Amira

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PRIMERA PARTE » Malik

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1970

El avión se ladeó; una de sus alas apuntó hacia el cielo azul, la otra hacia el desierto caqui. Cielo y desierto. Al-Remal.

Una noche en Marsella —en un café lleno de humo, de marineros y de algún turista ocasional en busca del «ambiente»—, un conocido de Malik por negocios, un norteamericano de mediana edad que había bebido lo suyo, se puso sentimental y sentencioso.

—Voy a deciros algo, muchachos —informó al grupo que ocupaba su mesa—. Todos estáis lejos de casa y creéis que vais a ganar un montón de pasta para volver millonarios, pero no podéis. No podéis volver a casa. Lo dijo un famoso escritor. No recuerdo cuál, pero no he oído nada más cierto en mi vida.

—¿Qué significa? —preguntó Malik. El comentario no tenía sentido para él.

—Significa que no puedes volver a casa, maldita sea, por mucho que quieras. —El bebedor reiteró que la cita era de un famoso escritor, norteamericano también, al parecer, e intentó explicar su significado para sí mismo, pero seguía sin tener sentido.

Uno del grupo, un joven libanés políglota, intentó traducir la idea al árabe. También Malik lo intentó, pero descubrieron que no se podía hacer. Tal vez el dicho fuera cierto en Norteamérica, pero no en Al-Remal, ni en el mundo árabe. Un árabe siempre podía volver a casa, y casi siempre lo hacía, por lejos que se hubiera ido y por mucho tiempo que hubiera pasado.

Sin embargo, más adelante Malik pensó a menudo en lo que había dicho el hombre, y acabó por ver que en cierto modo podía aplicarse a

él. No se trataba de que algún día pudiera volver a casa como extranjero —concepto que tampoco tenía sentido—, sino que Al-Remal podía ser demasiado familiar, como un

thobe que no le sentara bien o ropas de cama que se enredaran en torno al cuerpo.

Así se sentía

entonces, y así

se había sentido desde el día en que mataron a Laila. Nunca más. No podía pensar en Laila sin recordar aquellas palabras, aquel juramento a sí mismo y a Dios. No podía pensar en la Laila que había amado sin imaginar a la Laila que amaba ahora. ¿Caminaría ya aquel bebé que abrazara en el desierto? ¿Pronunciaría alguna palabra? ¿Lo reconocería? Había pasado más de un año.

Si todo salía como lo había planeado, se dijo, no volvería a separarse de la niña. La azafata tuvo que recordarle que se abrochara el cinturón para aterrizar.

Farid le aguardaba en la puerta. Siendo adolescente, Malik

no había visto jamás un espejo de cuerpo entero, pues en Al-Remal se consideraban impíos e idólatras, pero Francia estaba lleno de ellos, incluyendo uno en el

circo en el que se había visto más bajo y ancho de lo que era. Ver a su primo, que se le

parecía, mucho, pero era más achaparrado, era un poco como aquel espejo.

Farid le besó para darle la bienvenida.

—Que la paz de Dios esté contigo, primo.

—Y contigo, primo. ¿Está bien tu padre?

—Sí, gracias a Dios, y tu padre también. —Una vez satisfechas las formalidades, Farid se apartó de su primo para mirarlo como si examinara un paño en el zoco.

—Veo que te has convertido en un infiel, primo, o al menos en un diplomático.

Malik volvió las palmas de las manos hacia arriba fingiendo no comprender.

—Tu

complet, tu traje —explicó Farid, usando las palabras extranjeras, porque no existía término árabe para ese atuendo—. Comoquiera que se llamen estos asombrosos harapos.

Malik se había puesto

elghutra en el avión, pero había decidido no cambiarse el traje por un

thobe. De hecho, la combinación de

ghutra y ropa europea se había puesto de moda en los últimos tiempos entre los diplomáticos árabes en Occidente.

—Estos harapos me cuestan el salario de un mes, primo —exageró Malik.

Farid palpó el tejido y asintió tristemente.

—Ay, los cristianos te han robado, primo.

Pese a sus protestas, Malik se dio cuenta de que su primo admiraba la exótica vestimenta.

Farid hizo señas a un mozo palestino para que se hiciera cargo del equipaje de Malik. El aeropuerto parecía más concurrido de lo que Malik recordaba. Cuando su primo le hizo pasar por el mostrador de aduanas con un saludo al agente encargado, Malik sintió pena por los hombres de negocios extranjeros que debían vaciar el contenido de sus maletas. Que el cielo los ayudara, pensó, si habían sido tan temerarios —o ignorantes— como para llevar consigo licores o revistas

Playboy.

Aquí y allá vio guardias del rey con armas automáticas y

ghutras a cuadros verdes —el color del Islam—, que vigilaban a los civiles acordonados. Se dio cuenta de que nunca se había fijado en ellos antes; formaban parte del decorado. Supuso que estaban allí para intervenir si ocurría algo, si alguien hacia sonar la alarma.

El coche de Farid era un Buick de dos o tres años de antigüedad, un sueño para la mayoría de remalíes, pero que no denotaba demasiado éxito en un hombre de la familia de Farid.

—Estoy en lista de espera para un Lincoln Continental nuevo —explicó su dueño, y añadió alegremente—: Espero poder pagarlo cuando llegue.

Enfiló la carretera del aeropuerto sin mirar apenas, haciendo caso omiso de la bocina de un camión que hubo de desviarse y pasó a escasos centímetros del Buick.

—¿Has tenido un buen vuelo? —preguntó a Malik—. Tengo entendido que esos reactores son muy seguros.

Malik replicó que el vuelo había sido muy bueno y que, efectivamente, según la opinión generalizada, las nuevas aeronaves eran muy fiables.

—Háblame de Francia —pidió Farid.

Malik se recostó en su asiento. Ya no estaba en Europa, se recordó a sí mismo, y sería de muy mala educación abordar directamente el asunto que ambos tenían en mente.

Respondió pacientemente a las preguntas de Farid sobre el clima en Francia, la comida francesa y, sobre todo, las mujeres francesas. Los dos primeros temas fueron fáciles, pero el tercero era más personal; Malik hizo unos cuantos comentarios vagos que su primo pudiera interpretar a su satisfacción, y luego cambió de tema.

—¿Qué es todo este tráfico, Farid? Parecen los Campos Elíseos.

La carretera del aeropuerto parecía realmente atiborrada; al menos había una docena de coches a la vista en todo momento. No hacía mucho que encontrar tres coches en kilómetro y medio era todo un acontecimiento.

—Es el petróleo, primo. Cada día es más importante, como ya sabes; mana dinero como en la fuente del palacio real mana el agua. Vamos a ser todos ricos, si Dios quiere.

—Si Dios quiere, y que un poco de ese dinero me salpique en Francia.

—¿Y qué tal te van los negocios allí, primo? —preguntó Farid, acercándose a lo importante—. ¿Te va bien trabajando para el viejo pirata griego?

—Bastante bien —Malik se echó a reír; no era la primera vez que oía describir así a su patrón—, bastante bien, y Dios mediante, aún me irá mejor algún día, pero quizá no sea trabajando para Onassis.

—¿Mejor que a Onassis, primo? —preguntó Farid, enarcando una ceja.

—No he dicho eso. —Sin entrar en detalles, Malik explicó que, trabajando en el transporte marítimo en un lugar como Marsella, algunas veces conocía a clientes potenciales con necesidades especiales—. Cargas delicadas, ¿comprendes, primo?, que Onassis no aceptaría jamás porque políticamente sería peligroso para él si las cargas fueran… interceptadas. Alguien tan importante como él depende no sólo de sus clientes, sino también de la buena voluntad de los gobiernos de todo el mundo. Esa buena voluntad vale muchos millones.

Farid volvió las palmas de las manos hacia arriba sobre el volante para indicar que todo aquello era tan obvio que hasta un niño lo entendería.

—Como comprenderás, primo —continuó Malik, sonriendo para sus adentros—, lo que un cliente así necesita no es un petrolero de Onassis. Necesita un vapor mercante, un viejo caballo de batalla, anodino y matriculado en, digamos, Panamá.

—¿Onassis permite ese tipo de cosas?

Era una buena pregunta, y recordó a Malik la inteligencia de su primo, oculta a menudo bajo una máscara de bonachonería.

Hacía sólo tres semanas que Malik había hecho acopio del valor necesario para pedir permiso al viejo con el fin de llevar a cabo ciertos proyectos por libre. Onassis lo había mirado airadamente durante un momento antes de pasarle un brazo por los hombros. «Debería haber supuesto que el hijo de Ornar Badir no se contentaría con trabajar para otro, ni siquiera para mí, pero no he olvidado lo que se siente al ser joven. Algún día te irás. Mientras tanto, quédate con Onassis. Quién sabe, tal vez aprendas algo. En cuanto a esos proyectos especiales, tienes mi bendición con tres condiciones. Primera, lo harás en tu tiempo libre, por tu cuenta. Segunda, mi nombre no se mencionará jamás. Tercera, no aceptes carga alguna que desapruebe tu conciencia.»

—Hablé con él —explicó Malik—. Se lo debía. No puso objeciones.

—Ah, bien. Entonces, Dios así lo quiere. —Farid se inclinó, entrecerrando los ojos como si intentara discernir algún cambio inminente en la climatología del desierto—. Así pues, ¿te va bien?

—Como te he dicho, bastante bien. —Por fin se acercaban al tema más importante.

—Me pregunto —dijo Farid— si has tenido tiempo para reflexionar sobre el asunto de tu hija.

Cada hora del día, pensó Malik. Por eso en ese momento se hallaba en Al-Remal, al fin y al cabo.

—Sí —dijo. De repente una idea cruzó por su mente, llenándolo de miedo—. Recibiste mi carta, ¿no?

—Sí, por supuesto. La destruí, tal como pedías, y fingí que la había perdido.

—Bien. —Malik se relajó—. Bueno, ¿y qué piensas? ¿Funcionará?

Farid se salió de la carretera, detuvo el coche y se volvió para mirar a su primo a la cara.

Malik lo comprendió. A un remalí le era imposible hablar de asuntos importantes si no podía mirar a los ojos a su interlocutor.

—Tal vez has perdido un poco el contacto con las costumbres remalíes. Además, me parece que en este asunto has dejado que tu corazón se imponga a la razón. Me sugerías dos planes. —Farid alzó dos dedos, dejando traslucir la herencia de su padre maestro—. Primero la idea de fingir que se ha vendido la niña en adopción a un matrimonio francés. Creo que incluso tú habrás descubierto ya los defectos de ese plan. Cierto que algunas veces se venden niños, pero Mahir Najjar no es del tipo de hombres que lo hacen, y aunque lo fuera jamás trataría con infieles. Aun sabiendo la verdad, también se enteraría de lo que dijera la gente, y la vergüenza le volvería rencoroso, así que, por mucho que le pagaras, tarde o temprano se volvería contra ti.

—Tienes razón, por supuesto —dijo Malik con un suspiro—. Cuanto más pienso en ello, más evidente es esa conclusión. Por eso te decía que el otro plan podía ser mejor.

—Y lo es, pero estudiémoslo con mayor detenimiento. Si no lo he entendido mal, la idea es que la niña padece una extraña enfermedad. Nada puede hacerse aquí, en Al-Remal, evidentemente, puesto que no hay un auténtico hospital en todo el país, pero un benefactor anónimo pagará su tratamiento en Francia. Podríamos dejar incluso que la gente pensara que el benefactor es Onassis, conmovido por tu intercesión en favor de una pobre familia de cuya desgracia te has enterado por casualidad.

—Bueno, mejor será que dejemos a Onassis al margen. Que sea sólo un benefactor anónimo.

—Muy bien. ¿Pero te das cuenta de lo retorcido que es el plan? Porque al final la criatura tendrá que curarse o morir.

—Ésa es la cuestión, precisamente. Tras unos cuantos meses, o un año o dos, llega la noticia de que el tratamiento ha fracasado. Los padres estarán de duelo un tiempo y luego todo se olvidará.

—En ese caso —dijo Farid, haciendo una mueca—, estaremos mintiendo, cosa que preferiría no hacer. Además, ¿quieres que la niña emprenda una nueva vida fingiendo que ha muerto, una segunda vez? —Rápidamente abrió la puerta del coche y escupió en el suelo para alejar el mal de ojo.

Malik hizo lo mismo casi de forma involuntaria.

—No —replicó en voz baja.

—No —convino su primo—. Y hay una complicación más. Tú lo sabrás mejor que yo, pero esa historia del benefactor desconocido y del niño enfermo, ¿no es exactamente el tipo de cuento sentimental que adoran publicar los periódicos occidentales? ¿Y si atrajera su atención?

—Sólo ves los peligros, Farid —dijo Malik con mayor brusquedad de la que hubiera deseado—. Es cierto que esos peligros son reales —añadió, apaciguado—, pero la cuestión es que debo hacer algo, y pronto. Mi hija tiene más de un año y no me distingue de Mahir. Si no hago algo, llegará un momento en que será más hija de los Najjar que mía.

—Tienes toda la razón, desde luego —dijo Farid, también apaciguador—. Por eso te preguntaba si habías pensado más en el asunto. Porque a mí me parece que existe una solución que elude todos los problemas.

—Perdona mi rudeza, primo, pero sólo tengo dos días antes de volver a Marsella. ¿Qué se te ha ocurrido?

Farid se atusó el mostacho pensativamente. Fue un gesto en el que Malik no hubiera reparado un año atrás, pero viviendo en Francia, donde no eran raros los hombres completamente afeitados, había llegado a darse cuenta de cuánto orgullo masculino ponían sus compatriotas en el vello del labio superior. En Al-Remal los hombres sin mostacho eran tan raros como los cometas, excepto entre los trabajadores extranjeros de las compañías petrolíferas, y el que tenía un mostacho fino o poco poblado alcanzaba menor consideración fueran cuales fueran sus otras cualidades.

—A mí me parece —dijo Farid— que esos planes se centran en una sola posibilidad, la de llevarte a la niña sola. Pero ¿no sería más sencillo llevártelos a todos?

—¿Todos? ¿Quiénes son todos?

—Mahir Najjar y su mujer, además de la niña. Sin duda un hombre de tu posición necesita criados, o los necesitará, ¿y quién podría servirte mejor que una buena pareja musulmana de tu propio país?

Claro. Malik se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. Era evidente que el problema le atañía demasiado y el corazón podía más que la

cabeza., como decía Farid.

—Mahir Najjar sabe conducir, según tengo entendido, aunque por supuesto no tiene coche —continuó Farid—. ¿No necesita chófer un hombre de negocios pujante como tú?

Por el momento Malik disponía de un pequeño Peugeot de segunda mano, que conducía él mismo, pero desde luego, si las cosas salían como esperaba, pronto poseería un vehículo más imponente, y no era mala idea tener chófer. Aumentaría su prestigio y sería bueno para el negocio.

—Además —añadió Farid—, su mujer tiene cierta reputación como cocinera. Sé que los franceses presumen sin cesar de su cocina, ¿pero cuándo fue la última vez que te comiste un buen

kabsa?

—Es suficiente, primo —dijo Malik, alzando una mano para interrumpirle—. Las estrellas no necesitan lustre. Tu idea es perfecta. Me has quitado un peso de encima. —Realmente sentía casi vértigo por el alivio, pero se sorprendió al ver que Farid ponía cara larga.

—La idea sirve, pero no perfecta. Tiene un fallo; es posible que Mahir Najjar no esté de acuerdo.

—¿Qué? ¿Por qué no? ¿Has hablado con él?

—Sólo de pasada, claro está.

—¿Y cuál es el problema? Sabe perfectamente que le trataría bien, más que bien.

—En parte se debe a que es de Omán, y ya sabes cómo son allí, tan melifluos como palomas, pero tozudos como camellos y orgullosos como halcones, sin olvidar sus maneras de paloma, claro está.

—Bien, ¿qué quiere?

Para empezar quiere hablar directamente contigo, no conmigo. Es orgulloso, como te decía. Pero el auténtico problema no es él, sino su mujer, Salima. —Farid miró su reloj y luego hacia el sol para confirmar la exactitud del mecanismo de relojería—. Será mejor que continuemos o tendremos que pararnos para rezar.

Malik apreció la necesidad de su primo de llevar la conversación a un nivel menos formal. Una de las primeras cosas que le había sorprendido en Francia era la presteza —y la crudeza— con que los hombres hablaban de sus mujeres. En Al-Remal, los hombres no mencionaban jamás a sus mujeres en sus conversaciones normales con otros hombres, e incluso el hecho de hablar de la mujer de un tercero, la de Mahir en este caso, resultaba desconcertante.

—De vez en cuando —dijo Farid—, te encuentras con un hombre que es un esclavo de su mujer. No digo que sea así con Mahir, pero su preocupación por los deseos de su mujer parece realmente extrema. Es curioso que no se haya divorciado de ella, puesto que no le ha dado hijos. También es curioso que no te haya pedido dinero para tomar una segunda esposa. Quizá sea por eso que quiere hablar contigo, pero lo dudo. Creo que Salima influye en contra de esa idea.

—Todo esto es muy curioso —dijo Malik, removiéndose en el asiento con impaciencia—, ¿pero qué tiene que ver con si querrán o no venir conmigo a Francia?

—Bueno, creo que sencillamente Salima no quiere ir allí ni a ninguna parte. Es feliz aquí, entre sus familiares y amigos.

—Pero no sería para siempre. Sólo un año o dos, no más.

—Mahir lo sabe, pero al parecer ella se muestra inflexible y él se plega a sus deseos.

—Si es cuestión de dinero, puedo conseguir más, hasta cierto punto.

—Tal vez sea eso, al fin y al cabo, pero, para serte sincero, creo que sólo una cosa los convencería a los dos.

—Bien, ¿qué es?

—La posibilidad de tener hijos propios. Un varón sobre todo, claro está.

—Desgraciadamente, primo —dijo Malik, alzando las manos al cielo—, no hay mucho que yo pueda hacer al respecto.

—Ah, tal vez sí. Mahir y su mujer aún son jóvenes. Quizá su problema sea médico. ¿No hay médicos en Francia especializados en ese tipo de cosas?

—Sí. No soy un experto, pero tengo entendido que realizan nuevos descubrimientos prácticamente todos los días.

—Ahí está tu palanca para mover a la inamovible Salima y su marido.

—No puedo prometerles nada, Farid.

—Pues claro que puedes. Puedes prometerles esperanza.

La ciudad apareció a su izquierda. A Malik le costó reconocerla. Nuevos edificios de cemento flanqueaban la carretera como una manada de elefantes grises. Sin embargo, entre los nuevos edificios vislumbró el viejo barrio, los pisos superiores de los edificios, cubiertos de

mashribaya, las celosías tras las cuales las mujeres contemplaban la calle sin ser vistas. Hasta los edificios están velados, pensó Malik.

—Tu principal problema —dijo Farid, como haciéndose eco de su pensamiento— será superar la vieja mentalidad. Ya sabes,

maktub. Está escrito. Es la voluntad de Dios. —Meneó la cabeza para indicar que no diría nada más sobre el tema—. Bien, ya casi hemos llegado, aunque hemos estado chismorreando como mujeres.

—Primo, dices que puedo darle esperanza a Mahir, pero eres tú quien me la ha dado a mí. No tengo palabras para expresarte mi agradecimiento. Me pregunto si algún día, pronto, si Dios quiere, vendrás a trabajar conmigo a Marsella. Formaríamos un buen equipo.

—Puede que lo haga, primo —dijo Farid con una sonrisa—. Dios sabe que me falta cabeza para entrar en el negocio familiar. —Con estas palabras llegaron a la casa de Ornar Badir.

El hogar en que había crecido le pareció más pequeño de lo que recordaba, pese a su amplitud. Incluso su padre parecía un centímetro más bajo, un ápice más frágil. Pero seguía teniendo la mirada de un halcón, y cuando el ritual de los saludos concluyó, sus ojos de halcón se posaron sobre el traje de Malik.

—Malik me estaba diciendo antes, tío —dijo Farid con tono malicioso—, que es el hombre mejor vestido de Marsella. —Farid, por razones que nadie podía imaginar, era el sobrino favorito de Ornar, al que se permitía bailar allí donde el propio Malik temía pisar siquiera.

—¿Estamos en Marsella? —Ornar sonreía, pero su sonrisa tenía el filo de un cuchillo.

—Discúlpame, padre —se apresuró a decir Malik—. Me he quedado dormido en el avión —no era del todo mentira; había echado una cabezada—, y no he tenido tiempo de cambiarme. Lo haré ahora, si me perdonas.

—No, no —dijo Ornar, aplacado—. Quédate como estás por el momento, es decir, hasta el rezo. Mientras tanto, quiero presentarte a una persona. —Llamó a Bahia. La criada apareció con un bebé de ojos negros en los brazos. El niño llevaba amuletos sujetos con alfileres a las ropas. En cada uno de ellos había una inscripción coránica para ahuyentar a los

jinn, los seres sobrenaturales que tomaban forma para cometer todo tipo de maldades—. Tu hermano, Yusef—dijo orgullosamente.

Cuando Malik se había enterado en Francia de que tenía un hermanastro, su reacción había sido extrañamente indiferente, como si fuera una mera noticia en los periódicos. Pero al ver al niño sonriente que gorjeaba ante él, una oleada de emociones inundó su ser.

De niño había soñado con tener un hermano; la mayoría de sus amigos tenían al menos tres o cuatro. Pero ahora, aquella criatura podía ser su propio hijo. De repente tuvo que contener el impulso de contarle a Ornar que también era abuelo. Se sintió aliviado cuando su padre hizo señas a Bahia para que se llevara al niño. Se acercaba la hora del rezo.

Tras una breve charla sobre Onassis —Malik halló los comentarios de su padre muy perspicaces, aunque tal vez levemente teñidos de envidia—, Ornar indicó que reanudarían la conversación durante la cena.

—Ponte cómodo —dijo a Malik, refiriéndose a que debía vestir la ropa adecuada—. Después de presentar tus respetos a tu madre, ve un momento a hacer lo mismo con Um Yusef. Y no te olvides de tu hermana. Ha estado asomando la cabeza fuera del país de las mujeres —hablaba de la sección de la casa destinada a las mujeres— cada vez que soplaba el viento pensando que eras tú.

Malik ansiaba ver a su madre y a su hermana, pero temía que «presentar sus respetos» a la segunda esposa de su padre resultaría embarazoso. Era una joven de apenas unos meses más que él, y jamás había parecido que le gustara. Sin embargo, su madrastra estaba aún tan entusiasmada por tener un hijo propio, logro por el que había adquirido el derecho de ser llamada «Um Yusef» (madre de Yusef), que lo recibió con inusual cordialidad.

Con un hijo varón, se dijo Malik amargamente, disfrutaba de una seguridad que no tenía antes. Una seguridad ganada a expensas de la madre de Malik.

—Pero querrás saludar a Amira —dijo ella por fin—. Creo que está arriba, en su habitación. ¿Conoces el camino? Oh, qué estúpida soy, pues claro que lo conoces.

Malik subió por las escaleras familiares y llamó a la puerta, siguiendo la costumbre occidental. Por un momento no reconoció a la mujer que acudió a abrir.

Era evidente que Amira era la flor del desierto que aguardaba la lluvia para florecer. La última vez que la viera, no parecía que llegara a ser más que una adolescente marimacho, pero ante él tenía a una belleza.

—¿Hermanita?

—¿Quién si no, hermano idiota? —dijo ella y se arrojó en sus brazos. Como siempre, tenía muchas preguntas que hacer. Cómo estaba él, cómo era Marsella, qué le parecía estar de nuevo en Al-Remal.

—¿Te ha hablado Farid? —consiguió preguntar Malik—. Sobre su idea para Laila, quiero decir. —Su brusquedad era comprensible. Tenía poco tiempo; la radio advertía que se acercaba la hora del rezo.

—Sí. Reúnete conmigo en el jardín después de cenar. Entonces podremos charlar.

—Muy bien. ¡Oh!, he visto a nuestro nuevo hermano.

—Es un encanto. ¿Pero te has fijado en los sortilegios?

—Sí. —La costumbre de cubrir a un niño con amuletos protectores estaba extendida, pero entre la gente educada era sólo eso, una costumbre. Tomársela en serio indicaba cierta aura de superstición campesina. Al comentarlo, cometían un delicioso y leve pecado de conspiración entre hermanos contra la segunda esposa de su padre.

—Ya ves con lo que tengo que vivir —dijo Amira—, aunque desde luego ahora es mucho más agradable que antes. Vete. Hablaremos luego.

Malik se dirigió con premura a su habitación para ponerse un

thobe y unas sandalias. En la radio sonaba ya la llamada del almuecín, repitiendo cada verso salvo el último:

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