Amira

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CUARTA PARTE » Alí

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Alí

—Las modistas extranjeras están aquí —anunció Bahia, imperturbable, como si una visita de la modista francesa, madame Gres, fuera un acontecimiento diario—. Sus tías desean que baje enseguida.

Amira cerró de golpe su ejemplar de Madame Bovary y lanzó una mirada implorante a la señorita Vanderbeek.

—Tendremos que dejarlo. En realidad no quiero, pero… bueno, ya sabe…

—Lo sé —dijo la holandesa con una sonrisa—. Ahora que ya tienes tu diploma, la literatura francesa no puede competir con la costura francesa.

—No es cierto —protestó Amira—. Quiero leerlo todo, comprender a gentes que son distintas de las de Al-Remal. Quiero saber qué piensan y qué sienten. Pero hay tan poco tiempo, y con las compras, las visitas y los preparativos para la boda… —Amira se dio cuenta entonces de que era una broma y también sonrió—. Lo comprende.

—En realidad ya no me necesitas —dijo la señorita Vanderbeek, asintiendo—. Tu francés es tan fluido como el mío, y tu inglés también es muy bueno. Tienes tus listas de lecturas y una inteligencia natural, ma shallah. No puedo enseñarte mucho más. Si fueras a la universidad… —No acabó la frase, pues ya antes había sacado el tema a relucir, instando a su pupila a continuar los estudios, aunque fuera por correspondencia.

—Quiero hacerlo, de verdad, pero no puedo tomar esa decisión sin el consentimiento de mi marido.

—Lo sé. —La señorita Vanderbeek suspiró—. Lo sé.

Se produjo un largo silencio.

—Supongo que tenemos que despedirnos, si no hoy, muy pronto…

Los ojos de Amira se llenaron de lágrimas. La hermosa institutriz rubia había sido su ventana al mundo exterior durante largo tiempo, describiéndole sus colores, texturas y olores. Era ella la que empujaba a Amira a leer más allá de la letra impresa, a hacer preguntas y a no contentarse con respuestas fáciles.

—No quiero despedirme —dijo Amira con un nudo en la garganta.

—Lo sé.

—Desearía… Oh, desearía que pudiera vivir conmigo en el palacio.

—Tal vez un día iré para enseñar a tus hijos.

Amira no se animó. La señorita Vanderbeek era una de las mejores cosas de su infancia y en cierto modo no quería cederla, ni siquiera a un hijo suyo. Las lágrimas cayeron por sus mejillas hasta el vestido.

La holandesa abrió los brazos, y cuando Amira la abrazó, volvió a pensar que todos cuantos amaba se alejaban de ella.

Abajo, en el salón principal, las tías de Amira daban vueltas como derviches, intentando ocultar con su actividad frenética el hecho de que no sabían muy bien cómo recibir a los extranjeros. Siguiendo sus órdenes, apareció un rápido desfile de refrescos. En lugar de coca-cola, que como tantos otros productos americanos estaba en la lista árabe de boicot, les ofrecieron zumo de granada mezclado con agua, seguido por garbanzos asados, almendras escarchadas, pistachos salados y pastosas delicias turcas.

Tan pronto como apareció Amira, fue arrojada sobre el contingente francés, encabezado nada menos que por la propia madame Gres.

—Honra usted mi casa, madame —dijo Amira—. Espero que haya tenido un viaje agradable.

—Muy agradable, mademoiselle —dijo la modista.

—¿Y está cómodamente instalada?

—Muy cómodamente. Es de agradecer que el Intercontinental tenga aire acondicionado y una amplia piscina. Mi personal hizo buen uso de ambos tan pronto como llegamos anoche.

—Lamento que no dispongamos de aire acondicionado aquí, madame Gres, pero mi padre no lo considera saludable.

—f a va, mademoiselle. No se inquiete, se lo ruego. Y ahora, si está dispuesta, me gustaría presentarle la colección de vestidos de novia que he elegido para someterlos a su consideración.

La amplia estancia de techo alto había sido despojada de su mobiliario, excepto de una hilera de sillas y de unas cuantas mesitas de mármol. Amira se sentó en una butaca tapizada y sus tías se colocaron a ambos lados. Flanqueada por su ayudante personal y por dos costureras, madame de Gres se situó junto a la puerta del comedor, que servía de cambiador informal para las modelos que la acompañaban.

A una señal suya, la ayudante puso en marcha un cásete y las notas de la música de cámara de Mozart llenaron la habitación. Instantes después aparecían las modelos, llevando vestidos de seda, raso y encaje de cuentos de hadas.

Extraño, pensó Amira mientras contemplaba el desfile de modas creado para ella sola. Gres era un apellido que había leído a menudo en las revistas, un mundo aparte de Al-Remal. Ahora ese mundo había acudido a ella, y todo porque se casaba con Alí al-Rashad. Y eso era sólo el principio. Tal vez el matrimonio sería algo más que una simple huida de la casa paterna. Tal vez pudiera ser maravilloso, al fin y al cabo, tal como había imaginado la pobre Laila.

Amira estudió los vestidos con detenimiento, asintiendo con deferencia cuando sus tías hacían comentarios sobre ellos. Cuando señaló el más sencillo de todos, uno de estilo princesa en seda de color crudo con un corpiño bordado de perlas, la modista aprobó su elección.

—Una buena elección, mademoiselle. También es mi favorito.

A continuación las modelos empezaron a mostrarle diversas prendas para el ajuar: elegantes trajes, vestidos a la moda y vestidos de noche atrevidos. Pese a que esperaba pasarse el resto de su vida velada y cubierta de pies a cabeza, Amira llevaría tan hermosas prendas para su marido, para su príncipe.

—El traje blanco de lino —murmuró, cuando una modelo alta y esbelta desfiló ante ella. La ayudante de la modista tomó nota.

—Ese vestido —añadió Amira, indicando uno de seda color naranja—, y el vestido de noche de color esmeralda.

—El estilo imperio le sentará muy bien, mademoiselle —comentó la modista—. Creo que también le gustará el vestido de noche blanco sin tirantes que viene a continuación.

—Estoy segura de que es precioso —dijo Amira—, pero no creo que necesite más vestidos de noche.

—Su prometido no está de acuerdo, mademoiselle —dijo la modista y soltó una carcajada—. El cree que ha de elegir una docena al menos. Así como trajes y vestidos de calle.

Ya tengo demasiados, pensó Amira, pero no quería ofender a madame Gres ni al príncipe Alí, de modo que accedió.

Cuando terminó el desfile, dio las gracias a la modista por haberle mostrado tan hermosas piezas y luego se retiró a su dormitorio con las dos costureras. Por deferencia a la casa real de Al-Remal, se aceleraría el proceso de adaptación de las prendas, que solía ser largo y complejo.

Mientras las dos mujeres le tomaban las medidas, Amira contemplaba el ajuar cada vez mayor que desbordaba su armario y llenaba todas las superficies: zapatos italianos confeccionados a mano en un arco iris de colores; ropa interior de seda de Hong Kong, la mayor parte en blanco virginal, pero también había unos cuantos camisones de suaves tonos albaricoque y melocotón; juegos de cama de algodón egipcio ricamente bordados, encargados por sus tías para que Amira no se presentara en la casa de su marido con las manos vacías, lo que era harto difícil, se dijo ella, dada la abundancia de lujosos regalos de boda que se acumulaban en la biblioteca, todos destinados a formar parte de su nueva vida como mujer casada.

Qué curiosa era la vida de las mujeres, reflexionaba Amira. Desde la muerte de Jihan, ella parecía haberse vuelto invisible en la casa, y en cambio ahora el mundo giraba en torno a ella. Era una sensación en la que no confiaba demasiado; Laila había tenido un momento parecido, y también Jihan. Tal vez la mayoría de mujeres de Al-Remal se sentían así cuando se casaban, y luego se habían vuelto invisibles de nuevo.

Tal vez a ella no le ocurriera, pensó Amira, esperanzada. Su príncipe se había educado en Suiza e Inglaterra. No podía ser como su padre ni como el hombre con quien se había casado Laila. Tal vez fuera como los hombres de las novelas que leía, hombres que adoraban a sus esposas… y las valoraban de un modo que no había conocido en Al-Remal.

Cuando se marchó madame Gres con su séquito era ya la hora de vestirse para el té, pero no era un té cualquiera, pues aquel día las tías de Amira recibían a la madre del príncipe Alí y a sus hermanas. Amira iba a conocer a su familia política.

Se duchó deprisa y luego se frotó la cara con un paño áspero para dar un tinte de color a sus mejillas. Se cepilló su espesa cabellera negra con esmero hasta darle brillo. ¿Debía llevarla suelta en una favorecedora cascada de ondas que le llegaba hasta los hombros, o recogida en un moño más modesto, pero menos atractivo?

Le pareció oír uno de los dichos favoritos de su tía Najla: «Come lo que más te guste, pero viste como guste a los demás.» Amira se recogió los cabellos en un moño y eligió un vestido que sin duda agradaría a sus tías: un vestido recatado de seda azul marino con rígido cuello blanco. Parezco una colegiala, se dijo. Eso debería agradar a mi familia, y tal vez también a Alí.

Faiza al-Rashad, conocida como Um Ahmad en la corte, entró en la casa de los Badir como si le perteneciera. Las tías de Amira revolotearon alrededor de la gran dama, murmurando cortesías e inclinándose respetuosamente ante ella.

La esposa de mayor categoría del rey y sus dos hijas, Muñirá y Zeinab, fueron introducidas en el salón con gran deferencia. Una criada recogió el velo y la túnica de Faiza, que dejaron al descubierto un traje de seda gris de Lanvin. Se sentó en la butaca más amplia y cómoda, y se dejó colocar un escabel bajo los pies calzados con zapatos Ferragamo.

Momentos después Amira se presentaba ante Faiza.

—Que la paz de Dios sea contigo, honorable madre —dijo, bajando los ojos decorosamente al tiempo que besaba la mano de su futura suegra.

—Y contigo, hija mía. —Faiza obligó a Amira a levantar la cabeza y estudió su rostro durante largo rato. Asintió luego como si estuviera satisfecha de lo que veía.

Con un leve ademán, Faiza llamó a su lado a su hija mayor, Muñirá, quien sacó un estuche de terciopelo de su bolso Hermes.

—Que la dicha de Dios os acompañe para siempre —dijo Faiza, ofreciendo el estuche a Amira—. Llévalo el día de tu boda con nuestra bendición. —Abrió el estuche, que contenía una espléndida diadema de platino con diamantes.

A Amira se le cortó la respiración. Jamás había visto gemas semejantes, y por primera vez comprendió que su vida como princesa sería muchísimo más confortable que en la casa de su padre.

—Vuestra bendición es más preciosa que los diamantes. Ruego a Dios que sea digna de vuestra generosidad.

Faiza asintió, aprobando las palabras de Amira. Mientras las tías se deshacían en exclamaciones sobre el regalo, apareció el té con menta acompañado de dulces de laboriosa cocción. Primero el kanafi, una pasta de trigo desfibrado con nata azucarada y miel. Le siguió el ma'amul, una sabrosa mantecada rellena de dátiles y frutos secos, y baklava, hecho de pasta de hojaldre y pistachos. Todo ello endulzado con azúcar y jarabe de agua de rosas.

Amira cogió un fino plato de porcelana del aparador, lo llenó de pastas y se lo ofreció a Faiza, que agradeció el gesto con una leve inclinación de cabeza.

—Por favor, pruebe el kanafi —la tía Najla—. Lo ha animo hecho Amira.

Faiza dio un bocado, lo masticó con cuidado y lo tragó.

—Muy bueno —declaró—, aunque al jarabe le iría bien un poco más de agua de rosas.

Alentada por este semi-cumplido, Najla continuó.

—La modista francesa dice que Amira tiene una figura perfecta. Parecerá un ángel con el vestido de novia.

Faiza miró a sus hijas, ninguna de las cuales merecía tal cumplido.

—La belleza física puede ser una bendición, o una maldición, sobre todo si conduce a la vanidad.

Tía Najla calló.

—A mi Alí acaban de nombrarlo ministro de Cultura —anunció Faiza orgullosamente, aunque el nombramiento lo había hecho su propio padre.

Las mujeres emitieron unos murmullos de apreciación por tan alto honor.

—Es un puesto de gran responsabilidad y respeto. Mi Alí supervisará la ejecución de nuestro nuevo museo cultural. Y viajará por todo el mundo, sobre todo Inglaterra, Francia e Italia, quizá América incluso, para mostrar lo mejor de Al-Remal.

Amira estaba deslumbrada. Inglaterra y Francia e Italia… países de los libros de historia, ricos en maravillas que sólo podía imaginar. Tal vez el príncipe la llevara consigo. Tal vez un día podría visitar a Malik y ver todos los magníficos lugares sobre los que había estado leyendo durante tantos años.

—Su esposa habrá de observar una conducta intachable —continuó Faiza—. Deberá ser casta y modesta y, sobre todo, obediente.

Amira bajó la mirada. ¿También leía el pensamiento aquella mujer? ¿Sospechaba acaso las aventuras con que soñaba Amira? Consciente de lo poderosa que podía ser una suegra (al fin y al cabo, en Al-Remal, al menos la mitad de los hombres casados comían regularmente con sus madres), resolvió mantenerse apartada de Faiza en tanto le fuera posible, como había procurado hacer con sus tías.

Mientras tía Najla y tía Shams se enzarzaban en una conversación cortés e intrascendente con Faiza, Amira estudió a las hermanas de Alí. Zeinab, que era casi tan ancha como alta, parecía ser bastante simple, incluso para el patrón femenino predominante. Con un complejo peinado y maquillaje en abundancia, el vestido estampado en flores que llevaba daba mayor realce a sus formidables brazos y sus piernas macizas.

Zeinab devoraba pastas con sentidos suspiros de satisfacción. Cuando pidió a Bahia que volviera a llenarle el plato por segunda vez, su hermana Muñirá preguntó secamente:

—¿Qué ha pasado con tu última dieta, Zeinab? Esta misma mañana prometías no comer más de un dulce al día.

—Es cierto. —Zeinab soltó una risita—. Sé que debería tener más fuerza de voluntad, pero no puedo resistirme a unas pastas tan deliciosas.

—¿Sólo pastas? Me parece, querida hermana, que todo tipo de comida es irresistible para ti, aun después de haber engullido lo bastante como para satisfacer a dos o tres mujeres con… apetitos menos voraces.

Faiza lanzó una mirada de advertencia a Muñirá, pero Zeinab se limitó a mirar hacia el techo y soltar otra risita.

—Todo lo que dices es cierto, ay, pero ¿qué puedo hacer si es evidente que Alá había designado que fuera rellena? Sólo me queda agradecer que, en su infinita sabiduría, el Todopoderoso me haya bendecido con un marido que prefiere a una mujer oronda en lugar de una huesuda.

—Como bien dices, es en verdad una bendición —replicó Muñirá, que, pese a no carecer de atractivo, era huesuda y no tenía marido.

De las dos hermanas de Alí, fue Muñirá la que más le interesó, pues aunque la princesa sólo había estudiado con tutores de palacio, se decía que podía citar a placer la poesía de Khalil Gibran, la obra del historiador Ibn Khaldún, o los escritos del viajero del siglo XIV, Ibn Battuta. Estos conocimientos gozaban de la aprobación del rey, pero las tías de Amira le habían dicho que a menudo la princesa se pasaba de la raya, y citaba las obras de feministas egipcias como Huda al-Sharawi. «El rey finge no oír semejantes tonterías —le había advertido Najla—, de modo que si hace cualquier discurso subversivo, sonríe y no digas nada.»

Amira aguardó con impaciencia, esperando oír algo «subversivo», pero después de lanzarle pullas a su hermana, Muñirá calló con una media sonrisa, para escuchar las conversaciones y evaluar a Amira con la mirada al expresar sus mejores deseos.

Tras despedir a Faiza y a sus hijas, Amira no deseaba más que acostarse y soñar con el futuro, pero sus tías, rebosantes aún de energía nerviosa, empezaron a criticar a los personajes reales.

—Se da muchos aires, nuestra rema —comentó Shams—, sobre todo teniendo en cuenta que procede de una mísera tribu del desierto.

—Y sin nada más que su belleza como dote —añadió Najla.

—Pero no es en su belleza donde está la fuente de su poder.

—¿Qué quieres decir?

Shams se llevó un dedo a los labios como si pidiera a su hermana que jurara guardar el secreto.

—Bueno, ya sabes que nuestro rey tiene un apetito sexual prodigioso…

—Es cosa sabida en todo el reino. Dudo de que sepa siquiera cuántas concubinas tiene, ni cuántos hijos.

—Lo que ya no es tan conocido —dijo Shams con una sonrisa satisfecha—, es que la reina en persona elige a esas mujeres.

—No… no querrás decir…

—Lo sé de muy buena tinta. Por lo tanto, es la reina quien controla a todos los que viven en el harén real.

Se produjo un momento de silencio antes de que Shams continuara.

—Una joven amargada, esa Muñirá. Ya ha pasado su vigésimo cumpleaños y sigue sin marido.

—Y sin embargo, es bien sabido que el rey la prefiere a todas sus demás hijas. Incluso se le ha oído decir que es más que una hija.

—Pero sin duda menos que un hijo —insistió Shams.

—Ni que decir tiene.

Los días de Amira, que antes parecían discurrir con una infinita lentitud, se deslizaban ahora con increíble rapidez. Firmaron el contrato de matrimonio, el katb kitab, primero Ornar, luego el rey, seguido de Alí y, por último, de Amira. Pero no habría consumación hasta el doukbla, la fiesta en el palacio real.

Luego dio la impresión de que todo Al-Remal acudió a la casa de los Badir para felicitarlos y observar de cerca a la joven que iba a casarse con el segundo hijo de su gobernante, para llevar regalos, calibrar a Amira como futura princesa y especular sobre su vida en palacio.

Pero el mejor regalo de todos llegó justo dos días antes del doukhla. Amira se hallaba sentada en el jardín, disfrutando de la brisa fresca tras el ocaso, cuando oyó una voz familiar.

—¿Soñando despierta, hermanita? Hubiera dicho que nuestras tías tendrían un millón de tareas y rituales con que mantenerte ocupada.

—¡Malik! —Amira se levantó con un fluido movimiento y se arrojó en brazos de su hermano. Entonces, se sorprendió al empezar a llorar.

—Amira, ¿qué ocurre? Tienes que decírmelo. ¿Te disgusta este matrimonio? Porque si es así, hablaré con padre de inmediato. Príncipe o no…

—No, no —protestó ella, y las lágrimas dieron paso a la risa—. No estoy disgustada, al menos por el matrimonio. Ha sido el verte aquí, ahora, lo que ha removido todo tipo de sentimientos.

—Lo sé —dijo él en voz baja, acariciándole el pelo—. No creo que pueda volver a este jardín sin recordar, sin preguntarme…

Amira se secó las lágrimas y miró a su hermano. Le pareció diferente, y sin embargo igual. Las líneas de su rostro eran más duras, pero sus ojos negros estaban llenos del mismo amor que siempre había visto en ellos.

—Así pues, ¿eres feliz?

—Sí, hermano, sí, por supuesto. Estoy a punto de casarme. Con un príncipe. ¿No basta eso para hacer feliz a cualquier mujer?

—Ésa es una pregunta, no una respuesta. Y tú, querida mía, no eres cualquier mujer. Eres mi hermana y ensartaré personalmente a cualquier hombre que no…

—Lo sé —dijo Amira, oprimiendo su mano—, pero estoy bien. De verdad. Quiero casarme.

—Y yo quiero que este matrimonio sea cuanto deseas. Necesito saber que tu vida está llena de dicha… la suficiente para nosotros dos, Amira.

—Pero seguro que tú llevas una buena vida, Malik. Tu hija debe ser una fuente de gran dicha.

—La adoro —replicó Malik con vehemencia—. Cada día más.

—Y tus cartas están llenas de idas y venidas.

—Ciertamente —Malik se echó a reír—. Estoy en perpetuo movimiento, comprando, vendiendo y comerciando por todo el mundo, hermanita. Como dicen los americanos, estoy tocando muchas teclas.

—¿Y qué hay del resto? ¿Cuándo piensas casarte?

—Cuando encuentre a alguien por quien sienta lo mismo que por Laila. Mientras tanto, he adquirido un nuevo y espléndido apartamento en París, y una nueva institutriz para Laila. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una fotografía de una niña mofletuda y sonriente que jugaba con una enorme muñeca de aspecto caro.

—Es muy guapa —dijo Amira, ansiando ver a su sobrina, abrazarla y besarla.

—Un día, hermanita, un día hallaré el modo de que estemos todos juntos, como una auténtica familia.

Amira despertó al amanecer y rezó sus oraciones. Se metió en un baño con aroma a almendras preparado por Bahia, que le frotó la piel vigorosamente con una esponja vegetal y luego con jubón francés.

—Y ahora su hermoso cabello —dijo la criada, aplicando los champús importados de Norteamérica, pero acabando con un lavado final de manzanilla, tal como había hecho para Jihan.

Amira se envolvió en una gruesa toalla de rizo, salió de la gran bañera de mármol y se echó al lado, sobre una tumbona. Bahia desapareció un momento y regresó con un cazo lleno de una sustancia pegajosa hecha de agua azucarada cocida. Sacó una bola de esta sustancia depilatoria casera con los dedos y la extendió sobre el cuerpo de Amira, por brazos, piernas, axilas y pubis.

—Su piel quedará tan suave y hermosa como la de un bebé —dijo Bahia con tono zalamero, al arrancar la primera tira y con ella el vello de raíz.

—¡Ay, ay! —exclamó Amira—. ¡Duele, Bahia, duele mucho!

—Por supuesto que duele, señorita. ¿Cómo imaginaba que sería el matrimonio? —Bahia sonrió para indicar que bromeaba, y añadió con tono afable—: Su marido la preferirá así, y tiene que aprender a complacerle.

Cuando la piel de Amira quedó por fin tan lampiña como pudo conseguir Bahia, la criada frotó el cuerpo de Amira con una loción de áloe de vera astringente y la dejó descansar.

La imagen que le devolvía el espejo era completamente desconocida para Amira. A la brillante luz de la tarde, con los rayos del sol cayendo sobre su espalda, parecía una reina, no, una emperatriz. Llevaba su diadema de diamantes nueva sobre un laborioso peinado recogido en lo alto.

Desde la diadema caía un velo de encaje hecho a mano que se derramaba sobre sus hombros y el magnífico vestido de color crudo como una cascada.

Discretamente cubierta por un velo seda gris, se dirigió a palacio en la lujosa limusina de Ornar, un Mercedes antiguo, acompañada por su padre y sus tías. Ornar vestía su mejor thobe blanco de algodón egipcio. Sus tías, resplandecientes en sus ropas de seda y encajes, iban tan engalanadas y enjoyadas que apenas eran reconocibles.

Amira agitaba la mano como una reina para saludar a las personas que llenaban las aceras para felicitarla y desearle salud y felicidad. Los festejos de boda se habían iniciado al amanecer cuando, por orden de los dos padres, se habían sacrificado cientos de corderos para ser distribuidos entre los pobres.

Pese a que Amira había visto el palacio muchas veces, aquel día le pareció un jardín de fantasía abarrotado de flores, decenas de miles de capullos traídos desde Holanda. Cestas de tulipanes, jacintos, lirios y gladiolos se alineaban en las paredes de todas las habitaciones y pasillos, y puertas, ventanas y barandillas estaban cubiertas de guirnaldas de rosas y claveles.

Ornar acompañó a su hija hasta las escaleras, donde un par de guardias permanecían firmes e imperturbables.

—Que Dios te acompañe —susurró Ornar, tras besar a su hija en la frente, y luego regresó al coche que le conduciría a la zona más alejada de los jardines de palacio.

Allí, bajo tiendas de brillantes colores a franjas, había empezado ya la celebración de los hombres. Amira oía el sonido de voces masculinas cantando, acompañadas por el rítmico retumbar de los tambores. Olía el intenso aroma de los corderos asándose en las fogatas al aire libre, dejando caer su jugo sobre grandes calderas de arroz especiado.

Entró en palacio, donde le salió al encuentro un grupo de primas, todas vestidas de blanco y portando altos cirios. Cuando las mujeres se hubieron puesto los velos, tía Najla encendió los cirios y la zaffa, la procesión, inició la marcha con solemnidad, las niñas delante y la novia y las tías detrás. Recorrieron el vestíbulo grande como una caverna y el largo corredor de mármol hacia el salón de recepciones.

De repente estalló el sonido vibrante de un centenar de voces femeninas, Amira sintió crecer el júbilo en su corazón. Al entrar en la vasta sala, iluminada por cien arañas de cristal, todos los invitados, mujeres y niños por igual, se levantaron para aplaudir.

La cantante libanesa Sabah, acompañada por una banda de músicos ocultos tras un biombo, empezó a cantar Dalaa ya dalla (Abrázame), mientras Amira recorría la sala para ser admirada y elogiada, para recibir buenos deseos para el futuro.

—Que tengas sólo hijos varones —le dijo una mujer.

—Mil noches de amor —dijo otra.

—Una vejez dichosa —dijo una más.

Cuando Amira se sentó en una silla dorada semejante a un trono en la cabecera de la sala, empezó la fiesta en serio: caviar de Irán; foiegras de Francia; cordero con arroz, cocinado de una docena de maneras distintas; palomas asadas y pollo rustido; pescado del mar Rojo; trufas salteadas en mantequilla y cebolla; grandes bandejas de fruta de los cinco rincones del mundo; pastas y helados; y un gigantesco pastel de boda llegado en avión desde Francia.

Mientras se servía la comida, Sabah cantó canciones de amor (perdido, recuperado, vuelto a perder), modulando su voz ronca, algunas veces rota, entre los comentarios cómplices de su público sobre los sentimientos que expresaba.

Cuando terminó su actuación, los músicos empezaron a tocar las canciones tradicionales que se habían transmitido de generación en generación en todo el mundo árabe. La fiesta prosiguió con un grupo de bailarinas libanesas de la danza del vientre y una maga.

La sala se llenó del murmullo de cotilleos y risas.

—Amira no es tan guapa —decía una rolliza muchacha de catorce años a su madre—. ¿Por qué la habrá elegido un príncipe como Alí al-Rashad?

—Silencio, silencio —replicó su madre—. El príncipe Alí es el nasib de Amira, su destino. Dentro de un año o dos, tal vez tu padre encuentre un atractivo príncipe para ti, inshallab.

Sin obstáculos ni inhibiciones, las mujeres intercambiaron anécdotas y disfrutaron del desfile de modas improvisado tanto como de la fiesta. En un día como aquél, todo el mundo lucía sus mejores galas. Para algunas eso significaba lo mejor de la costura europea; para otras, era el esfuerzo de los modistos locales especializados en copiar modas occidentales a partir de fotos de revistas. En la sala brillaba el resplandor tenue de las piedras preciosas, pues era la ocasión de alardear, no sólo de la riqueza de un marido, sino también de la profundidad de su afecto.

Cuando se sirvió café con cardamomo y té con menta, media docena de invitadas se reunieron en el centro del salón. Con acompañamiento de tabla (un tambor pequeño) y oud (un instrumento semejante al laúd), iniciaron la danza circular tradicional.

Brazos a los costados y caderas prácticamente inmóviles, daban pasos diminutos deslizando los pies, trazando pequeños y delicados círculos con la cabeza y los hombros siguiendo el ritmo de la música. Comparada con los movimientos entusiastas de las danzarinas del vientre, su danza parecía tranquila y mesurada, pero a medida que progresaba, los movimientos sutiles se volvieron sensuales, casi eróticos.

El público profirió exclamaciones apreciativas, y cuando las que bailaban se acercaron a la mesa de Amira, sus comentarios se hicieron más estentóreos y obscenos. Amira se ruborizó cuando a su alrededor las mujeres especularon en voz alta sobre lo que llevaba bajo el vestido, y la rapidez con que se lo quitaría su marido, sobre el tamaño del miembro del príncipe y el vigor con que lo usaría.

Pese a su azoramiento por ser objeto de tales atenciones, Amira no recordaba una alegría y unas risas tan libres. Saboreó cada minuto de su celebración, y cuando sus tías le dijeron que era hora de marcharse, lo hizo con auténtico pesar.

Su padre la aguardaba fuera del salón de recepciones. Le ofreció el brazo con una solemnidad que raras veces había visto en él y la acompañó lentamente por los distintos corredores para subir la escalinata de mármol del palacio que ahora era el hogar de Amira.

Ornar se detuvo frente a una puerta de entrepaños de caoba y palmeó a su hija en la mejilla. Parecía a punto de pronunciar palabras muy serias, pero se decidió por un torpe abrazo.

—Que Dios te proteja siempre, hija.

Los ojos de Amira se llenaron de lágrimas. Era extraño, pensó. Había soñado con el momento en que abandonaría la sofocante protección de su padre y sus tías, pero ahora que por fin había llegado, sentía la pérdida de todo cuanto había sido familiar.

Amira dio un beso de despedida a su padre y permaneció durante largo rato frente a la puerta de su marido. Había visto fotos borrosas del príncipe en los periódicos, y también en la televisión, en algún tipo de ceremonia, pero ¿cómo sería en persona?

Llamó a la puerta suavemente. La puerta se abrió de inmediato a la suite más hermosa que Amira había visto en su vida, con una opulencia que no conocía la acomodada casa de su padre. Los muebles eran antigüedades europeas, las paredes quedaban prácticamente ocultas tras los cuadros que ella recordaba de los libros: un Picasso, un Renoir, un Signac…

El príncipe Alí al-Rashad era tan elegante como su entorno. Llevaba un batín de seda blanca con un monograma sobre un pijama a juego, y era tan guapo como una estrella de cine, esbelto, no demasiado alto, pero muy bien proporcionado. Sus ojos eran negros como el carbón y sus cabellos negros y sedosos.

El príncipe estudió a Amira durante un buen rato, como si fuera un cuadro o una estatua. Luego sonrió.

—Ojalá la eternidad sea tan hermosa como lo eres tú en este momento.

Amira exhaló un suspiro de alivio.

Alí le tendió una mano. Amira la tomó obedientemente y con una sensación muy parecida a la gratitud, pues, al fin y al cabo, su mando podría haber sido viejo y parecido al de Laila.

El príncipe la condujo al dormitorio, que presidía una majestuosa cama china tallada a mano y con adornos de oro. Amira intentó asimilar en silencio el lujo de su nueva casa.

—¿Champán?

Amira se sobresaltó. No era una fanática religiosa y sabía que mucha gente en Al-Remal bebía alcohol a pesar de las leyes estrictas que lo prohibían, pero ella nunca lo había probado.

Alí le tendió un tulipán de cristal lleno de un oro burbujeante y sonrió.

—Relájate, querida mía. No te hará daño. El champán no es ni siquiera un licor. Es felicidad líquida.

Amira tomó un sorbo y sintió un hormigueo en la boca; una sensación interesante.

—Desnúdate —ordenó Alí, sonriente aún y con el mismo tono agradable.

Amira se quedó paralizada. Por supuesto era de esperar, pero no tan de repente. Sabía por sus tías, lo había estado aprendiendo toda su vida, de hecho, que estaba obligada a hacer cuanto le pidiera su marido, no sólo esa noche, sino siempre. En caso contrario, podía ser devuelta a su padre deshonrada, para ser gobernada por sus tías; para convertirse en una de ellas con el tiempo. Se estremeció al pensarlo y Alí se echó a reír, confundiendo sus motivos.

—¿Tan terrible es estar a solas conmigo? Al fin y al cabo eres mi esposa.

Amira se retiró al cuarto de baño de mármol con el rostro como la grana. Se quitó el vestido de novia y las diversas capas de enaguas de seda. Cuando llegó a la ligera ropa interior compuesta por camisola y bragas pantalón que tantos comentarios verdes habían provocado en el festejo de las mujeres, se detuvo.

No quería enfurecer a su marido, pero no podía presentarse desnuda ante él, sencillamente no podía. Volvió al dormitorio tímidamente, hundiendo los pies descalzos en la elegante alfombra blanca.

Alí no pareció enfadado ni molesto siquiera mientras la admiraba una vez más como si fuera una obra de arte.

—Tienes un cuerpo precioso —dijo—, esbelto, flexible y fuerte… como un auténtico purasangre.

Amira sonrió, agradecida por el cumplido. Desde que se había desarrollado como mujer, le preocupaba a menudo ser demasiado alta, que sus labios no fueran lo bastante carnosos y que careciera de la abundancia voluptuosa de la carne que tantos hombres remalíes parecían preferir. Sin embargo, por el modo en que hablaba, era evidente que Alí estaba satisfecho con ella.

Alí la condujo hasta la cama y empezó a acariciarla como si fuera una gatita. Disfrutando del calor de la aprobación de su marido, Amira se dejó llevar por el placer de su tacto. Qué maravilloso era, pensó, ser mimada y acariciada.

Cuando Alí rozó sus pechos con la punta de los dedos, el hormigueo del champán se extendió por todo su cuerpo. «Así que era esto», se dijo Amira; aquello era lo que se comentaba entre susurros y risas, aquel cálido palpitar, aquella ligereza, lo que hasta entonces había estado prohibido.

Sin embargo, cuando Alí le separó las piernas con la rodilla, Amira se puso rígida.

Alí se detuvo, de nuevo más divertido que enfadado.

—¿Me tienes miedo, Amira?

—No —protestó ella, aunque sin duda temía defraudarle.

—Entonces quizá sea sencillamente que no deseas hacer lo que te han dicho que es tu deber. ¿Es eso?

Amira bajó los ojos. ¿Cómo podía desear o no algo que jamás antes había experimentado?

—Si eres reacia, no hay necesidad de continuar.

—Pero eso es imposible —le espetó Amira—. ¿Qué hay de…? —estaba demasiado azorada para terminar la frase.

—Ah, sí. —Alí sonrió—. La obligación de enseñar la sangre para demostrar tu virtud. Bueno, querida mía, estoy dispuesto a derramar mi sangre en tu lugar. —Sacó un estilete enjoyado de la mesita de noche, se subió la manga del pijama y extendió el brazo—. Sólo tienes que pedírmelo.

—¡No! No, no quiero que… es decir, no es necesario.

Alí dejó el estilete.

—Bueno, entonces quizá necesites más champán.

—Sí, por favor.

Amira observó a su marido cuando éste se levantó para ir a llenarle la copa. Su torso era musculoso y suave.

Alí se dio la vuelta rápidamente y sorprendió su mirada.

—¿He pasado revista, querida esposa?

—Yo no… —dijo ella, ruborizándose intensamente—, quiero decir que no estaba…

—Por supuesto que sí —bromeó él—. No es necesario que seas tan remilgada, siempre que reserves esas miradas para mí.

Amira tomó la copa que le ofrecía y la bebió de un trago.

—Despacio, despacio. Estos placeres han de ser saboreados.

Ella soltó una risita. Era una sensación maravillosa estar allí, en la cama de Alí, ligeramente mareada. Alí la abrazó y le dio un beso largo y apasionado.

—Esto está mejor —dijo—. No estamos en una ejecución, ¿sabes?

Por fin relajada, Amira se dejó caer en la cama. Alí empezó de nuevo a acariciarla, delineando la curva de sus pechos y su vientre. Cuando llegó a los muslos, Amira los separó prestamente, ya sin la menor aprensión, y cuando los dedos de su marido la exploraron, primero con suavidad y luego con insistencia, notó un cálido fluido manando en su interior.

—Encantadora —musitó él con los ojos brillantes.

Amira se estremecía ya cuando su marido se echó sobre ella y la penetró. Soltó un grito y él se detuvo un momento, luego empezó a moverse hacia adentro y hacia afuera. El dolor dio paso a un cúmulo de sensaciones nuevas que crecían hasta que, cuando Amira volvió a gritar, fue de alegría y por la emoción del descubrimiento.

No se dio cuenta —ni lo habría sabido distinguir— de que su marido no alcanzaba el orgasmo. Se durmió pacíficamente, satisfecha, pensando en que, si aquello era el matrimonio, todo lo demás palidecía y se volvía insípido en comparación.

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