Amira

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SEXTA PARTE » Un chico americano ciento por ciento

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—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Jenna Sorrel.

—Nada —respondió Karim con poca convicción. Tenía el ojo izquierdo morado y un hilo de sangre seca saliendo de la nariz.

—La verdad, jovencito.

—Me he peleado, ¿vale?

Jenna detectó vergüenza y orgullo mezclados en la respuesta de su hijo. Sólo tenía nueve años, se recordó a sí misma.

—No, no vale. ¿Qué ha ocurrido?

—Josh me ha insultado.

—¿Josh Chandler? —La mitad de los compañeros de clase de Karim parecían llamarse Josh, pero Jenna recordaba a Chandler porque su hijo no se llevaba bien con él.

—¿Qué insultos?

—Pues eso… insultos.

Jenna recordó los insultos dedicados a los estudiantes del Oriente Medio durante su segundo año en Harvard, cuando se produjo la crisis de rehenes en Irán. De vez en cuando, el nombre de Karim y su tono de piel café con leche le convertían en objeto del mismo tipo de crueldad por parte de sus compañeros.

—Los insultos no son motivo suficiente para pelearse. Lo sabes, ¿verdad?

Karim asintió, a punto de estallar en lágrimas.

—Tu padre decía siempre que las peleas se producen en la mayoría de los casos porque alguien tiene miedo de no pelear. Decía que el auténtico valor se demuestra negándose a pelear, y él era un hombre valiente.

Karim volvió a asentir. El padre que no había conocido era su mayor héroe. Desgraciadamente, ese padre era falso. Lo había creado Jenna sin dejar de preocuparse por las implicaciones psicológicas de ese acto y advirtiéndose a sí misma que no debía crear un modelo demasiado perfecto. Físicamente, el hombre inventado era bajo, como Alí, y como apuntaba Karim. En la mayoría de los demás aspectos se parecía a Philippe, pero no era médico. Jenna había temido que algún día alguien pudiera relacionar «médico francés» con «princesa desaparecida». Así pues, Jacques Sorrel era un capitán de barco, muerto al transportar suministros médicos a un puerto de África asolado por una epidemia.

—Bien —dijo enérgicamente—. Vamos a resolver este problema.

Jenna conocía superficialmente a los Chandler de las funciones del colegio. Vivían en la elegante Beacon Hill, que no se hallaba lejos de Marlborough Street y se podía ir andando.

Les abrió la puerta una doncella. Carolyn Chandler, alta, rubia y con una estupenda figura de tenista, apareció sonriendo cortésmente, aunque con cierto nerviosismo. Tras ella se alzaba Cameron Chandler como un oso cordial pero preocupado. Ambos parecían mediar la treintena.

—Según parece ha habido cierto problema —dijo Cameron. Su sonrisa indulgente daba a entender que no consideraba ese problema demasiado serio.

—Lo ha habido, y vengo para que me garanticen que no volverá a ocurrir. —Jenna no sonreía.

—Pero creo que su hijo golpeó primero al nuestro —intervino Carolyn.

—Si es así, ha hecho mal y pedirá disculpas. Pero según me ha contado, Josh había menospreciado el origen de Karim, su origen étnico, y eso no puede continuar. Estoy segura de que estarán de acuerdo conmigo.

—Por supuesto —dijo Cameron Chandler, asintiendo—. Desgraciadamente, son cosas de chicos. Josh, ven aquí.

Josh era varios centímetros más alto y pesaba ocho kilos más que Karim. Tenía un gran corte en el labio.

Cameron se hizo cargo del asunto. Tras unas cuantas preguntas directas, sonsacó a los chicos lo que seguramente se acercaba mucho a la verdad, y les ordenó que se dieran la mano y lo olvidaran todo. Jenna no estaba convencida de que le gustara el método, pero pareció funcionar.

—¿Quieres jugar a baloncesto? —preguntó Josh a Karim.

—Vale. ¿Puedo, mamá?

—Sólo un rato.

Los dos chicos se escabulleron de la reunión de adultos. Sintiéndose fuera de lugar, Jenna aceptó agradecida la invitación de Carolyn a tomar café. Cameron se unió a ellas con una copa en la mano.

Los Chandler empezaron a hacerle preguntas y Jenna acabó recitando su pasado ficticio, tan bien ensayado que casi le parecía cierto. De sus anfitriones, en cambio, parecía haber poco que saber. Eran exactamente lo que parecían ser, miembros de la vieja sociedad bostoniana. Cameron era banquero y Carolyn repartía su tiempo entre el tenis y las obras de beneficencia. El era agresivamente cordial, ella fría y tímida.

Jenna intuyó cierta distancia entre ellos a través de su lenguaje corporal. Tal vez habían discutido por el comportamiento de Josh.

—Así que es psicóloga —dijo Cameron.

—Sí.

—¡Claro! —exclamó Carolyn, animada de repente—. ¡Es usted! ¿Cómo no me di cuenta antes?

—¿Quién? —dijo Jenna, casi temiendo preguntar.

—Ha publicado un libro, ¿verdad? —Carolyn estaba lanzada—. Pensaba comprármelo. Leí una crítica muy buena en alguna parte. Viejas…

—Viejas cadenas —dijo Jenna con alivio—. Le daré un ejemplar si lo desea. —El libro había sido una agradable sorpresa. Lo había publicado una pequeña editorial universitaria del Medio Oeste con una primera tirada de mil ejemplares, y se trataba de una reelaboración de su tesis doctoral. Tal vez hubiera pasado desapercibido como tantos otros ensayos académicos de no ser por una reseña, breve pero muy positiva, en el New York Times Book Review. Se habían vendido ya treinta mil ejemplares y se hablaba de sacar una edición en rústica.

—Cadenas —dijo Cameron—. Suena raro.

—Algunos de mis colegas están de acuerdo; demasiado jungiano. El título lo eligieron los editores.

—¿De que trata?

Jenna suspiró.

—De la relación, en términos psicológicos, entre los mecanismos de dominación masculina y las tácticas de supervivencia femeninas en diferentes culturas a lo largo del tiempo.

—¡Caramba! —exclamó Cameron—. ¿Lleva subtítulos en inglés?

—Lo siento —dijo Jenna, que no pudo evitar reír—. Es difícil de explicar en una sola frase. Digamos que trata de los diferentes modos de adaptación de las mujeres a diversas formas de discriminación y malos tratos.

—Un tema muy delicado —dijo Cameron—. Lo bastante como para necesitar otra copa. ¿Le apetece algo? —A Carolyn no le ofreció nada.

—No, gracias. En realidad tengo que irme. Ya les he entretenido bastante.

Los Chandler expresaron las protestas de rigor. Carolyn la acompañó fuera. Los chicos estaban jugando en la canasta del jardín de atrás, aparentemente como grandes amigos. Jenna los contempló unos instantes. No sabía nada de baloncesto, pero era evidente que Josh tenía ventaja por su tamaño, y que Karim la contrarrestaba con agilidad y astucia. ¿Dónde había aprendido a fintar y amagar, aquellas inteligentes mentiras del cuerpo? Sintió un escalofrío al recordar el rápido cuchillo en la noche de Alejandría.

De camino a casa, miró a su hijo de reojo, invadida por sentimientos de amor y de tristeza. ¡Karim crecía tan deprisa! Parecía que fuera ayer cuando era un bebé. En los primeros años, cuando habían tenido que conocer un nuevo mundo juntos, habían sido uña y carne. Pero (¡tan pronto!) Jenna percibía el principio de su distanciamiento; en el rostro de su hijo, con aquel ojo a la funerala que tanto le dolía a ella y aquella reserva recién descubierta, apuntaba el hombre que iba a ser.

Jenna acarició la cabeza de Karim, alborotándole los cabellos. Él se escabulló, pero sonreía. Era un momento americano, pensó Jenna, como un fragmento de un anuncio televisivo. En Al-Remal, una madre no trataría a un hijo varón con tanta familiaridad, y menos a la edad de Karim. Pero claro, él no sabía nada de todo aquello. Era americano. Ella misma lo era, o casi. Dios mío, incluso se había convertido en fan de los Red Sox. Hablaba inglés apenas sin acento, y en todo caso era vagamente holandés, heredado de la señorita Vanderbeek. El acento de Karim era puramente bostoniano.

Era un chico ciento por ciento americano. Sin embargo, ¿había obrado bien?, se preguntó por milésima vez. Había ido a casa de los Chandler para defender el origen, la herencia de su hijo, ¿pero no se lo había robado ella mucho más de lo que podía hacerlo el insulto de un colegial? Karim no sabía nada sobre su auténtica nacionalidad.

En cuanto a la religión, había varias mezquitas en Boston, pero nunca lo había llevado a ninguna. Le había enseñado algo sobre el Islam, pero también sobre otras religiones. Por otro lado, estaba la cuestión de sus derechos de nacimiento; era un príncipe real, pero ni siquiera conocía a su verdadero padre.

Había inscrito a Karim en la prestigiosa Commonwealth School donde, irónicamente, lo aceptaron de buena gana porque deseaban tener alumnos de las «minorías». Jenna sabía que en cierto modo era una concesión a los restos de sus recuerdos y fantasías aristocráticos. Karim no tenía tales ilusiones.

Se prometió a sí misma que algún día le diría la verdad. Mientras tanto, ¿qué sentido tenía atormentarse de esa manera? Había hecho lo que debía hacer y ya no había vuelta de hoja.

—¿Qué te parece, grandullón? —dijo, intentando animarse—, ¿nos pasamos por la librería para ver si tienen algún rompecabezas nuevo? —Karim compartía su pasión por los puzzles grandes y difíciles. Le gustaba pensar que eso significaba que tenían el mismo intelecto, agudo para resolver problemas.

—¿Podemos encargar una pizza también? —preguntó Karim con vehemencia.

—Gran idea.

Y así, al menos de momento, la distancia desapareció entre ellos; Karim volvía a ser su hijo pequeño. Estaban los dos juntos, solos contra el mundo.

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