Amira

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CUARTA PARTE » Luna de miel

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Luna de miel

—¿Por qué Estambul? —preguntó Alí cuando despegaron en el reactor privado del rey, prestado a los recién casados para su luna de miel.

—Porque… porque alguien muy querido para mí pasó allí su luna de miel. Ella me dijo que era una ciudad hermosa y excitante.

Alí sonrió con indulgencia, como había hecho cuando Amira expresó por primera vez su deseo de ver el lugar donde tanto había disfrutado Laila.

—Bueno —dijo él—, para alguien que no ha visto mundo, supongo que Estambul puede resultar impresionante, pero tú, querida mía, verás mucho más, eso te lo prometo.

Amira no imaginaba cómo sería ese «mucho más», pero allí estaba, volando por primera vez, en un lujoso avión con una majestuosa zona de asientos, un opulento dormitorio con cuarto de baño de mármol y un completo comedor equipado con vajilla de porcelana blanca, cristalería y cubiertos de oro. Además, y pese a la insistencia de Alí en tomar los mandos personalmente durante el despegue del Boeing 727, tenían a su disposición al piloto más experimentado del rey y una tripulación de cinco personas más.

A Amira, el hecho de que le sirvieran zumo de naranja en copas de cristal a doce mil metros de altura le hizo sentirse como la princesa de un cuento de hadas, impresión que persistió mucho después de que aterrizaran en la ciudad junto al Bosforo. Una limusina los recogió en el aeropuerto para llevarlos rápidamente al Hilton, el principal hotel de Estambul, donde Alí había reservado una suite en el ático.

Era la primera vez que Amira se alojaba en un hotel. El Hilton le pareció más espléndido aún que el palacio real de Al-Remal, con sus jardines exuberantes, sus estanques límpidos como el cristal y sus tentadoras pistas de tenis. Las personas que poblaban el vestíbulo —Amira no podía apartar los ojos de ellas— eran hombres europeos de tez clara, tan diferentes a los que ella estaba acostumbrada, y las hermosas mujeres vestían sus elegantes ropas sin velo que las ocultaran.

Cuando el director les acompañó personalmente a sus habitaciones, les informó con orgullo de que los famosos actores norteamericanos Kirk Douglas y Anthony Quinn se habían alojado allí recientemente.

Amira se sintió encantada. ¡Estrellas de eme norteamericanas nada menos, en aquel mismo lugar! Tan pronto como se quedó a solas con Alí, se apresuró a recorrer todas las habitaciones, abriendo cortinas y profiriendo exclamaciones maravilladas sobre la deslumbrante panorámica de la ciudad.

—No seas palurda —dijo Alí con una sonrisa cariñosa que restó mordacidad a sus palabras—. La mayoría de los europeos piensan que todos los árabes del Golfo viven en tiendas sin luz ni agua, no hace falta que les des más motivos.

—Desde luego —replicó ella, deteniéndose—, desde luego, tienes razón.

Lejos de molestarla, las palabras de Alí hicieron que Amira se sintiera importante, como si tuviera una misión que cumplir lejos de su hogar, la de representar a su país a su modesto modo, honrando la casa real de Al-Remal. Empezó entonces a caminar por la habitación con paso mesurado, imitando a las elegantes europeas que había visto en el vestíbulo.

—Bravo —exclamó Alí, aplaudiendo—, pareces una reina. Permíteme que te muestre al mundo ahora mismo, y mientras practicas tu regio paso, quítate el velo.

—¿En serio? —preguntó Amira con cierta agitación—. ¿Por las calles de Estambul?

—Sí, claro. Atatürk eliminó el velo cuando fundó la república turca. Lo verás quizá en el campo, pero no aquí. No queremos que crean que venimos de algún remoto y primitivo lugar, ¿no es cierto?

Así pues, Amira salió a visitar la ciudad a cara descubierta. Al principio se sintió muy extraña, como si todo el mundo la mirara a ella, pero a medida que transcurrió el tiempo y se desvaneció esa sensación, empezó a disfrutar de la brisa que alborotaba sus cabellos y el sol que calentaba su piel.

En primer lugar se dirigieron al palacio Topkapi a petición de Amira. El palacio había sido la residencia del sultán otomano en otros tiempos para convertirse después en un museo que albergaba deslumbrantes colecciones de joyas, tapices y porcelanas.

—Es tal como me dijo Laila —susurró Amira al contemplar las magníficas gemas (los diamantes, rubíes y esmeraldas imperiales) que habían adornado a los sultanes o a sus esposas favoritas. Deseaba demorarse allí, como si en cierto modo pudiera sentir la presencia breve de Laila cuando era una recién casada, feliz y llena de sueños para el futuro.

Pero Alí la instó a continuar para examinar las diversas exposiciones y tomar notas en su cuaderno con tapas de piel.

—Espero que no te importe, querida, pero el rey espera que le haga algunas recomendaciones para el museo en proyecto.

A Amira no le importaba. Le impresionaba el bagaje cultural de su marido y lamentaba que el suyo fuera tan limitado. Sin embargo, Alí parecía disfrutar con su papel de profesor y guía turístico, mostrándole los museos arqueológicos cercanos al Topkapi donde se exhibían las colecciones de civilizaciones antiguas de Mesopotámica y de los hititas.

A continuación visitaron las principales mezquitas de la ciudad: la magnífica Santa Sofía, con su extraordinario interior bizantino y su inmensa y altísima cúpula; la del sultán Ahmet, con sus sublimes frescos azules; la grácil Suleimaniye, donde estaban enterrados Suleimán el Magnífico y su esposa.

Tras hacer una pausa para comer en un pequeño restaurante junto al estrecho, donde comieron una fina meza turca y lubina cocida al vapor en cazuela de barro, Alí llevó a Amira al Capali Carsi, el vasto bazar cubierto.

—Compra todo lo que quieras —dijo, disfrutando con la mirada de asombro de Amira.

—Es como la cueva de Alí Baba —dijo ella—. No he visto nada parecido en Al-Remal.

—Eso es porque no tenemos nada igual. Tengo entendido que hay más de cuatro mil tiendas aquí, y que se extiende a más de sesenta calles.

Las posibilidades que se ofrecían a Amira eran infinitas: alfombras tejidas de finos algodones teñidos y sedas preciosas; tapices de la época de los otomanos; pesados conjuntos de joyas de plata con ámbar y cornalina y ónice; perfumes europeos; muebles con incrustaciones de nácar; teteras, bandejas y palmatorias de latón; bolsos y zapatos hechos de küims; utensilios domésticos de cobre y de latón; tantas eran las cosas que a Amira le daba vueltas la cabeza.

Amira, que no quería parecer codiciosa ni infantil, se paseó lentamente por los inmensos soportales, admirando un tapiz aquí, un frasco de perfume de intrincado diseño allá. Los tenderos se dirigían a la pareja incitándoles a detenerse y mirar, a tomar una deliciosa taza de té. Alí sonreía con aire principesco, y cuando Amira se paró a contemplar una alfombra de seda y después un escritorio antiguo con incrustaciones de nácar, entró en animadas negociaciones con los respectivos tenderos. Pese a su riqueza, sabía, como Amira, que el regateo era parte imprescindible —y altamente disfrutable— de toda transacción.

—¿Esto es todo? ¿Estás segura de que es todo lo que quieres? —preguntó Alí después de concluir el ritual del regateo.

Amira asintió con timidez, preguntándose si tal vez había decepcionado a su marido de algún modo.

Alí se echó a reír.

—Quizá no has pasado el tiempo suficiente entre otras mujeres, aprendiendo a manejar a un hombre. De lo contrario te habrían enseñado a ser más exigente.

Amira guardó silencio. ¿Se estaba burlando de ella? Desde luego ella nada sabía sobre «manejar» a un hombre. Creía que bastaba con plegarse a sus deseos.

—No te pongas tan seria, Amira. Era una broma. En realidad me conmueve que pidas tan pocas cosas materiales. Así me será mucho más fácil mimarte.

Instintivamente, y percibiendo quizá que podía rebajarla a los ojos de Alí, Amira se abstuvo de declarar que tenía poco interés en las cosas materiales, y más tarde, cuando llegó el momento de vestirse para la cena, eligió uno de sus vestidos más lujosos de París y los zafiros que habían pertenecido a su madre. Se vio recompensada con un murmullo de aprobación de su marido.

Cenaron en el Pera Palace, el más imponente de los viejos hoteles de Estambul con cien años de antigüedad.

—He pensado que te gustaría este lugar —dijo Alí, mientras Amira admiraba el revestimiento de madera y las majestuosas dimensiones del comedor principal—. Greta Garbo se alojó aquí, y también Agatha Christie, Mata Hari, Joséphine Baker y León Trotski, sin olvidar a varios reyes y reinas. Y ahora tú, Amira… una princesa real de Al-Remal.

Ella dio una palmada y se echó a reír.

—Qué maravilla. ¿Pero cómo sabes todo eso?

—Por un amigo del consulado norteamericano, que está al lado. Me trajo aquí en una ocasión a tomar unas copas y me contó toda la historia del hotel desde que lo construyeron en el siglo diecinueve, para los viajeros del Orient Express, creo.

Qué atento era su marido, pensó Amira, y qué elegante mientras pedía una opípara cena en un francés impecable. Amira se dijo que jamás se habían tomado tantas molestias para complacerla, mientras Alí le ofrecía los trozos de faisán asado que prefiriera antes de comer él un solo bocado.

Quiso devolver el favor, de modo que cuando su marido le preguntó si quería visitar un club nocturno, diciendo: «Pero te advierto que la diversión se limitará a una mediocre danza del vientre y cantantes regulares», Amira se dio cuenta de que tenía los ojos somnolientos y pensó que estaría cansado.

—Quizá prefieras volver al hotel —aventuró, ruborizándose en cuanto pronunció estas palabras, al pensar que él podía tomar su sugerencia por una proposición sexual. Alí aceptó con vehemencia y ella se quedó callada y un poco cohibida por la intimidad que volverían a compartir esa noche.

Sin embargo, cuando volvieron al hotel y entraron en el ascensor, Alí apretó el botón que les llevaba a la planta del casino, lugar atestado de hombres y mujeres en traje de noche, excitados por el juego. Amira estaba segura de que el padre de Alí no aprobaría un lugar como aquél, pero no dijo nada.

Con la familiaridad que da la práctica, Alí tomó asiento en la mesa de blackjack con el límite más alto y arrojó sobre ella un grueso fajo de billetes. Apenas miró la pila de fichas que le devolvieron a cambio. Instantes después, apareció una camarera con esmoquin.

—Glenlivet —pidió Alí—. Traiga la botella.

Los movimientos del príncipe eran lánguidos, casi aburridos, mientras jugaban sus manos con negligencia, señalando con un gesto imperceptible del dedo índice si quería o no otra carta. Al cabo de una hora casi había doblado la pila de fichas. Aunque Amira no conocía aquel juego, comprendió por los comentarios de la gente que se había congregado en torno a ellos que Alí jugaba de un modo muy poco convencional, pidiendo carta cuando las posibilidades decían que era mejor plantarse. Pronto se apiñó una multitud para observar al moreno y guapo príncipe con un traje de factura impecable, pero los ojos de Alí apenas parpadeaban.

Amira permaneció tras la silla de su marido sumisamente, imaginando que pronto se marcharían. Sin embargo, Alí siguió jugando y llenando su vaso una y otra vez, arrojando fichas sobre la mesa como si no tuvieran el menor valor. Algunas veces el montón crecía, otras se hacía más pequeño.

—Qué valor —musitó un hombre de la mesa—, ha pedido carta con diecisiete.

Alí sonrió. La carta que le habían dado era un tres de espadas, con lo que tenía mano ganadora. No obstante, parecía que le daba lo mismo ganar que perder y Amira no comprendía en absoluto qué pretendía conseguir. Le habían enseñado a esperar, pero estaba muy cansada.

—Quizá deberíamos irnos, Alí. Es muy tarde —dijo por fin hacia las tres de la madrugada con voz vacilante.

Una mirada de ira líquida fue la respuesta, tan intensa pero breve, que Amira se preguntó si la había visto en realidad.

—Si estás cansada, querida —dijo él instantes después con tono afable—, quizá quieras retirarte. Yo me quedaré un rato más.

Amira se mantuvo en su puesto un rato más. ¿Debía quedarse… o Alí prefería que se marchara? Finalmente la fatiga hizo que se fuera.

En la suite, habían abierto la cama y colocado su camisón artísticamente junto al pijama de seda de Alí. Parecía un reproche. ¿Por qué las mesas de juego eran más atrayentes que ella? No sabía la respuesta. Pero recordaba perfectamente la historia del hammam que le había contado Bahia. En la época en que ni siquiera las casas más prósperas tenían cuartos de baño, las mujeres usaban el baño comunal para realizar sus abluciones, la inmersión ritual exigida después del coito. Bahia le había dicho entre risas que se reconocía siempre a una recién casada porque acudía al hammam cada día, hasta que nacía su primer hijo. Luego las visitas eran menos frecuentes a medida que transcurría el tiempo y la pasión del marido se iba desvaneciendo.

A Amira le habían contado que durante una luna de miel el apetito del marido era insaciable, que debía esperar que quisiera hacer el amor hasta que le doliera todo el cuerpo. Se durmió mientras comparaba aquellas expectativas con la realidad experimentada hasta entonces.

Cuando despertó, Alí se hallaba a su lado, vestido, y el pijama de seda se había deslizado hasta el suelo. Aun dudando de lo que debía hacer, tenía hambre y se levantó. Caminando descalza para no hacer ruido, se fue al salón y llamó al servicio de habitaciones como había visto hacer a Alí a su llegada.

Pidió fruta fresca, té y café, tostadas y pastas variadas. Se vistió rápidamente y, cuando llegó el camarero, hizo que le sirviera el desayuno en la terraza, desde donde podía disfrutar de los Jardines.

Más tarde, cuando le pareció oír un ruido en el dormitorio, entró en él de puntillas. Alí se agitaba en el lecho. Amira lo llamó en voz baja. Alí abrió los ojos, pero su mirada parecía borrosa.

—¿Te traigo café?

—Whisky—dijo él.

Amira se sorprendió, pero no dijo nada. Alí era su marido y no debía juzgarlo.

—En Occidente lo llaman «pelo del perro». Es como medicina. No debes preocuparte, querida.

Amira le llevó una botella y un vaso. Alí los cogió y se metió en uno de los cuartos de baño. Poco después se oía correr el agua de la ducha y media hora más tarde salía.

—Esto está mejor —dijo, con una sonrisa—. ¿No estás de acuerdo?

Amira sonrió a su vez. Realmente su marido había recuperado su buen aspecto. Esperaba que esa noche no bebiera tanto.

Los días siguientes transcurrieron con la misma rutina: unas cuantas horas visitando la ciudad, compras en las tiendas de estilo europeo que flanqueaban el Cumhuriyet Caddesi y el Valikonagi Caddesi y cenas espléndidas en restaurantes elegantes. Por la noche hacían algo especial para Amira; su primer ballet (Giselle) y su primera ópera (Madama Butterfly). Sin embargo, después acababan inevitablemente en el casino, donde Alí permanecía casi hasta el amanecer bebiendo en exceso mientras Amira dormía sola.

El quinto día de su luna de miel, justamente cuando Amira se había resignado ya a esa rutina, Alí anunció que había preparado una velada especial.

Poco después se encontraban a bordo de un esbelto velero haciendo crucero por el Bosforo, moviéndose grácilmente entre la orilla europea y la asiática, mientras Alí le señalaba los lugares de interés.

—El palacio Dolmabacha —dijo, señalando un castillo de cuento de hadas con una mezcla del estilo turco, indio y barroco—. Lo hizo construir el sultán Abdulmecit como residencia de verano para disfrutar de la misma deliciosa brisa que disfrutamos nosotros ahora.

Amira cerró los ojos, saboreando aquel momento. Era como si su marido se hubiera marchado para regresar, sin whisky y sin casino. Esa noche había elegido estar con ella.

Un camarero con chaqueta blanca sirvió champán y borek y budines rellenos de queso y carne. Luego llegaron las hojas de parra y las alcachofas en aceite, seguidas por pinchos de cordero preparados con yogur y frutas flambeadas como postre.

—Comida sencilla, pero muy buena, ¿no crees?

—Sí—convino Amira—. Si lo deseas, puedo prepararlo yo en casa.

—Ya tenemos un cocinero turco en palacio —dijo él, pero viendo la expresión alicaída de ella, agregó—: Pero me haría muy feliz que supervisaras el menú de nuestras comidas privadas.

—Como quieras. —Sonrió.

Cuando se llevaron los platos, Amira y Alí se recostaron en sus asientos con cojines y cayeron en un agradable sopor producido por el movimiento del barco y el vino. Ella se durmió con el vaivén mientras él le acariciaba la cabeza, preguntándose cuánto tiempo tardaría en entender a su guapo pero desconcertante marido.

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