Amira

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SEXTA PARTE » Carolyn

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Preocupada por la muerte de Geneviéve y por cómo afectaría a Malik y Laila, Jenna habría olvidado la invitación de Carolyn de no haber llamado ésta para recordárselo, y la hubiera cancelado de haber conseguido inventar una excusa verosímil en ese momento. Finalmente, prometió acudir.

Resultó un anticlímax agradable, muy lejos, sin embargo, de la aventura que Jenna esperaba y temía al mismo tiempo. Todos los invitados parecían haber estudiado juntos en la universidad y conocer a las mismas personas y las mismas historias. Una leve aura a Beacon Hill invadía la fiesta. El único soltero, un abogado de una empresa, que se pretendía a todas luces que hiciera de pareja a Jenna, se bebió varios bloody marys y se puso sentimental hablando de su ex mujer; era, al parecer, el primer aniversario de su divorcio.

Carolyn llamó después para disculparse, e hizo unos cuantos comentarios malévolos a expensas del abogado. Jenna no pudo evitar la risa. Aquél fue el auténtico comienzo de su amistad.

Su amistad era poco corriente. Carolyn, que tenía unos cuantos años más, intentaba ser memora, instruir a Jenna en las sutilezas de los gustos americanos (o bostonianos al menos) en materia de vestido, maquillaje y decoración interior. Animó a Jenna a jugar a tenis, y ella, ansiosa por complacer a su nueva amiga, llegó incluso a tomar clases. Fue un desastre; como le dijo el profesor la mañana en que le recomendó que probara cualquier otro deporte, «Jenna, sencillamente no ha comprendido el concepto raqueta golpea pelota».

Al mismo tiempo que Carolyn llevaba la voz cantante en lo social, se apoyaba en Jenna en lo emocional. Era obvio que necesitaba con urgencia una confidente, preferiblemente de fuera de su círculo habitual. Sin embargo, sus confidencias llegaron despacio, en pequeños fragmentos aquí y allá. Tenían que ver, claro está, con su marido.

Cameron Chandler era un misterio para Jenna. En un principio su actitud hacia ella fue cordial, luego sólo indulgente, y después casi hostil. Jenna sospechaba que se sentía amenazado por su intimidad con Carolyn; muchos hombres sentían lo mismo con respecto a las amigas de sus mujeres. Finalmente, lo comentó con Carolyn.

—Por favor, Jenna. Con mi familia hace lo mismo. Se siente inseguro con ellos, así que inventa razones para que le desagraden. Dios, las tonterías que inventa. Es un auténtico problema.

—¿Por qué se siente inseguro?

—¿De verdad quieres saberlo? No sé si lo entenderás. Todo se reduce a que, durante las dos últimas generaciones, su familia ha disfrutado de una situación financiera mejor que la de mi familia, pero la mía lleva en Boston dos siglos más.

No era nuevo para Jenna que las discrepancias en el prestigio familiar contribuyeran a la discordia marital, aunque a su llegada al país le había sorprendido que los americanos se preocuparan tanto por tales asuntos, casi tanto como los remalíes. Los americanos que había conocido en el Medio Este no mencionaban nunca a más antepasados que un abuelo o dos, y eso para poner de relieve lo pobres que habían sido. En cualquier caso, la idea de la antigüedad del linaje de Carolyn opuesta a la riqueza de la familia de Cameron no le pareció la causa principal de sus problemas. Era mucho más probable que se tratara únicamente de un síntoma de algo más profundo, y tampoco explicaba el evidente resentimiento que Cameron sentía hacia Jenna.

A medida que pasaron los meses y la amistad entre ellas se afianzó, se hizo evidente que los Chandler tenían serios problemas. Pequeñas indirectas disfrazadas en la conversación, pequeñas sombras en el tono de las voces, señalaban una profunda falta de respeto entre ambos, así como un ansia desesperada de posesión. No sirvió de nada que tanteara el terreno con preguntas. Carolyn podía demostrar una auténtica reticencia estilo Nueva Inglaterra cuando así lo deseaba. La mera sugerencia de que podrían necesitar consejo profesional fue recibida con inmediato desdén: «Por favor, Jenna, entre nosotros no se hacen esas cosas. Si alguien se vuelve majara, lo enviamos a Nueva York o a cualquier otro lugar de provincias donde nadie se dé cuenta.»

Por otro lado, Carolyn podía ser realmente voluble inventando excusas para Cameron después de haberlo menospreciado. Uno de sus temas favoritos era la presión a la que se veía sometido en su trabajo. «¿Sabes?, cuando Cameron empezó en la banca no hace tanto tiempo, todavía era un negocio de caballeros; en Boston, quiero decir, no sabría decirte en otro lugar. Pero ahora, de repente, aparecen todos esos yuppies sedientos de sangre con sus

masters y sus horribles corbatas, trabajando veinticuatro horas al día y tramando negocios que hace unos años los hubieran enviado a la cárcel. Para Cameron resulta muy difícil. Gracias a Dios, su padre es de la junta. Por supuesto no seguirá allí para siempre.»

Un radiante día de primavera, Jenna descubrió lo mucho que Carolyn y ella tenían en común. Fue durante un partido de fútbol. Josh, por su estatura, hacía de portero. Karim sorprendía a su madre dando muestras de querer convertirse en un goleador nato, rápido, seguro con los pies, ágil como una mangosta, driblando a los defensas más corpulentos como si estuvieran anclados en cemento. Su único defecto, según el entrenador, era su reticencia a pasar la pelota a los compañeros.

El partido era excitante, pero pese a varias paradas espectaculares de Josh, Carolyn apenas se movió de su anticuado asiento plegable de cuero de estilo británico, sostenido por una sola pierna tubular de acero. Sin duda lo había usado su padre mientras practicaba la caza mayor con Teddy Roosevelt, pero no era el apoyo más estable del mundo, y en un momento dado Carolyn se inclinó demasiado y tuvo que recuperar el equilibrio. Al hacerlo, gimió de dolor y cayó de rodillas.

—Dios mío, ¿estás herida? —exclamó Jenna, que estaba junto a ella.

—Ayúdame a volver al coche —masculló Carolyn con los dientes apretados.

Una vez sentada al volante, Carolyn se echó a llorar.

—¡Ese cabrón! ¡Creo que me ha roto las costillas!

—¿Cameron? ¿Te ha pegado?

—Sí, me golpeó. Donde no se ve. Ése es su pequeño truco.

Jenna no daba crédito a sus oídos.

—¿Quieres decir que ya lo había hecho antes?

—Sí. —El rostro de Carolyn mostraba ya los signos familiares de que quería dar el tema por zanjado.

—Carolyn, escúchame. Necesitas ayuda, tú y Cameron, los dos.

Carolyn no dijo nada.

—Sé de lo que te hablo —insistió Jenna, luego añadió—: Lo he visto a menudo entre mis pacientes. Tienes que apartarte de él enseguida, corres peligro. Después, los dos podéis recibir ayuda.

Carolyn se volvió hacia Jenna con algo que se parecía mucho al odio en su mirada.

—No soy una de tus pacientes, y no necesito ayuda. Lo que necesito es que mi marido vuelva a ser el hombre con el que me casé.

La sensación de estar reviviendo algo muy familiar, resultaba casi enfermiza. ¿Cuántas veces había pensado Jenna (Amira) lo mismo sobre Alí?

Carolyn no podía decir más. Según las convenciones de su sociedad, ya había dicho demasiado. Durante la semana siguiente, cuando Jenna telefoneaba, la doncella respondía que la señora Chandler había salido. Después, una noche, llamó Carolyn y habló de futesas. Era evidente que pretendía fingir que no había ocurrido nada. Cuando Jenna intentó sacar a colación el tema de Cameron, Carolyn se mostró brusca y tajante.

—Todo va bien. —El mensaje era inconfundible: «No vuelvas a mencionarlo.»

Después de aquello, Jenna y Carolyn volvieron a hacer las mismas cosas de siempre, ir al teatro, ver partidos de fútbol, tomar té y cappuccino en el Village Greenery, etcétera, pero nunca volvió a ser como antes. Jenna seguía esperando una oportunidad, alguna manera de poder prestarle a Carolyn su experiencia y su pericia profesional, pero Carolyn no lo permitió. Al menos Cameron no volvió a atacarla físicamente, hasta donde Jenna podía discernir.

Jenna tenía su trabajo. Carolyn tenía el tenis y las obras de caridad.

Poco a poco las dos amigas se distanciaron. Poco a poco dejaron prácticamente de ser amigas.

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