Amira

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SEXTA PARTE » Brad

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Brad

Carolyn estaba en coma, con graves daños en órganos y cerebro. Cameron estaba en la cárcel, acusado de intento de asesinato. Era todo cuanto Sue Keller podía decirle.

Josh Chandler estaba en la sala de espera y parecía al borde de un colapso, como si acabara de salir de un terrible accidente.

—Iba a llamarla —dijo distraídamente—, pero después de dar su nombre a la policía ya no sabía qué hacer.

—No pasa nada, Josh. Tu madre… ¿te han dicho algo?

—No, no sé, señora Sorrel. Oh, Dios mío. No… no creo que salga de ésta. —Ahogó un sollozo.

—¿La has visto?

—Desde que la han metido en quirófano no.

—Josh, ¿qué ha ocurrido?

—Como le he contado a la policía, les he oído discutir, pelearse, esta mañana temprano. Supongo que papá… acababa de llegar. Ha sido peor que… Debería haber hecho algo, pero… ¿comprende?

—Comprendo, comprendo. No has hecho nada malo.

—Luego se han callado y me he vuelto a dormir. Es que ya ha ocurrido otras veces, no tanto, pero…

—No ha sido culpa tuya, Josh. ¿Qué ha pasado después?

—Nada. Quiero decir que he despertado y me estaba preparando para ir al colegio. La puerta de mis padres estaba abierta y me he asomado y he visto a mamá en el suelo… —A Josh se le quebró la voz—, y papá, papá había tirado todas las corbatas sobre la cama. Se las estaba probando, creo. Me ha dicho, «Será mejor que hagas algo, Josh», y he llamado a la policía.

—¿Tienes a alguien, Josh? ¿Algún pariente?

—Mi abuela, la madre de mi madre. Viene de camino desde Connecticut. Creo que se quedará en casa hasta que… pase lo que haya de pasar.

—Eso está bien, pero si quieres venirte a casa con Karim y conmigo, serás bienvenido. No tienes más que hacer la maleta y venir.

—Gracias, señora Sorrel. Quizá lo haga, pero esta noche no. Esta noche quiero quedarme con mamá.

—Muy bien —dijo Jenna—. Voy a ver qué puedo averiguar.

Todo lo que consiguió saber, tras identificarse engañosamente como la «doctora Sorrel», fue que Carolyn seguía en el quirófano. Pasaron horas antes de que la enfermera la avisara.

—Ahora está en Cuidados Intensivos, doctora, si es que quiere verla un minuto. Habitación dos seis dos tres.

Entre las blancas y crujientes sábanas de la estrecha cama, Carolyn tenía un aspecto increíblemente frágil, y su rostro hinchado ofrecía la textura y el color de la fruta podrida. Le habían metido tubos de plástico por todas partes. Así estaba yo en Al-Remal, pensó Jenna. Philippe vino a salvarme. Tuve suerte. Sobreviví. Si Dios quiere, si Dios quiere, Carolyn también tendrá suerte.

—¿Doctora Sorrel? —dijo un hombre de tez cetrina y aspecto cansado con el atuendo verde de cirujano.

—Sí.

—Stan Morgan. ¿Es usted su médico de cabecera?

—No, sólo una amiga de la familia.

—Oh. Bueno, doctora, no sé qué quiere saber exactamente.

—Sólo el diagnóstico.

—No es bueno —respondió Morgan con una mueca—, aunque todavía es pronto. Podríamos perderla, y aunque no sea así, tal vez nos enfrentemos con una situación irreversible.

—¿Coma irreversible?

Morgan enumeró algunos detalles técnicos sobre traumas, hemorragias y falta de oxígeno. En resumidas cuentas, si Carolyn sobrevivía, sería en estado vegetativo.

Una sentencia de muerte, pensó Jenna, y todo porque Carolyn había amado a Cameron Chandler.

Josh tenía ahora la compañía de la madre de Carolyn, una mujer menuda, delicada y encantadora como una muñeca de porcelana. Jenna abrazó al chico con la sensación de que le había fallado y murmuró unas cuantas palabras vacías de consuelo a su abuela.

—Usted y Carolyn debían de ser buenas amigas —dijo Margaret Porter.

—Yo… sí, éramos buenas amigas. —Lo dijo más por consolar a la señora Porter que para tranquilizar su propia conciencia. Sabía demasiado bien que Cameron había aislado a Carolyn de cuantos quisieran ser amigos suyos, de cualquier persona que pudiera estorbar su control sobre ella.

—Me alegro. —La señora Porter suspiró—. Necesitará amigos si… cuando…

—Lo sé —dijo Jenna serenamente—, y los tendrá a su lado, se lo prometo.

—Era tan buena chica… —musitó la señora Porter—. Nunca dio ningún problema.

«No hable así —quiso decirle Jenna—. Parece como si ya se hubiera muerto.» Pero se limitó a asentir.

—Creo que ahora le dejarán verla. Prepárese. Está muy malherida, pero a veces estas cosas parecen peor de lo que son.

Palabras, palabras vacías.

La noche. Las luces de la ciudad parecían estrellas próximas unas a otras, pero intensamente solitarias.

Las horas de visita habían concluido. Al final Josh y su abuela se iban a la casa de los Chandler; el hospital no animaba a los parientes de los enfermos a quedarse de noche, y era evidente que nada podían hacer allí. Karim había llegado después de clase y pasaría la noche con su amigo.

Exhausta mental y físicamente, Jenna se detuvo en la cafetería del hospital con la urgente necesidad de tomarse un té, pero el líquido humeante no la ayudó a tranquilizar su espíritu turbado ni a sentirse menos culpable.

Cuando se levantaba para marcharse, se fijó en un hombre que sostenía una taza de café con ambas manos unas mesas más allá. Tenía un hermoso rostro patricio, con los cabellos negros y muy cortos y los ojos muy azules, y su rostro mostraba la expresión más triste que ella hubiera visto. ¿Cuál era su historia?, se preguntó Jenna. ¿Una persona amada se debatía entre la vida y la muerte? ¿Había aún esperanzas, o se había perdido la batalla? Aquellos ojos azules eran tan expresivos… tan parecidos a los de Philippe.

Al día siguiente, Jenna pasó por el hospital a la hora de comer, y volvió apresuradamente en cuanto terminó con su último paciente. El marido de la señora Porter también había llegado, y la pareja se sentaba con aire fúnebre en un rincón. Karim se encontraba allí para apoyar y acompañar a Josh, que tenía los ojos enrojecidos e hinchados.

El estado de Carolyn seguía invariable, pero el diagnóstico era más seguro: coma irreversible.

Jenna acompañó durante horas el cuerpo inerte de lo que había sido su amiga. Los chicos abandonaron el hospital a la hora de cenar y los Porter se retiraron a la sala de espera. Jenna se quedó junto al lecho de Carolyn como si su mera presencia y su devoción pudieran remedar el pasado y devolver el futuro. Frotó las manos de Carolyn e incluso le habló, comentando noticias y dándole ánimos. Quizá, sólo quizá, eso la ayudaría.

Una vez más concluyó su vigilia con una visita a la cafetería del hospital, y de nuevo encontró allí al hombre de expresión triste. Vestía pantalones caqui y suéter de cuello redondo sobre una camisa blanca de algodón; como un universitario ya mayor, se dijo Jenna, a quien le pareció que daba una imagen dulce y en cierto sentido vulnerable. Siguiendo un impulso, puso la taza de té sobre la mesa junto al café de él.

—Espero que no le importe —dijo—, pero parece usted tan triste como yo. Tal vez nos ayudaría hablar de ello.

El hombre intentó sonreír, pero no lo consiguió.

—Mi mujer está arriba —explicó con una suave voz de barítono, algo enronquecida—. Tiene cáncer.

—Lo siento mucho —musitó Jenna—. Pero éste es un buen hospital, uno de los mejores. Espero que…

—No —dijo el hombre pesadamente, meneando la cabeza—. Me temo que no. Es sólo cuestión de esperar, y de despedirse.

Jenna no se sintió con ánimos para expresar más tópicos. Tras unos cuantos sorbos de té, se marchó con un «Buenas noches» apenas audible.

La noche siguiente tomaron juntos el té y el café, como por un acuerdo mutuo. Ella le habló de Carolyn. Él sacudió la cabeza con pesar y rabia al oír que se trataba de una paliza del marido.

—¿Y su mujer? —preguntó Jenna—. ¿Alguna novedad?

—Nada bueno, pero ya no durará mucho. —Por unos instantes pareció ensimismado—. Lo siento —dijo al fin—. He olvidado mis buenos modales. Me llamo Brad Pierce.

—Jenna Sorrel. ¿Trabaja por aquí cerca?

—Soy propietario de una empresa farmacéutica, en las afueras, en la carretera ciento veintiocho.

Aunque no dio más detalles, Jenna lo relacionó inmediatamente: Pierce Pharmaceuticals era una de las más importantes empresas del mundo en su campo.

—Es irónico —decía él—. No, es… cruel. Ahora estamos investigando el ADN, recombinándolo, aprendiendo algo nuevo sobre el sistema inmunológico cada día. Creo que dentro de cinco años, quizá menos, tendremos algo que hubiera podido salvarla.

Después le llegó el turno a Jenna de hablar de sí misma. Cuando mencionó el centro Sanctuary, vio brillar una chispa de interés en los ojos azules.

—Tal vez le convenga ponerse en contacto con la Fundación Pierce —dijo Brad—. Financiamos muchas obras de beneficencia y otras causas.

—Gracias. Dependemos de donativos y subvenciones para mantenernos a flote, pero nunca hay bastante para ayudar a todos los que nos necesitan.

El asintió, como si ya hubiera oído esa historia antes.

—En realidad la fundación fue idea de Pat —explicó—. Ella ha tenido una participación mucho mayor que la mía. Ésta es una de las cosas que ella apoyaría al cien por cien. —Suspiró cansinamente—. Tengo que volver arriba. Ha sido un placer conocerla. Hablaba en serio al decirle que se ponga en contacto con la fundación.

—Gracias, para mí también ha sido un placer conocerle.

El interés de Brad parecía tan sincero que la noche siguiente Jenna llevó consigo material informativo sobre el Sanctuary, así como unos cuantos artículos de periódicos sobre el trabajo que desempeñaban, pero sufrió una decepción al ver que Brad Pierce no ocupaba su puesto habitual en la cafetería. Era extraño que hubiera esperado encontrarlo allí, casi como si tuvieran una cita. Algo debía de haber ocurrido, se dijo, pero le pareció que sería una intromisión preguntar y se marchó a casa.

El Boston Globe dedicó media página al fallecimiento de Patricia Bowman Pierce, enumerando sus obras de caridad y sus muchos premios por sus organizaciones filantrópicas. La fotografía que acompañaba el texto mostraba a una mujer atractiva con una expresión franca y amistosa y una sonrisa confiada. «La señora Pierce deja a su marido, Bradford —concluía la noticia necrológica—, sus padres, el señor y la señora Colin Bowman, una hermana, Karen, y un hermano, Dexter.» Jenna observó que no tenía hijos. Qué triste para Brad.

Pese a que tenía una agenda repleta, Jenna hizo un hueco para escribirle una nota. «En realidad no nos conocemos —empezó—, pero hoy mis pensamientos y mi simpatía están con usted. Sé lo que es perder a alguien muy querido. Si hay algo que pueda hacer para mitigar su dolor, no dude en hacérmelo saber. Suya…»

En los días que siguieron, Jenna pensó en Brad a menudo, preguntándose cómo sobrellevaba la pena, recordando el cariño con que hablaba de su mujer y el amor que dejaba traslucir su expresión abiertamente. Cuando llegó un sobre blanco de «B. Pierce», Jenna se sintió extrañamente decepcionada al comprobar que sólo contenía la típica nota de agradecimiento, cortés pero breve, del tipo que Brad debía de haber enviado a centenares de personas.

Bueno, ¿y qué esperabas?, se recriminó a sí misma. ¿Por qué habría de recordar unas cuantas conversaciones breves en la cafetería de un hospital? No es propia de mí esta sensación de algo inacabado, de palabras no dichas, de actos por realizar, con un hombre que es casi un extraño y que acaba de perder a su esposa.

La sensación se desvaneció paulatinamente en el torbellino de su propia vida. Tenía a Karim, que pronto empezaría el primer curso en Harvard. Pese a que le había convencido de que siguiera viviendo en casa durante el primer año, pronto iniciaría una vida por su cuenta, lejos de ella. Entonces estaría sola.

Perdió las esperanzas por Carolyn. Cada semana que pasaba eran menores las posibilidades de recuperación, hasta que finalmente no quedó la más leve duda. Sus padres, católicos devotos que se veían incapaces de solicitar que le retiraran la respiración artificial, iban a trasladar a Carolyn a un centro privado de asistencia en Connecticut.

—No podemos continuar así —dijo Helen Schrieber, una de las nuevas asesoras del Sanctuary—. Nos estamos quedando sin sitio. Estamos doblando el número de ocupantes de mujeres y niños en habitaciones pensadas para una sola persona.

—Lo sé, lo sé —replicó Jenna—. Estoy intentando solucionarlo, y espero tener noticias pronto. —Delante de ella tenía una copia de la propuesta que había enviado a la Fundación Pierce, describiendo el servicio que prestaba el Sanctuary a las necesidades de mujeres y niños que no tenían otro sitio adonde ir. En la vecindad estaba a punto de quedar libre un local que les iría de perlas. El Sanctuary tenía una opción de compra de noventa días. ¿Les ayudaría la Fundación Pierce?

Jenna esperaba una llamada telefónica como respuesta a su petición, pero no se produjo. Recibió en cambio una carta formal de alguien que se decía secretario ejecutivo de la fundación y que solicitaba información detallada sobre el coste de adquirir y reformar el local.

Jenna envió toda la documentación, el dinero llegó y se inició la construcción del Anexo Patricia Bowman. Eso fue todo.

Podría llamarle, se dijo Jenna. Podría darle las gracias personalmente. Sin embargo, era obvio que él no deseaba ese tipo de contacto. Lo dejó correr.

Fue Brad quien llamó, cinco meses más tarde, y Jenna supo quién era en cuanto le oyó decir hola. La cogió tan desprevenida que empezó a parlotear sobre la subvención.

—Estamos todos tan agradecidos. Abriremos el Anexo Bowman en cuestión de semanas. Usted será el invitado de honor, por supuesto, y…

—Es usted bienvenida —le interrumpió él—, y yo estaré en la inauguración, pero yo llamo para preguntarle si le gustaría cenar conmigo. El viernes por la noche, o cuando más le convenga.

—¿Una cita? —espetó Jenna, deseando poder recuperar esas palabras en el momento mismo en que las pronunciaba.

Él se echó a reír. Era un sonido agradable.

—Sí —dijo—. Supongo que es eso.

Era como si no hubiera salido jamás con un hombre, ni se hubiera vestido de veintiún botones, ni le hubiera dicho que era muy hermosa. Jenna esparció el contenido de su armario por el suelo, encontró defectos a todo y volvió a empezar. Acabó en la tienda de modas más cara de Newbury Street gastando una suma escandalosa en el tipo de ropa que no se había comprado en años: un traje de gabardina de color crema que acariciaba levemente el contorno de su cuerpo. No era demasiado adecuado para el trabajo, pero esperaba que lo fuera para su primera cita con Brad Pierce.

Se encontraron en el Locke-Ober's en Winter Place. Brad se disculpó por no haber ido a recogerla y Jenna le aseguró que no le importaba haber ido hasta allí sola.

—Pero a mí sí. Soy un hombre anticuado, como este lugar —dijo, señalando los revestimientos de oscura madera y la elegancia tradicional de la sala privada que había reservado—. Quería presentarme en tu puerta con un ramo de flores en la mano, pero la reunión se ha prolongado y no quería tenerte esperando, así que…

—No importa —repitió ella—. La intención es lo que cuenta. Al menos esta vez —añadió con osadía, preguntándose de dónde la había sacado.

Un camarero vestido de esmoquin y con aspecto tan venerable como el propio establecimiento apareció discretamente junto a Brad.

—¿Sirvo el vino, señor?

Brad asintió.

—Me he tomado la libertad de pedir por anticipado —dijo a Jenna—, pero si prefieres…

—No —dijo ella—, me gustan las sorpresas.

Diestramente y sin aspavientos, el camarero sirvió la comida: consomé, ensalada verde y gallina salvaje asada a la parrilla, acompañada por un buen Cote de Beaune.

—He pasado por este lugar docenas de veces —dijo Jenna—, y nunca me había dado cuenta de que era tan… tan singular.

—Era el restaurante favorito de mi padre. Aquí traje a mi primera cita importante.

—¿Tu esposa? —preguntó Jenna, complacida de seguir la tradición de «la primera cita importante» de Brad.

Brad asintió.

—Nos conocimos en el instituto, y no hubo necesidad de buscar más. Lo supe enseguida, y Pat también.

—Eso suena muy… tradicional.

—Ya te he dicho…

—De acuerdo —dijo ella entre risas—, eres un hombre chapado a la antigua.

Continuaron charlando con el café; él, recordando su matrimonio y disculpándose por aburrirla, y ella, disfrutando con sus recuerdos y asegurándole que no se aburría en absoluto.

—No tuvisteis hijos.

—No.

—Y no te importó. —Pese a los años que llevaba en Estados Unidos, Jenna seguía reaccionando como una remalí, y le parecía extraordinario que un hombre tan deseable siguiera amando a una mujer que no le daba hijos.

—Nos importaba a los dos muchísimo, pero… Pat no podía. Supongo que lo sublimamos. Luego empezamos a hablar sobre todos los niños necesitados y no deseados del mundo, y entonces pusimos en marcha la fundación. Pat viajó a África, a India, a cualquier lugar donde hubiera niños hambrientos y que necesitaran de cuidados médicos. Estableció hogares colectivos en lugares donde había niños viviendo en las calles. Y en los últimos diez años más o menos, trabajó como voluntaria con bebés que tenían el sida, ¿sabes? abrazándoles, acunándoles, ayudándoles a sentirse queridos. De hecho, organizó todo un ejército de voluntarios que cubriera todos los hospitales de Boston.

—Debió de ser una mujer extraordinaria, por lo que cuentas.

—Oh, sí. —Los ojos de Brad centellearon al ensimismarse un instante en sus recuerdos. Jenna estiró el brazo por encima de la mesa y puso su mano sobre la de él. Le pareció que era un gesto adecuado. Era extraño, pensó, que se sintiera atraída por un hombre porque había amado a su esposa. Sin embargo, no era tan extraño; como psicóloga, sabía muy bien que la devoción de Brad por Pat daba fe de su capacidad para amar.

Cuando se dio cuenta de que el camarero septuagenario miraba de reojo su reloj, Jenna hizo lo mismo.

—Es muy tarde —dijo con desgana—. Creo que el anciano caballero desearía que nos marcháramos.

—¿Puedo besarte? —preguntó Brad en la puerta de Jenna.

—¿Qué?

—Primera cita —musitó él.

—Dios mío, desde luego estás anticuado. —En realidad Jenna se sentía encantada—. Creo —añadió—, que yo también.

Los labios de Brad rozaron los suyos; con la mano acarició suavemente su mejilla. Era una caricia sin exigencias, pero llena de promesas, que evocó recuerdos lejanos de lo que era ser amada. Jenna deseó que pudiera continuar así para siempre.

Jenna descubrió que tenían más cosas en común aparte de la pérdida de un ser querido y de la soledad. Ambos amaban el North End y el museo Isabella Gardner; detestaban las dietas y gran parte de lo que pasaba por ser arte moderno. Y lo que era más importante, descubrieron que se sentían a gusto el uno en compañía del otro. Tanto si estaban en un partido de los Red Sox como paseando junto a la orilla del Charles, la conversación surgía con fluidez, y los silencios eran cómodos, ni mucho menos como espacios vacíos que hubiera que llenar.

Un sábado por la tarde, después de haber echado un vistazo a los libros de cocina de Waterstone's y de haber comido un sandwich vegetal con pollo y beicon en la terraza de un café, Brad dijo:

—Me gustaría que vinieras a tomar el té. Mañana. En casa de mi madre.

—¿Tu madre?

—Claro. Ha de ser un día u otro. Creo que vas a ser una parte importante de mi vida, así que será mejor que conozcas a mi madre lo antes posible. Además, podría ser divertido.

Jenna se sintió conmovida y halagada, pero recordando a su suegra, la formidable Faiza, dudó mucho de que semejante encuentro fuera «divertido».

Tenía razón.

Abigail Whitman Pierce resultaba tan impresionante como su nombre. Esbelta, envarada, con crespos cabellos grises y ojos de un gris acerado, gobernaba una casa de Beacon Hill llena de antigüedades que muy bien podría haberse convertido en museo.

Cuando besó a su hijo en ambas mejillas a la manera europea, los ojos grises de Abigail se suavizaron. Segundos después, al volverse hacia Jenna, aquella ternura había desaparecido.

—¿Conoció a Patricia, querida? —preguntó Abigail mientras comían sandwiches de berro sin corteza y bebía té Darieeling.

—No —replicó Jenna—, pero sé que era una mujer muy especial.

—Sin duda. Era de una raza especial. Una esposa perfecta para Bradford. Irremplazable, diría yo.

Jenna sonrió cortésmente, comprendiendo exactamente lo que Abigail quería decir.

—¿Y de dónde es usted, querida?

—De Egipto, de El Cairo. Me crié sobre todo en Francia.

—Mi difunto marido y yo viajamos por todo Egipto, veamos, fue hace unos treinta años. Un lugar colorista, con una historia fascinante, y los nativos… tan pintorescos.

A Jenna le ofendieron las maneras condescendientes de Abigail. Muy bien, pensó, es la madre típica, como Faiza. Ninguna mujer es lo bastante buena para su amado hijo. Sin embargo, Patricia Bowman sí lo había sido.

—Catastrófico —dijo a Brad cuando abandonaron la casa de Beacon Hill—. Una destrucción planetaria total.

—No tanto —protestó él—. Mi madre puede intimidar, pero un poco de sentido del humor ayuda. ¿Cómo crees que aguanto yo todos sus sutiles esfuerzos por emparejarme con lo que ella considera una mujer adecuada?

A Jenna no le hizo gracia.

Así pues, Abigail estaba dispuesta a aceptar a una mujer «adecuada». Era Jenna Sorrel quien no le gustaba. De acuerdo, se dijo, a Abigail no le gustas, pues tendréis que aguantaros las dos. A ti no te gusta Jacqueline, pero la toleras porque Karim está enamorado de ella.

Así pues, intentó no enfadarse cuando Abigail apareció en la inauguración del Anexo Bowman y se pasó media hora entera contándole al periodista del Globe que Patricia había sido una santa, sin mencionar en absoluto a Jenna y su trabajo.

Cuando Brad comentó que esa noche había una «pequeña reunión» en casa de su madre, Jenna se excusó. Tenía bastante de Abigail Pierce por un día.

—Oh, vamos, no seas aguafiestas —insistió Brad con tono persuasivo—. La venceremos si trabajamos juntos, Jenna. Ya verás.

—¿Por qué será que no me lo acabo de creer?

—¿No crees que merezco una pequeña molestia? —bromeó él.

Sí, lo creía.

La expresión de Abigail al verla dijo a Jenna que no había sido invitada ni la esperaban. Pero Abigail se recuperó, pronto de la sorpresa y con un gesto autoritario del brazo apartó a Brad de Jenna y lo condujo hacia una atractiva pelirroja.

—Winky te estaba esperando, Bradford —dijo con voz meliflua, como si Jenna no estuviera allí—. Ha sido muy paciente y ahora creo que deberías hacerle un martini. Estoy segura de que sabes cómo le gustan a ella.

Jenna pasó un rato embarazoso sin saber qué hacer, sobre todo después de que la pelirroja se lanzara en brazos de Brad y empezara a besarlo con ruidosas exclamaciones de alegría. Muy bien, Jenna, mantén la calma. Con una sonrisa forzada, se fue paseando hacia la salita e intentó mezclarse con el resto de invitados. Al divisar a un hombre mayor de pie, solo en un rincón, se presentó a sí misma.

—¿Cómo dice? —gritó él, tocándose la oreja para indicar que era duro de oído.

—Jenna Sorrel —repitió ella, alzando la voz.

—¿Jenny qué?

—Sorrel, Sorrel, ¡Jenna Sorrel!

—Veo que has conocido a Eldon —dijo Brad, apareciendo de repente a su lado.

—No exactamente —dijo ella con irritación—. Aún no hemos pasado de mi nombre.

—Ah. Bueno, entonces, Jenna Sorrel, te presento a Eldon Baker. Eldon se retiró del senado del estado hace quince años. Creo que desde entonces ha mantenido bajo el volumen de su audífono. —Brad guiñó un ojo al anciano—. Creo que Eldon oyó tonterías más que suficientes para el resto de su vida.

Eldon sonrió de oreja a oreja como si hubiera oído cada palabra.

«¿Quién era esa pelirroja?», hubiera querido preguntar Jenna, pero no lo hizo.

—¿Aún no nos divertimos? —le susurró Brad al oído.

—Aún no.

—Muy bien, deja que te presente a algunas de las simpáticas personas que hay aquí. —Tomándola del codo, Brad se movió por la salita, haciendo las presentaciones e intercambiando frases corteses con gente a la que evidentemente conocía de muchos años. Jenna intentó seguir sonriendo ante la mención de nombres y lugares que no había oído en su vida. La sonrisa se hizo muy forzada cuando la pelirroja se unió a ellos, enlazando el brazo en el de Brad y lanzándose a recordar viejas anécdotas que él parecía hallar hilarantes.

Por si no se sentía ya fuera de lugar, Jenna tuvo ocasión de comprobar que no era bienvenida cuando se anunció la cena. Según las tarjetas realizadas por un experto calígrafo, Brad se sentaba junto a Winky Farrell. La tarjeta de Jenna, improvisada de cualquier manera a lápiz, se hallaba junto a la de Eldon Baker, el anciano con problemas de sordera.

La ira se apoderó de Jenna, barriendo todas sus buenas intenciones. Cogió a Brad por la manga y lo arrastró hasta el vestíbulo.

—Ya es suficiente —siseó—. He recibido el mensaje de tu madre con toda claridad. Nunca seré como Patricia, ¡ni tampoco como Winky! Bueno, pues no quiero ser como ninguna de esas que le gustan a tu madre. Sólo puedo ser yo misma, y si eso no basta, será mejor que no volvamos a vernos.

Aquel estallido le hizo sentirse mejor, resultó incluso purificador. En Al-Remal, pertenecía a una familia de la élite, e incluso en Estados Unidos era una profesional respetada. Así que, ¡cómo se atrevía la madre de Brad a tratarla con semejante desprecio!

Pero después de haber cerrado la puerta de su apartamento con un golpe y de haber lanzado el bolso contra la pared, su sentido de la justicia empezó a evaporarse. El temperamento de los Badir era vivo, pero se enfriaba rápidamente. Cuando se recobraba la sensatez, a veces había motivos para arrepentirse. Sí, era cierto, la madre de Brad se había comportado muy mal, ¿pero era el comportamiento de Brad tan malo como para salir echando pestes de la casa de Abigail, sin ni siquiera haber dado un bocado? Jenna estuvo a punto de echarse a reír, pues se dio cuenta de repente de que tenía un hambre canina.

La nevera tenía poca cosa que ofrecer, y tras hurgar en ella, sólo obtuvo un poco de lechuga marchita, un tomate pequeño y un trozo de queso. No era demasiado apetitoso.

Sonó el timbre de la puerta. Jenna contestó por el interfono. «Entrega de pizza», dijo una voz ronca.

¿Había conjurado un genio una cena para ella? Tenía que ser un error.

—Yo no he pedido ninguna pizza.

—Tengo una pizza para esta dirección, señora.

Algo en la voz… Jenna bajó las escaleras y echó un vistazo por la mirilla. Era Brad… con una enorme pizza.

Jenna abrió la puerta.

—Tienes suerte, estoy hambrienta —dijo, poco dispuesta a dejar traslucir el alivio que sentía al verlo, y la alegría de saber que no la dejaba marchar así como así.

Una vez en la cocina, Jenna devoró la pizza, que llevaba de todo menos anchoas, y dejó que hablara él.

—Jenna, en realidad no nos conocemos mucho. ¿Vive todavía tu madre?

—No, murió siendo yo adolescente.

—Ah. Eso debió de ser duro. Lo siento. —Brad le acarició una mano—. Entonces déjame preguntarte otra cosa. Si siguiera viva, ¿no aguantarías todo tipo de tonterías de su parte, sólo porque es tu madre y la quieres?

Jenna tuvo que admitir que sí.

—Muy bien. Pues lo mismo me ocurre a mí. Mira, la dama a la que tan sutilmente quería emparejarme esta noche…

—Winky —apuntó Jenna agriamente.

—Sí. Winky, Dios nos asista. En realidad se llama Gwendolyn. Somos amigos desde que teníamos seis años.

—¿Sí? —dijo Jenna, adoptando su actitud más profesional.

—Y eso es todo. Nos lo pasábamos tan bien hoy porque… bueno, porque nos conocemos de toda la vida. Escucha, a ella no ' le importaría que te lo dijera, todo el mundo en Boston lo sabe, de todas maneras, todos menos Abigail. Winky está enamorada de su pareja de dobles.

—Entiendo.

—No estoy seguro. No hablo de dobles mixtos.

De repente los dos se echaron a reír.

—Por cierto —dijo Brad—, quizá deberíamos juntar a Abigail y a Karim. Al parecer los dos tienen la misma opinión con respecto a que tú y yo salgamos juntos.

Jenna rió con más fuerza. Era cierto. Su hijo, estudiante de Harvard, sumergido ya en la egiptología, se limitaba a mostrar a Brad una cortesía fría como el hielo. Pero lo que pensara Karim ya no molestaba a Jenna. No era que no le importara, no, sencillamente sentía como nunca antes que aquella relación era correcta.

Brad la besó, sin pedir permiso esta vez, y sus labios se demoraron para saborear y explorar.

—¿Significa esto que podemos salir en firme? —preguntó Brad con expresión seria.

—¿En firme?

—No más Winkys, ni ninguna otra.

—Sí —replicó Jenna, apartando de sí miedo y conciencia, haciendo caso omiso de la voz que persistía en recordarle que sus derechos a una relación según las leyes de Estados Unidos y de Al-Remal eran limitados en el primer caso, e inexistentes en el segundo.

Salir en firme significaba tener a alguien con quien hablar, con quien compartir. Alguien que estaba a su lado, que le frotaría la espalda cuando estuviera tensa, que le haría una tortilla cuando estuviera demasiado cansada para comer. Alguien que la quisiera.

¿Cómo podía vivir sin él?, se preguntaba casi siempre al mirarse en sus ojos tan azules.

—Tengo una casita en Marblehead —dijo él un miércoles por la noche mientras tecleaba en el ordenador de Jenna, intentando recuperar un fichero que aparentemente había desaparecido—. Creo que te gustará. ¿Por qué no vienes conmigo a pasar el fin de semana?

—De acuerdo —contestó Jenna, aunque sabía que se trataba de algo más importante que un fin de semana estival en la playa.

—¿Casita? —exclamó Jenna, maravillada ante la casa victoriana en primera línea de playa, con recargados motivos en madera, techos ornamentales de yeso y accesorios de latón hechos a mano—. Desde luego en Nueva Inglaterra sabéis lo que es la modestia.

—Influencia puritana. Nos sentimos culpables por poseer tanto y fingimos no poseerlo.

Recorrieron las dieciocho habitaciones de la casa; Brad señalaba los retratos de sus antepasados, los santos y pecadores y los que habían caído en algún lugar intermedio.

—Incluso tenemos un pirata en el lote, pero mi abuelo Benjamín, que fue el que construyó la casa, se negó a exhibir el retrato del muy tunante. Decía que a Kincaid Pierce lo ahorcaron una vez y que eso debería bastarle a cualquier hombre.

Jenna soltó una carcajada.

—Me encanta este lugar —dijo—. Tiene mucha personalidad. Como tú.

—Me siento halagado. ¿Es una valoración personal o un juicio profesional?

—Ambos. —Era cierto. Si de algo había estado segura en su vida era de que Brad era una de esas raras personas de las que se podía afirmar que era realmente buena, lo que le hacía sentir aún más desdichada por mentirle.

Pese a que el guarda había llenado de provisiones la nevera y el congelador de la casa, Brad insistió en que debían comer langosta.

—Pero no en un restaurante, sino cocinadas con nuestras propias manos sobre una hoguera, como Dios había dispuesto.

Todos los habitantes del pintoresco pueblecito costero parecían conocer y apreciar a Brad; el policía que patrullaba las calles a pie; el tendero que les vendió maíz recién cosechado; el propietario del estanque de langostas, que tardó un buen rato en elegir dos ejemplares de primera calidad.

—Las mejores —aseguró a Brad, como si el señor Pierce no mereciera más que lo mejor.

Así sería la vida con él, pensó Jenna. Relajada, fácil y familiar. Basta —se recriminó a sí misma—. No tienes derecho a ese sueño.

—Aquí pareces sentirte como en tu casa —comentó—. Más incluso que en Boston.

—De pequeño pasábamos el verano aquí, y algún que otro fin de semana. Siempre tuve la impresión de que aquí sólo ocurren cosas buenas. —Hizo una pausa y oprimió su mano—. He pensado que quizá también tú te sentirías así.

«Ojalá. Ojalá fuera tan sencillo», pensó Jenna.

—¿Por qué has esperado tanto? —preguntó, mientras asaban las langostas y tostaban el maíz sobre una hoguera atizada por el viento en una escondida cala de la costa rocosa—. Para pedirme que saliera contigo, quiero decir.

Por un momento, Brad pareció distanciarse un poco.

—Supongo que soy muy tradicional —contestó—. Un período de luto por alguien a quien amas es una tradición que me parece correcta.

A Jenna le gustó su respuesta.

—Donde yo nací no se guarda luto a los muertos, al menos formalmente. Se consideraba impío. Pero, conociéndote, creo que es una bonita costumbre. —Vaciló un momento—. Pero ¿por qué yo? ¿Por qué no una de esas mujeres adecuadas de las que Boston parece estar llena?

A Brad le brillaron los ojos.

—Porque sabes escuchar. Porque eres hermosa espiritualmente y físicamente. Porque me pareció que te preocupabas por mí cuando no éramos más que extraños. Porque —se interrumpió, sonriendo con picardía—, a Pat le hubieras gustado.

Esa noche hicieron el amor en el gran lecho de plumas, con una vela encendida en la mesilla que arrojaba sombras danzantes sobre las paredes. Jenna se entregó a Brad sin miedo ni vacilaciones mientras él la acariciaba, murmurando ternuras y jurándole amor eterno. Tal vez fuera la primera vez. Era como llegar a casa.

—Quiero casarme contigo —dijo Brad cuando estaban acurrucados en la cama, con los miembros aún entrelazados—. Ocurrirá tarde o temprano, así que, ¿para qué perder más tiempo?

Jenna se quedó muda, abrumada por la alegría y el miedo mezclados. Alegría porque la amaba. Miedo por lo que tenía que contestar.

—He aprendido a valorar la vida —prosiguió él—. Al perder a Pat me di cuenta de la rapidez con que todo puede acabarse.

—Pero nosotros no… en realidad no nos conocemos muy bien —protestó ella con poca convicción.

—Para eso son los próximos cincuenta años. Porque quiero saberlo todo de ti. Quiero saber dónde estás cuando te quedas tan silenciosa. Quiero saber por qué no confías en nuestro amor…

—Pero yo…

—Silencio —dijo él, colocando un dedo suavemente sobre los labios de Jenna—. No tienes que explicarme nada hasta que tú quieras. Pero quiero estar contigo, Jenna, cuando consigas superar lo que sea que se interpone entre nosotros. No quiero ser sólo alguien que espera…

Brad habló con elocuencia, como un padre consolando a un hijo que ha tenido pesadillas. Pero al final, no importó. Su proposición le había llegado al corazón… y lo había roto en mil pedazos.

Porque Jenna tenía que decirle que no.

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