Amira

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CUARTA PARTE » Un hombre en la noche

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En medio de toda aquella opulencia, el objeto más conmovedor era uno de los menos espectaculares: el diario de Faruk, abierto por la página correspondiente al 26 de julio de 1952, el día en que abdicó el despreciado rey, obeso, envejecido e infantil. Según un guía de uniforme caqui, el monarca escribió mal su propio nombre en el documento por el que cedía su trono.

Antes de marcharse, Margaret y Amira dieron un paseo por los jardines. En el mar, un trasatlántico se dirigía hacia el oeste ofreciendo una bonita imagen en el horizonte, como un barco de juguete.

—Creo que es el Azonia —dijo Margaret, que había seguido la mirada de Amira—. Hace el trayecto entre Alejandría y Marsella en cuatro días. Qué agradable ir a bordo, ¿eh?

Amira se dio cuenta de que era eso justamente lo que había estado pensando.

Margaret insistió en invitarla a comer. Eligió un restaurante a la orilla del mar llamado Abukir, que consistía en una única sala de paredes de cristal. Peces de una docena de especies nadaban en tanques aguardando la elección de los clientes.

—No los hay más frescos —comentó Margaret—, pero creo que pediré soubia. Aquí es excelente.

—Tomaré lo mismo —dijo Amira al camarero.

Soubia resultaron ser pulpitos fritos en aceite de oliva. Amira aventuró un primer mordisco. Estaba delicioso.

—¿Se ha fijado en el supuesto atajo que hemos tomado para venir aquí? —preguntó Margaret.

—Me he fijado en que pasábamos por un barrio de bastante mal aspecto.

—Era una esquina de la Mina, el antiguo puerto. Supongo que Hamza esperaba echarle el ojo a alguna mujer pública. No he querido darle la satisfacción de darme por enterada, pero hemos pasado justo por delante de la casa de madame Heloise, el burdel más famoso que aún sigue en funcionamiento. En otro tiempo toda esa zona fue el lupanar de los lupanares, con placeres para todos los gustos, según cuentan. Aún tiene cierta fama, aunque no es ni mucho menos como en los viejos tiempos, claro está. Hoy en día los clientes son sobre todo árabes grasientos. No se ofenda… desde luego nuestros muchachos también disfrutaron lo suyo.

Amira se encogió de hombros. ¿Por qué iba a ofenderse? Todo el mundo sabía lo que podían hacer los hombres lejos de casa.

La tarde la dedicaron a otro palacio, el Muntaza, una fantasía rosada como un castillo de arena, enclavado en un parque de eucaliptos y turbintos en la cima de una colina bañada por la brisa y sobre una preciosa playa. Amira recordó las historias de Jihan sobre el Muntaza, pero no vio por ninguna parte la piscina en la que retozaban las bellezas desnudas de Faruk. Tal vez lo habían cubierto y olvidado.

Tras visitar el edificio y los jardines, Amira y Margaret pasearon descalzas por la playa con Hamza como acompañante para que no hubiera problemas. Era una playa pública, pero había una hilera de cabañas (en realidad pequeñas y cómodas casas) en alquiler. Hombres mayores recorrían la playa en toda su extensión ofreciendo café o limonada a las familias que tomaban el sol en la tarde azul y oro.

La última parada fue el consulado británico en Roushdy, apenas a kilómetro y medio de su casa, para tomar el té. Amira había estado en Londres en una ocasión, pero aquel rincón de Egipto le pareció mucho más inglés. El sol se ponía ya, arrojando largas sombras sobre el ondulado césped, y Amira deseó que fuera posible devolverlo a su cénit para impedir el final del día. Comprendió que era Margaret quien la hacía sentirse así.

Amira había tenido una relación íntima con tres mujeres en su vida: Laila, la señorita Vanderbeek y Jihan. Todas se habían ido. Ahora, surgiendo de la nada, había encontrado un poco de cada una de ellas (la compañera aventurera, la maestra y la madre) en Margaret Edwin.

Era hora de partir. Margaret ordenó preparar el coche. Mientras esperaban en la puerta, siguieron charlando. Sí, Amira podía estar libre al día siguiente; se lo preguntaría a Alí. Bien. Tal vez Podrían ver el museo.

—Charles y yo tuvimos una hija —dijo entonces Margaret, inesperadamente—. Murió en un accidente de barco cuando tenía doce años. Ahora sería de su edad. Anoche estuvimos hablando de ello, después de conocerla a usted. Charles dijo que tenía una sonrisa encantadora, pero que sus ojos parecían tristes. Sé que es un atrevimiento por mi parte, pero si necesita alguien con quien hablar, aquí me tiene, al menos unos cuantos días.

—Gracias. —Amira no sabía qué más decir. De nuevo Margaret parecía haberle leído los pensamientos.

Alí estaba tumbado junto a la piscina con una copa en la mano.

—¡La exploradora ha vuelto a casa! —exclamó alegremente—. Ve a ponerte el bañador y date un chapuzón conmigo.

Era una orden fácil de obedecer. Cuando Amira volvió en bañador, su marido chapoteaba plácidamente con una nueva copa, sentado en el borde de la piscina.

—¿No vas a la ciudad esta noche, cariño?

—¿Hummm? No sé. Quizá me dé un respiro y me vaya pronto a la cama.

Qué agradable sorpresa. Después de dar unas cuantas brazadas, se sentaron junto a la piscina y contemplaron las estrellas de una noche deliciosa. Alí preparó otro combinado y sirvió soda a Amira.

—Cuéntame lo que has hecho —pidió con una sonrisa—. ¿Has descubierto los restos de Cleopatra?

Amira le habló de los palacios, de la soubia y del aire ultrabritánico del consulado. Alí rió, hizo unas cuantas preguntas, bromeó. Estaba bebiendo demasiado, ¿pero qué importaba? Por lo menos estaba allí y eso ya era un principio.

El cambio llegó sin avisar. Amira relataba lo que le había contado Margaret sobre la Mina. El rostro de Alí se ensombreció. Se levantó tambaleándose.

—No quiero que vuelvas a ver a esa mujer nunca más.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Te lo prohíbo. ¡Sentada en un lugar público y hablando de prostíbulos!

—Pero Alí, querido…

—No discutas conmigo. Quizá tu familia no tenga una reputación de la que preocuparse, pero la mía sí.

—Pero si sólo era…

—¿Es que piensas llevarle la contraria a tu marido? ¡Te digo que te lo prohíbo!

Alí entró en la casa a grandes zancadas. Amira se quedó sentada en la oscuridad creciente, demasiado sorprendida para llorar. Luego, mucho después, cuando entró ella también, Alí se había ido.

Margaret llamó por la mañana. Anonadada cuando Amira le contó lo ocurrido, se culpó de todo. Estuvieron charlando largo rato. Amira trató de explicarle que no era culpa de nadie, sino la voluntad de Dios. Nada podía hacerse. ¿Qué otra alternativa tenía sino obedecer a su marido?

—Lo comprendo —le aseguró Margaret, pero Amira se dio cuenta de que en realidad no lo comprendía—. Buena suerte, querida. Adiós. —Fueron las últimas palabras que oyó de su nueva amiga.

—La paz de Dios —dijo, pero ya se había cortado la comunicación.

Una vez más, sólo tenía la piscina y sus libros.

—Alí, quiero volver a casa.

—¿A casa? ¿Por qué? Esto es muy bonito. ¿No eres feliz?

—No. Vine aquí para estar contigo, pero tú nunca estás aquí.

—Ahora mismo estoy aquí.

—Ya sabes lo que quiero decir.

—No, no lo sé. Sé que mis asuntos en esta ciudad no son tus asuntos. Sé que este viaje fue idea tuya. Sé que me gasté una fortuna en comprar esta casa que no te gusta. Pero no sé lo que quieres decir.

Poco después, Amira oyó que el coche se alejaba.

Nada podía hacer. Su idea había sido un completo fracaso. Todo iba peor allí que en Al-Remal. Esa noche, por primera vez, el aire del mar y el sonido de las olas no la arrullaron hasta dormirse rápidamente. Paseó por su habitación, preguntándose qué iba a ser de ella.

Si no había más amor ni más hijos, ¿se divorciaría Alí? Casi lo deseaba. Aún era joven, tenía tiempo para hacer otro buen matrimonio. ¿Pero qué sería de Karim? Además, Alí no se divorciaría; se lo había dicho en más de una ocasión, no por amor, sino por venganza, cuando discutían. La relegaría a una oscura habitación de palacio para que se marchitara mientras él engendraba hijos con otras esposas.

Miró a Karim, que dormía en su cuna. A los pocos años, se iría a la sección de los hombres y luego se convertiría en adulto. Si tenía suerte, comería con ella una o dos veces por semana.

Intentó convencerse de que todo era voluntad de Dios, pero no le ayudó en nada. ¿Qué importaba de quién fuera la voluntad? Si un cometa caía del cielo y la aplastaba, sin duda sería la voluntad de Dios, ¿pero le dolería menos por eso? Si tuviera a alguien con quien hablar. A Philippe, o a Malik. Pensó en el Azonia. Volvería de Marsella al cabo de un día o dos. ¿Y si cogía a Karim y su pasaporte, subía a bordo y sobornaba al capitán? Era una locura. Aunque le dieran un pasaje, Alí la estaría esperando en el puerto francés.

Se acurrucó en la cama. «Mamá, ¿dónde estás?», gimió. Basta. Jihan estaba en el paraíso. ¿O no? ¿Estaba Laila allí también? ¿Por qué pensaba en Laila?

Se levantó y recorrió la casa hasta el aparador donde Alí guardaba las bebidas. Sin mirar la etiqueta, abrió la primera botella y echó un trago. Fue como beber fuego. Sintió náuseas, pero las reprimió y echó otro trago. Tal vez así podría dormir. Alí dormía como un tronco. ¿Era el sueño de los justos?

Subió las escaleras, pero parecían balancearse de un lado a otro. Cuando se tumbó en la cama, la habitación le dio vueltas. Se metió en el cuarto de baño y vomitó. Luego, exhausta, volvió tambaleándose a la cama y estiró una mano en la oscuridad para tocar a su hijo, que dormía.

La luna brillaba en lo alto, inundando de luz la habitación, molestándola en los ojos. ¿Dónde estaba? Ah, sí, en Alejandría. ¿Qué hora era? Ni idea. Le dolía la cabeza. Algo la había despertado. ¿Karim? No, el niño dormía pacíficamente. Oyó voces fuera. Alí. ¿Con quién hablaba? ¿Con un criado? Parecía enfadado.

Amira se levantó de la cama y salió al balcón. A la luz de la luna vio a Alí abajo, junto a la piscina, en bañador y encarándose con un hombre joven cuyas ropas delataban su pobreza.

—Excelencia —imploraba el hombre con voz suficientemente alta para que Amira le oyera—. Sólo menciono su promesa. Me dijo que se ocuparía de mí, pero el dinero no me ha llegado.

Ante el asombro de Amira, Alí le dio una fuerte bofetada con el dorso de la mano.

—¡Cómo osas venir a mi casa! Te advertí que no debías poner los pies aquí jamás. Ya sabes dónde encontrarme. ¡Allí y sólo allí!

—Excelencia, por favor, escuche. Mi madre está enferma. Necesitamos dinero para un médico, para medicinas. Se lo suplico. Si yo ya no le gusto, deje que le envíe a mi hermano. Ya lo ha visto, excelencia. Sólo tiene trece años, muy hermoso, muy puro. Sería el primero, como conmigo.

En la cálida noche alejandrina, Amira se sintió convertida en hielo. De repente todo se aclaró: la indiferencia de Alí, sus cambios de humor y su inestabilidad, su ira cuando ella intentó engatusarlo para que hicieran el amor. Amira tenía un hormigueo en los dedos y se le iba la cabeza. No te desmayes, se dijo a sí misma. Aquí no, ahora no.

—Por favor, excelencia, sólo unas cuantas libras.

—Escucha, perro, lo has perdido todo viniendo aquí. ¡Vuelve a tu perrera!

La actitud sumisa del joven cambió sutilmente, adquiriendo un leve tinte amenazador. Amira se dio cuenta de que era más alto y musculoso que Alí.

—Excelencia, yo no pretendía llegar a esto, pero tengo fotos, quizá alguien me las comprara por unas cuantas libras, lo suficiente para pagar al médico. Por favor, no me obligue a hacer algo así.

Alí tendió las manos hacia la garganta del joven, pero las dejó caer.

—Estás mintiendo, por supuesto —dijo con su tono más aristocrático—, pero no perderé más tiempo en estas tonterías. Hasta un idiota como tú sabe que no puedo llevar dinero en el bañador. Espera aquí.

Alí dio media vuelta y desapareció de la vista al entrar en casa. El joven le siguió con la mirada; sí, como un perro, pensó Amira. Borrosamente se imaginó a sí misma tomando el sol al día siguiente y a Alí acercándose con los ojos vidriosos. ¿Qué le diría?

Su marido reapareció en el jardín e inconscientemente Amira se hundió en las sombras. Alí tendió al joven un fajo de billetes con la mano izquierda; era un insulto, pero el otro no estaba allí para alardear de orgullo. Balbuceando su gratitud, el joven extendió la mano para coger el dinero. Alí volvió a golpearle, esta vez en el pecho. El joven soltó un gruñido, cayó de rodillas y luego de espaldas. Sólo entonces vio Amira el cuchillo.

—¡No! —gritó, y su exclamación se perdió en la inmensidad de la noche.

Alí se volvió y la miró con los ojos desorbitados.

—¿Estás ahí? Ni una palabra, Amira, ni una palabra. ¿Has comprendido?

No había necesidad de responder.

Alí cogió el cadáver por los pies y lo arrastró por la hierba hacia el mar. Amira permaneció en el balcón temblando. Se le ocurrió que todo aquello era una pesadilla, que por la mañana se habría desvanecido.

Alí regresó con la respiración jadeante. Echó agua sobre la sangre junto a la piscina, se sumergió en ella, salió, y se metió en la casa. Eso fue todo.

Lo atraparán, pensó Amira. Es un asesino y lo atraparán. Sin embargo, comprendió luego que era una estúpida, tal vez por el alcohol que había ingerido. Alí no tenía nada que temer. Aunque la policía lo encontrara con el cuchillo en la mano y el cadáver a sus pies, era un príncipe de Al-Remal y el hombre muerto no era más que un intruso. El dinero podía responder a todas las preguntas embarazosas y, si era necesario, también el traslado del policía a algún puesto fronterizo en el Sahara.

En cualquier caso, regresaron a Al-Remal al día siguiente. Durante el largo vuelo, no cruzaron una sola palabra.

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