Amira

Amira


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Los pocos conocidos que habían visto el apartamento de Jenna en Malborough Street lo consideraban lujoso. Era un espacioso dúplex en una mansión de piedra caliza del siglo pasado, con dos chimeneas, un tragaluz, una terraza llena de plantas y sencillos muebles contemporáneos mezclados con unas cuantas antigüedades orientales. Para ella —o más bien para la mujer que había sido, una mujer que había vivido en palacios—, no era más que un apeadero cómodo y pintoresco.

Sin embargo, aquel día no era tan cómodo con los vestigios de la última noche recordándole cómo se habían torcido las cosas. Sobre la barra de laca china se hallaba la botella casi llena de Beaujolais que había llevado Brad. En sus brazos, el vino sabía a sol. Pero después de que Brad hubiera vuelto a proponerle matrimonio, y de que ella le hubiera dado la única respuesta que podía darle, el hechizo se había roto y se habían separado como extraños.

Jenna se sirvió un vaso de ese vino y bebió un sorbo, pero ya no sabía a sol y lo apartó. El apartamento estaba extrañamente silencioso, con una atmósfera opresiva, más que serena.

Deseó que su hijo, Karim, estuviera en casa, pese a que sus dieciocho años le daban ya un susceptible sentido de la independencia. Pero Karim se hallaba veraneando con unos amigos de la facultad en un crucero por las islas griegas, y pronto se alejaría de ella como un hombre adulto para seguir su propia vida.

Entonces se encontraría realmente sola. La autocompasión, la más ridícula de las emociones. Menuda psicóloga.

¿Por qué no podía Brad ser un poco más paciente?, pensó. ¿Por qué no podía confiar en su amor? De repente se echó a reír. Fue una risa áspera, amarga. ¿Acaso podía esperar confianza cuando ella misma no era capaz de darla? Llamaron a la puerta.

Jenna corrió a abrirla en un rapto de alegría.

—Oh, amor mío, yo…

El hombre que apareció en el umbral de la puerta no era Brad. Por un momento Jenna no lo reconoció pese a sus cabellos rojos, pues era más alto y fornido de lo que le había parecido en Newbury Street o en el coche azul en Commercial Street. Detrás de él había un hombre más bajo y moreno.

El hombre alto tenía los ojos azules como el hielo y pronunció dos palabras que helaron el alma de Jenna.

—¿Amira Badir?

—Debe… debe de haber algún error. —Se aferró con una mano al mueble del recibidor. Sin su apoyo tal vez hubiera caído.

—Lo dudo. —El hombre sacó una placa y un carnet—. INS. Servicio de Inmigración y Nacionalización. Tenemos que hacerle unas preguntas, señora Badir. Se las haremos en nuestra oficina. Coja su bolso y su abrigo.

Jenna obedeció, moviéndose como una autómata y con la boca seca por el miedo. Sintiéndose como si estuviera en una mala película, siguió a los dos hombres del INS hasta su coche, el coche azul.

El hombre alto abrió la puerta de atrás, pero su gesto no tenía nada que ver con la cortesía. Era una orden.

Los dos hombres se sentaron delante; conducía el moreno. Las calles familiares del vecindario de Jenna se alejaron. Debía hacer algo, se dijo, pero ¿qué? Tenía los papeles de la nacionalización, y un pasaporte válido, pero a nombre de Jenna Sorrel.

Documentos falsos. Eso era un delito, pero ¿de qué calibre? ¿La meterían en la cárcel? ¿La deportarían? ¿A Al-Remal? Eso no, por favor. Sería como una condena a muerte. ¿Y Karim? ¿Qué le ocurriría a él?

Piensa, Jenna, piensa. Piensa, Amira. Un abogado. Necesito un abogado. La empresa de Brad tiene abogados. Los mejores. Docenas de abogados. Llama a Brad. Te permitirán una llamada, ¿o no? Quizá pueda arreglarse. Quizá al menos puedan ocultarlo a la prensa. Porque incluso en Al-Remal hay gente que lee el New York Times. Mi marido lee el New York Times.

Los dos hombres charlaban en el asiento de delante, ajenos a la desesperación de Jenna, como profesionales que hacían su trabajo. Jenna se fijó en el adhesivo del parabrisas. Era un coche de alquiler. Extraño. ¿Alquilan coches los organismos gubernamentales? Supongo que sí. Pero sobre sus cabezas vio letreros verdes. Estamos en la interestatal. Aeropuerto Logan, 500 metros. Estamos girando. De repente, una terrible sospecha se apoderó de ella.

—¿Por qué vamos al aeropuerto?

El hombre pelirrojo se volvió con un brillo de diversión en sus fríos ojos.

—Somos de Inmigración, señora. Trabajamos en el aeropuerto.

Oh. Bueno, tenía sentido. Pero…

El coche abandonó la principal vía de acceso al aeropuerto para tomar una carretera secundaria, Cruzaron una verja donde el hombre menudo habló con un guardia, luego rodaron sobre la pista del aeropuerto hacia un Gulfstream con distintivos particulares y los motores en marcha.

—Todo el mundo fuera —gritó el hombre alto para hacerse oír sobre el ruido de los motores—. Todos a bordo del bonito pájaro. —Ayudó a Jenna a bajar del coche y siguió sujetándola por el codo.

El hombre menudo se colocó al otro lado. Jenna empezó a sentir pánico.

—Un momento. Creía que íbamos a su oficina. ¿Para qué es este avión?

—Vamos a Nueva York —contestó el pelirrojo—. A visitar al director regional. Es usted importante, señora Badir.

Jenna no comprendía nada. ¿Así era como funcionaba la ley en Norteamérica? Llevaba allí quince años, había estado involucrada en docenas de casos en los que se había llamado a la policía, se habían presentado demandas y se habían hecho arrestos. Debería saber de esas cosas.

Llamaría a Brad. Tal vez le dejaran incluso llamarle desde el avión. Sin embargo, una vez dentro del elegante reactor, Jenna comprendió que no habría llamada alguna. Allí había algo terriblemente extraño. No sólo el hecho de ser la única pasajera, además, el piloto y el copiloto —los veía a través de la puerta abierta de la cabina— no eran norteamericanos. ¿Serían franceses? O… no podía ser.

Un hombre mayor con uniforme de asistente de vuelo se acercó a ella.

—¿Un café, señora? ¿Un refresco?

Era surrealista, una pesadilla.

—No quiero nada, salvo una explicación —propuso Jenna haciendo acopio de valor.

—Por supuesto —dijo el hombre cortésmente—. Alguien vendrá a explicárselo directamente, pero yo soy sólo el asistente de vuelo. ¿No desea que le traiga nada de beber?

—Sí, de acuerdo. Un agua Perrier.

—Sí, señora.

Cuando el hombre le llevó la botella, Jenna bebió casi con avidez. Estrés. Sed. Debería tener agua a disposición de los pacientes en la consulta. No se me había ocurrido antes.

El ruido de los motores cambió y Jenna tuvo una sensación de movimiento. Abrocharme el cinturón, pensó, tengo que abrocharme el cinturón. Notaba la cabeza y los párpados muy pesados. El asistente de vuelo la vigilaba de cerca con expresión preocupada.

De pronto se hizo la luz; lo veía tan claro que estuvo a punto de reírse de sí misma por haber imaginado que podría huir, que podía disfrutar de la libertad, el amor y la vida. Como en un sueño, imaginó a su marido, a Alí, lanzando su largo brazo hacia ella después de tantos años. Ah, Alí, con brazos de una longitud de mil millones de dólares que la habían atrapado para llevarla a casa, donde iba a morir.

Justo antes de dormirse, dos rostros flotaron en la oscuridad ante sus ojos: el de Karim y el de Brad.

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