Amira

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SEXTA PARTE » Mustafá

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El hermano Peter agonizaba. Se había ido al Zaire para tantear la posibilidad de establecer una misión allí, pero se había declarado una epidemia y no le habían permitido visitar la población en la que los hermanos esperaban poder trabajar. De vuelta en Van, había empezado a padecer de repente un dolor de cabeza cegador, seguido de náuseas, fiebre y una espantosa sed.

Un médico local, incapaz de realizar un diagnóstico, había atiborrado a Peter de antibióticos y le había recomendado que se envolviera en paños húmedos cuando le subiera la fiebre, pero era evidente que no tenía esperanzas de que el paciente sobreviviera. El hermano Peter no sabía nada de todo aquello; cuando llamaron al médico, se había sumido ya en el delirio.

La misión estaba prácticamente desierta. Se había producido un nuevo terremoto en el norte y la mayor parte de los frailes se había ido a continuar allí su labor de fe y misericordia. La tarea de velar al hermano Peter recayó sobre todo en Mustafá, un nativo de Van que trabajaba en el mantenimiento de la misión y como hombre de confianza. Llevaba mascarilla y una bata de cirujano que le había dado el médico junto con instrucciones precisas sobre las medidas sanitarias. Imposible saber qué enfermedad africana podía haber contraído el religioso.

Eran las diez de la noche. Mustafá llevaba horas vigilando y escuchando al hermano Peter, que alternaba momentos lúcidos con divagaciones. En aquel momento, el agonizante volvía a delirar. Decía algo sobre la huida de José, María y Jesús a Egipto. Era difícil entenderle, pese a que el nombre de Jesús, antiguo profeta de la religión musulmana, era familiar para Mustafá.

—Herodes, Herodes envió a sus hombres tras ellos. ¿No lo recuerdas? ¿No lo recuerdas? Pero Herodes era judío, ¿no? Aquéllos eran árabes. ¿Los recuerdas, amigo? Árabes ricos, muy ricos.

Mustafá se acercó más. Recordaba que tiempo atrás habían llegado unos árabes ricos a Van haciendo preguntas.

—Huyendo de ellos. María y el niño Jesús. José ya no estaba. José murió en el monte Ararat buscando el arca. —El hermano Peter sacudió la cabeza con fuerza—. José no. Nombre francés. ¡Philippe! Sí, gran hombre. Mi salvador. ¿Dónde está?

Mustafá permaneció sentado muy quieto. Recordó que los árabes habían ofrecido grandes sumas de dinero a cambio de información sobre una mujer y un niño que estaban con un hombre llamado Philippe.

—Luego José murió —continuó Peter—, así que Peter tuvo que hacerse cargo de ellos. Pedro, sobre esta piedra edificaré mi iglesia. Los llevé en la furgoneta, ¿recuerdas la furgoneta que teníamos? La furgoneta de Van[3].

—¿Adonde los llevó? —se aventuró a preguntar Mustafá.

—¡A Egipto! Los hombres de Herodes nos perseguían de cerca. ¿Fue a Egipto? Una maldita y sucia ciudad era.

Durante un rato, Mustafá interpuso sus preguntas, intentando canalizar las divagaciones de Peter. Era como conversar con un sonámbulo, pero por fin consiguió sonsacarle lo más importante de la historia. Fue el hermano Peter quien años atrás sacó subrepticiamente de Van a la esposa y al hijo del hombre rico y

los llevó a Erzurum, o quizá a Ankara, en la vieja furgoneta de la misión. Nadie en los alrededores de Van sospecharía nada al verla en la carretera; era tan familiar como el polvo. Al aeropuerto de Erzurum o a Ankara. Algo sobre documentos, documentos nuevos.

Eso era todo lo que tenía que contar Peter en ese momento y en cualquier otro. Hacia la medianoche con un último grito para Jesús, calló para siempre y expiró.

Mustafá hizo lo que le habían dicho. No tocó el cuerpo, se limitó a encerrarlo en una habitación, se quitó la mascarilla y la bata, se untó de un líquido que olía a alcohol y llamó al hospital. Le dijeron que esperara. Horas más tarde, con gran asombro y miedo por su parte, vio llegar a dos extranjeros, médicos europeos que trabajaban para algo llamado la U.N. Le elogiaron por seguir las órdenes y le aseguraron que quizá había salvado muchas vidas. Luego lo encerraron en un cuarto de la misión.

Permaneció allí por espacio de un mes, preguntándose a menudo si moriría en aquel lugar infiel. Cuando por fin lo enviaron de vuelta a casa, intentó no hacer caso de las aclamaciones de gratitud de su mujer hacia Dios y se fue en busca de la tarjeta que le había dado uno de los árabes ricos;

«por si recuerda algo más adelante». Gracias a Dios, allí estaba. Nunca tires nada que te dé un hombre rico. En un lado de la tarjeta leyó el nombre de un hotel local; en el otro, un número de teléfono de Al-Remal. Mustafá miró el número durante largo rato. La llamada le costaría un mes de salario. Esperaba que lo que había dicho el hermano Peter siguiera teniendo algún valor.

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