Amira

Amira


TERCERA PARTE » Jihan

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Cuando Amira aceptó finalmente el anillo, si bien protestando, Jihan se animó. Se bañó, se puso ropa limpia y permitió a Amira que la maquillara.

—Hazme hermosa otra vez —dijo con una breve carcajada.

—Eres hermosa, madre.

Esa noche, esperando a dormirse, Amira tuvo la esperanza por primera vez en muchos meses de que su madre hubiera vuelto la página. Aun así, deseó que Malik se encontrara allí y se preguntó si había recibido la carta. Lo imaginó paseándose, insomne por la preocupación, por su apartamento de Francia. Amira temió haberse alarmado en exceso. Volvería a escribir a su hermano por la mañana.

Se despertó en medio de la noche y descubrió a Jihan junto a su cama.

—¿Madre? ¿Te ocurre algo?

—No, querida mía. Me he levantado a llenarme la jarra de agua. No valía la pena molestar a Bahia, y me he asomado para darte las buenas noches, pero estabas dormida.

—¿Dormida? Sí. Es tarde, ¿no?

—¿Lo es? Supongo que sí. Buenas noches, mi princesita.

—¿Quieres que te haga compañía?

—No. No, querida. Buenas noches.

—Buenas noches, madre.

Cuando volvió a despertarse aún no era de día y pensó por un momento que la mujer que se inclinaba sobre ella era Jihan otra vez, pero era su tía Najla.

—¿Estás despierta, niña? Oh, niña mía, ha ocurrido una cosa terrible. Amira, tu madre ha muerto.

Con el alba, la casa se llenó de mujeres; tías, primas, parientes políticas, todas vestidas de negro. Nadie quiso contarle a Amira qué había ocurrido exactamente, pero ella oyó una voz en la zona de la casa de los hombres que maldecía en alta voz al médico y sus píldoras, y luego, cuando entró en la cocina, oyó decir a su tía:

—Ha hecho mal en dejar a su hija.

—¡No! —gritó Amira—. ¡Ella nunca hizo nada malo! ¿Qué es lo que ha hecho? ¡Decídmelo!

Las mujeres de luto sacudieron la cabeza e hicieron chasquear la lengua.

—Será terrible para ella —murmuró alguien, pero Amira comprendió que estaban escandalizadas por la falta de respeto que había demostrado a su tía.

—Perdóname —dijo, y unas manos consoladoras la tranquilizaron.

Las mujeres prepararon a Jihan para el entierro, que sería ese mismo día, según la costumbre. Lavaron el cuerpo y lo envolvieron en hilo blanco. Mientras la cubrían, Amira miró por última vez el rostro de su madre. En la muerte, la tristeza y la fatiga se habían desvanecido, y Jihan parecía aún más joven, tan hermosa, quizá, como aquel lejano día en el club hípico de El Cairo en que un rey la había deseado.

De repente Amira fue incapaz de reprimir las lágrimas.

—¡Despierta, mamá! No puedes dejarme sola. ¡Por favor, no me dejes sola!

—¡Basta! ¡Basta, niña desvergonzada! —Era Najla de nuevo, tirando del hombro de Amira para apartarla—. ¿No sabes que tu madre está en el paraíso? ¿Es que quieres que tus lágrimas la atormenten allí?

Amira sabía que no era correcto llorar por los muertos, pero no podía hacer nada por evitarlo.

Se oyó un murmullo de voces en el pasillo y apareció Bahia.

—Señorita, su hermano…

Tras ella entró Malik con el rostro descompuesto.

—Recibí tu carta —dijo—. Tomé el primer avión, yo…

Se interrumpió. Ambos sabían que no había nada que decir.

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