Amira

Amira


CUARTA PARTE » Matrimonio

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Días lánguidos de ocio y largas noches de sueño se convirtieron en los ritmos de la vida de Amira en el palacio real. Y qué pronto se adaptó a ellos, como si hubiera dispuesto siempre de una masajista para mimar sus músculos, de una adivina para entretenerla con sus predicciones, y de una peluquera y una esteticista que se ocuparan diariamente de su belleza.

La vida en la casa de su padre había sido muy confortable, pero la de palacio escapaba a la imaginación. Amira la encontraba incluso decadente, palabra que había leído sin comprenderla realmente hasta entonces. Allí tenía cuanto pudiera desear. Si faltaba algo, sólo tenía que pedirlo y se traía en avión. Alimentos, ropas, equipos electrónicos, juguetes y pasatiempos.

Cuando Alí se iba al extranjero, ella le acompañaba. Amira asistió a conciertos, óperas y ballets, y visitó todos los lugares legendarios que había imaginado de adolescente, disfrutando de la libertad de ir sin velo. Esos viajes eran como un sueño hecho realidad, pero cuando volvía a su lujoso caparazón de Al-Remal, se preguntaba a menudo qué era sueño y qué realidad.

En palacio rara vez estaba sola, pero se sentía sola a menudo. Las distintas esposas y concubinas del rey, sus hijas y nueras, todas aquellas mujeres eran como un país dentro de un país. Incluso Zeinab, que disponía de una espaciosa villa propia cerca de palacio, pasaba allí la mayor parte de su tiempo.

El corazón del país de las mujeres era la reina, Faiza. Era ella la que había ordenado construir la hammam común, donde Amira se reclinaba en aquel momento en un banco de mármol. La sala era amplia y aireada, con tragaluces en forma de diamante y paredes cubiertas de intrincados mosaicos en los tonos azules y verdes de las gemas. Había varias bañeras y una batería de boquillas en una pared liberaban regularmente grandes chorros de vapor. Un complejo sistema musical hacía sonar la música favorita, «fácil de escuchar», de la reina durante todo el día.

Faiza comentaba a menudo que el hammam era una tradición que merecía la pena conservar. Tonterías, dijo Zeinab, recostada en un banco cercano; el hammam no era más que uno de los mecanismos de Faiza para chismorrear y fisgar.

En los seis meses que llevaba casada, Amira había aprendido mucho de Zeinab, a la que encantaba charlar indiscriminadamente y que confirmaba ahora los rumores según los cuales la reina controlaba las mujeres con las que se acostaba el rey.

—Tú vigila —dijo Zeinab entre risas—, y lo verás. Cuando mi padre se pone irritable, cuando empieza a perder los estribos sin mediar provocación, mi madre dice que es un síntoma de que necesita una mujer nueva. Es entonces cuando busca una nueva doncella que sea joven, bonita y virginal. Se la envía al rey a su dormitorio con un pretexto u otro, y voila, todo vuelve a la normalidad. Cuando vuelve a ponerse irritable, mi madre busca un nuevo empleo para la chica y envía a otra en su lugar. Brillante, ¿no crees?

¿Era eso, entonces, a lo que se refería Alí cuando le hablaba de aprender a manejar a los hombres por otras mujeres? Pese a que su marido perdía los estribos sin que le provocaran algunas veces, Amira no se imaginaba a sí misma buscando a otras mujeres para meterlas en su cama. A ella, las maquinaciones de la reina le parecían bastante tristes. Cierto que en Al-Remal era importante guardar las apariencias, ¿pero a qué precio pagaba la reina su orgullo?

Amira suspiró mientras su doncella personal le frotaba la espalda con una esponja vegetal, tratamiento que mantenía su piel suave y fresca. Para su sorpresa, Amira había acabado disfrutando del ritual del baño en común.

Mientras la doncella aplicaba la alheña que daba unos reflejos rojizos a su vello y sus cabellos, Zeinab llamó a su hijo y su hija que chapoteaban felizmente en una de las enormes bañeras de mármol.

—¡Hassan! ¡Bahija! Venid deprisa para que nanny os lave bien. —Los niños rieron y continuaron echándose agua mutuamente.

«Qué afortunados son —pensó Amira—, los niños que pueden correr libremente y bañarse desnudos juntos como si fuera la cosa más natural del mundo.»

De repente la puerta del hammam se abrió y se cerró. Era la reina, envuelta en una toalla turca bordada en plata y seda.

—¿Alguna noticia, Amira?

Ella se levantó para demostrarle su respeto, envolviéndose en su toalla.

—Aún no, madre, pero será pronto, Dios mediante.

—Esperémoslo.

Amira volvió a su banco, pero la sensación de relajación había desaparecido. No estaba embarazada y por lo tanto había decepcionado a su suegra. ¿Cómo podía explicarle a la reina que no era culpa suya, que era muy difícil quedarse embarazada cuando la actividad sexual era tan errática e impredecible?

En los meses de su matrimonio, Amira había llegado a creer que Alí tenía dos caras y otras tantas personalidades. Algunas veces era amable y atento, se interesaba por lo que Amira decía y le satisfacía acurrucarse con ella en la cama, envolviéndola con su cuerpo, para charlar sobre los aviones que pilotaba o los cambios que proyectaba para Al-Remal. Amira adoraba esos momentos de tranquilidad en que parecían ser amigos y no sólo marido y mujer.

Pero había otras ocasiones en las que Alí se mostraba irritable y retraído, los actos más inocentes de Amira parecían ofenderlo o encolerizarlo, y acudía a su lecho borracho para ejercer brutalmente sus derechos maritales como si ella estuviera allí para servirle y nada más. Sin embargo, dado que era precisamente en esas ocasiones cuando podía concebir un hijo, ella las soportaba estoicamente como toda buena esposa.

La gala para celebrar la apertura del Museo Cultural de Al-Remal fue un acontecimiento brillante, pero algo tibio. En honor a los invitados occidentales —ejecutivos de las compañías petrolíferas y diplomáticos extranjeros con sus esposas—, Alí había contratado una orquesta británica, pero sólo tocarían música clásica, pues no se bailaría ni habría contacto público entre hombres y mujeres. Ni que decir tiene que tampoco se servirían bebidas alcohólicas.

Sin embargo, gracias al poder de persuasión de Alí, la reina y unas cuantas princesas también asistieron, si bien adecuadamente vestidas, con velo y apartadas de los extranjeros. Dado que Amira no podía hablar con nadie fuera del grupo de palacio, intentó trabar conversación con su cuñada Muñirá.

—Acabo de recibir una encantadora nota de Karin Vanderbeek, la mujer que fue mi institutriz. Quiero invitarla a tomar el té la próxima semana y he pensado que tal vez te gustaría conocerla. Es muy inteligente y hermosa.

—Una mujer hermosa no puede comprender la vida de la mente —dijo Muñirá taxativamente.

—¿Cómo puedes decir eso? —protestó Amira—. Ha habido muchas mujeres con grandes dotes que también eran hermosas.

—Esas dotes por sí solas no constituyen el sello del auténtico intelectual.

—Bueno, ¿entonces, qué hace falta? —preguntó Amira, a quien no gustó la manera de sentar cátedra de su cuñada.

Muñirá se encogió de hombros como diciendo: «Tú no lo entenderías.»

—No le hagas caso —intervino la afable Zeinab—. Está celosa porque eres hermosa y estás casada y también eres inteligente. Pero no puede admitir que eres todas esas cosas, ¿comprendes? Porque entonces la vida sería realmente injusta.

Muñirá lanzó una mirada furiosa a su hermana y no dijo nada. Amira aceptó la explicación de Zeinab a regañadientes, pues había hecho verdaderos esfuerzos por ganarse el afecto y el respeto de Muñirá. Bueno, pensó, tal vez con el tiempo acabara consiguiéndolo, ya que Muñirá podía ser una compañera interesante, alguien que podía comprender su interés por los libros, el conocimiento y el mundo más allá de los muros de palacio.

Al menos Alí parecía pasárselo bien. Rodeado de periodistas de los semanarios en otras lenguas para los trabajadores extranjeros del país y de los cámaras de la única cadena de televisión de Al-Remal, Alí explicaba la importancia del nuevo museo.

—Para nosotros es importante que los llamados «países desarrollados» sepan que en nuestra tierra hubo una gran civilización. Mostrando sus obras y enseñando a nuestros hijos las lecciones aprendidas del pasado, será posible, inshallah, que recuperemos nuestro orgullo y nuestra dignidad nacionales.

Los comentarios de Alí fueron bien recibidos y el museo en sí (un edificio de piedra caliza con un aire vagamente occidental) fue alabado con entusiasmo por los visitantes extranjeros. Cuando terminó la recepción, Alí estaba de muy buen humor.

—¿Te has divertido, querida? —preguntó a Amira—. Creo que la velada ha sido todo un éxito.

—Yo también lo creo —dijo Amira—, pero desearía…

—¿Qué? ¿Qué desearías?;

—No sé. Desearía ser más… útil.

—¿Por qué no haces esos cursos universitarios que mencionaste? —sugirió Alí—. Te mantendrán ocupada. A menos…

—¿A menos qué?

—A menos que tengas miedo de ofender a mi hermana Munira —dijo Alí con una sonrisa—. Se considera la intelectual de palacio, ya sabes. Tal vez no apruebe tener una rival.

Amira se echó a reír.

—Estoy segura de que no lo aprobaría. Pero ¿qué voy a hacer yo con un título universitario?

—Mucho, Amira. Como esposa y madre educada, serás aún más valiosa, y un día, si eres paciente, podrás formar parte de los cambios que se avecinan. Serán lentos, desde luego, pero ya están ocurriendo ahora. Hace unos cuantos años apenas, mi padre no habría permitido una reunión mixta como la que hemos celebrado en el museo esta noche.

Como si quisiera demostrar sus afirmaciones sobre el progreso y el cambio, Alí anunció que iban a tener un invitado extranjero.

—El doctor Philippe Rochon… Ha venido a Al-Remal para tratar a mi padre. Le he invitado a cenar.

Amira se sintió doblemente impresionada. El doctor Rochon era un reputado doctor en medicina interna, muy solicitado, no sólo en Francia, sino en todo el Oriente Medio.

Por lo general, en aquellos casos la cena se limitaba a los hombres. El hecho de que Alí lo invitara a sus habitaciones privadas era realmente un gran avance.

—Y puedes llevar uno de esos vestidos que trajiste de Francia —añadió—, sin el velo.

La sorpresa de Amira fue grande, pero grata.

No menos sorprendidos se quedaron los sirvientes de palacio, sobre todo algunos de los más mayores; los jóvenes estaban simplemente excitados. Amira comprendía ambas reacciones. Independientemente de lo que hiciera cuando viajaban por el extranjero, nunca había ido sin velo en Al-Remal desde que era niña.

Supervisó el menú personalmente y tardó más de lo acostumbrado en arreglarse para la cena. Se sentía como si llevara tan sólo un negligée, sensación que se acrecentó cuando llegó el francés.

—La paz sea contigo, ya Alí —dijo el francés con una voz grave y sonora.

—Y con usted. Itfuddal, doctor, honra usted nuestra humilde casa —replicó Alí—. Permita que le presente a mi esposa.

Philippe Rochon tenía unos cuarenta años y los cabellos negros en los que se veían las primeras canas. Su estatura no superaba en mucho a la de Alí, pero era uno de esos hombres que parecen más altos por un aura especial, por el mero poder de su presencia.

Sobre todo, pensó Amira, destacaban sus ojos. Pese a que la saludó en un árabe fluido con los términos convencionales de cortesía («Alteza, hacéis un gran honor a este humilde servidor»), sus ojos, del variable y expresivo azul de Normandía, hablaban con mucha más elocuencia.

Más tarde, ella recordaría aquella primera mirada como uno de los más sinceros cumplidos recibidos. (Alí seguía llamándola hermosa de vez en cuando, pero su voz transmitía con demasiada frecuencia el orgullo de la posesión y sus palabras parecían aprendidas de memoria.)

—Es el invitado el que honra la casa —replicó Amira, con palabras igualmente convencionales.

—No, no —protestó Alí entre risas—. Esto no es una escuela diplomática. Esta noche, doctor, vamos a comportarnos a la mode de l'Ouest. Por favor, llámeme Alí y a mi esposa Amira.

El doctor se encogió de hombros y esbozó una sonrisa con la que aceptaba resignadamente como buen galo.

—Ah, bien, entonces no deben llamarme doctor, sino Philippe.

Se sirvió champán, como era costumbre de Alí con los visitantes extranjeros.

—Dígame, Philippe, ¿cómo está mi padre?

El doctor sonrió.

—El rey tiene un problema sobre el que nada puedo hacer. No se ofenda, pero come como un glotón suelto en un bosque de restaurantes de cinco tenedores, y ya no es un hombre joven. Según tengo entendido a usted le escucha, tal vez pueda persuadirle para que se modere. Desde luego no presta la menor atención a mis consejos.

Alí alzó las manos para indicar su impotencia en aquella situación.

—Puede que mi padre tenga en cuenta mi opinión en otros asuntos, pero no cuando se trata de comida. Sin embargo, tiene una constitución de hierro, Philippe. Seguirá dando guerra cuando usted y yo nos hayamos ido, estoy convencido.

La cena, preparada especialmente por el cocinero de palacio en honor de Philippe, empezó con un foiegras importado de Estrasburgo, seguido por codorniz rellena de arroz y una ensalada de verduras tiernas con un aliño ligero de vinagre de champán y delicado aceite de sésamo.

—Mis cumplidos por una cena exquisita —dijo Philippe a Amira—. Hacía años que no disfrutaba tanto.

—Es usted muy amable, Philippe, pero no merezco sus cumplidos. Ha sido nuestro cocinero Fahim quien ha preparado la cena.

—Aun así, es a usted a quien doy las gracias, pues estoy seguro de que ha sido usted quien ha inspirado sus esfuerzos.

Amira enrojeció y bajó la vista.

—Alí me ha contado que sigue usted cursos universitarios por correspondencia, Amira. ¿Ha encontrado ya algún campo en particular que sea de su interés?

—No. Sigo un programa general; algo de literatura, historia, ciencia y filosofía. Pero me siento aún como si estuviera comprando. Así es en cierto modo. Es como estar en una tienda maravillosa donde hay tantos artículos a la venta que no acabas de decidirte.

Philippe sonrió con gran cordialidad, y sus ojos azules se llenaron de arrugas al mirarla directamente.

—Qué actitud tan maravillosa, Amira. Espero que no deje nunca de sentirse así. En cuanto a la especialidad, bueno, tiene aún mucho tiempo por delante.

Amira se sintió encantada con los elogios del médico. Nadie la había tomado tan en serio en toda su vida. Le gustó que Philippe diera por supuesto que continuaría con su educación y que incluso hallaría una especialidad en particular.

Durante los postres (un crepé al estilo árabe con nata y jarabe de agua de rosas), Alí habló sobre la fama de Philippe y sus habilidades para el diagnóstico clínico.

—He oído decir que le llaman el Sherlock Holmes de la medicina.

—Lo considero un gran cumplido, Alí —dijo Philippe con una sonrisa—, he intentado siempre estar a la altura. Por ejemplo, hace poco tuve un caso fascinante en París. El caballero sufría una parálisis prácticamente total del brazo izquierdo, desde el codo hacia abajo. Por supuesto lo primero que se teme es un ataque, pero no había indicios de tal cosa. La siguiente posibilidad era lo que llamamos «muñeca caída», algo parecido a la parálisis de Bell, pero que no se da en la cara. Es consecuencia de un trauma en un nervio, de una herida en algunos casos, pero también un virus puede causarlo.

»A veces se llama «brazo de muleta» porque las personas que usan muletas pueden dañarse el nervio radial que discurre a lo largo de la parte interior del brazo, pero aquel hombre no usaba muletas. Lo que es más, juró que no había hecho nada en absoluto que forzara el brazo más de lo normal. Les aseguro que me hallaba en un callejón sin salida, haciendo una prueba tras otra que no me servían de nada. ¿Era psicosomático? No lo sabía.

»Entonces, una tarde, sin ningún motivo especial, cancelé una cita que no era urgente y fui a ver a mi paciente a su oficina. Se sorprendió de verme, y también le preocupó, supongo. Los muebles de su oficina eran de estilo antiguo, una mesa de madera maciza y una silla de respaldo alto. No llevaba allí ni un minuto cuando sonó el teléfono. Tan pronto como cogió el receptor con la mano derecha, echó el brazo izquierdo medio paralizado sobre el respaldo de la silla y se quedó así, cargando sobre él la mitad de su peso. Obviamente era un hábito inconsciente. Cuando colgó, le pregunté cuánto tiempo se pasaba al teléfono cada día. Oh, horas, me respondió. Entonces vio que yo miraba su brazo sobre el respaldo de la silla y los dos nos echamos a reír. Recobró el uso del brazo plenamente en unos dos meses.

Amira se echó a reír.

—Eso es maravilloso —dijo, rebosante de admiración—. Desearía poder hacer lo mismo que usted.

—Podría hacerlo —dijo él, con una expresión parecida a la de Amira—. Al igual que muchas otras personas. En realidad es una mera cuestión mecánica —añadió, pensativamente—. Pero la magia auténtica está en curar al que dirige. Si tuviera que volver a empezar de nuevo, si fuera tan joven como usted, Amira, creo que me especializaría en psicología.

Fue un momento que Amira recordaría para siempre, un momento en el que vislumbró el futuro.

Se divertía tanto que hubiera deseado que la velada no acabara, pero tras una segunda taza de café Philippe anunció con pesar evidente que debía marcharse.

—Tengo que coger un avión mañana temprano. Pero, por favor, permítanme devolverles su hospitalidad. Me sentiría muy honrado si vinieran a visitarme a París. —Se inclinó sobre la mano de Amira y la besó levemente; su aliento fue como una caricia.

Sin darse cuenta apenas de la mirada escrutadora de Alí, Amira se acostó reviviendo aquel momento, el tacto de Philippe, su voz, sus modales elegantes y la mirada especial de sus ojos.

En el silencio antes del amanecer, cuando aún estaba profundamente dormida, Amira notó una mano sobre su seno, unos dedos que recorrían su piel con tanta delicadeza que le hicieron gemir de placer.

Pero de repente los dedos perdieron su suavidad, apretaron, pellizcaron, hicieron daño. Amira soltó un grito de dolor y apartó la mano. Una fuerte bofetada la despertó de golpe. Alí estaba a su lado con la cara roja de rabia.

—Escucha con atención, mujer —masculló entre dientes—, escucha bien. Yo decido, ¿entiendes? Yo decido lo que ocurre en esta cama y fuera de ella, y así será hasta el día en que mueras.

Amira escuchó con los ojos desorbitados, conteniendo la respiración. ¿Por qué estaba tan furioso? ¿Qué había hecho ella? ¿Sería posible que su marido supiera que se había dormido pensando en otro hombre, que su cuerpo había reaccionado a su tacto? Buscó las respuestas en el rostro de Alí, pero no las halló. Sin una palabra más, Alí se levantó de la cama y se fue.

Al día siguiente, Amira halló un sura del Corán escrito sobre un papel y clavado en una pared de su dormitorio. «Si temes que ellas (tus esposas) te rechacen, amonéstalas y cambialas a otra cama; pégales con firmeza. Si te obedecen, no te preocupes más. Dios es poderoso.»

Por primera vez en su matrimonio, Amira tuvo miedo de su marido.

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