calor y placer habían desaparecido de la casa. Sólo quedaban la exigente tía Najla y la difícil tía Shams.

Minutos después y envueltas en idénticos abeyya y velos negros, Amira y su tía se subían al Bentley negro de Ornar, parte de una colección de coches extranjeros caros que proporcionaban a su dueño tanto placer como prestigio.

Pese al calor, la tía Najla se arrellanó en la elegante tapicería de piel con un suspiro de satisfacción. Amira sabía que ir a comprar era un momento culminante en el día de su tía Najla, pues ésta recordaba aún la época en que sólo hombres y criadas se aventuraban a ir al mercado. Ornar permitía a las mujeres que estaban bajo su protección que compraran en el mercado, dentro de sus concesiones a la modernización y siempre que las llevara un hombre en coche, como prescribía la ley.

El coche se desplazaba despacio a lo largo de la carretera de una sola vía, obstaculizado el paso por un anciano que montaba a lomos de un burro viejo. El chófer hizo sonar la bocina, pero viendo que su vehículo y su impaciencia recibían la misma nula atención, suspiró profundamente, encendió un cigarrillo y se resignó a la voluntad del Todopoderoso.

Finalmente, coche y pasajeros llegaron al zoco, que consistía en una docena de puestos desvencijados envueltos en una nube de polvo.

El aroma de la fruta fresca se mezclaba con el olor metálico del cordero recién sacrificado. «Comprad mis melones, dulces como el azúcar», gritaba el vendedor de frutas. «Pistachos dignos de un rey», anunciaba el vendedor de frutos secos. «Ni una piastra más aunque mi vida dependiera de ello», gritaba un cliente en los últimos afanes del regateo.

Tía Najla encabezó la marcha hacia el carnicero, Abu Taif, un hombre delgado y nervudo que llevaba un delantal ensangrentado sobre el thobe. De pie junto a una docena de corderos abiertos en canal que colgaban en la parte frontal de su puesto, Abu se inclinó y sonrió, mostrando los dos dientes de oro que reflejaban su prosperidad.

Asintiendo sin decir palabra, tía Najla entró en materia, hurgando, palpando y olisqueando una pierna de cordero tras otra.

—Señora, se lo imploro —rogó Abu Taif—, toda la carne es excelente y fresca y tierna. Elija cualquier pieza sin mirar y le juro por mi honor que le satisfará.

Tía Najla hizo caso omiso de ruegos y promesas y continuó su inspección durante un rato. Luego señaló la pieza elegida.

—Tres kilos. Para saleeq, así que deje la carne en el hueso.

—A su servicio, señora. —El carnicero volvió a inclinarse y rápidamente sacó una cuchilla y dos cuchillos afilados como sables. Los limpió ceremoniosamente en el delantal y puso manos a la obra, separando primero la pierna elegida del cordero para pesarla. Después de quitar la grasa, Abu Taif cortó la carne en trozos del tamaño de un puño, que envolvió en basto papel marrón. Anotó la compra en su libro emborronado y sucio (Omar pagaría la cuenta a final de mes) y tendió el paquete a tía Najla con un movimiento ampuloso.

Junto al carnicero, en el puesto del verdulero, tía Najla eligió rápidamente una docena de jugosos tomates, un manojo de perejil, patatas, cebollas y tres cogollos de lechuga.

Las dos mujeres pasaron deprisa por delante del café, donde unos viejos tomaban pausadamente un café espeso y negro especiado con cardamomo, escuchando las melodías lastimeras de Um Kalthoum. Aquí y allá, figuras oscuras muy parecidas a las de Amira y su tía se acercaban y se alejaban de los puestos para realizar sus compras a toda prisa, por miedo a que las tacharan de descaradas.

A continuación se detuvieron en la tienda de especias de los soportales. Mientras Amira aspiraba el fuerte aroma a comino, canela, pimienta de Jamaica, nuez moscada y coriandro, su tía hacía el pedido con firmeza.

—Doscientos gramos de pimienta de Jamaica. Un poco de hab hilu y de menta seca. Ojo, que sea buena. Nada de esa cosa sin sabor y con bichos que me dio la última vez.

—Le pido perdón humildemente, señora —dijo el tendero, Abu Tarek, con florida cortesía—. Le aseguro que no volverá a ocurrir. —Se volvió con una sonrisa hacia Amira, a la que conocía desde niña, tomándose una libertad que pronto dejaría de disfrutar.

Una vez servidas, las dos mujeres se fueron a la perfumería de Hafiz, también en los soportales. El aire allí estaba impregnado de esencias y aceites de Damasco, de Teherán y de Bagdad, ingredientes que el viejo Hafiz mezclaba en mil y una combinaciones. Su esposa, Fadila, famosa por su habilidad para hacer horóscopos y leer las estrellas (talento estrictamente prohibido, pero muy apreciado), actuaba a menudo como consejera de la clientela; discretamente sugería aceite de jazmín para agradar al amado, o tal vez una fragancia de rosa para revivir el ardor decreciente de un marido.

Tía Najla pidió su mezcla habitual de gardenia y heliotropo. Aunque no había amado que la disfrutara, la intensa fragancia servía ciertamente para anunciar su inminente entrada en una habitación.

La última parada la realizaron en la tienda de telas, donde se exponían piezas de seda de Damasco y de encaje en todos4os colores y tonos. También allí tía Najla se mostró fiel a lo que llevaba siempre: azul oscuro con toques de encaje blanco. Tan pronto entraron en la tienda, el propietario hizo chasquear los dedos para llamar a una legión de pillastres que hacían encargos por una o dos piastras. Se pidió café y té endulzado para Amira. Tía Najla se instaló en una silla de gruesos cojines y, sin que le dijera nada, el propietario empezó a desplegar una pieza tras otra de tela azul marino: seda, gasa, crespón de China y tafetán para forros susurrantes.

De repente, Amira se sintió como si la tienda se hubiera quedado sin aire. Intentó respirar hondo, pero la sensación aumentó hasta que se vio obligada a huir de la diminuta tienda. Se apoyó contra el puesto cerrando los ojos e intentando imaginar la negra y fría inmensidad del desierto de noche. Permaneció así durante largo rato hasta que la tía Najla salió y la sacudió por el hombro.

—¿Qué te ocurre, sobrina? ¿Estás en esos días? Eso no es excusa para actuar de manera rara, ¿sabes? Una familia cariñosa te perdonará esas niñerías, pero un marido, bueno, un marido espera que su casa se gobierne de una manera ordenada y normal. ¿Comprendes?

Amira asintió. Comprendía muy bien lo que esperaba un marido. ¿No había visto el ejemplo de su propio padre tras la muerte de su madre? Tras unas pocas semanas de luto, su vida había continuado como si tal cosa, mientras que para Amira, la casa se había quedado sin su alma. Sin embargo, Ornar no parecía darse cuenta, pues se inspeccionaba la barba recién recortada cada mañana satisfecho de sí mismo, como siempre, disfrutaba al máximo de su cena y limpiaba el plato con el último trozo de pan de pita, como siempre.

—¿Nos vamos a casa? —preguntó Amira, esperando quizá salvar parte del día.

—Desde luego que no —replicó la tía Najla con brusquedad—. Le prometí a la señora Nazli que iría a visitarla. No se encuentra bien, por este último embarazo, ya sabes, y le prometí que le llevaría sales de las que solía hacer mi madre para reducir la hinchazón de las piernas.

Amira gruñó para sí. No tenía nada contra la señora Nazli, una pelirroja escultural nacida en el Líbano y casada con el ministro del petróleo de Al-Remal, pero las visitas a su enorme y recargado palacio no eran nunca breves. Aquel día no sería una excepción.

Ahlan wa sabían —exclamó Nazli con entusiasmo cuando un criado paquistaní introdujo a tía y sobrina en el salón de mármol—. Por favor, poneros cómodas. Mi casa es vuestra.

La comodidad estaba fuera de lugar, se dijo Amira, pues la habitación, como la propia Nazli, estaba atestada de barrocas reproducciones francesas, profusamente doradas y diseñadas más' para impresionar que para ser disfrutadas. Aun así, Amira sonrió cortésmente y se sentó en el borde de una silla estilo Luis el que fuera.

Instantes después entraron un par de criados con librea, los únicos que vestían así en Al-Remal. Les ofrecieron café, té, refrescos de frutas y pastas, y un pebetero humeante en el que ardía madera de sándalo. Amira tomó un zumo de frutas porque rechazarlo hubiera sido una descortesía, y cuando le pasaron el pebetero, llevó el humo aromático hacia sus axilas y alrededor de su cuerpo para refrescarlo y desodorizarlo, como era costumbre en el desierto.

—Te he traído las sales para las piernas, querida Nazli —dijo tía Najla, tendiéndole un gran frasco de cristal—, pero espero que te encuentres mejor.

—Lo estoy, loado sea Alá. Y mi querido marido ha sido tan bueno y considerado. Cuando estuvo en Londres la semana pasada, para una importante conferencia, me trajo unos regalos tan maravillosos que me eché a llorar. ¿Y sabes lo que me dijo? Dijo que todas sus riquezas no servirían para comprar los regalos que merezco.

—Gracias sean dadas a Alá por semejante devoción —entonó tía Najla.

—¿Te gustaría ver mis regalos? —preguntó Nazli esperanzada, como una niña.

—Desde luego, querida. Nos regocijamos en tu dicha, ¿no es cierto, Amira?

—Sí, sí, por supuesto —dijo Amira, irguiéndose, consciente de que pagaría más tarde cualquier fallo en sus modales.

Tan pronto como Nazli salió majestuosamente de la habitación con un remolino de sedas y oro, tía Najla comentó compasivamente:

—Pobre mujer. Camina por el borde de un precipicio y todo el mundo lo sabe.

—Pero ¿por qué, tía? Parece muy feliz.

—¿Feliz? No seas ridícula, no hace más que poner buena cara a su situación, como haría cualquier mujer decente, pero si Alá en su sabiduría le manda una hija en lugar de un hijo, bueno, seguro que habrá una tercera esposa, como todo el mundo sabe.

Por supuesto. Pese a que su tez clara y sus cabellos rojos eran considerados de una rara belleza en Al-Remal, Nazli había dado a luz a cuatro hijas en rápida sucesión, para deleite de la primera esposa del ministro, que le había dado tres hijos varones. Si acababa habiendo una tercera esposa, la pobre Nazli perdería sin duda valor y posición social.

Cuando Nazli volvió a la habitación, extendió el brazo para mostrar un reloj Patek-Philippe de oro incrustado de diamantes y esmeraldas.

—¿No es precioso?

—Impresionante —convino Najla—. Y te queda muy bien.

—Es muy bonito —dijo Amira.

—Y fijaos en lo que trajo además mi marido a casa —indicó Nazli, señalando una pila de platos que llevaba un criado—. De Limoges, servicio para cincuenta. Escogió el dibujo que admiré cuando fuimos a Francia de luna de miel. Lo recordó… siete años después y aún lo recordaba —dijo con voz pensativa y cariñosa.

Najla lanzó una significativa mirada a su sobrina, al tiempo que alababa el gusto del ministro y la consideración que demostraba a su segunda esposa.

—Que Alá te conceda un hijo varón —masculló entre dientes.

Dado que Omar había anunciado su intención de comer con un conocido de los negocios, las mujeres de la casa comieron algo ligero: hummus[1], pan de pita, una selección de quesos y olivas, una ensalada aliñada con menta, limón y aceite de oliva y unos restos de kibbe.

Tan pronto como terminaron de comer, se iniciaron los preparativos para la siguiente comida. Amira limpió los trozos de cordero bajo la supervisión de su tía.

—Ponlos en la cazuela —dijo tía Najla—. No, ése no, el grande. Bien. Ahora echa las hojas de romero y dos palitos de canela.

—Lo sé —repuso Amira y rápidamente añadió una pizca de hab hilu, pimienta, un trozo de mistika, y un trozo del liquen llamado shaiba. Se cubrió todo con agua fría y se dejó hervir a fuego lento sobre la enorme cocina inglesa.

Dos horas más tarde, tras la siesta, Amira sacó el cordero de la cazuela, coló el caldo y añadió agua para llegar a ocho tazas. Echó dos tazas de arroz en el caldo y volvió a poner la cazuela en la cocina.

—A fuego bajo —le advirtió su tía—. Unos cuarenta y cinco minutos. Que el arroz no se quede pegado.

—Sí, tía. —Amira había visto preparar ese plato a su madre docenas de veces, pero era mejor seguir la corriente a su tía.

Cuando el arroz absorbió bien el caldo, añadió dos tazas de leche y lo dejó al fuego hasta que el arroz estuvo pastoso. Cuando Ornar Badir entró en casa, añadió un poco de sal y dejó la cazuela al fuego unos cuantos minutos más.

Finalmente, echó el arroz en una gran bandeja, echó unos trocitos de mantequilla y colocó la carne por encima.

—Bueno —dijo Ornar con un suspiro de satisfacción—, muy bueno.

Najla suspiró también, como si acabara de dictarse un veredicto de la mayor importancia. No importaba que fuera parte del ritual diario, el hombre de la casa debía ser complacido en todo, y ninguna mujer debía dormirse en los laureles en lo que concernía al cuidado y alimentación de su marido.

—Y tú, hija mía, ¿ha endulzado tu mano esta deliciosa cena? —preguntó Ornar, volviéndose hacia Amira.

Era toda una sorpresa, puesto que desde la muerte de su madre, la relación de Amira con su padre se había vuelto distante cuando menos.

—Sí, padre —replicó, bajando los ojos, sin saber si debía sentir resentimiento o aceptar el cumplido.

—Excelente, excelente —dijo Ornar con una sonrisa benevolente. Pero cuando palmeó la mano de su joven esposa, el corazón de Amira volvió a endurecerse.

—Bueno —dijo su padre, aclarándose la garganta para indicar la importancia de lo que pensaba decir—. Ha llegado el momento de compartir mis buenas noticias. Hoy he hablado nada menos que con su majestad, nuestro amado rey.

Se produjeron unos murmullos apreciativos, aunque de hecho cualquier súbdito del reino, no sólo los personajes influyentes como Ornar, tenía acceso al gobernante en los majlis semanales, en los que se atendían quejas y peticiones durante todo el día.

—Y su majestad ha honrado mi casa —continuó Ornar—. Se ha decidido que su hijo, el príncipe Alí al-Rashad, se casará con Amira.

Las mujeres empezaron a ulular, un sonido de alegría y celebración. Ornar sonrió.

—Aunque he procurado no alardear, su majestad se ha sentido favorablemente impresionado por la educación de Amira, y ha comentado graciosamente que mi hija será una gran baza para su casa y para el reino.

Amira no dijo nada. Sabía desde que era niña que ese día llegaría, pero ahora que por fin había llegado, no sabía cuáles eran sus sentimientos. ¿Acaso no había soñado con abandonar la casa de su padre? Y convertirse en una princesa, en miembro de la casa reinante de Al-Remal, ¿no era el sueño de cualquier jovencita? Cómo le hubiera encantado a Laila, pensó Amira con tristeza.

—Bien, hija —señaló Ornar—, ser callada y modesta es admirable, pero en momentos como éste una sonrisa de felicidad sería más que apropiada. Y quizá una plegaria de agradecimiento a Alá por haberte procurado tan excelente futuro.

—Sí, padre, doy gracias a Alá, y a ti —añadió con sinceridad, consciente de que Ornar tenía el poder de casarla con cualquiera.

Sin embargo, había elegido un príncipe para ella, conocido y amado por todos. El príncipe Alí era piloto, un héroe de Al-Remal. Pilotaba los más modernos aviones del reino, surcando los cielos como un halcón. La vida con él tenía que ser mejor que la vida en casa, ¿o no?

Ir a la siguiente página

Report Page