Amira

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SEXTA PARTE » Brad

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Por si no se sentía ya fuera de lugar, Jenna tuvo ocasión de comprobar que no era bienvenida cuando se anunció la cena. Según las tarjetas realizadas por un experto calígrafo, Brad se sentaba junto a Winky Farrell. La tarjeta de Jenna, improvisada de cualquier manera a lápiz, se hallaba junto a la de Eldon Baker, el anciano con problemas de sordera.

La ira se apoderó de Jenna, barriendo todas sus buenas intenciones. Cogió a Brad por la manga y lo arrastró hasta el vestíbulo.

—Ya es suficiente —siseó—. He recibido el mensaje de tu madre con toda claridad. Nunca seré como Patricia, ¡ni tampoco como Winky! Bueno, pues no quiero ser como ninguna de esas que le gustan a tu madre. Sólo puedo ser yo misma, y si eso no basta, será mejor que no volvamos a vernos.

Aquel estallido le hizo sentirse mejor, resultó incluso purificador. En Al-Remal, pertenecía a una familia de la élite, e incluso en Estados Unidos era una profesional respetada. Así que, ¡cómo se atrevía la madre de Brad a tratarla con semejante desprecio!

Pero después de haber cerrado la puerta de su apartamento con un golpe y de haber lanzado el bolso contra la pared, su sentido de la justicia empezó a evaporarse. El temperamento de los Badir era vivo, pero se enfriaba rápidamente. Cuando se recobraba la sensatez, a veces había motivos para arrepentirse. Sí, era cierto, la madre de Brad se había comportado muy mal, ¿pero era el comportamiento de Brad tan malo como para salir echando pestes de la casa de Abigail, sin ni siquiera haber dado un bocado? Jenna estuvo a punto de echarse a reír, pues se dio cuenta de repente de que tenía un hambre canina.

La nevera tenía poca cosa que ofrecer, y tras hurgar en ella, sólo obtuvo un poco de lechuga marchita, un tomate pequeño y un trozo de queso. No era demasiado apetitoso.

Sonó el timbre de la puerta. Jenna contestó por el interfono. «Entrega de pizza», dijo una voz ronca.

¿Había conjurado un genio una cena para ella? Tenía que ser un error.

—Yo no he pedido ninguna pizza.

—Tengo una pizza para esta dirección, señora.

Algo en la voz… Jenna bajó las escaleras y echó un vistazo por la mirilla. Era Brad… con una enorme pizza.

Jenna abrió la puerta.

—Tienes suerte, estoy hambrienta —dijo, poco dispuesta a dejar traslucir el alivio que sentía al verlo, y la alegría de saber que no la dejaba marchar así como así.

Una vez en la cocina, Jenna devoró la pizza, que llevaba de todo menos anchoas, y dejó que hablara él.

—Jenna, en realidad no nos conocemos mucho. ¿Vive todavía tu madre?

—No, murió siendo yo adolescente.

—Ah. Eso debió de ser duro. Lo siento. —Brad le acarició una mano—. Entonces déjame preguntarte otra cosa. Si siguiera viva, ¿no aguantarías todo tipo de tonterías de su parte, sólo porque es tu madre y la quieres?

Jenna tuvo que admitir que sí.

—Muy bien. Pues lo mismo me ocurre a mí. Mira, la dama a la que tan sutilmente quería emparejarme esta noche…

—Winky —apuntó Jenna agriamente.

—Sí. Winky, Dios nos asista. En realidad se llama Gwendolyn. Somos amigos desde que teníamos seis años.

—¿Sí? —dijo Jenna, adoptando su actitud más profesional.

—Y eso es todo. Nos lo pasábamos tan bien hoy porque… bueno, porque nos conocemos de toda la vida. Escucha, a ella no ' le importaría que te lo dijera, todo el mundo en Boston lo sabe, de todas maneras, todos menos Abigail. Winky está enamorada de su pareja de dobles.

—Entiendo.

—No estoy seguro. No hablo de dobles mixtos.

De repente los dos se echaron a reír.

—Por cierto —dijo Brad—, quizá deberíamos juntar a Abigail y a Karim. Al parecer los dos tienen la misma opinión con respecto a que tú y yo salgamos juntos.

Jenna rió con más fuerza. Era cierto. Su hijo, estudiante de Harvard, sumergido ya en la egiptología, se limitaba a mostrar a Brad una cortesía fría como el hielo. Pero lo que pensara Karim ya no molestaba a Jenna. No era que no le importara, no, sencillamente sentía como nunca antes que aquella relación era correcta.

Brad la besó, sin pedir permiso esta vez, y sus labios se demoraron para saborear y explorar.

—¿Significa esto que podemos salir en firme? —preguntó Brad con expresión seria.

—¿En firme?

—No más Winkys, ni ninguna otra.

—Sí —replicó Jenna, apartando de sí miedo y conciencia, haciendo caso omiso de la voz que persistía en recordarle que sus derechos a una relación según las leyes de Estados Unidos y de Al-Remal eran limitados en el primer caso, e inexistentes en el segundo.

Salir en firme significaba tener a alguien con quien hablar, con quien compartir. Alguien que estaba a su lado, que le frotaría la espalda cuando estuviera tensa, que le haría una tortilla cuando estuviera demasiado cansada para comer. Alguien que la quisiera.

¿Cómo podía vivir sin él?, se preguntaba casi siempre al mirarse en sus ojos tan azules.

—Tengo una casita en Marblehead —dijo él un miércoles por la noche mientras tecleaba en el ordenador de Jenna, intentando recuperar un fichero que aparentemente había desaparecido—. Creo que te gustará. ¿Por qué no vienes conmigo a pasar el fin de semana?

—De acuerdo —contestó Jenna, aunque sabía que se trataba de algo más importante que un fin de semana estival en la playa.

—¿Casita? —exclamó Jenna, maravillada ante la casa victoriana en primera línea de playa, con recargados motivos en madera, techos ornamentales de yeso y accesorios de latón hechos a mano—. Desde luego en Nueva Inglaterra sabéis lo que es la modestia.

—Influencia puritana. Nos sentimos culpables por poseer tanto y fingimos no poseerlo.

Recorrieron las dieciocho habitaciones de la casa; Brad señalaba los retratos de sus antepasados, los santos y pecadores y los que habían caído en algún lugar intermedio.

—Incluso tenemos un pirata en el lote, pero mi abuelo Benjamín, que fue el que construyó la casa, se negó a exhibir el retrato del muy tunante. Decía que a Kincaid Pierce lo ahorcaron una vez y que eso debería bastarle a cualquier hombre.

Jenna soltó una carcajada.

—Me encanta este lugar —dijo—. Tiene mucha personalidad. Como tú.

—Me siento halagado. ¿Es una valoración personal o un juicio profesional?

—Ambos. —Era cierto. Si de algo había estado segura en su vida era de que Brad era una de esas raras personas de las que se podía afirmar que era realmente buena, lo que le hacía sentir aún más desdichada por mentirle.

Pese a que el guarda había llenado de provisiones la nevera y el congelador de la casa, Brad insistió en que debían comer langosta.

—Pero no en un restaurante, sino cocinadas con nuestras propias manos sobre una hoguera, como Dios había dispuesto.

Todos los habitantes del pintoresco pueblecito costero parecían conocer y apreciar a Brad; el policía que patrullaba las calles a pie; el tendero que les vendió maíz recién cosechado; el propietario del estanque de langostas, que tardó un buen rato en elegir dos ejemplares de primera calidad.

—Las mejores —aseguró a Brad, como si el señor Pierce no mereciera más que lo mejor.

Así sería la vida con él, pensó Jenna. Relajada, fácil y familiar. Basta —se recriminó a sí misma—. No tienes derecho a ese sueño.

—Aquí pareces sentirte como en tu casa —comentó—. Más incluso que en Boston.

—De pequeño pasábamos el verano aquí, y algún que otro fin de semana. Siempre tuve la impresión de que aquí sólo ocurren cosas buenas. —Hizo una pausa y oprimió su mano—. He pensado que quizá también tú te sentirías así.

«Ojalá. Ojalá fuera tan sencillo», pensó Jenna.

—¿Por qué has esperado tanto? —preguntó, mientras asaban las langostas y tostaban el maíz sobre una hoguera atizada por el viento en una escondida cala de la costa rocosa—. Para pedirme que saliera contigo, quiero decir.

Por un momento, Brad pareció distanciarse un poco.

—Supongo que soy muy tradicional —contestó—. Un período de luto por alguien a quien amas es una tradición que me parece correcta.

A Jenna le gustó su respuesta.

—Donde yo nací no se guarda luto a los muertos, al menos formalmente. Se consideraba impío. Pero, conociéndote, creo que es una bonita costumbre. —Vaciló un momento—. Pero ¿por qué yo? ¿Por qué no una de esas mujeres adecuadas de las que Boston parece estar llena?

A Brad le brillaron los ojos.

—Porque sabes escuchar. Porque eres hermosa espiritualmente y físicamente. Porque me pareció que te preocupabas por mí cuando no éramos más que extraños. Porque —se interrumpió, sonriendo con picardía—, a Pat le hubieras gustado.

Esa noche hicieron el amor en el gran lecho de plumas, con una vela encendida en la mesilla que arrojaba sombras danzantes sobre las paredes. Jenna se entregó a Brad sin miedo ni vacilaciones mientras él la acariciaba, murmurando ternuras y jurándole amor eterno. Tal vez fuera la primera vez. Era como llegar a casa.

—Quiero casarme contigo —dijo Brad cuando estaban acurrucados en la cama, con los miembros aún entrelazados—. Ocurrirá tarde o temprano, así que, ¿para qué perder más tiempo?

Jenna se quedó muda, abrumada por la alegría y el miedo mezclados. Alegría porque la amaba. Miedo por lo que tenía que contestar.

—He aprendido a valorar la vida —prosiguió él—. Al perder a Pat me di cuenta de la rapidez con que todo puede acabarse.

—Pero nosotros no… en realidad no nos conocemos muy bien —protestó ella con poca convicción.

—Para eso son los próximos cincuenta años. Porque quiero saberlo todo de ti. Quiero saber dónde estás cuando te quedas tan silenciosa. Quiero saber por qué no confías en nuestro amor…

—Pero yo…

—Silencio —dijo él, colocando un dedo suavemente sobre los labios de Jenna—. No tienes que explicarme nada hasta que tú quieras. Pero quiero estar contigo, Jenna, cuando consigas superar lo que sea que se interpone entre nosotros. No quiero ser sólo alguien que espera…

Brad habló con elocuencia, como un padre consolando a un hijo que ha tenido pesadillas. Pero al final, no importó. Su proposición le había llegado al corazón… y lo había roto en mil pedazos.

Porque Jenna tenía que decirle que no.

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