Amira

Amira


SEXTA PARTE » Laila

Página 40 de 58

Laila

En las semanas siguientes, Jenna se preguntó a menudo qué efecto había tenido su carta sobre Malik. ¿Le había aliviado que estuviera viva, sencillamente? ¿Estaba furioso por haber sido engañado? ¿Un poco de ambas cosas? Si lo viera, ¿seguiría siendo el Malik que conocía, o se había convertido en un extraño? ¿Y cómo era Laila después de haberse criado en el perpetuo boato de la vida de su multimillonario padre?

La prensa sensacionalista guardaba un extraño silencio sobre Malik. Tal vez, se dijo Jenna, su hermano se protegía a sí mismo y a su hija después de lo sucedido en Roma. Sin embargo, dos meses después del tiroteo, Jenna leyó que su hermano había adquirido otra lujosa residencia, un apartamento en el hotel Pierre de Nueva York. El breve artículo (en el Boston Globe) señalaba que Malik se estaba recuperando aún del ataque de Roma y que «una fuente que pidió no ser identificada declaró que Badir cree que su hija estará más segura en Estados Unidos que en Europa».

Eso podía ser cierto, pensó Jenna, pero no pudo evitar preguntarse si su carta había tenido algo que ver con la decisión de Malik. ¿No sería que su hermano intentaba comunicarse con ella, como ella había hecho?

Pese a su educación, Jenna seguía albergando una enraizada creencia en los presagios y el destino, y cuando un mes más tarde leyó en la página seis del New York Post que Laila se había inscrito en la Brearly School, le pareció un signo seguro del destino que la llamaba. ¿Debía responder? ¿Se atrevería?

Apretujada en un asiento del atestado vuelo Bostón-Nueva York, Jenna intentó convencerse a sí misma de que realmente necesitaba mantener el contacto con colegas como su viejo profesor de la teoría adleriana, que había pasado al ejercicio privado de la profesión en Nueva York y con el que tenía una cita para comer. Pero los restos de sus dotes objetivas y analíticas refutaron esta idea con una opinión sucinta, si bien poco profesional: Estás loca, Jenna, completamente loca. Pero era su corazón, y no su cabeza, quien tenía todas las de ganar.

Las oficinas de Donald Weltman, junto a Park Avenue, podría haber pertenecido a uno de los cirujanos plásticos de las estrellas del vecindario. El antiguo profesor vestía un traje de Armani en lugar de la chaqueta de tweed remendada que Jenna recordaba y llevaba elegantemente peinados los cabellos de un gris acerado, siempre alborotados en Harvard. Era evidente que las cosas le iban muy bien.

El profesor había reservado mesa en L'Argenteuil, e insistió en pagar la cuenta. Durante gran parte de la comida, él siguió siendo el profesor y ella la estudiante, pero en lugar de Adler, el tema fueron las maravillas de la práctica privada en Manhattan.

—¿Y tú, Jenna? —preguntó él durante los postres—. Tengo entendido que has empezado a ejercer con éxito.

—No puedo quejarme. Tengo el número de clientes necesario para ganarme la vida y me queda algo de tiempo para investigar.

—¿Para un nuevo libro?

—No, todavía no. Sólo es investigación general. Y también trabajo como voluntaria en un centro para mujeres maltratadas. —Acababa de empezar en realidad, impulsada por la experiencia de Carolyn y por la suya propia.

—Eso está muy bien, desde luego —dijo Donald, frunciendo el entrecejo—, pero no deberías ir demasiado lejos. Si una cosa he aprendido —ahora sonreía—, es que los ricos tienen problemas igual que los pobres.

—Eso es cierto.

Donald echó un vistazo a su pesado Rolex de oro.

—Tengo que volver al tajo —dijo—. ¿Y tú qué planes tienes? Quizá podamos vernos después y charlar sobre los viejos tiempos sin prisas.

—Ojalá pudiera. Me encantaría volver a ver a Robin. —Robin era la mujer de Donald.

—Pues está fuera de la ciudad, por una emergencia familiar.

Jenna cogió un taxi para ir a la Brearly School, se instaló frente a la escuela y esperó. ¿Reconocería al bebé que había ayudado a nacer sobre un lecho de paja?

Sí. Laila tenía los cabellos negros, los ojos almendrados, el rostro en forma de corazón de su madre y también algo de Jihan Badir. Se le notaba un aire a Malik, claro está, pero más difícil de definir; algo quizá en su pose, algo valiente pero vulnerable que recordó a Jenna el Malik de otros tiempos.

Laila estaba separada de un grupo de compañeras. ¿Una solitaria? No hay por qué alarmarse, se dijo la psicóloga para tranquilizarse, es sólo que aún es la nueva.

Una limusina se acercaba. A Jenna le dio un vuelco el corazón. Estaba segura de que iba a ver a su hermano, a ver de refilón el rostro que tanto echaba de menos. Pero no, el hombre que salió del coche y saludó a Laila no era Malik, sino un chófer cuyos anchos hombros y ojos vigilantes proclamaban a los cuatro vientos su condición de guardaespaldas. Instantes después, él y Laila se habían marchado. Jenna se quedó allí, mirando el lugar en el que había estado su sobrina, como si quisiera prolongar la fugaz visión.

Bueno, ahora ya la has visto, se dijo, y por fin se fue también. Eso debería bastarte.

Pero no le bastó, y unas semanas después halló otra necesidad acuciante (una investigación de biblioteca que podría haber hecho por teléfono) para ir a Nueva York. Una vez más se ínstalo frente a la escuela. Miraría, nada más, se había prometido a sí misma. No había peligro alguno en eso, ni para ella ni para nadie más.

Tras una corta espera, vio a Laila hablando con varias chicas. Bien, su sobrina había hecho amigas. El chófer no apareció, bien otra vez. El pequeño grupo abandonó la escuela en dirección oeste. Dejando a un lado toda prudencia, Jenna las siguió.

Riendo y bromeando como adolescentes cualesquiera, las chicas giraron hacia el sur en la Quinta Avenida. Entraron en Bergdorf Goodman, seguidas por Jenna. En veinte minutos, el pequeño grupo había gastado una suma que, según los cálculos de Jenna, haría felices a muchos de sus clientes si la ganaran en una semana. Inconscientemente meneó la cabeza con aire de desaprobación.

El grupo de chicas se dirigió a Saks. También allí las siguió Jenna. Esta vez parecieron inclinadas sólo a mirar y pronto se dirigieron hacia la puerta, pero, un momento, ¿qué estaba ocurriendo? Un hombre se adelantó rápidamente, agarró a Laila y sacó un pañuelo de seda de su bolso. ¡Acababa de robar en la tienda, y la habían pillado!

Laila empezó protestando, luego se echó a llorar. Las otras chicas se esfumaron entre la multitud de compradores. Sin pensárselo un momento, Jenna entró en acción, sin saber qué hacía, pero segura de que debía hacer algo. Se interpuso entre el hombre y Laila.

—¿Qué hace usted?

—¿Quién es usted?

—Soy la madre de esta jovencita. ¿Quién demonios es usted?

—Seguridad de la tienda.

Apareció el gerente. Jenna se volvió hacia él esforzándose por aparentar indignación e inocencia agraviada.

—Le he pedido a mi hija que me esperara aquí para coger el pañuelo que sostiene este hombre. Es igual que el que tengo en casa. Estoy segura de que me estaba buscando cuando él… ¡cuando él ha saltado sobre ella! ¿Es así como tratan ustedes a sus clientes más apreciados, señor? Porque si lo es…

El gerente miró a Jenna de arriba abajo. Era una mujer muy de una dienta apreciada. No obstante, sabía demasiado bien que los ladrones de las tiendas podían tener apariencias diversas. Aun así, la chica no había abandonado la tienda. El guardia de seguridad, que era nuevo, debería haber esperado a que saliera, momento en que podrían haberla acusado de robo con toda seguridad y de manera incontrovertible. El gerente cedió. Jenna sacó su Gold Card y pagó el pañuelo.

Laila parecía asombrada, pero no dijo nada. Jenna comprendió que estaba aterrorizada. No se relajó ni siquiera cuando era ya evidente que estaba salvada.

—Gracias —susurró Laila una vez fuera de la tienda, y añadió—: ¿Quién es usted? ¿Por qué ha hecho eso?

—Lo mismo te pregunto yo —replicó Jenna. Tomando la iniciativa igual que con los pacientes que estaban demasiado trastornados para pensar, Jenna llevó a su sobrina a una cafetería cercana y pidió dos tés sin preguntar—. Soy Jenna Sorrel, de Boston. Soy psicóloga. —No sabía por qué se lo había dicho, quizá por la necesidad de decir algo.

—Psicóloga —repitió Laila.

—No te preocupes —dijo Jenna con una sonrisa—. Estoy fuera de servicio. —No podía apartar la vista de Laila; imaginaba la mujer que pronto sería. Hacía mucho tiempo que echaba de menos a su familia, la idea de familia, y allí tenía a la hija de Malik, a su sobrina, la niña que había nacido con su ayuda.

—¿Ha venido para una convención o algo así? —preguntó Laila.

—No, sólo estoy de visita.

—Yo también soy nueva aquí.

—¿Ah, sí?

—Sí, soy francesa.

—Tu inglés es perfecto. —Era cierto. El acento francés era casi imperceptible. Era mucho más marcada la jerga a lo Valley Girl que se había extendido por todo el país desde California, incluso a Boston. Laila debía de tener buen oído.

—Bueno, hemos viajado mucho —explicó Laila—, y tengo muchos amigos americanos.

—Eso está bien. Tener amigos, quiero decir. —Cuidado, Jenna no tienes ningún derecho a hacer esto, se advirtió a sí misma. Pero no podía evitarlo.

—Pero aquí no tengo amigos. En el colegio, por ejemplo. Todavía no, al menos.

—¿No?

—No —dijo Laila, malhumoradamente—. No sé qué pasa. Algunas veces pienso que es porque soy diferente. Quiero decir que soy francesa y mi padre es de Al-Remal, y yo… me parezco a él.

—Debe de haber otros de orígenes diferentes en el colegio, ¿no? Lo más probable es que se deba a que eres nueva. Lo habrás visto en otros sitios. Todo el mundo tarda un poco en hacer migas con el chico o la chica nuevos.

Laila no respondió.

—Quizá sea porque papá es… no le diré su nombre, porque a lo mejor lo conoce, pero tiene montones de dinero. Los padres de otros niños también tienen dinero, pero no tanto como papá. Yo intento ser agradable. Hago regalos a todo el mundo. Parece que les gustan, me dan las gracias, pero luego…

Jenna no dijo nada. No era el momento de señalar que el peor modo de hacer amigos era intentar comprarlos. Laila lo comprendería por sí misma tarde o temprano.

—Y luego está lo de hoy. Era una oportunidad, ¿sabe?, para formar parte del grupo. Esa era la idea. Me dijeron que tenía que demostrar mi valía robando algo de Saks. —Laila miró a Jenna buscando signos de desaprobación y añadió rápidamente—: Todas las demás lo han hecho. Es como un club, ¿comprendes? No habían pillado a ninguna.

—Ya veo —dijo Jenna con voz neutra. Qué sola debía de sentirse, pensó. Laila necesitaba a alguien, a su padre, evidentemente, pero si no era él, ¿quién?

—Y ahora lo he fastidiado todo —concluyó Laila con lágrimas en los ojos.

—Quizá no querías hacerlo en realidad —sugirió Jenna.

Laila se limitó a encogerse de hombros con aire desdichado.

—¿Te has dado cuenta —continuó Jenna tras beber un sorbo de té, de que cuando pones demasiado empeño en algo, por ejemplo, en los deportes o en la danza, lo… lo fastidias? Lo mismo ocurre con los amigos. Algunas veces lo peor que puedes hacer es poner demasiado empeño.

—¿Pero qué puedo hacer sino intentarlo?

—Sé tú misma. Interésate por los demás. Dales la oportunidad de conocerte.

Jenna sabía que las palabras no bastaban. Al otro lado de la mesa se sentaba una chica solitaria que había perdido a su madre y que, por lo que decía, no veía a su padre lo suficiente.

—Quizá podríamos volver a vernos —espetó, antes de que pudiera pensar en si era prudente lo que estaba haciendo—. ¿Te gustaría?

—¿Cuánto cobra?—preguntó Laila.

—¿Cobrar?

—Es psicóloga. ¿Cuánto cobra? Si es mucho tendré que preguntárselo a papá, y preferiría no hacerlo.

La pregunta rompió el corazón a Jenna. ¿Es que todo en la vida de Laila se tenía que comprar y pagar?

—No me refería a verte profesionalmente, sino… como amiga.

Laila se echó hacia atrás y entrecerró los ojos con una mirada suspicaz.

—¿Por qué? —quiso saber.

Por supuesto, pensó Jenna, después de todo lo que le había pasado, era lógico que Laila recelara de una extraña que le ofrecía su amistad.

—Dice un proverbio oriental que si le salvas la vida a una persona, eres responsable de ella para siempre. Yo no te he salvado la vida exactamente, pero creo que sirve el mismo principio. Sólo quiero saber si te encuentras bien. Además, me ha gustado charlar contigo.

Laila ladeó la cabeza y luego asintió.

—Vale. Pero si te ve Ronnie, me hará un montón de preguntas y se lo dirá a papá.

—¿Ronnie?

—Mi chófer, una especie de guardián.

—Desde luego no quiero que tengas problemas por mi culpa.

—Oh, no se preocupe. No lo tengo encima siempre, sólo cuando papá está preocupado. —Laila se puso seria—. Le dije a papá que necesitaba un poco de libertad, ¿sabe? Para ser yo misma, como dicen aquí. —Su mirada se desvió hacia un reloj de la pared—. Oh, Dios mío, tengo que irme. Sí, creo que estaría bien que nos volviéramos a ver. El mejor sitio para encontrarme es el colegio. Salimos a las tres. Es la Brearly School. ¿Sabe dónde está?

—Sí.

—Bueno, pues venga alguna vez.

—Bien… gracias.

—Gracias a usted. Por… ya sabe, lo que ha hecho. Por cierto, me llamo Laila.

—Jenna.

—Hasta la vista, Jenna.

Laila se marchó.

Dos semanas más tarde, Jenna volvió a hacer el viaje a Nueva York. Se sentía culpable por haber abordado a Laila con falsedades, pero esas falsedades parecían ser lo único de que disponía. Además, era verdad que quería asegurarse de que Laila estaba bien. ¿Cómo podía ser de otro modo?

—Me ha sorprendido verla —dijo Laila mientras paseaban echando un vistazo a los escaparates de Madison Avenue—. Pensaba que a lo mejor había, bueno… ya sabe, desaparecido. Como si me la hubiera imaginado o algo así.

Tomaron té en un pequeño restaurante sin pretensiones y charlaron libremente sobre el padre de Laila, aunque ella seguía ocultando su apellido. Cuando no estaba ocupado en sus negocios, lo que a menudo le obligaba a viajar a lugares lejanos, asistían juntos a obras de teatro, salían de compras, y a veces disfrutaban de maravillosas vacaciones a bordo de su yate.

—Pero está siempre… tan ocupado —concluyó Laila melancólicamente.

Jenna hubiera deseado llamar a Malik. O escribirle una carta anónima: «Su hija le necesita. Ahora, no más adelante, no cuando tenga tiempo, sino ahora. Dentro de dos o tres años será una mujer convida propia.» Claro que eso era imposible. Pero ¿por qué?

—Espero que no haya venido a Nueva York sólo para verme a mí —decía Laila.

—¿Qué? Oh… no. Tengo que hacer unas investigaciones.

—Me alegro, porque tengo que irme. Una amiga me pidió que fuera a estudiar a su casa.

—¿Una amiga? ¿Del colegio?

—Sí. —Laila sonreía—. Las cosas han mejorado. Puede que tuviera razón, ¿sabe?

—Eso espero. Sería agradable tener razón de vez en cuando.

Laila se puso sus gafas de sol.

—Algunas veces la gente me reconoce —explicó—. Como los fotógrafos. Es a causa de papá.

—Ah.

—Siento tener que dejarla. Me ha gustado verla. ¿Podemos repetirlo, digamos, dentro de dos semanas? Le haré un hueco.

—¿Por qué no?—contestó Jenna alegremente.

De vuelta en Boston, en los pocos momentos libres que le dejaban los pacientes o mientras hacía algún trabajo doméstico rutinario, Jenna fantaseaba sobre su sobrina. Se imaginaba visitando museos y galerías de arte con ella, dando largos paseos por Greenwich Village[2] y por el Soho. Imaginaba también que conseguía sonsacarle y escuchaba sus problemas, que le ofrecía ayuda y consejos (sin importarle que los aceptara o no, se advirtió a sí misma) al romper con un novio o él con ella. Se vio a sí misma alabando los méritos de Laila en el colegio y apoyando sus sueños.

Sabía que se representaba a sí misma en el papel de madre, ¿pero y qué? Laila necesitaba a alguien. Por supuesto existían riesgos, pero ¿no habría algún modo de superarlos? ¿Y si se lo contaba todo a Laila y le pedía que jurara guardar el secreto? ¿Y si lo convertían en una aventura, como espías, citándose en un lugar diferente cada vez? Laila la necesitaba y Jenna añoraba terriblemente la familia que había dejado atrás.

Pero antes de que su fantasía tuviera la oportunidad de convertirse en algo más, el pasado volvió a interponerse. Se acercaba el décimo aniversario de su desaparición. Un periodista de Reuter que hacía un seguimiento rutinario, descubrió que alguien más había estado investigando el caso casi olvidado. Era Alí, claro está, aunque las preguntas que el periodista formuló a través de la secretaría de prensa de la familia real remalí obtuvieron la respuesta oficial que ya había quedado establecida: seguía siendo un misterio qué hacía la princesa en Anatolia; quizá formara parte de un complejo plan de secuestro; se suponía que había muerto, pero el príncipe se aferraba aún a sus débiles esperanzas.

Era suficiente para un reportaje en un programa de la televisión, lleno de especulaciones y rumores sobre la posibilidad de que Amira aún estuviera viva. El autor tuvo la astucia suficiente para sospechar que el príncipe Alí Rashad no estaba tan resignado como deseaba aparecer, y expresó sus sospechas en el reportaje.

Cuando Jenna vio la versión sensacionalista (el titular «¿Ha visto a esta princesa?», junto con una vieja foto) en uno de los periódicos que leía habitualmente, el antiguo miedo resurgió como si no la hubiera abandonado nunca. Después de tanto tiempo, de tantas mentiras, no estaba segura.

Dejó de engañarse a sí misma. No podía seguir viendo a Laila; podía ponerlas en peligro a las dos. Laila tenía que andar esquivando a los paparazzi por su apellido, y desde luego Alí podía emplear medios más sutiles.

Le sería fácil desaparecer de la vida de Laila, que no tenía sus datos personales, pero no podía hacer eso, sencillamente no podía.

Jenna acudió a su cita con Laila con una dolorosa sensación de pérdida, pues no era justo, se decía, verse obligada de nuevo a separarse de alguien a quien amaba. Fueron a un restaurante barato (en la versión moderna del Upper East Side1) y compartieron una enorme hamburguesa con queso y una ración de patatas fritas. Jenna pensó que debían de parecerse mucho a cualquier madre e hija de aquel elegante barrio, y se le hizo aún más difícil decir lo que debía decir.

—Me temo que no podré verte muy a menudo —empezó—. De hecho, no podré verte en absoluto. He descuidado a mis pacientes y tengo contratado un libro que absorberá todo mi tiempo libre. —Nada de aquello era del todo cierto, pero tampoco mentira.

Laila la miró con reproche, luego desvió la vista.

—Está bien —dijo con forzada indiferencia—. Me extrañaba que dispusiera de tanto tiempo para mí. Y para serle sincera, hoy he tenido que escabullirme de Ronnie para verla. No sé por qué, pero últimamente papá está realmente preocupado por mí, así que tampoco a mí me resultaría fácil. No es de extrañar que ningún chico quiera salir conmigo —añadió con expresión taciturna—. Es como pasar por la seguridad israelí.

Jenna sonrió a su pesar imaginando a Malik, que antaño quebrantaba las reglas, imponiéndolas ahora. Sin embargo, no era nada divertido desde el punto de vista de la felicidad de su sobrina.

Buscó algo que decir, algo que no sonara trillado y profesional, algo que hiciera saber a su sobrina que realmente le importaba, pero no se le ocurrió nada que no delatara su secreto.

—Tal vez más adelante, cuando las dos estemos más libres… —fue lo mejor que se le ocurrió.

—¿Podría darme su número de teléfono? —preguntó Laila de repente—. Me gustaría charlar con usted de vez en cuando, si le parece bien.

—Por supuesto que sí —contestó Jenna sin poder resistirse—, pero tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie.

—¿Que seamos una especie de amigas secretas?

—Sí.

—Claro. —Laila reía—. Además, no es que vaya a ir corriendo a casa para hablar de la señora que me rescató en Saks.

Jenna se echó a reír también.

—No lo había pensado. Bueno, ¿y te has decidido ya por una universidad en concreto? —Cualquier cosa le servía para prolongar el momento, la charla, la presencia de su sobrina.

—Sí, Columbia. Papá me ha sugerido que le gustaría que fuera a la Sorbona, pero yo prefiero quedarme en Nueva York. Me encanta estar aquí.

¿Tenía algo que ver la elección de Laila con ella?, se preguntó Jenna. Fue una idea agradable, un premio de consolación.

Compartieron una cosa llamada Chocolate Crisis como postre. Cuando desapareció el último pedazo, no quedó más remedio que admitir que también se había acabado su tiempo. La decisión había sido tomada, pero el corazón de Jenna pedía una prórroga, unos minutos más.

—¿Damos un paseo? —preguntó. Perdería el avión, pero le daba igual.

—Claro —dijo Laila.

Bajaron por la Quinta Avenida a lo largo de Central Park. El sol brillaba, el cielo era azul y Jenna intentó creer que aquélla no era la última vez que vería a Laila. Tal vez no lo fuera. Tal vez…

Cuando llegaron al hotel Plaza, pararon dos taxis.

—Bueno… ciao —dijo Laila, intentando sonreír.

Jenna olvidó toda precaución, echó los brazos al cuello de su sobrina y la abrazó con fuerza.

—Adiós —dijo. Adiós, mi queridísima Laila, pensó.

Ir a la siguiente página

Report Page