Amira

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SEXTA PARTE » Geneviéve

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Los miércoles eran un desafío a causa de las tres pacientes de la tarde. Sus problemas no eran especialmente complejos, aunque sin duda el de Colleen Dowd era difícil. La cuestión era que Jenna simpatizaba con las tres mujeres y no conseguía ser objetiva.

Colleen Dowd tenía cuarenta y cinco años, llevaba varios años divorciada y no había tenido hijos. Padecía agorafobia. El término, que literalmente significaba «miedo a la plaza pública» en griego, se había utilizado en un principio para indicar un miedo irracional a los espacios abiertos, pero había terminado por aplicarse a un espectro de fobias ante diversas circunstancias que solían implicar hallarse fuera de la esfera habitual de la persona. Colleen tenía ataques de pánico en cuanto se alejaba un poco de su casa.

A lo largo de los años había ido reduciendo su círculo de actividades para evitarlos, llegando incluso a trasladar su negocio a una planta baja del mismo edificio de Hanover Street en que se hallaba su apartamento. En su primera cita se había mostrado exultante por haber conseguido recorrer en taxi la corta distancia hasta el despacho de Jenna. Por ironías del destino, tenía una agencia de viajes.

Barbara Aston presentaba un cuadro clínico completamente distinto. Era alcohólica y adicta a los tranquilizantes, sobre todo Valium, una mezcla peligrosa. Además, era adicta (el término era exacto en su caso) a la cirugía plástica.

Con cuarenta y tres años de edad, en un desesperado esfuerzo por seguir siendo joven y esbelta, ya que temía perder a un marido, al que profesaba adoración, había pasado por una docena de operaciones, desde implantes de silicona a un

lifting, y desde una reducción de vientre a dos rinoplastias.

Antes de atacar la profunda inseguridad que era el origen de todos aquellos problemas, Jenna intentaba tratar las dependencias de Barbara que, no sólo estorbaban otros esfuerzos terapéuticos, sino que amenazaban su vida.

La última paciente de la tarde de los miércoles, Toni Ferrante, tenía treinta y cinco años, llevaba quince casada y era madre de dos varones algo mayores que Karim; también era lesbiana, lo que finalmente había admitido ante sí misma apenas un año antes. El problema consistía en que no se atrevía a decírselo a su marido ni a sus hijos ni, sobre todo, a sus padres. Desde el punto de vista de Jenna, Toni era una paciente difícil, simplemente porque no le ocurría nada.

Al contrario de Colleen y Barbara, no padecía ningún tipo de trastorno. En la psicóloga buscaba un confesor que no la condenara mientras se debatía en la duda de vivir la verdad o una mentira.

Era un dilema que Jenna comprendía muy bien, y a menudo se sentía como una hipócrita, una charlatana incluso, tomándose la libertad de ayudar a los demás a enfrentarse con sus problemas cuando ella rehuía los suyos.

Aquella misma tarde, al final de la sesión, Toni traspuso los límites entre terapeuta y paciente.

—Oye, Jenna, ¿sabes que he visto tu libro en la tienda? ¿Cómo es que no incluye tu foto?

—Bueno, empezó siendo un ensayo académico, y con frecuencia no se incluye la foto del autor en esos casos.

Eso era verdad, en parte al menos, pero la expresión escéptica de Toni, la obligó a explicarse.

—Por otro lado —añadió, trasponiendo también ella los límites—, mi padre era un musulmán estricto que desaprobaba la fotografía. Supongo que no he conseguido superar su influencia.

—Aún intentas ganarte a papá, ¿eh? —comentó Toni con una sonrisa—. Lo comprendo muy bien.

Lo cierto era que Jenna se había negado en repetidas ocasiones a entregar una foto a los editores; era demasiado arriesgado.

Vivir una mentira.

Toni se marchó a las cuatro. Karim tenía entrenamiento de fútbol (deporte para el que estaba sorprendentemente dotado) hasta las cinco. Jenna echó una ojeada al papeleo que tenía por hacer; pronto iba a necesitar una secretaria. Volvió a mirar el montón de impresos, cartas y facturas, y decidió dejarlo para ir a tomar un té al Village Greenery.

De camino se detuvo en un quiosco para comprar el

Star y el

National Enquirer. Un hombre que iba a comprar el

Boston Globe observó su elección y sonrió con desdén. Jenna estaba acostumbrada a esa reacción, pero con el tiempo se había dado cuenta de que, aun siendo una parodia del auténtico periodismo, la prensa sensacionalista era la fuente más probable de noticias sobre su hermano.

Al llegar a la cafetería, una mano se adelantó a abrirle la puerta; era el hombre con el

Globe. Un año atrás seguramente el pánico se habría apoderado de ella, pero en aquel momento se limitó a inclinar la cabeza en señal de agradecimiento. El hombre ocupó una mesa y pronto se sumió en la lectura de su periódico. No era un espía, no era un perseguidor, sino tan sólo un cansado profesional más, quizá incluso un psiquiatra que había terminado de trabajar un poco pronto.

Jenna pidió Earl Grey con un cruasán y jamón, y se dispuso a leer sus periódicos. Sufrió una decepción al comprobar que no se decía nada sobre Malik. Por lo general aparecía al menos algún chisme provocador sugiriendo un romance con alguna modelo o estrella de cine, aunque, al ser interrogado al respecto, Malik afirmaba siempre que estaba felizmente casado.

Durante años lo habían identificado como «uno de los hombres más ricos del mundo», pero últimamente empezaban a sustituirlo por «el más rico». Era dueño de una flota de transporte marítimo, que rivalizaba con la de su antiguo mentor, Onassis; tenía intereses en empresas de índole diversa por todo el mundo; y, según especulaba la prensa sensacionalista, era posible que cobrara enormes sumas de dinero como intermediario de ventas multimillonarias de armas en Oriente Medio y otros lugares del globo.

De vez en cuando se mencionaba también la trágica muerte de su hermana, la princesa de Al-Remal.

En un par de ocasiones habían salido fotos de Geneviéve, sonriente y con algo más de peso de lo que la recordaba Jenna.

Una vez había visto una foto de Laila, que era alta para su edad y delgada, y que miraba a la cámara con fastidio.

Jenna no había comunicado jamás a su hermano que ella y Karim estaban vivos. Era su más grande pesar, un cuchillo que abría una nueva herida cada día. Pero tenía miedo. Pese a los siete años transcurridos, seguía teniendo miedo.

Los primeros tiempos habían sido más fáciles. Entonces no se planteaba la cuestión de si debía contárselo a nadie. Sencillamente, vivía como una fugitiva. Si alguien se paraba unos minutos al otro lado de la calle o caminaba tras ella un par de manzanas, o meramente la miraba durante un rato en Harvard Yard, Jenna se preguntaba si Alí la había encontrado.

Ese tipo de miedo, miedo con el que se acostaba, soñaba y se despertaba cada día, había pasado. Seguía tomando precauciones como la de no permitir que saliera una foto en su libro, pero ya no sospechaba que le hubieran pinchado el teléfono cada vez que oía una interferencia.

Sin embargo, le faltaba valor para ponerse en contacto con Malik. Su hermano era un personaje demasiado público, acosado por ávidos periodistas y paparazzi, lo que no le permitiría mantener su secreto durante mucho tiempo. ¿Y qué ocurriría si llegaba a descubrirse? Malik era muy rico, pero sus millones, o sus miles de millones, si había de creer a la prensa, no eran nada comparados con la inmensa fortuna de la familia real remalí. ¿Podía protegerles de Alí a ella y a Karim? ¿Por cuánto tiempo? ¿Podía siquiera protegerse a sí mismo?

Lo mejor era dejar las cosas tal como estaban. Sin duda su hermano se había resignado ya a su muerte. Igual que su padre, sus tías, Bahia y cuantos había conocido en su antigua vida.

Todos excepto Alí.

Los mismos periódicos que la mantenían informada sobre Malik, le habían proporcionado la noticia de la nueva boda de Alí y de que había tenido otro hijo varón al menos. Pero todo eso no tendría la menor importancia si Alí descubría que ella y Karim estaban vivos. Sería tan implacable como un halcón e igualmente mortífero.

Sería mucho mejor seguir ocultando la verdad.

No obstante, le dolía.

—¿Jenna? ¿Me permite sentarme con usted?

Jenna alzó la vista y reconoció a Carolyn Chandler.

—Por supuesto. Qué agradable sorpresa.

—¿No interrumpo su… lectura? —Carolyn señaló el Star y el Enquirer.

—Me ha pillado. —Jenna soltó una carcajada—. Lo admito. Es mi único vicio, o el peor.

Carolyn se sentó. Vestía falda negra y blusa de seda gris que le daban un aire de mujer de negocios.

—Yo también les echo un vistazo de vez en cuando —confesó—. ¿Vio el titular de la semana pasada, «Extraterrestres secuestran vacas por amor»?

—No. Dios mío, vaya extraterrestres. Más de uno podría acabar siendo uno de mis pacientes con los problemas que tienen.

—O al menos, alguna que otra vaca traumatizada —bromeó Carolyn. Miró en derredor—. El mundo es un pañuelo. No había venido nunca a este sitio, he entrado por un impulso. ¿Vive usted cerca?

—A un trecho andando, pero tengo el despacho en esta misma manzana.

—Así que ejerce como psiquiatra, además de escribir libros.

—Psicóloga.

Apareció una camarera. Carolyn pidió un cappuccino.

—¿Se ha dado cuenta —preguntó, cuando se fue la chica—, de que nuestros hijos se han hecho inseparables?

—Sí que estoy oyendo mucho «Josh y yo» últimamente —replicó Jenna con una sonrisa.

Se hallaban en una mesa junto a una ventana, y la luz del atardecer acentuaba el bronceado de Carolyn y sus ojos de color avellana. Parecía mucho más amigable que en su primer encuentro, pensó Jenna. Claro que entonces estaba a la defensiva por su hijo.

—¿No es asombroso —comentó Carolyn, como si le hubiera leído el pensamiento— que los niños intenten darse una paliza en un momento dado y se conviertan en Damón y Pitias en el siguiente? A los hombres les ocurre lo mismo. Juraría que son de una especie diferente. Quizá sean esos famosos extraterrestres. Una vez en el colegio, una niña que se llamaba Sarah Stubblefield me dio una bofetada. La detesto desde entonces. Y desde luego, cuando un hombre pega a una mujer, no se perdona jamás, ¿no es cierto?

—No —dijo Jenna, aunque no era tan sencillo—. Pero ni siquiera entre hombres ocurre igual en todas partes, ¿sabe? Donde yo me crié, si un hombre golpeaba a otro, eran enemigos de por vida, y puede que uno de ellos no viviera mucho tiempo. —En el momento mismo en que lo decía, recordó a Malik derribando a Alí en el jardín de su padre, y Amira Badir cruzó los dedos de Jenna Sorrel para alejar el mal augurio bajo la mesa del Village Greenery.

—Sigo creyendo que son extraterrestres —dijo Carolyn, meneando la cabeza—. ¿Cómo hemos llegado a este tema tan deprimente? —Sacó un paquete de Virginia Slims de su bolso, pero el cappuccino llegó antes de que encendiera uno.

Jenna consultó su reloj.

—Lo lamento, pero tengo un poco de prisa. Tengo un estofado haciéndose en la olla eléctrica que debe de haberse convertido en una piedra, y Karim volverá a casa en cualquier momento. Cuando vuelve del fútbol come como una fiera.

—Igual que Josh —dijo Carolyn—. Espere a que alcancen la pubertad. En lugar de cubiertos, tendremos que ponerles palas y horcas.

—Ha sido un placer encontrarla. Me alegro de que tuviera ese impulso.

—Yo también. Escuche, el domingo organizaremos una pequeña fiesta en casa, un aperitivo, muy informal, sólo unos pocos amigos y conocidos. Nos encantaría que viniera. Tráigase a Karim, Josh le quedará eternamente agradecido.

Jenna vaciló. Aceptaba pocas invitaciones sociales. Era una costumbre nacida del viejo miedo; en una multitud de rostros, ¿no la reconocería alguien por fin? A lo largo del tiempo, casi sin darse cuenta, había convertido a su hijo y su trabajo en un castillo con dos torres gemelas, fuera del cual rara vez se aventuraba.

—Comprendo que es un poco precipitado —dijo Carolyn.

—En absoluto. —Jenna se había decidido—. Será muy agradable.

—Con usted lo será más. Tráigase un acompañante. Cuantos más seamos más nos divertiremos.

—Creo que con Karim bastará. Gracias, estoy impaciente por que llegue el domingo. ¿A qué hora hemos de ir?,

—Hacia las once. Como le decía, será muy informal. La mayoría llevará ropa deportiva, viejos suéters de la universidad.

En su paseo de vuelta a casa, Jenna empezó a arrepentirse de haber aceptado la invitación de Carolyn. ¿Qué le había movido a hacerlo? La otra mujer parecía agradable, ¿pero qué tenían realmente en común, aparte de que Karim y Josh fueran compañeros de clase?

Tal vez estaba cansada de vivir como una reclusa.

«Tráigase un acompañante.» Si Carolyn supiera qué broma tan triste. En los siete años que llevaba en Boston, jamás había tenido una auténtica relación, ni siquiera una cita. No por falta de oportunidades, puesto que en la universidad se le habían insinuado una docena de jóvenes compañeros y un par de profesores no tan jóvenes. A todos se los había sacado de encima. En aquella época le parecía que Alí y Philippe le habían hecho acabar con los hombres, el primero por su crueldad, el segundo por haber proporcionado un ejemplo con el que nadie podría equipararse.

Pero había transcurrido el tiempo. Tenía treinta años y notaba que le faltaba algo en su vida. Se preguntaba si algún día aparecería su hombre a pesar de todo, a pesar de que aún era una mujer casada.

Por eso quizá había decidido ir a la fiesta, pensó al girar en dirección a su puerta. Tal vez esperaba que ocurriera algo nuevo, algo bueno. ¿Por qué no?

Su hogar. Entrar en su apartamento la llenaba siempre de una sensación de orgullo y de seguridad. Se habían mudado allí un año antes, cuando empezó a desenvolverse

con acierto en el ejercicio de su profesión. Dos dormitorios y un tercero convertido en despacho. No era barato, pero tampoco escandalosamente caro, al contrarío que el primero que había alquilado en Boston.

¡Realmente se había portado entonces como la pobre niña rica! Acostumbrada al lujo, había considerado los típicos apartamentos de estudiante de sus compañeros como poco menos que cuchitriles. Tras mucho buscar, había encontrado un suntuoso apartamento de cinco dormitorios en la Commonwealth Avenue, que se parecía mucho a un bulevar francés. En uno de los dormitorios había instalado a una niñera para Karim y en otro a una criada interna que también se ocupaba de cocinar. Dos le habían parecido un mínimo razonable de sirvientes, puesto que no quería llamar la atención con excesos.

Al recordarlo, se rió de aquella Jenna de una ignorancia asombrosa, que no tenía la menor idea de lo que costaban los alimentos o un fontanero, ni que los criados en América esperaban tener días libres, ni que los caseros, incluso los de los apartamentos de lujo, querían recibir el pago del alquiler el primer día de cada mes. Un año y medio después, se había enfrentado por fin con el hecho de que el dinero se le acababa a una velocidad escalofriante y de que no tenía padre ni marido rico que lo reemplazara. Se mudó a un apartamento de dos dormitorios a kilómetro y medio del campus universitario, despidió a la criada y a la niñera, y aprendió a comprar en los supermercados y que también existían guarderías.

En aquel apartamento ella y Karim habían sido felices durante casi cinco años.

El estofado hervía a fuego lento, y estaba tierno y sabroso. Su aroma hizo que la nueva casa le pareciera más que nunca su hogar. «Tráigase un acompañante.» ¿Deseaba realmente abandonar su cómodo y cálido castillo y salir a los fríos vientos del exterior?

Oyó el claxon del microbús del equipo de fútbol, seguido por los pasos de Karim en las escaleras.

—¡Hola, mamá! ¡Adivina cuántos goles he metido!

—¿Dos?

—¡Tres!

—¿Quién era el portero?

—Josh.

—Oh, oh. ¿Se ha molestado?

—¿Eh? No. Somos colegas. Además, no es culpa suya si los otros chavales no pueden pararme.

—¡Vaya! ¡Superestrella!

Karim no hizo caso de la leve reacción de su madre a su jactancia.

—¿Podemos cenar temprano, mamá? ¿Tengo que hacer los deberes primero? Algo huele de rechupete y estoy muerto de hambre.

—Muy bien. Pero yo miraré mientras comes. He picado algo después del trabajo.

Se sentaron a la mesa de la cocina para charlar del colegio y del fútbol; mientras, Karim devoraba dos platos de estofado. Era una escena casera que le hizo sentirse bien. Eran una familia muy reducida, pero familia al fin y al cabo. En momentos como aquél, Jenna podía decir que era realmente feliz.

—¿Podemos ver la tele, mamá?;

—Buen intento. Primero los deberes.

—Aggg… —Pese a la protesta, Karim cogió su mochila obedientemente y la arrastró hasta su habitación.

Jenna tenía media docena de libros de la biblioteca, además de doscientas fichas en blanco, pero no encontraba la energía suficiente para realizar su habitual tarea de investigación. Cuando Karim se metió en su leonera, deambuló por la casa sin hacer nada en particular. «Tráigase un acompañante.» No lo haría, claro está. Pero, si tuviera que invitar a alguien, ¿a cuál de sus colegas o conocidos invitaría? A ninguno. Muy bien, si pudiera invitar a alguien, ¿quién sería? Nadie. Muy bien, si pudiera invitar a alguien, ¿cómo sería? No conseguía imaginarlo. Sí, sí podía: como Philippe. De repente, la añoranza la golpeó de una forma casi física. «No nos perderemos el uno al otro», le había prometido. ¿Seguía habiendo todavía algo de él ahí fuera, qué sabía de su soledad y de su amor?

Basta, se ordenó a sí misma. De todas las reacciones emocionales que encontraba en su trabajo, la más común y la menos productiva era la autocompasión.

Encendió la televisión con la idea de que las noticias de la noche le impidieran darle más vueltas al asunto. Dan Rather y varios corresponsales comentaban un compromiso entre el presidente Reagan y los demócratas en el Congreso. Jenna escuchaba a medias, convencida de que no captaría jamás los matices de la política americana. Los dos partidos se oponían el uno al otro estruendosamente, ¿pero qué diferencia había en realidad entre ellos? Buscaba la guía de la programación televisiva cuando se fijó en el rostro de una mujer que aparecía en la pantalla. Se parecía mucho a…

—Hoy se ha producido una tragedia en Francia —decía Rather—. Geneviéve Badir, esposa del magnate internacional Malik Badir, ha fallecido en un accidente de carretera. Según fuentes de la policía francesa, un camión de productos agrícolas ha chocado frontalmente contra su Mercedes cerca de Saint-Tropez, donde los Badir tienen una de sus muchas casas de vacaciones.

Jenna subió el volumen frenéticamente. La historia continuaba. «Madame Badir, antigua cantante recordada por sus amigos como una mujer de gustos sencillos, sincera cordialidad y buen humor, conducía sola en dirección a uno de sus restaurantes predilectos. Fuentes cercanas a la familia informan a nuestros reporteros que Malik Badir debía hallarse junto a ella en el coche, pero que sus negocios se lo habían impedido de forma imprevista.

»El apellido Badir se ha relacionado con intrigas a alto nivel en estamentos militares y gubernamentales en Francia y otros lugares, pero las autoridades han subrayado que no existen sospechas sobre la muerte de su esposa. El conductor del camión, que también resultó muerto, estaba, citando palabras textuales, «totalmente borracho». Geneviéve Badir muere a la edad de treinta y seis años en Francia.»

Las imágenes de Rather y de Geneviéve se fundieron con un anuncio. Jenna se quedó mirando fijamente la pantalla.

—No —se oyó decir en voz alta—. ¡No, no, no! —Estaba demasiado trastornada para llorar. Pobre Geneviéve. Jenna no había conocido a su cuñada más que aquel breve instante de hermandad en Al-Remal, y jamás la conocería.

Rastreó las demás cadenas, esperando enterarse de algo más sobre el accidente. No hallando nada, repasó la historia de memoria. Una cosa le había impactado especialmente: Malik podía haberse hallado en el coche. La idea la llenó de un insoportable sentimiento de culpa.

Apagó el televisor y revolvió su escritorio hasta hallar papel blanco de cartas y escribió:

Queridísimo hermano:

Mi corazón sufre por ti. Apenas puedo intentar imaginar tu dolor. Desearía poder besarte y consolarte, pero no puedo. Te pido perdón por causarte este pesar. La elección no fue fácil, y sólo espero que comprendas que fue necesaria.

Mi vida ha sido solitaria y dura, pero estoy bien, a Dios gracias, y también Karim. He desarrollado con éxito la carrera que más me gusta. Eso y mi hijo me sustentan. Espero que también tú halles solaz en el amor de tu hija, y sabiendo que tu hermana piensa en ti a menudo y desea volver a verte con todo su corazón.

La enviaría a la mañana siguiente antes de nada, antes de que se disipara su coraje. Pero cuando llegó la mañana, también aparecieron las dudas y el miedo. Si se limitaba a echar la carta en el buzón más cercano, el matasellos de Boston la delataría. Tendría que irse en el coche a algún pueblo, tal vez cruzando incluso la frontera del estado para ir a Rhode Island o a Connecticut. Tal vez incluso a Nueva York. Metió la carta en su bolso. La enviaría, se prometió, definitivamente iba a enviarla. Pero todavía no.

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