Amira

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PRIMERA PARTE » Dolor

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La hora de caminata hasta la aldea de Um Salih fue como una marcha de miles de kilómetros. Había anochecido y el aire era frío. Amira no había estado tan cansada en toda su vida. El bebé de Laila rompió a llorar tan pronto le sacaron el algodón de la boca, como si quisiera compensar el silencio obligado de sus primeros instantes de vida.

Amira quiso detenerse para consolar al bebé y descansar un rato, pero Um Salih insistió en que siguieran andando.

—Necesita leche materna. Hay alguien esperando para dársela.

—No podemos dejarla llorar —insistió Amira—. Seguro que puedes hacer algo para que se sienta mejor.

Recordando tal vez que Amira era la hija de Ornar Badir, Um Salih cedió. Mojó un pañuelo, lo empapó en azúcar y se lo ofreció al bebé para que chupara. El dulzor y el contacto de una mano humana parecieron calmar y consolar al bebé, que minutos después estaba de nuevo en la cesta, profundamente dormido.

A las afueras de la aldea, un Porsche plateado brillaba a la luz de la luna. Cuando las mujeres se acercaron, Malik fue a su encuentro. Él, que solía ser tan atildado —Amira se burlaba de él a menudo por su vanidad— iba sin afeitar y con el pelo alborotado, y parecía que hubiera dormido sin quitarse la

galabaya de color blanco roto del más fino algodón egipcio. Abrazó a Amira" durante largo rato.

—Estaba tan preocupado… —dijo sin más preámbulos—. Temía que te hubieran descubierto, que te hubiesen hecho prisionera… qué sé yo. No me lo habría perdonado nunca si te hubiera ocurrido algo a ti, pero aquí estás por fin. ¿Cómo está Laila? ¿Y el bebé, qué hay del bebé? ¡Dímelo rápido, por amor de Dios!

Haciendo caso omiso de la pregunta sobre Laila, pues, ¿cómo podía estar en aquellas circunstancias?, Um Salih levantó la tapa de la cesta.

—Es una niña sana, señor. Será una gran belleza, se lo prometo.

Malik cogió a su hija y acarició su rostro tal como había hecho su madre.

—La llamaré Laila —dijo, más para sí mismo que para las dos mujeres—. Lo haré todo por ella. Todo y más. Todo lo que hubiera hecho, lo que debería haber hecho por Laila.

—No pienses en eso ahora, hermano —dijo Amira—. No podías hacer nada. —Era cierto.

Cuando el delito de Laila salió a la luz, Malik quiso confesar.

—También yo he pecado —dijo—. ¿Por qué he de salvarme yo cuando ella va a morir? Nos amamos juntos; es justo que muramos juntos.

Pero, a través de Amira, Laila le había prohibido confesar. «Dar tu vida no salvará la mía. Será un sacrificio inútil. Y lo que es peor, convertiría a nuestro hijo en huérfano. No lo permitiré.»

Durante las terribles semanas en que Laila languideció en Al-Masagin, Malik se paseaba de un lado a otro y rugía como un animal enjaulado.

—No puedo permitir que esto suceda, Amira. ¿Qué clase de hombre se esconde cuando la mujer que ama está en peligro?

—Un hombre sabio, en este caso —dijo Amira, intentando persuadir a su hermano de que la supervivencia no equivalía a la cobardía—. ¿En qué ayudarías a Laila si te suicidaras?

Sin embargo, Malik se negaba a aceptar lo que parecía inevitable, e ideaba planes temerarios que comentaba con su prima y mejor amigo, Farid. ¿Podían ser sobornados los jueces?

—Con las sumas que tú podrías reunir, no —replicó Farid—. Y aunque ninguno de ellos se sentiría insultado si le ofreciera una suma principesca, el riesgo de proponer un soborno insuficiente sería muy grave, primo.

Malik cedió al juicio de su primo. Dentro de la familia Badir se daba por sentado que, pese a su afición por las bromas y juegos, Farid había heredado el intelecto de su padre Tarik, un eminente matemático. Así pues, fue Farid quien mantuvo a Malik con los pies sobre la tierra después del juicio y del inevitable veredicto, cuando ya sólo se le ocurrió asaltar la prisión, huir al aeropuerto y escapar en un reactor del que se apoderaría por la fuerza.

A pesar de que tenía unos cuantos amigos lo bastante leales, y locos, para ayudarle en semejante empresa, Farid señaló que ninguno de ellos era piloto, y aunque podía hallarse a un piloto dispuesto a correr peligros por dinero, ninguno se arriesgaría a que lo derribaran las Reales Fuerzas Aéreas de Al-Remal por proteger a una adúltera.

Al final, todo se había reducido a aquel momento en el desierto, en que el oro tintineaba con un pálido brillo amarillo bajo la luz de la luna, al pasar de las manos de Malik a las de Um Salih.

—Gracias, señor. Mil bendiciones. —La anciana partera se llevó la mano a la frente en señal de respeto.

Amira contuvo una sonrisa al recordar las impertinencias e insultos de la anciana en la prisión. No siendo ya necesario representar un papel para los guardias, Um Salih volvía a ser una humilde campesina en presencia de la riqueza y el poder.

Malik respondió con igual cortesía y siguió interesándose por las disposiciones que había tomado para su hija.

—¿La nodriza que has elegido es una mujer sana?

—Oh, sí, señor, desde luego. Es mi sobrina Salima.

—¿Una sobrina inventada o verdadera? —preguntó Amira maliciosamente, recordando su papel.

—Silencio, Amira. ¡Qué vergüenza! —Volviéndose hacia la anciana, Malik se disculpó—. Te pido perdón, Um Salih. Algunas veces mi hermana olvida sus buenos modales.

La partera inclinó la cabeza levemente en un gesto digno de una princesa real.

—Como decía, señor, mi sobrina dio a luz ayer, pero, ay, su hijo, el niño que hemos dejado en la prisión, no sobrevivió al parto. Es una desgracia… hace años que ella y su marido intentan tener un hijo. Pero le aseguro que, aparte de esta circunstancia, mi sobrina es fuerte y saludable. Esta niña tendrá la mejor leche y los mejores cuidados, se lo aseguro.

—Vendré por ella tan pronto como me sea posible. Puede que sean unos meses, puede que un año. Pero no te preocupes, yo me ocuparé de ti y de tu familia mientras viva.

—Todo se hará como desea, señor. No tiene nada que temer de esta humilde servidora.

Amira sabía que eso era cierto. Malik mantendría su palabra, de eso estaba segura. Pero aunque algo le ocurriera y su oro dejara de llegar, Um Salih no podría contar jamás la historia de lo que había sucedido en la prisión de Al-Masagin, pues sería la muerte para ella.

Era hora de marcharse, pero la mirada de Malik se había prendado amorosamente de su hija dormida.

—¿Quiere cogerla en brazos, señor? —La partera sacó al bebé de la cesta y lo depositó en los brazos de su padre.

Malik la sostuvo en silencio con los ojos negros brillantes.

Amira y la partera guardaron también silencio, como de mutuo acuerdo, mientras padre e hija compartían su primer contacto bajo el cielo del desierto.

—Hablo en serio, ¿sabes? —dijo Malik, más tarde, cuando él y Amira se alejaron en el coche—. Será mi sol, mi luna y mis estrellas.

Amira estudió el rostro de su hermano. Le pareció más viejo, más curtido que unos meses atrás. Las lágrimas se habían desbordado y corrían por sus mejillas. Pero Malik no había llorado jamás, pensó Amira, ni siquiera cuando era un niño.

—No podrá ser en Al-Remal, claro —dijo él tras un silencio—. Me iré al exilio, seré un expatriado. No sé si volveré algún día. —Fijó en su hermana una mirada penetrante—. Algún día tal vez tengas que tomar esta misma decisión.

Cuando se acercaron a la puerta de su casa, Malik apagó el motor.

—Ve por detrás. La puerta está abierta. Lo he arreglado con Bahia. Te quiere, Amira… no ha querido oír ni hablar del dinero que le he ofrecido. Ve a su habitación de la planta baja. Así no te oirá nadie. Te espera con un camisón. Cámbiate allí y luego vete a tu habitación. Si alguien se despierta, dile que no podías dormir. Bahia lo confirmará.

Parecía muy fácil engañar a sus padres. Amira nunca les había dicho una mentira realmente importante, pero descubrió que estaba dispuesta a empezar a hacerlo.

—¿Y tú? ¿No vienes conmigo?

Malik negó con la cabeza.

—Demasiado sospechoso. Me quedaré fuera una hora más. Siempre podría decir que estaba con mis amigos. —Sonrió, aunque su rostro seguía estando triste—. Para mí es diferente, ya lo sabes.

Sí, Amira lo sabía. Malik estaba de vacaciones, y aunque pasara toda la noche fuera de casa, a su padre no le importaría. Cuando Amira abría la puerta del coche, Malik le cogió la mano.

—He hecho una promesa, hermanita. A mí mismo y a Alá. Ahora te la hago a ti: Jamás volveré a sufrir esta impotencia. Jamás volveré a ser demasiado débil para salvar a alguien a quien ame. Recuérdalo.

Poco después, Amira se hallaba en su lecho. A pesar de que la mugre de la prisión se le había pegado a la piel, no se atrevió a ducharse, pero el camisón estaba limpio y las sábanas olían a lavanda. No podré dormirme, pensó. Si cierro los ojos, veré el rostro de Laila, y aquella horrible celda.

Sin embargo, Amira durmió profundamente, sin pesadillas, y no abrió los ojos hasta que la criada sudanesa, Bahia, la despertó.

—Te he traído una bandeja —anunció con una sonrisa de complicidad en la que brillaba el oro. En la bandeja había un tazón de humeante té, pan tostado, un plato de olivas y una porción de queso fresco.

—Gracias, Bahia. Y gracias por…

—Silencio, niña. Cuanto menos me digas, menos sabré y por menos tendré que responder.

—¿Y Malik, sigue dormido también?

—Oh, no, tu hermano estaba en la cocina cuando me levanté. Por su aspecto diría que no ha dormido en toda la noche. ¿Pero qué puedo saber yo? —Una vez más la sonrisa de complicidad—. Ahora está con tu padre en el despacho grande. Con la puerta cerrada.

Amira se incorporó de golpe. Algo importante ocurría, y estaba convencida de que tenía algo que ver con el bebé. Pero ¿qué podía estar discutiendo Malik con su padre? Olvidando el desayuno, se lavó rápidamente y tras peinarse apenas los

espesos cabellos negros, se vistió deprisa y bajó las escaleras.

La puerta del despacho estaba cerrada, en efecto. Amira aplicó la oreja, pero sólo oyó un murmullo de voces masculinas. ¿Se atrevería? Sí. Conteniendo la respiración, hizo girar el pomo suavemente y luego entreabrió la puerta. Se oyó un crujido. Amira se quedó paralizada, pero la conversación no se interrumpió.

—No soy un niño —decía Malik—. Soy un hombre, y tengo edad suficiente para saber lo que quiero. No me interesa estudiar derecho internacional, ni empresariales. Así que, ¿para qué malgastar tu dinero y mi tiempo en la Sorbona? Quiero abrirme camino en el mundo real, como hiciste tú.

Amira contuvo el aliento, esperando una explosión, pero ésta no se produjo. No obstante, se preguntó, ¿cómo podía Malik volver la espalda a las maravillas de una universidad europea, cuando ella hubiera dado cualquier cosa por estar en su lugar?

—Una meta admirable, hijo mío.

¿Era un sarcasmo?

—Y, exactamente, ¿en qué tipo de negocios has decidido entrar, como hombre que eres?

—Transporte marítimo —replicó Malik, como si hubiera reflexionado largamente sobre el asunto—. Pero no soy estúpido, padre. Sé que no podré hacer mucho sin tu ayuda, y por eso te pido un favor, un favor que no olvidaría jamás. ¿Hablarías con tu amigo Onassis? ¿Podrías pedirle que me diera empleo en algún sitio? En cualquiera. Estoy dispuesto a trabajar y a aprender. Como tú.

—Ah.

Amira estaba segura de que su padre sonreía. ¿Cuántas veces había contado la historia de sus inicios como comerciante en sedas a los diecisiete años sin formación académica digna de ese nombre? Su éxito lo conocía el reino entero.

—Pero eso fue en otra época, hijo mío —dijo Ornar con un tono más afable que autoritario—. Hoy en día, la educación universitaria puede ser muy útil para un hombre… algunos opinan que incluso necesaria.

—Sabes perfectamente que no soy buen estudiante, padre. Tú mismo lo has dicho más de una vez. Tengo el diploma del Victoria. Todo lo que pueda necesitar lo aprenderé, te lo prometo. —Se produjo una pausa. Amira imaginó a Malik dibujando aquella sonrisa suya que pocos podían resistir—. Además, ¿no estás criticando siempre a los hijos de tantos amigos tuyos que van a universidades europeas? Te he oído decir que sólo se licencian en casinos y prostíbulos. Supongo que sabrás apreciar mi deseo de hacer algo mejor.

Ornar se echó a reír. Amira oyó el sonido de marcar un número de teléfono y luego una conversación en inglés.

—Onassis tiene un puesto en el que podrías aprender —dijo Ornar al término de la conversación—. No es en París… —Hizo una pausa. ¿Era una invitación a las protestas de Malik?—. Ni siquiera en Atenas. Es en Marsella.

—Sea donde sea, lo acepto. Gracias, padre.

—Te dará una oportunidad, pero eso es todo. Tendrás que ganarte tu posición.

—Lo haré.

—Bien.

Amira oyó el chirrido de movimiento de sillas y se alejó, pero tan pronto Ornar se fue a su oficina, abordó a su hermano. Bahia tenía razón, se dijo, Malik no había dormido. A pesar de haberse afeitado y de llevar una túnica nueva, tenía los ojos inyectados en sangre y cansados.

—Te he oído hablar con padre. ¿Por qué le has dicho que no quieres ir a la Sorbona? Eso no es cierto, tú sabes que no es cierto.

—Ahora lo es, hermanita —dijo él, mesándose los cabellos—. Tengo responsabilidades, ¿recuerdas? Es un sacrificio muy pequeño… —Dejó la frase sin concluir; su emoción era un recordatorio de lo que pronto iba a ocurrir.

Tenían toda una mañana ante ellos. ¿Qué se podía hacer en un día así? ¿Qué se podía decir?

Amira quería estar con su hermano, pero él eligió la soledad y se encerró en su cuarto. Ella intentó dedicarse a lo de costumbre, pero cuando empezó a leer un libro, no halló sentido a las palabras, y cuando decidió ayudar a Bahia en la cocina, se sintió como si fuera a estallar por dentro.

Sin embargo, las horas pasaban implacables. A la una, después de la plegaria del mediodía, Laila iba a morir.

Justo antes de las once, Malik irrumpió en la habitación de Amira.

—No puedo soportarlo más, me voy. Quiero estar cerca de ella.

—No, Malik, no lo hagas. Alguien podría sospechar…

—Nadie sospechará nada. No seré más que un niño rico en busca de un poco de morbo. —Su voz estaba preñada de amargura.

—Entonces voy contigo.

—Ni hablar. No es espectáculo para una chica, una niña.

—No era una niña para ver el interior de la prisión de Al-Masagin anoche. ¿Ya lo has olvidado? —Malik me necesita, pensaba—. Tal como está ahora, ¿quién sabe lo que podría decir o hacer?

Discutieron. Malik le prohibió que fuera y ella lo desafió.

—Si no me llevas contigo, iré por mis propios medios.

Malik no replicó y ella tomó su silencio por consentimiento.

Mucho antes de que el sol

alcanzara, su cenit, Amira salió de la casa a hurtadillas con su disfraz de chico en una bolsa. Retomando los pasos de la noche anterior, corrió hacia el coche de Malik, donde se puso

thobe y

ghutra blancos y las gafas de sol.

La plaza yerma se cocía al fuerte sol del día; en su centro había un grueso poste de madera. Alguien — ¿quién?, se preguntaba Amira— había apilado un montón de piedras blancas de río, grandes y lisas, a unos cuantos pasos del poste.

Al principio Amira creyó que debía haber algún error, un indulto, pues, aparte de un par de policías, la plaza estaba desierta.

Luego vio las docenas, los cientos de personas apiñadas a la sombra de las puertas y muros de la prisión. Reconoció a varios amigos de su padre y de Malik, pero la mayoría parecían ser pobres, y una cantidad considerable eran mujeres.

El sol del mediodía quemaba los muros de piedra caliza de Al-Masagin cuando sacaron a Laila, con los ojos vendados, y la ataron al poste. A una docena de metros, se hallaban alineados sus familiares, tan rígidos como estatuas. La ley les obligaba a estar allí; los hombres, para compartir la vergüenza y el deshonor de Laila; las mujeres, parecer testigos de lo que podría ocurrirles fácilmente si se desviaban del camino correcto.

Amira se sintió a punto de desmayarse, pero cuando miró a Malik y vio su terrible aspecto —la tez pálida, las facciones desencajadas por el dolor—, recobró el valor.

Amira cogió la mano de su hermano y la apretó con fuerza. Malik susurraba algo, y Amira comprendió que estaba rezando. Un funcionario leyó una declaración del delito y la sentencia. Luego, a una señal que Amira no vio, el hermano mayor de Laila se adelantó con una piedra del tamaño de un puño en la mano. De repente, cuando se hallaba a unos pasos de su hermana, la arrojó con todas sus fuerzas apuntando directamente a la cabeza.

Esta imagen se grabó a fuego en la mente de Amira. ¿Había arrojado la piedra con semejante fuerza por odio, por la vergüenza que Laila había hecho caer sobre su familia, o por amor, para matarla instantáneamente y ahorrarle lo que vendría luego?

Fuera cual fuera su intención, falló; en el último segundo, Laila volvió la cabeza como si buscara a alguien —Amira hubiera jurado que miraba directamente a Malik— y la piedra no le dio de lleno.

Brotó la sangre. Laila se ladeó, luego volvió a enderezarse y sacudió la cabeza como para despejarla. Entonces se produjo un sonido como el gruñido de un perro furioso desatado.

La muchedumbre se lanzó hacia adelante, debatiéndose por llegar a la pila de rocas. De repente una lluvia de piedras voló por la plaza como una bandada de pájaros asustados. Amira vio con horror que las mujeres eran los más feroces verdugos; lanzaban maldiciones cuando arrojaban la piedra y luego corrían por otra.

Durante unos segundos, Laila se retorció, primero hacia un lado, luego hacia el otro, como si intentara evitar a sus invisibles atacantes; luego se desplomó todo lo que le permitían sus ataduras, y las rocas golpearon su cuerpo con ruido sordo, haciendo que su cabeza se balanceara de un modo espantoso. Todo terminó tan bruscamente como una tormenta en el desierto, con una última roca perdida rodando por tierra.

Un hombre salió de la prisión. Aplicó un estetoscopio al pecho destrozado de Laila y asintió en dirección a un grupo de guardias, que rápidamente volvieron a introducir el cuerpo en la prisión, sin siquiera cubrirlo. En cierta forma, aquella última vejación destrozó el corazón de Amira. ¿Acaso no iba a tener Laila un entierro decente?

La multitud se dispersó; su colérico rugido había enmudecido. Apretando aún la mano de Malik, Amira lo sacó de la plaza. La mirada de su hermano era inexpresiva; no veía, se movía como un autómata. Cuando llegaron al coche, Amira lo soltó y, llevándose las manos al estómago, se inclinó para vomitar en el polvo.

Malik no pareció darse cuenta. Con la vista al frente, giró la llave del contacto; el coche se puso en marcha y cuando Malik pisó a fondo el acelerador enfiló la carretera dando bandazos. Durante el trayecto de vuelta a casa, sólo dijo con ira glacial:

—Nunca más. Lo juro.

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