Amira

Amira


TERCERA PARTE » Despedidas

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—Debería haber estado aquí —dijo Malik con la voz ronca por la pena y los ojos brillantes por las lágrimas no derramadas—. Podría haber hecho algo… tenía que haber algo que…

Amira posó una mano suave sobre el hombro de su hermano.

—La culpa fue mía, hermano, no tuya. Yo estaba aquí y tú no. Yo veía que madre no estaba bien. Debería haberla vigilado más de cerca. Debería haber hablado antes con padre. Si la hubiera visto uno de esos especialistas, uno de esos médicos que curan la mente… Si hubiéramos…

—Si, quizá, tal vez… ¿qué importa ahora? Le he fallado. El deber de un hijo es proteger a su madre y yo he fallado. —Malik se quedó con la vista fija en la aterciopelada oscuridad del jardín, hundido en una miseria que no se podía compartir.

Amira quería consolarle, pero ¿cómo hacerlo cuando ella misma no hallaba consuelo? Al menos Malik había podido despedirse de su madre, pues era él quien había encabezado la procesión de hombres que la habían enterrado. Era él quien había descubierto el rostro de Jihan antes de que se depositara su cuerpo en su última morada; era él quien conservaría aquella preciosa y última visión de la mujer que les había dado la vida. Jihan Badir amaba a sus dos hijos, Amira lo sabía, pero para el resto del mundo, era Um Malik en primer lugar y por encima de todo.

Amira dejó escapar un hondo suspiro.

Malik le oprimió la mano, como si hubiera oído a su corazón.

—He señalado el lugar —dijo en voz baja—. He señalado la tumba de madre con una piedra… para que sepas cuál es.

Amira se sintió conmovida, pero también algo escandalizada por el gesto de su hermano. La tumba de un buen musulmán no ostentaba marca alguna.

—Qué extraño —dijo—. ¿Qué tipo de piedra?

—Un guijarro que recogí en la playa de Saint-Tropez. —Malik se encogió de hombros—. Soy un idiota, ya lo sabes. Cuando la vi en el agua por un instante pensé que era un rubí, por lo roja que era. La cogí y vi que no era más que una piedra, pero aun así, muy bonita. Cuando se secó no valía nada, claro, pero entonces ya había decidido que daba buena suerte, así que me la guardé.

—¿La dejaste allí para que diera buena suerte… a mamá? —A Amira le desconcertaba aquella idea pagana.

—No lo sé, quizá. Mamá no tuvo la suerte que merecía. ¿Quién sabe? En cualquier caso, mientras esté allí, sabrás dónde está ella. Quizá entonces puedas perdonarme por ser un hombre —añadió con una sonrisa afable.

—Pero si no tengo nada que perdonarte, a ti no —protestó Amira, sorprendida por la observación casi sena de su hermano, y enrojeció sintiéndose culpable al recordar el resentimiento del que había sido objeto Malik no hacía mucho tiempo por tener unos privilegios que a ella se le negaban—. Además, no es contigo con quien me enfado, sino con el modo en que son las cosas.

Malik asintió gravemente, como si las ideas y sentimientos de su hermana fueran tan importantes como los suyos.

—Así que ahora te has quedado sin tu amuleto.

—He decidido que tengo más suerte de la que necesito —dijo él, volviendo a sonreír—. O eso, o no necesito suerte. Las cosas me van bien, hermanita. Ya te escribí que me habían ascendido en la organización. Y me han vuelto a ascender, pero también he hecho algunos negocios por mi cuenta, negocios complejos, no es necesario entrar en detalles. Procuro no entrar en conflicto con mis deberes para el viejo y querido Onassis, o al menos que no sea demasiado flagrante, pero no creo que necesite quedarme con él mucho más tiempo. —Hizo una pausa—. ¿Recuerdas lo que te dije, Amira? Si algún día necesitas mi ayuda, allí estaré.

Amira asintió. Sabía que Malik era sincero, ¿pero qué tipo de ayuda necesitaría ella, viviendo como vivía, tan alejada del mundo exterior?

—Y tú, hermano, ¿elegirás pronto una esposa para que te ayude a criar a Laila?

—No es probable —contestó Malik alegremente—. Cuando llegue el momento de enviar a Salima a casa, contrataré para mi hija a la mejor institutriz que se pueda conseguir con dinero. Pero en cuanto a mí, bueno, por el momento no hay ninguna mujer. O hay muchas más de una, por decirlo de otra manera.

Amira desvió la mirada. Una cosa era saber que Malik había amado a Laila de modo íntimo, y otra muy distinta imaginar a su hermano con legiones de extranjeras anónimas.

—No te preocupes por mí, hermanita. La vida es diferente en Francia, mejor que aquí. Oh, la gente es igual en todas partes, pero allí hay más libertad, todo es más fácil. No tienes que preocuparte cada vez que haces algo por si has cometido un pecado a los ojos de alguien. —Su boca se torció en un gesto amargo—. Creo haber visto el auténtico pecado. Y tú también. Estabas allí. —Se produjo un largo silencio—. En Francia es diferente ser mujer. Allí las chicas pueden ir a la universidad y ser lo que quieran, profesoras, abogadas o médicos. Quizá… quizá deberías ir algún día. Si te quedas aquí… bueno, fíjate en la vida de nuestra madre.

Amira había pensado en ello, había soñado en lo que podría ser en el mundo exterior, pero abandonar Al-Remal de verdad… su imaginación aún no había dado ese salto.

Amira tuvo un sueño irregular aquella noche, aguardando el alba. Cuando llegó por fin, se vistió rápidamente y salió a hurtadillas de casa. Su padre se pondría furioso si se enteraba de lo qué pensaba hacer, pero en su desolación, Amira no había calculado el riesgo. Había perdido a todos sus seres queridos, a todos excepto a Malik, que pronto volvería a partir.

Amira se cubrió bien con el velo y recorrió los cinco kilómetros que la separaban de la mezquita. Una vez allí, buscó con la mirada baja.

¿Dónde está la piedra que había dejado su hermano como marca? Tal vez alguien la hubiera cogido… tal vez la arena la había cubierto durante la noche. Buscó frenéticamente, paseándose de un lado a otro, hasta que por fin encontró la piedra de color rojo que Malik había descrito como una joya solitaria sobre un lecho de arena.

Amira cayó de hinojos y sus labios se movieron en una plegaria muda. Rodeada de silencio y
quietud, Amira supo que no estaba sola, percibió el amor de su madre tendido hacia ella desde más allá de la tumba.

Amira miró el cielo, tan fuerte fue la sensación de que encontraría una señal, un fuego celestial, pero sólo halló el sol cegador. Susurró una despedida, se cubrió con el velo y emprendió el largo camino de vuelta a casa.

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