Amira

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SEXTA PARTE » Evasiones

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En Al-Remal, el tiempo no cambiaba con facilidad y siempre lo hacía con lentitud y paulatinamente. En Boston podía pasar de un día radiante a una tormenta de hielo en cuestión de minutos. Vivir con Karim era un poco como padecer el clima de Boston.

Por ejemplo, la mañana en que llegó el coche. Era domingo, y Jenna había preparado un copioso desayuno tardío para Karim. Habían comido en relativa paz, intercambiando comentarios inocuos sobre las universidades que Karim estaba considerando: Harvard, Yale, Dartmouth y Brown.

La bocina de un coche quebró el silencio de su tranquila calle. No parecía la señal furiosa habitual de quien se había encontrado el coche bloqueado por otro aparcado en doble fila. El bocinazo era entusiasta, exultante. Jenna se asomó a la ventana. Junto a la acera había un Corvette rojo brillante. Un joven con chaqueta deportiva y corbata buscaba a alguien; en el edificio había cuatro apartamentos más. Pero entonces sonaron tres fuertes timbrazos.

—Entrega para la doctora Jenna Sorrel —dijo la voz por el interfono—. Pero tendrá que bajar para aceptarla.

—¿Qué ocurre? —preguntó Karim desde la mesa.

—Un error, supongo. Baja conmigo, ¿quieres?

Karim echó un vistazo al Corvette y exclamó «Increíble», con auténtica expresión de asombro.

Con un ampuloso ademán, el extraño de la chaqueta deportiva condujo a Jenna hasta el coche y le dio las llaves y el documento de propiedad. En el parabrisas había una nota: «También están pagados los impuestos. No podría haberlo conseguido sin ti. Con todo mi amor, Trav.»

Cuando Karim vio la nota, se produjo el cambio de sol a hielo. Miró a su madre y el coche con ira y con la expresión de un verdugo.

—¿Qué has hecho para ganártelo? —inquirió, y se metió dentro sin mirar hacia atrás.

Por un momento, Jenna sopesó la posibilidad de devolver el coche. Podía llamar a Travis y explicárselo de modo que no hiriera sus sentimientos. Pero, maldita sea, era su regalo, y no iba a permitir que su hijo se lo estropeara. Si empezaba a vivir de acuerdo con los cambios de humor de Karim, acabaría metida en una institución en menos de una semana.

—Suba —dijo al extraño—. Le llevaré de vuelta a su tienda.

Cuando regresó, Karim estaba en su cuarto con la puerta cerrada.

Fue un episodio entre muchos. Jenna echaba de menos la intimidad que había disfrutado con su hijo. ¿Adonde se había ido el niño afable para el que su madre lo hacía todo bien? ¿Y cuánto tiempo tendría que soportar al nuevo, al que discutía, criticaba y desaprobaba?

Jenna comprendía que se trataba del comportamiento normal de un adolescente. Karim estaba tanteando sus límites, expandiendo sus fronteras, buscando alcanzar la categoría de adulto. La ira contra los padres, la desaprobación, formaba parte del proceso de crecer, de crear los caminos que conducían a la independencia. Era natural.

Todo eso estaba muy bien, pero, como madre, Jenna sencillamente deseaba que su hijo se comportara como si la quisiera.

Ah, bueno, si bien el cambio era inevitable, seguramente también era temporal. Algún día, cuando Karim estuviera seguro de su madurez, volverían a estar juntos sobre una base nueva y más igualitaria. ¿No? Sí, claro que sí.

Se consoló con esta convicción. ¿Cómo podía saber que en poco tiempo ese pensamiento volaría como paja movida por la brisa?

Otra súbita tormenta, esta vez a causa de los Hamid,

pére et filie, porque, Jenna los esquivaba. El profesor Hamid celebraba una pequeña fiesta, sobre todo para sus amigos de la facultad a los que iba a mostrar diapositivas de su último viaje a Luxor. Jenna, subrayó Karim, estaba especialmente invitada.

Jenna se excusó, alegando que tenía mucho trabajo, y Karim se fue solo y enojado.

¿Qué podía hacer?, se preguntó Jenna con la conciencia intranquila. No podía decirle a su hijo que si había algo que temía era estar en una habitación llena de especialistas sobre su pretendido país de origen. No podía contarle que las melifluas insinuaciones del profesor le ponían la piel de gallina, y desde luego no podía decirle que le disgustaba profundamente el aire de superioridad y casi todo lo demás de Jacqueline. Casi todo. Al menos la chica no se drogaba ni parecía ser sexualmente precoz. Muy al contrario, Jenna había observado que parecía tener una fanática aversión a los placeres de la carne. Dios sabía, además, que era políticamente correcta.

Para mitigar el sentimiento de culpabilidad por haber mentido, Jenna llamó a Toni Ferrante para preguntarle qué tal estaba.

—Hice un desayuno almuerzo con los niños el domingo —le contó Toni—. Aún viven con su padre, pero dicen que pasarán el fin de semana conmigo.

Un tanto para los buenos chicos, pensó Jenna. Tal vez los años de sufrimiento y de duda de Toni acabarían teniendo un final feliz. Jenna sintió una satisfacción personal y profesional a la vez, pues había llegado a tomar gran afecto a Toni.

Por otro lado, tenía realmente una tarea que realizar: mecanografiar e imprimir una propuesta para el Sanctuary. Jenna había trabajado con gran ahínco en una petición de fondos. Consideraba que su trabajo en el centro era tan importante como todo lo que hubiera realizado fuera de él.

Jamás había dejado de preguntarse cómo era posible que tantas mujeres americanas, a menudo capaces, inteligentes e independientes en los demás aspectos, soportaran malos tratos en su vida privada. Sentía una dolorosa frustración ante aquel oscuro y sucio secreto que tantas mujeres ocultaban durante tanto tiempo por vergüenza, por creer que era culpa suya o que, incluso, se lo merecían. Lo que hacía más duro el trabajo de Jenna era la falta de simpatía y de compasión. Incluso los profesionales de otros campos solían preguntar: «¿Por qué esas mujeres no se van, sencillamente? ¿Qué les ocurre? ¿Por qué se quedan con hombres que les pegan?»

Jenna intentaba explicarles que había muchas respuestas. Miedo a lo desconocido. Miedo a enfurecer al marido inclinado a la violencia. Nulo amor propio. La sensación de que no había otro sitio al que ir. Y, finalmente, en ocasiones no había ninguna respuesta, porque aunque había mujeres que resistían y resistían los malos tratos diarios hasta la muerte, otras se marchaban. Algunas acudían al Sanctuary o a un millar de lugares como aquél. Otras sencillamente huían, como había hecho Jenna, sin saber cómo acabaría su historia.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Jenna supuso que sería Karim, que solía olvidarse las llaves.

Era Laila.

—Hola —dijo la chica, la joven mujer, como si se hubieran separado frente al Plaza apenas un día antes.

Jenna se la quedó mirando durante un buen rato, abrumada por un arrebato de ternura, hasta que consiguió hablar, intentando mantener la compostura.

—¡Laila! Qué sorpresa. ¡Qué alegría, me da verte! ¿Qué te trae por aquí?

—Bueno, yo… en realidad he venido para despedirme. No para despedirme para siempre, exactamente, pero me voy.

—¿A Francia? —A Jenna le dio un vuelco el corazón. Aunque no había visto a su sobrina en… Dios, ¿cuánto tiempo hacía?, era un consuelo saber que estaba en Nueva York, cerca de ella. Un par de charlas por teléfono habían sido todo, y Jenna había intentado creer que eran suficientes.

—No. Nada de eso. He pedido el traslado a UCLA. Voy a estudiar dirección cinematográfica. Es el mejor sitio, ¿sabes?

—Eso he oído. ¿Pero qué hay de Nueva York? Creía que te encantaba esa ciudad. Entra, Laila, no te quedes en la puerta. Dentro hablaremos mejor.

Laila dio unos cuantos pasos, luego se detuvo.

—Sólo puedo quedarme unos minutos. Estoy esperando a que vengan a buscarme en coche unos amigos que me han dejado al pasar. Se han ido a la tienda de delicatessen. Volverán en cualquier momento.

—¿Has venido a Boston sólo para quedarte unos minutos? —Jenna no comprendía nada.

—Estoy de visita, en casa de estos amigos, del colegio. —Laila miró en derredor sin ver nada, esquivando la mirada de Jenna. Tragó saliva—. Me violaron, ¿sabes? —dijo con una voz tan fina que apenas era audible—. Hace cuatro meses. No, no pongas esa' cara. Estoy bien, de verdad.

No, por favor, no, rogó Jenna a un Dios distante y remoto. Mi hermosa sobrina no.

—Lo siento muchísimo —dijo, esforzándose por mantener el control de sí misma—. ¿Cómo ocurrió?

Laila se encogió de hombros, gesto que contradecía el dolor que mostraba su rostro.

—Fue un chico al que conocía. Incluso me gustaba. —Volvió a encogerse de hombros—. No vale la pena volver a recordarlo. Hablar de ello no puede cambiar lo que sucedió.

Jenna ansiaba abrazarla, y consolarla, pero todo en Laila proclamaba que deseaba mantener las distancias. Mala señal, pensó Jenna, haciendo una observación profesional. Y las emociones contenidas tampoco son buenas.

—¿Has visto a alguien? ¿A un terapeuta?

—Sí, claro. Me ayudó algo. Supongo. —Laila parecía examinarse los zapatos—. ¿Sabes?, pensé en venir a verte, pero hubiera sido como, no sé, como ir a ver a mi madre. Quizá parezca una tontería, pero…

—No, no lo es. —Apenas podía contener las lágrimas.

—Pero ahora estoy bien. Es sólo una de las razones por las que pedí el traslado de universidad. Quería alejarme.

Aunque Jenna comprendía muy bien las necesidades que impelían a una mujer a huir, quería decir a Laila que huir no era siempre la solución.

—¿Estás segura…? —empezó, pero en ese momento apareció Karim.

Karim miró a Jenna, luego a Laila. Su expresión decía: «¿Qué pasa aquí?», pero jamás se hubiera permitido ser tan descortés con una extraña. Se limitó a sonreír y esperó a que su madre hablara.

Jenna los presentó sin saber qué otra cosa podía hacer.

—¿Laila Badir? —repitió Karim—. ¿Estás emparentada con Malik Badir?

—Es mi padre.

—Caramba, bueno, quiero decir…

—Lo sé —dijo Laila tranquilamente. Era obvio que había tenido

ocasión de presenciar una reacción parecida muchas veces.

Pero la reacción de Karim fue mucho más profunda de lo que sospechaba Laila. «¿Qué haces tú aquí?», quería preguntar, frustrado porque su madre no le había dado ninguna explicación. Tenía la extraña sensación de que conocía a Laila Badir, no sólo quién era, sino a ella. No sabía cómo explicarlo.

Me he quedado mirándola embobado, se dijo Karim, pero justo cuando lo pensaba, Laila le dedicó una breve y dulce sonrisa. Por un momento, fue como si no hubiera nadie más en la habitación.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó Karim, turbado. ¿Cómo podía haberse olvidado su madre de ofrecer algo a una invitada? ¿Es que había olvidado sus buenos modales? ¿Y por qué parecía tan incómoda?

—Pues me apetecería beber un poco de agua, gracias.

Karim se apresuró a ir a la cocina y sirvió un Perrier con lima en una bandeja.

—Gracias —repitió Laila. De pie aún, tomó unos cuantos sorbos por cortesía, luego dijo a Jenna—: Tengo que marcharme, en serio, pero como te decía, no es una despedida. Escribiré, llamaré. Seguramente volveré a Nueva York de vez en cuando. Y tú también viajas, ¿no? Vendrás a la costa alguna vez, ¿de acuerdo?

—Laila, llámame si necesitas… cualquier cosa. Cualquier cosa.

—Claro. Bueno,

au'voir.

De repente se abrazaron estrechamente. Karim vio lágrimas en los ojos de su madre. ¿Cuándo había conocido a aquella chica? ¿Por qué no se lo había contado a él? ¿Y por qué le había dicho que no conocía a Malik Badir?

—Te acompaño hasta abajo —dijo de pronto cuando Laila se volvió hacia la puerta.

De nuevo Laila le sonrió. Era más mayor que él, varios años en realidad, pero la sonrisa consiguió que pareciese más joven.

Sus amigos no habían llegado todavía. Karim se alegró.

—¿Te marchas a California? —preguntó a falta de algo mejor.

—Sí, dentro de unos días.

—¿De dónde eres?

—De Francia.

—Tu padre es de Al-Remal, ¿verdad? ¿Has vivido alguna vez allí?

—No, no he vivido jamás en ningún país de Oriente Medio. Sé un poco por papá y hablo el suficiente árabe para hacerme entender, pero eso es todo.

—Oh. —Karim no sabía por qué había esperado otra cosa. Tal vez por el aspecto de Laila.

—Últimamente me siento más americana que otra cosa.

Se acercaba un coche. ¿El de sus amigos? No, pasó de largo. Laila no parecía inclinada a hablar.

—¿Cómo es tu padre? —preguntó Karim por romper el súbito silencio.

—Es… le echo de menos. Viaja mucho.

—¿Cómo conociste a mi madre?

Por un momento Karim temió haber metido la pata, pero Laila acabó encogiéndose de hombros.

—La conocí en Saks, en Nueva York.

—¿En Saks de la Quinta Avenida? ¿La tienda? —No recordaba que su madre hubiera ido a Nueva York de compras. De hecho, incluso en Boston se quejaba de que nunca tenía tiempo para ir de compras.

Silencio. Era como si Laila se hubiera distanciado un poco de él.

—¿Estabas comprando? —insistió Karim.

—¿Qué? Oh. —Laila lo miró a los ojos. Karim tuvo de nuevo la sensación de reconocerla. ¿La tenía ella también?—. En realidad —dijo Laila—, estaba robando.

¿Robando? ¿La hija del hombre más rico del mundo?

—¿Por qué?

—Es una larga historia. Pero ella me rescató. —Laila contó los detalles a grandes rasgos.

Nada de todo aquello le pareció propio de su madre, que tanto insistía siempre en la diferencia entre el bien y el mal. Karim estaba seguro de que algo estaba pasando, algo que le ocultaban.

—Entonces no eres una de sus…

—¿Una de sus pacientes? No…

Un coche se detuvo frente a ellos.

—Mis amigos —anunció Laila—. Gracias por esperar conmigo.

—Me gustaría volver a verte —le espetó Karim.

Ella pareció sobresaltarse.

—No es un buen momento.

—No me refería


en ese sentido.

—Lo sé. —La expresión de Laila se suavizó—. Pero me marcho.

Karim pensó por un momento que Laila iba a tocarle el brazo, quizá el rostro, pero no lo hizo.

—Os enviaré mi dirección en California —dijo ella, y se fue.

En el apartamento, Jenna había conseguido tranquilizarse un tanto tras las amargas e inesperadas noticias de Laila.

¿Qué había pensado Karim de la visita? Con un poco de suerte no sería difícil de explicar. En todo caso, más bien se había quedado embobado con ella.

Karim volvió con una expresión nueva para ella, una mezcla de asombro y… ¿qué? ¿Esperanza?

—¿Cómo es que conoces a Laila Badir, mamá?

—Fue paciente mía. No por mucho tiempo.

—¿Siempre lloras por tus pacientes?

—A veces.

La expresión de Karim cambió. Ésta la conocía muy bien; la había visto cientos de veces en el rostro de su padre.

Con los ojos inexpresivos, tan frío y distante con ella como si fuera de otro planeta, Karim meneó lentamente la cabeza y se metió en su cuarto.

Tras una noche de sueño irregular y un brusco «Hasta luego» de su hijo antes de marcharse por la mañana, Jenna intentaba concentrarse en los problemas de su primer paciente cuando Barbara, su nueva secretaria, la llamó por el interfono.

La política de Jenna, como de la mayoría de sus colegas, era que las sesiones sólo podían interrumpirse en caso de emergencia.

—¿Sí?

—Jenna, aquí fuera hay una agente de policía. Dice que es importante.

Su primer pensamiento fue para Karim. Luego, sin saber por qué, pensó en Laila.

La mujer policía vestía de paisano.

—Detective Sue Keller —dijo, enseñándole la placa—. ¿Es usted la doctora Jenna Sorrel?

—Sí. ¿Qué ocurre?

—¿Conoce al señor y la señora Cameron Chandler?

—Sí. Oh, Dios mío. ¿Qué pasa ahora?

—¿Alguno de los dos es paciente suyo?

—No.

—Entonces puede que le pida una declaración más tarde. Sólo necesito información.

—Dígame qué ha ocurrido.

—La señora Chandler está en el Mass General.

—¿Es muy grave?

—¿Es amiga suya, señora?

—Sí.

—Entonces quizá quiera ir a verla. Está muy grave.

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