Amira

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SEXTA PARTE » Travis

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Las personas que buscaban refugio en Sanctuary, donde Jenna ofrecía gratis sus consejos profesionales dos veces por semana, eran tan diversas como la propia América. Ricas, pobres, blancas, negras, jóvenes, viejas; sólo tenían una cosa en común: los maridos y amantes que usaban los puños para intimidarlas y maltratarlas. Jenna se encontraba en aquel momento moderando la sesión de grupo de la noche del martes, y animaba a Pamela Shields a continuar con su historia. Pamela, que tanto le recordaba a Carolyn, era una próspera matrona que poco antes vivía en una lujosa casa, pero cuando por fin decidió no seguir soportando las agresiones de su marido, éste le privó de todo dinero, dejándola prácticamente en la miseria.

—Nunca me di cuenta de que no tenía nada a mi nombre —dijo Pamela—. Mientras hice lo que quiso Burke nunca tuve problemas de dinero. Si quería ropa nueva o joyas, se lo decía a él y me daba dinero. Fue sólo… sólo cuando no pude continuar con nuestra vida cuando comprendí que él lo controlaba todo. —Se enjugó las lágrimas con un pañuelo de papel desgarrado, suspiró entrecortadamente y prosiguió—: Dice que no tendré nada si intento divorciarme de él. Dice que se quedará con nuestros hijos y se asegurará de que me vean como la mala madre que soy.

—¡Es un farol! —exclamó Polly Shannon, una menuda rubia de cincuenta años—. No es verdad sólo porque él lo diga. ¿Que tiene dinero? ¡Bien! La ley hará que lo comparta contigo. Y no hay modo humano de que la ley le dé a tus hijos, sobre todo si aparece en su historial que te pega.

—No sé…

—Mírame —insistió Polly—. Yo despellejé a Kevin en los tribunales. El me arrebató muchas cosas, pero al final dije basta. Ahora él está en la cárcel y yo voy a empezar una nueva vida.

—Todo el mundo no es tan fuerte como tú —musitó Pamela.

—No se trata de fortaleza —dijo Jenna amablemente—. No estamos en un concurso de levantamiento de pesas. Se trata de ver qué se puede hacer y cómo podemos ayudarnos a hacerlo unas a otras. — ¿Por qué no lo comprendían? ¿Por qué tenía que repetirlo a cada momento? A Jenna le encantaba su trabajo, pero en ocasiones le cansaba, le hacía sentir como si estuviera luchando en una batalla perdida. Aquélla era una de esas veces. Además, tenía otra razón para desear que la sesión acabara. Esa noche vería el rostro de su hermano y oiría su voz, igual que varios millones de estadounidenses. Malik salía en televisión para ser entrevistado por Sandra Waters en su programa de variedades.

Connie Jenks, una joven ingeniero de sonido que vestía con un estilo absolutamente grunge, alzó
la mano como una colegiala.

—¿Sí, Connie? —dijo Jenna, aunque imaginaba ya lo que se avecinaba.

—Quiero decir algo —empezó Connie—. Es que… no dejo de oír, bueno, quiero decir, ninguna de vosotras me hace caso porque intento conseguir que mi matrimonio funcione. Actuáis como si el divorcio o la cárcel fueran el único modo de tratar a un hombre que… tiene problemas. Bueno, Steve está intentando solucionar sus problemas igual que nosotras, y espero volver con él en cuanto consiga resolverlos, y lo conseguirá. ¿Sabéis lo que hace? Me manda flores. Dos veces por semana. ¿Qué os parece? ¿Por qué no hablamos de eso, es decir, sobre cosas positivas, para variar?

Jenna consiguió echar una ojeada a su reloj sin que la vieran.

—Nadie dice que los problemas no puedan resolverse —dijo a Connie—, pero las flores y las disculpas no lo harán, te lo aseguro. En primer lugar, él ha de admitir que tiene un problema, ojo, su problema, no algo que hiciste tú o que tú le obligaste a hacer. Luego necesita ayuda profesional. Steve ha dado esos primeros pasos, y espero que tenga éxito, pero hasta que veas y oigas algo muy diferente de lo que ha estado sucediendo en los últimos tres años, será mejor que te lo tomes con mucha tranquilidad.

—Siempre que hablas parece que sepas mucho sobre todo esto —dijo Polly—. Quiero decir que lo sepas por experiencia propia. ¿Has estado tú alguna vez con un hombre así?

—Yo no, pero sí una persona muy querida —contestó Jenna, eligiendo con cuidado sus palabras—. Sentía lo mismo que Pamela, que su marido tenía todo el poder y ella ninguno.

—¿Y qué hizo ella?

—Le dejó. Fue muy duro. Se llevó a su hijo a otro… estado, y se cambió el nombre para que su marido no la encontrara.

—¿Y qué tal le ha ido? —quiso saber Polly—. ¿Le va bien?

—Muy bien. Tiene trabajo y sus problemas se han solucionado.

—¿Algún otro hombre en su vida?

—No —contestó Jenna, sintiendo una leve punzada de pesar—. Pero sigamos. —No se encontraba cómoda hablando de sí misma aunque fuera fingiendo que hablaba de otra persona.

Jenna compró su ración de periódicos sensacionalistas en un quiosco, aunque últimamente le era más fácil encontrar noticias de Malik en las páginas financieras de periódicos y revistas respetables, por las que se había enterado de que su hermano se había hecho con todas las acciones de una empresa automovilística británica y había comprado una gran empresa alemana de cines y teatros.

Pero fue otra noticia la que llamó su atención. Un sirio en paro había matado a su esposa, de la que estaba separado, y había huido con sus hijos, al parecer de vuelta a Oriente Medio. Fue una manera terrible de recordarle hasta qué punto podía llegar la resolución de un hombre, aunque fuera un hombre corriente sin el poder que tenía Alí. Jenna no quería pensar en ello. Se apresuró a volver a casa, metió una cinta virgen en el vídeo y se instaló en su sillón favorito.

Sonó el teléfono. Jenna vaciló un instante, luego descolgó con un suspiro. Era Toni Ferrante, que tras varios años de terapia intermitente y de un conflicto emocional se había divorciado.

—Perdona por llamarte a casa —dijo—. Sé que este número es sólo para las emergencias, pero, Jenna, no sé cuánto tiempo podré continuar así. —Se le quebró la voz y Jenna la oyó sollozar—. Me decía a mí misma: «Quizá este fin de semana les diré por fin a los chicos que soy lesbiana. Y quizá ellos intentarán entenderlo porque me quieren.» Pero hoy han vuelto a casa del colegio hablando sobre maricones y tortilleras del modo más cruel y sucio. Y he comprendido que me engañaba a mí misma. No lo comprenderán si les digo que yo soy una de esas tortilleras. Me odiarán.

Jenna no dijo nada.

—Dime que me equivoco, Jenna, por favor.

—No puedo, Toni —replicó Jenna tras suspirar—. Eres una mujer inteligente. Sabes que los chicos se pondrán furiosos. Quizá lleguen a creer incluso que te odian durante una temporada, pero…

—Pero ¿qué? ¿Se les pasará? ¿Volverán a quererme igual que ahora?

—Sabes muy bien la respuesta. Nada será igual, ¿pero cuál es la alternativa? Ahora eres desgraciada.

—Sé que te he decepcionado, Jenna.

—No se trata de complacerme a mí. Es tu vida, Toni. Sólo quiero ayudarte a vivirla del mejor modo posible.

—Y la sinceridad es ese modo.

—Tú lo has dicho.

—Entiendo —dijo Toni con tono cansado, tras un largo silencio—. Sencillamente falta saber si tendré el valor necesario.

—Me encantaría ayudaros con una sesión de terapia familiar si es necesario —ofreció Jenna, pero colgó sintiéndose hipócrita. ¿Cómo podía animar a Toni a ser sincera cuando llevaba años mintiendo a su hijo?

Incluso Sandra Waters parecía impresionada mientras se paseaba, seguida por la cámara, por la cubierta del Jibán. «Mide noventa metros de proa a popa —decía—. ¿El precio? Cuarenta millones de dólares, más otros treinta para decorarlo. Sumen y tendrán lo que quizá sea la nave privada más lujosa que ha visto el mundo, un palacio de placer flotante que tiene su propia sala de proyección y filmoteca, salón de belleza y helipuerto.»

Una imagen de archivo mostró el yate navegando. «Con cincuenta lujosos camarotes y sesenta tripulantes, eljihan es capaz de navegar ocho mil quinientas millas (lo que supondría cruzar una vez el Pacífico y dos veces el Atlántico), sin repostar. Sus desalinizadoras producen casi cuarenta mil litros de agua potable al día del agua del mar, y sus seis cámaras frigoríficas contienen alimentos para tres meses.»

La imagen de vídeo regresó a Sandra entrando en un camarote. «Pero quizá la característica más espectacular de esta nave —decía, con el entusiasmo de un agente inmobiliario—, sean sus cuartos de baño. Éste —señaló—, tiene una bañera en forma de concha, tallada y pulida en un solo bloque de ónice. Los accesorios son de oro de veinticuatro quilates. Y en éste —continuó tras un corte—, destaca la enorme bañera de ónice blanco, los accesorios de jade chino y sus dos cascadas gemelas.»

Waters abrió la puerta a una suite aún más extravagante. «Aquí tenemos un techo con artesonados en madera de olmo y puertas secretas que se accionan electrónicamente, enorme bañera de madera. Cama redonda de dos metros y medio. Un salón que es una réplica de una suite del Plaza Athenée. Y etcétera, etcétera. Todo esto pertenece a este hombre, el propietario de este humilde barquito… Malik Badir.»

«Buenas noches, Sandra —dijo Malik, un poco cohibido, levantándose para saludar a la entrevistadora—. Bienvenida a bordo del Jibán.»

Quizá fuera la iluminación, pero a Jenna le pareció cansado, con grandes ojeras.

Sin embargo, aún mostraba la sonrisa familiar y el aire fanfarrón que ella tan bien recordaba, mientras respondía a las preguntas de Waters.

«—Hace un año que se botó eljihan. Tengo entendido que la fiesta para celebrarlo duró una semana entera. ¿Es cierto?

»—Oh, sí. De hecho no estoy muy seguro de que algunos de los invitados no sigan aquí.

»—Y su acompañante en la fiesta fue…

»—Sí. —No había necesidad de mencionar el nombre de la famosísima estrella de cine recién divorciada con la que Malik salía entonces; todos los que estaban viendo el programa conocían la historia.

»—Y ustedes dos todavía…

»—Oh, nos vemos a menudo. Somos amigos… quizá los mejores amigos.

»—Pero usted tiene otras… amigas.

»—Gracias a Dios —replicó Malik con una sonrisa—, no va contra la ley disfrutar de la compañía de mujeres hermosas. De lo contrario podrían arrestarme por esta visita suya, Sandra.»

Sandra Waters sonrió como una boba antes de darse cuenta y continuar.

«—Pero, ¿no hay nadie especial en su vida?

»—Hay mucha gente especial. Pero creo que lo que quiere saber, Sandra, es si estoy a punto de casarme con alguien. Lamento decir que no. —Parecía realmente triste—. No tengo planes en ese sentido. En realidad, nadie podría reemplazar a mi amada esposa.»

La entrevistadora volvió a contar respetuosamente la historia del accidente de Geneviéve. «Después padeció una nueva tragedia —dijo a Malik—. Le dispararon en un intento de secuestro de su hija y perdió un brazo.»

Jenna emitió un gemido ahogado. No se había dado cuenta del modo extraño en que caía la chaqueta de Malik, que parecía echada sobre sus hombros descuidadamente. Ahora vio que la manga izquierda estaba vacía.

«—…me dijeron que la herida no era peligrosa —decía su hermano—, aunque el hueso estaba destrozado. Pero luego hubo complicaciones, se infectó. No hubo nada que hacer más que amputar.»

Dios mío —pensó Jenna—, ¿cómo pudo ocurrir semejante cosa? ¿Cómo es que no me enteré?

«— ¿Diría usted que su éxito, su enorme fortuna, ha sido una suerte y una desgracia a la vez? —preguntó Sandra Waters, rozando el brazo de Malik. Jenna hubiera dado uno de sus brazos por estar en el lugar de la entrevistadora en aquel momento. Malik se limitó a encogerse de hombros.

«—Y ahora surge una nueva dificultad en su vida —continuó Waters—. Estoy segura de que sabe a qué me refiero. Corren rumores de que está a punto de ser acusado de violar las leyes de espionaje francesas por su participación en la venta de reactores Mirage a una nación del Tercer Mundo, que después los revendió al reino de Al-Remal. —Jenna tampoco sabía nada de aquello.

»—Un malentendido —dijo Malik—, que pronto se aclarará.

»— ¿Sólo un malentendido?

»—Por supuesto.

»— ¿Podría ampliar la respuesta?

»—No, pero créame, pronto se aclarará todo.»

Jenna estaba tan concentrada en la entrevista que no se había dado cuenta de que había llegado Karim.

—¿Lo conoces? —preguntó Karim con un tono que era demasiado casual—. A Malik Badir, quiero decir.

—¿Por qué lo preguntas?

—No sé. Por el modo en que lo mirabas. Me ha parecido que quizá lo conocías.

—¿Tiene aspecto de ser alguien a quien yo quisiera conocer?

—No lo sé. Sólo preguntaba.

Durante dos días Jenna no dejó de preocuparse por los problemas legales de su hermano. Necesitaba saber más, más de lo que él estaba dispuesto a contar en televisión. Finalmente, decidió llamar a Laila por una vez. Su sobrina le había llamado un par de veces desde su último encuentro, y luego nada. No podía culparla después de que ella hubiera roto su amistad incipiente con blandas excusas. Además, Laila debía de tener un millón de cosas mejores que hacer que llamar a una mujer a la que apenas conocía.

Laila, que seguía en el Pierre, no pareció sorprendida por su llamada.

—¿Qué tal le va?—preguntó.

—Bien, bien. ¿Y a ti? ¿Te gusta Columbia?

—Sí, mucho.

—Veamos… ya debes de estar en el penúltimo año.

—En el último.

—Ah. ¿Y tu padre? —dijo Jenna, intentando aparentar un tono de lo más casual—. No quiero entrometerme, pero he oído historias…

—¿Se refiere a lo del programa de Sandra Waters?

—Bueno… sí.

—No hay nada de que preocuparse. Nada que él no pueda manejar. Tiene un montón de enemigos, ¿sabe? Ellos empezaron con todo eso, pero él lo aclarará todo. Él mismo me lo dijo.

Jenna creyó oír a su hermano, confiado, arrogante incluso. Qué lejos estaba aquel joven que había huido de Al-Remal para salvar su vida y la de su hija. Sin embargo, pensó, Sandra Waters tenía razón. Había muchas cosas que el dinero no podía comprar. Geneviéve había muerto, y Laila… ¿no hubiera sido más feliz, no hubiera estado más segura, con una vida más sencilla, con un padre más sencillo?

La llamada concluyó con promesas mutuas de mantener el contacto, pero Jenna se dio cuenta de que Laila tenía la cabeza en otras cosas; ¿en un novio, quizá? Intentó imaginar la actitud de Malik hacia el hecho de que su hija fuera ya una mujer. ¿Aprobaría el antaño hijo rebelde las mismas tendencias en su hija? Jenna sonrió ante la idea.

Casualidad. Azar. Eso fue.

Jenna estuvo a punto de cancelar la conferencia, pese a que era uno de los ponentes. Sencillamente tenía demasiado trabajo, se dijo, para pasar un largo fin de semana en Puerto Rico.

Fue Karim quien finalmente la convenció para ir.

—Los padres de todos los chicos que conozco hacen vacaciones —dijo—. Tú no has hecho nunca. Necesitas un poco de relajación, mamá, aunque sea en una playa con otros psicólogos. —No era un argumento utilizado en beneficio propio para conseguir quedarse solo un fin de semana. Karim se iba con los Hamid a la casa de campo del profesor en el Cape.

—Quizá tengas razón —admitió Jenna. Últimamente, pese a su trabajo y a sus preocupaciones acerca de Malik, o quizá precisamente por eso, sentía que su vida se había estancado en un punto muerto. La idea de una playa tropical le pareció atractiva.

Cuando se instaló en un cómodo asiento de primera clase en el primer vuelo de la American Airlines con destino San Juan, consideró si debía revisar su ponencia. Déjalo correr, Jenna. Conoces el material como la palma de la mano. Relájate y disfruta. Sus deberes en la conferencia le llevarían, como mucho, medio día. El resto del tiempo era todo suyo.

Una voz grave y ronca interrumpió aquel instante de placer, seguida por la risa de una mujer. Jenna abrió los ojos. La azafata armaba un pequeño revuelo para acompañar al hombre que iba a sentarse junto a Jenna, y que era esbelto y muy bronceado, con unos ojos grises y cansados y cabellos rubios con algunas canas.

—¿Le traigo una revista? —preguntó la joven azafata sin resuello—. ¿Algo para beber?

—Cielo, le prometí a mi mamá que no bebería nunca antes del mediodía, pero le prometí tantas cosas. ¿Qué me dices de un Bloody Mary cuando hayamos despegado?

La azafata volvió a reír como si fuera el discurso más ingenioso que había oído en su vida.

Por favor, se dijo Jenna, ¿hasta qué punto podía ponerse en evidencia una mujer?

—Travis Haynes, señora —dijo su compañero de asiento con voz cansina, girándose hacia ella, esperando que le dijera su nombre.

—Jenna Sorrel. —Lo dijo con el menor entusiasmo posible, deseando cortarle, pero el señor Haynes no pareció darse cuenta.

—Bonito nombre.

La azafata apareció con el Bloody Mary tan pronto como se apagó el letrero que indicaba que se abrocharan los cinturones.

—¿Podría darme su autógrafo, por favor? —rogó al hombre con una caída de ojos que Jenna pensaba que sólo se daba en las telecomedias.

Travis Haynes firmó en una servilleta.

—Quizá la señora también quiera tomar algo —sugirió.

—No, gracias —dijo Jenna.

—Gracias, señor Haynes —dijo la joven efusivamente antes de marcharse.

—Una azafata de las de antes —comentó Travis a Jenna—. Es como una Harley-Davidson. Quizá no quieras conducir una, pero es agradable saber que aún las hacen.

Jenna sonrió a su pesar. Dicho por ciertos hombres, el comentario hubiera sido ofensivo. Travis Haynes lo decía como si fuera algo inocente y… bueno, divertido. ¿Quién era aquel hombre con un encanto del tipo más obvio y un acento sureño tan acusado que al principio apenas podía entenderle?

—Desde luego parece tener una gran opinión sobre usted —señaló.

—Gajes de la profesión —replicó Travis.

—¿Y qué profesión es ésa? — ¿Realmente quería saberlo?

—Oh, me subo a un escenario y gruño y gimo, y alguna gente lo llama cantar country. Admito que no me conoce todo el mundo. No pasa nada —le aseguró, aunque ella no se había disculpado por su ignorancia—. Tengo la costumbre de desaparecer de la vista del público justo cuando tengo la oportunidad de hacerme popular.

—¿En serio? ¿A qué cree que se debe? —Jenna sentía una curiosidad profesional. Además, por extraño que pareciera, le atraía la actitud crítica que mantenía hacia sí mismo y que suponía un agradable cambio con respecto a la mayoría de bostonianos. A su lado tenía, sin duda, un espécimen de lo que los americanos llamaban «un buen tipo».

—Maldito si lo sé, pero desde luego mi agente tiene algunas ideas, y ninguna demasiado halagüeña.

—¿Por ejemplo?

—Oh, antes solía decir que era un maldito estúpido y no iba más allá. Ahora está metida en no sé qué «terapia» —pronunció la palabra como si tuviera algo que ver con brujerías—, y dice que tengo miedo al éxito.

—¿Y usted la cree? —quiso saber Jenna, preguntándose si la agente sería sólo eso o quizá algo más.

—No puedo decir que sí. De lo contrario no estaría en mi novena o décima reaparición.

—¿No? —Jenna volvió a comportarse como la profesional que era, y Travis se dio cuenta.

—Hace muchas preguntas. ¿A qué se dedica?

—Soy psicóloga —respondió ella, preguntándose por qué parecía que se estaba disculpando.

Él sonrió de oreja a oreja y en sus ojos brilló una chispa de diversión.

—Bueno, que me aspen si no soy un bocazas. ¿Así que me ha estado psicoanalizando, doc?

Jenna sonrió y no dijo nada.

—Bueno, vale, si no quiere responder a esa pregunta, probaré con otra. ¿Qué le parece si viene a ver mi actuación en el Hilton esta noche? Asiento en primera fila, champán, y toda la parafernalia.

Jenna se sobresaltó. Hacía, mucho tiempo que nadie le pedía una cita. Su actitud y sus modales no solían animar al coqueteo ni a las bromas.

—Voy a estar muy ocupada —dijo con una sonrisa cortés—. No creo que tenga tiempo para ver ninguna actuación.

Jenna había subestimado la persistencia de Travis. Antes de que sirvieran la comida, la había engatusado para que aceptara ir a ver su «novena o décima reaparición», y cuando aterrizaron, Jenna conocía ya los datos más importantes de su vida. Travis tenía cuarenta y un años, es decir, era más j oven de lo que parecía. Cantaba desde los doce, «por dinero, quiero decir, por diversión hace mucho más». Aunque no había sido nunca una estrella de primera magnitud, había ganado montones de dinero, pero lo gastaba todo; ganaba más, y lo volvía a gastar. «Creo que es porque así he de seguir trabajando», explicó, y Jenna admitió que podía estar en lo cierto.

¿Soy yo realmente?, se preguntó Jenna mientras cantaba You are my sunshine con Travis en el karaoke del salón del Hilton. Desde luego no era Amira Badir, y en cuanto a Jenna Sorrel, ¿había sido alguna vez tan tonta, tan frívola? No, pero lo estaba disfrutando a conciencia.

El espectáculo había sido muy divertido; las bailarinas con lentejuelas, el mago mediocre, e incluso el ventrílocuo de los chistes archisabidos. Le habían gustado las sonrisas de complicidad que Travis enviaba en su dirección mientras cantaba, y los gritos de deleite de sus fans femeninas. Y no podía negar que le había halagado que Travis la presentara al final de su actuación como «mi hermosa amiga de Boston».

El genuino y contagioso entusiasmo de Travis la arrastró a una fiesta improvisada en el salón, donde Travis cantó sus canciones favoritas para la multitud que se congregó allí, feliz de escucharle. Cuando se cansó de cantar, cogió a Jenna de la mano y la llevó por todo el casino, animándola a probar suerte en la ruleta, el blackjack y los dados.

Fue muy diferente a sus experiencias en Londres y en Montecarlo con Alí. Travis hacía que pareciera un alegre juego para niños creciditos. Cuando perdía, gemía y se quejaba dramáticamente, y cuando ganaba, lanzaba gritos y hurras e invitaba a beber a toda la mesa.

¿Soy yo realmente?, volvió a preguntarse más tarde, en los brazos de Travis. ¿Podía haber una pareja que tuviera menos cosas en común? No obstante, las diferencias no parecieron importar cuando pasearon por la playa al amanecer, cuando nadaron con la salida del sol y se besaron justo antes de dormirse en la enorme cama de Travis.

Travis cortejó a Jenna durante el resto de su, lamentablemente breve, estancia en Puerto Rico, de un modo que ella no conocía, con flores, cumplidos y risas. El tipo de diversión que le ofrecía de día era el que podría haber conocido como adolescente de haberse criado en Estados Unidos; por la noche le ofrecía ternura, y aunque dormía muy poco, Jenna se sentía fresca y renovada.

Cuando llegó el momento de partir, se sintió incómoda. ¿Había sido aquello el inicio de una relación, un interludio? ¿Qué prefería ella?

Se despidieron en el aeropuerto. Travis tenía que quedarse una semana más en San Juan, y luego tenía un contrato en Los Angeles.

—Quiero volver a verte —dijo él con tono solemne.

Jenna asintió y le dio su tarjeta.

Se dieron un beso de despedida.

En el avión de vuelta a casa, todo el fin de semana le pareció un sueño muy lejos de la realidad a la que regresaba. ¿Cómo iba a explicarle lo de Travis a Karim? ¿O a sí misma, en realidad? Todo lo que podía decir era que había sido como una bocanada de aire fresco, que había dado una nueva dimensión a su vida monástica.

Intentó hallar el modo de preparar a su hijo.

—Me lo he pasado muy bien —le dijo—. Puerto Rico es muy bonito.

—Aja —replicó él.

—He conocido a mucha gente. Gente agradable.

—Eso está bien.

No tenía por qué haberse molestado. Pasaron más de seis semanas antes de que supiera algo de Travis.

—Voy a actuar dos noches en Toronto —anunció sin más preámbulos y sin disculparse, como si se hubieran separado uno o dos días atrás—, y luego dos noches en Boston. Me gustaría ir a verte, si te parece bien.

—De acuerdo —contestó Jenna, aunque no estaba segura del todo. Una vez más intentó allanar el camino explicándole a Karim que ese fin de semana iría a verla un amigo para llevarla a cenar—. Se llama Travis Haynes.

—¿Un hombre? ¿Vas a salir a cenar con un hombre? ¿Cuándo ha empezado todo esto?

—No hay nada de «esto» —dijo ella, intentando conservar la calma. Tal vez su hijo bromeaba, pero su actitud posesiva le recordaba demasiado a su padre.

Travis llegó el viernes por la noche, ataviado aún con su traje de actuar: un traje de cowboy de raso blanco adornado con cuentas de vidrio. Karim y Jacqueline estaban en la cocina haciendo palomitas. Karim frunció el entrecejo cuando los presentaron. Jacqueline sonrió afectadamente.

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