Amira

Amira


QUINTA PARTE » Visitantes matutinos

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Los festejos terminaron, los beduinos desaparecieron de vuelta al desierto, los huéspedes extranjeros llenaron el aeropuerto, pero Alí insistió en que Philippe se quedara uno o dos días más.

—Aquí mismo, en esta casa —dijo—. Me la quedaré unos días más para evitarle la molestia de trasladarse a palacio o a un hotel. Así que ya ve, está todo pensado.

A Amira su entusiasmo le pareció excesivo (sin duda había demostrado ya su gratitud y hospitalidad a satisfacción de todos), pero no imaginaba qué otros motivos podía tener, de haber alguno.

Philippe se resistió a la invitación, señalando que tenía pacientes que atender en Francia, pero una llamada de palacio resolvió el tema; los festejos ininterrumpidos habían provocado un nuevo ataque de gota al rey y se precisaban los servicios del doctor Rochon con urgencia.

—Como puede comprobar, Dios es sabio —comentó Alí con su mejor sonrisa—. Incluso la enfermedad de mi padre ha traído algo bueno.

—De todas formas mañana es sábado —dijo Philippe—. No haría más que holgazanear en casa o en algún bar, mientras que aquí disfruto de la mejor compañía. Pero es absolutamente imprescindible que me vaya el domingo a media tarde, inshallah —añadió con una sonrisa.

—Si ha de ser así, sea, amigo mío, aunque nos entristecerá verle partir.

Amira agradeció a Dios la prolongación de la estancia de Philippe, que le proporcionaría una nueva oportunidad de hablar con él, estaba convencida. Necesitaba oír sus ideas, sus consejos. Comprendió que en realidad necesitaba que tomara la decisión por ella.

Las cosas no resultaron como Amira esperaba, pues se pasó la tarde del sábado ayudando a Zeinab a trasladarse de nuevo a palacio. Se produjo un gran alboroto por un par de pendientes que Zeinab había dejado en su tocador. Tras una búsqueda exhaustiva, se hallaron en su joyero.

Philippe pasó todo el día en palacio. Regresó de noche con aspecto cansado y se fue a su cuarto a descansar. Alí tenía una cita, y llamó después para decir que Amira y Philippe cenaran sin él, lo que hicieron, para escándalo de los criados, de eso Amira estaba segura. Philippe no tenía apetito; se bebió un vaso de vino mientras ella comía. Charlaron de cosas intrascendentes. No había nada más que decir salvo la palabra Tabriz, que permaneció suspendida en el aire. Amira no podía pronunciarla; aún no.

Una criada entró con Karim. El niño se sentó en el regazo de Amira, luego se deslizó hasta el suelo y caminó inseguro hasta Philippe para que lo columpiara en sus rodillas. Alí llegó en aquel momento, alegre y bullicioso. ¿Habría bebido?

—¡Qué escena tan doméstica! —exclamó entre risas—. Pensaba que me había metido por error en la casa de un europeo rico, su joven y guapa esposa y su hijo.

—Podría ser —dijo Philippe—, ¿pero dónde está el europeo rico?

Alí soltó otra carcajada.

—Tengo algo para usted, amigo mío —dijo. Salió de la estancia y volvió con un paquete envuelto en papel de regalo. Dentro había un thobe y un ghutra de hermosa confección y un agal negro con ajustes de oro puro—. Primero fue Lawrence de Arabia —comentó Alí—. Ahora puede ser Philippe de Al-Remal.

Philippe ofreció regalos a su vez. Para Alí, una cazadora de aviador, de piel, una réplica exacta y muy cara de las que llevaban los pilotos durante la Segunda Guerra Mundial. Para «la casa», ya que hubiera sido incorrecto darle algo a Amira directamente, un par de palomas exquisitamente talladas en marfil.

Fueron unos instantes agradables en apariencia, pero su hipocresía hizo que Amira sintiera deseos de gritar. ¿Por qué no podía decir lo que deseaba: que se iba y que se llevaba a Karim? ¿Por qué no podía Philippe adelantarse y añadir: «Y no intente detenernos, amigo mío»?

Estaba claro: porque las consecuencias serían terribles. Aun así, aquella farsa era insoportable.

La pequeña celebración resultó corta para las costumbres remalíes. A Philippe se le notaba exhausto y Alí anunció que tenía que levantarse temprano porque tenía una nueva cita.

—Pero desde luego volveré a tiempo para acompañarle al aeropuerto, amigo mío.

Mascullando las gracias y una disculpa, Philippe se retiró con paso cansino. Tras jugar unos minutos con Karim, que estaba irritable porque tenía sueño, también Alí subió a acostarse.

Amira era la única que no tenía sueño y permaneció hasta bien entrada la noche mirando fijamente la oscuridad de su dormitorio. Se sentía como un viajero en el desierto cuando se ocultan las estrellas. Moverse era vital, ¿en qué dirección? Era casi el amanecer cuando, repitiéndose a sí misma una y otra vez que todo estaba en manos de Dios, acabó durmiéndose.

Se despertó con la vaga sensación de que algo iba mal. La casa estaba muy silenciosa, pero era lógico; seguramente, Alí se había marchado ya y Philippe seguía durmiendo. Zeinab y su tribu ya no estaban. Karim dormía pacíficamente. Sin embargo, había demasiada calma. Se vistió con rapidez y bajó. ¿Dónde estaban los criados? Llamó, y el silencio fue todo lo que obtuvo por respuesta.

Estaba a punto de entrar en las dependencias de los criados Para pedir explicaciones cuando vio a la joven camarera, Hanan, vestida con sus mejores galas y atravesando el jardín en dirección a la verja lateral.

—¡Hanan, ven aquí! ¿Dónde están todos?

—Pues no lo sé, alteza. El amo envió a algunos a palacio para preparar su regreso, y a los demás nos dio el día libre, por haber trabajado a fondo durante los festejos. Yo iba a visitar a mi madre.

—¡Pero no queda nadie en la casa!

Hanan no dijo nada. Las disputas entre el amo y su esposa no eran de su incumbencia.

—¿Cuándo dio esas órdenes?

—Pues esta misma mañana, alteza, justo antes de marcharse —Hanan pareció sentirse algo culpable—. Podría quedarme, señora, si me necesita.

—No, no. Ve y disfruta de tu día libre.

—Gracias, alteza. —La muchacha se dirigió a la verja antes de que Amira cambiara de idea, pero se detuvo para decir—: Estoy segura de que los que están en palacio volverán pronto.

—Seguro que tienes razón. Gracias, Hanan.

Amira buscó café en la cocina. Sin duda, Philippe no tardaría en despertarse. Encontró pan y fruta, y huevos en la nevera. ¿Probaba a hacer una tortilla? Le agradó pensar en que prepararía el desayuno a Philippe y se lo tomaría con él, los dos solos. No obstante, estaba irritada con Alí. ¿Por qué había alejado a todos los criados de la casa, teniendo que atender a un huésped? Era absurdo.

De repente, todo cobró sentido. Amira se quedó paralizada. No, se dijo, ni siquiera Alí intentaría una cosa así; sería como una broma pesada. Intentó sonreír, pero no pudo. Por supuesto que Alí lo intentaría, y no se parecería en nada a una broma.

Según la ley sharia, una mujer que acusara a un hombre de violación necesitaba que lo corroboraran cuatro testigos, pero si era un hombre el que acusaba a su mujer de adulterio, sólo tenía que demostrar un comportamiento incriminatorio. Estar sola en la casa con Philippe la condenaba directamente. Además, Amira había cenado a solas con él en ausencia de su marido, y recordó que alguien los había visto en el jardín de noche.

No había tiempo que perder. Tenía que actuar de inmediato. Su primer impulso fue avisar a Philippe, pero se detuvo en seco cuando se volvió hacia la escalera. El dormitorio de Philippe era el último lugar en el mundo donde debían encontrarla. Incluso ir al piso de arriba era una locura.

Podría irse de la casa, pensó. Pero ¿qué impresión daría? ¿Cómo iba a explicarlo?

El teléfono. Podía llamar a palacio y ordenar a algunos de los criados que volvieran, pero, ¿la obedecerían? ¿Cuánto tardarían? ¿Y si uno o varios de ellos estaban metidos en el ajo? Ni siquiera era necesario que lo estuvieran, bastaba con que se supiera la verdad. Imaginó a la pequeña Hanan testificando ante un qadi en un tribunal sharia: «Me ofrecí a quedarme, excelencia, pero ella me ordenó que me fuera.»

Piensa, Amira.

Fue al teléfono y marcó el número de su padre, rezando para que contestara cualquiera menos el propio Ornar.

—La paz de Dios. —Era el anciano sirviente Habib.

—La paz de Dios, Habib. Soy Amira. Por favor, no molestes a mi padre. Necesito hablar con Bahia.

—Sí, señorita… quiero decir, alteza.

Parecieron transcurrir horas hasta que Bahia se puso al teléfono.

—Bahia, no hagas preguntas. Coge a tu hija y a cualquier otra criada que encuentres y ven aquí inmediatamente. No pierdas ni un segundo. Si alguien te pregunta adonde vas, dile que Karim y yo estamos enfermos y que nuestros criados están de vacaciones.

—Voy enseguida —dijo Bahia simplemente, y colgó.

Amira se paseó de un lado a otro de la cocina. Si Philippe bajaba lo echaría de la casa de inmediato. Podía entrar alguien en cualquier momento, uno de los parientes de Alí, por ejemplo. Tal vez alguien se hallaba de camino en aquel mismo instante con el propósito fijo de encontrarla sola en casa con el huésped extranjero.

Volvió al teléfono y probó el número de Farid. No estaba en su casa. Tras varias llamadas no consiguió localizarlo. No podía hacer otra cosa que esperar. ¿Por qué no bajaba Philippe? ¿O era mejor que no lo hiciera?

Se oyó un rasgueo en la puerta de servicio. Amira abrió a Bahia y a su hija.

—No he podido encontrar a nadie en tan poco tiempo —se disculpó Bahia.

—No te preocupes. Sois como ángeles del Paraíso. Entrad, entrad. Lo que necesito ahora es que parezcáis ocupadas. Haced café, empezad el desayuno y todo lo que sea necesario. Quiero que parezca que habéis estado aquí toda la mañana.

Mientras Bahia y su hija ponían manos a la obra, ella les explicó la situación, la presencia del doctor Rochon, la misteriosa partida de los criados y su natural preocupación en esas circunstancias. Sólo omitió su temor de que Alí estuviera detrás de todo aquello.

Bahia no preguntó nada, pero la miró largo rato.

—No ocurrirá nada, Dios mediante —dijo—. Pero ha hecho bien en llamarnos. ¿Dónde está Karim?

—Arriba, durmiendo.

—Maryam, ve a buscarlo.

—La tercera puerta a la derecha —dijo Amira.

Cuando Maryam volvió con el niño medio dormido, Bahia ya había preparado café.

—Salga al patio, alteza —dijo usando el título por primera vez—, y la serviremos como es debido.

Apenas acababa de hablar cuando oyeron voces masculinas en la parte delantera de la casa.

—Mujer, cúbrete —gritó una de ellas.

Bahia y Amira intercambiaron una mirada. Ambas habían notado el singular «mujer» en lugar de «mujeres».

El primo de Alí, Abdul, irrumpió en la cocina seguido de otros tres hombres. A dos de ellos Amira no los había visto nunca; el tercero le pareció familiar, pero no consiguió ubicarlo.

—Amira, ¿qué ocurre aquí? —Abdul pareció sorprendido de ver a Bahia y a Maryam.

—¿Qué quieres decir, Abdul?

—Venimos a visitar a tu marido y nos encontramos con la puerta abierta.

—¿La puerta estaba abierta? ¿Del todo?

—Sí.

—Alí debe de habérsela dejado abierta al salir.

—¿Tu marido no está aquí, entonces? —El hombre de aspecto familiar tenía una mirada ardiente, dura, inquisitorial.

—Tenía una cita esta mañana temprano, pero estoy segura de que volverá pronto. Por favor, siéntanse como en su casa. Bahia les servirá café. ¿Han desayunado?

—¿Y tu huésped? —quiso saber Abdul. A Amira no le había gustado nunca, e incluso el hombre de aire familiar pareció afligido por tal falta de sutileza.

—¿El doctor Rochon? ¿Qué pasa con él?

—¿Dónde está?

—Pues durmiendo, supongo. Aún no lo he visto esta mañana.

—¿Es cierto eso?

—Sí, es cierto. Abdul, ¿qué significan todas estas preguntas? ¿Qué ocurre?

—¿Quiénes son estas mujeres? No son tus criadas habituales.

—Mi marido ha creído conveniente dar el día libre a nuestros sirvientes. Bahia y Maryam han servido a mi familia desde que nací y les he pedido ayuda.

—Estos sirvientes leales que harían cualquier cosa por uno son una bendición de Dios —dijo el hombre de aspecto familiar.

—¿Cuándo han llegado? —insistió Abdul.

—Llevan aquí casi toda la mañana.

—Casi toda la mañana —repitió el hombre de mirada furibunda.

—Caballeros —dijo Amira, que ya estaba harta—, sólo soy una mujer, pero debo recordarles que soy la esposa de un príncipe real y que ésta es su casa. Abdul, tú deberías valorarlo tanto como los demás. Dices que has venido a ver a mi marido. Te sugiero que reserves tus preguntas para él.

—¿Qué preguntas? ¿Qué está pasando aquí? —Era Alí, que había aparecido con el rostro ruborizado por la excitación.

—Eso es lo que nos preguntábamos nosotros, primo —replico Abdul—. Hemos venido a verte y nos hemos encontrado la Puerta principal abierta de par en par. Al entrar, hemos descubierto a tu esposa sola, o más bien con estas dos mujeres que no son criadas vuestras.

Alí echó una ojeada a Bahia y a Maryam. ¿Apareció un indicio de furia en su expresión?

—Bien, yo las conozco —musitó.

—Hemos preguntado por tu distinguido huésped —prosiguió Abdul, empecinado—. Tu esposa afirma no haberlo visto en toda la mañana.

—El doctor Rochon es, como dices, mi huésped. No me gusta que se hagan insinuaciones contra él.

Era un desliz, pensó Amira. Nadie había insinuado nada contra Philippe. Aquel asunto tenía todo el aspecto de una obra en la que Bahia y Maryam habían desbaratado las frases de los actores, obligándoles a improvisar.

—Dice que está durmiendo —apuntó el hombre de mirada furiosa. Los otros dos hombres no dijeron nada. Amira comprendió que eran meros testigos.

—Es tarde para que todavía esté durmiendo, aunque sea extranjero —dijo Alí—. Iré a comprobarlo yo mismo.

Tardó más de lo normal en volver. En la cocina no hablaba nadie. El hombre de aspecto familiar miró a Amira de reojo. De repente, ella se dio cuenta de quién era. No lo había reconocido sin el turbante verde. Era el matawa que se había acercado a ella cuando caminaba apoyada en el brazo de Jabr tras la catástrofe de la Noche Egipcia. Alí regresó.

—No está —dijo—. ¿Dónde está, Amira?

—No lo sé, marido mío. No lo he visto.

—Tal vez haya dejado una nota, o… o algo —insinuó Abdul.

—Ya he mirado —replicó Alí, irritado—. No había nada.

—¿Nada? Yo puedo ayudarte a buscar.

Incluso el matawa pareció asombrado por aquella conversación.

—Bonjour, amigos míos. Una mañana encantadora. ¿Molesto?

Philippe apareció sonriente en el umbral de la puerta. Llevaba las típicas ropas de paseo del turista europeo y su piel blanca había adquirido un ligero tono bronceado.

—Precisamente estábamos… estábamos buscándole —dijo Alí titubeando.

—¡Ah! Había salido. He dormido mal, me he despertado temprano y he visto que hacía un día precioso, así que he ido a dar un paseo. De hecho he salido justo detrás de su alteza. He pensado en llamarle, pero parecía tener mucha prisa.

—¿Ha estado fuera toda la mañana? —preguntó Abdul Husam

—Como digo —respondió Philippe encogiéndose de hombros—, he dado un agradable paseo. Luego me he sentado en una mesa de la terraza de un café y he contemplado pasar a la gente.

—¿Qué café era? —inquirió el matawa con tono casual—. Tenemos tantos…

—No me he fijado en el nombre.

—Ah.

—Pero si le interesa saberlo, puede preguntárselo al hermano de mi anfitrión, Ahmad. Él y su séquito han pasado por allí y ha sido tan amable de quedarse una hora conmigo.

¿Hasta qué punto comprendía Philippe lo que estaba ocurriendo? Amira no lo sabía, pero el hecho de que pudiera contar con el hermano de Alí para dar fe de su paradero puso fin al pequeño interrogatorio de la cocina. Alí comentó que el misterio se había resuelto y condujo a sus visitantes hacia las dependencias de los hombres.

—Que Bahia nos traiga café —dijo a Amira—. Espero que no hayamos estorbado vuestra reunión. —Su sonrisa era tan radiante que Amira se preguntó si el peligro había estado sólo en su imaginación. ¿O era aquella la sonrisa del duelista que ha perdido el primer envite, pero sabe que va a ganar el duelo?

Por la tarde, ella y su marido llevaron a Philippe al aeropuerto. En el concurrido vestíbulo, ambos hombres se abrazaron como hermanos. Al oírles intercambiar agradecimientos, cumplidos y promesas cordiales de hospitalidad futura, Amira se preguntó de nuevo si la casa vacía la había puesto paranoica.

La megafonía del aeropuerto interrumpió la despedida llamando al príncipe Alí Rashad.

—Siempre surge alguna cosa —se excusó Alí—. Vuelvo enseguida.

—Sólo disponemos de unos minutos —dijo Philippe a Amira, contemplando cómo se alejaba Alí—. He llamado desde la casa antes de salir. Amira, ¿eres consciente de lo que ha ocurrido esta mañana?

—Creo que sí. No sabía si tú te habías dado cuenta.

—Todo estaba preparado. Era lo que los americanos llaman un «montaje». Tal como he explicado, me he despertado temprano y he decidido salir a dar un paseo. Mientras me vestía, se me han caído unas monedas. Una ha rodado debajo de la cama. Al agacharme para cogerla, he descubierto una botella de whisky medio vacía. No era mía. Alguien ha tenido que ponerla allí. Me he preocupado y he registrado la habitación. ¿Qué crees que he encontrado metido en un rincón de la cama, bajo la sábana? Una prenda de ropa interior femenina, muy atrayente, debo decir, provocativa. No lo sé, pero imagino que te sentaría perfectamente.

—Oh, Dios mío. —Amira había pasado miedo por la mañana, pero sólo entonces comprendió realmente la magnitud del peligro que había corrido. En Al-Remal, pruebas como aquéllas bastaban para condenar a muerte a una mujer.

—Me he metido la botella y la prenda en el bolsillo y los he tirado en cuanto me he alejado lo suficiente de la casa.

—Gracias, pero ¿qué…?

—Amira, no puedes esperar mucho para decidirte. Si ha de ser en Tabriz, necesito tiempo para planearlo. Si no… bueno, temo por ti, querida mía. Tienes que alejarte de todo esto de algún modo, antes de que sea demasiado tarde. Te ayudaré en todo lo que pueda.

Antes de que Amira pudiera replicar, Alí regresó con una broma sobre el sistema de mensajes.

—Hay demasiados príncipes llamados Alí—dijo. En ese momento, anunciaron el vuelo de Philippe.

Lo acompañaron hasta la puerta de embarque. Los pasajeros subían a bordo en fila. Philippe se despidió.

«Éste podría ser el último minuto que pase con él», comprendió Amira, y habló sin pensar.

—Se me había olvidado preguntarle una cosa, Philippe. ¿Ha estado alguna vez en Tabriz?

—¿Tabriz? ¿Ha dicho Tabriz?

—Sí, Tabriz. Alí y yo vamos a ir. Nunca hemos estado. Pensaba que un viajero como usted podría conocerlo, Tabriz, quiero decir.

—Sí, he estado allí —replicó Philippe; y en sus ojos vio Amira su promesa reafirmada—. Dicen que Tabriz es la ciudad más hostil de todo el Oriente Medio, pero yo encontré buena gente allí, muy servicial. Estoy seguro de que su visita será muy agradable.

Tras estas palabras, partió.

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