Amira

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SÉPTIMA PARTE » La verdad

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El ruido sordo del tren de aterrizaje sobre la pista despertó a Jenna. El hombre pelirrojo estaba sentado al otro lado del pasillo, mirándola.

—¿Ha dormido bien, princesa? ¿Quiere alguna cosa? ¿Una taza de café?

—No, gracias.

—¿Un zumo de naranja, quizá?

—No.

El reactor rodó por la pista y se detuvo.

—Bueno, ya hemos llegado. Fin del trayecto. Apóyese en mí; aún no se le han despertado las piernas, ¿eh? No querríamos que nos pusiera un pleito.

Jenna rechazó su ofrecimiento, pero le siguió hasta la puerta. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El sol la cegó cuando salieron del avión. Los alrededores confirmaron los temores de Jenna: una pista de aterrizaje privada en el desierto. Una limusina aguardaba. El hombre pelirrojo abrió la puerta de atrás del coche para que entrara. Un vistazo al conductor le dijo que era árabe. Por supuesto.

El pelirrojo se instaló en el asiento del copiloto.

—Vamos —dijo alegremente.

—¿Cuánto le paga por esto? —preguntó Jenna. Podía habérselo ahorrado. Ella no podía competir con Alí en cuestión de dinero. De todas formas ya no importaba.

El hombre soltó una carcajada.

—Suficiente. Nunca pensé que diría una cosa así, pero este cliente me paga lo suficiente.

¿Estaba a salvo Karim? Pues claro que sí. Nadie iba a hacerle daño a él. ¿Qué le dirían, qué sabía? ¿Le habían dicho algo?

Circulaban por una carretera de dos carriles. No la reconocía, ni tampoco el paisaje. De hecho, había algo que no encajaba. El desierto en sí no era como debía ser, ni la arena ni las plantas ralas. Y más adelante vio casas. Grandes casas del estilo de los ranchos americanos. Ni siquiera en el enclave petrolífero había habido tales casas en Al-Remal. ¿Tanto podía haber cambiado?

Se encontró con la mirada del chófer en el espejo retrovisor. Una sonrisa esbozada. Algo familiar… No podía ser, pero desde luego sería más viejo, y…

—¿Jabr? ¡Jabr!

—A su servicio, alteza.

—¿Qué estás…? —Jenna se volvió hacia el pelirrojo—. ¿Qué es esto? ¿Dónde estamos?

—En el buen camino, princesa. En Palm Springs, California. Volvemos a reunimos.

—Jabr, por favor, dime qué hacemos aquí. Tengo miedo.

El regocijo de los ojos de Jabr se convirtió al instante en inquietud.

—¿Pero no lo sabe, alteza? La llevamos a casa de su hermano.

—¿Malik? ¿Está aquí?

—¿No se lo has dicho? —preguntó Jabr al pelirrojo.

—Oye, tenía órdenes. Yo también trabajo para él.

Jabr masculló unas cuantas palabras en árabe que Jenna no tenía la menor intención de traducir. Era obvio que los dos hombres no se tenían la menor simpatía, pero no era algo que la preocupara en aquel momento.

—¿Malik está aquí? —repitió. Sentía vértigo. Todo aquello tenía el aire surrealista de un sueño.

—Aquella de allí es su humilde morada —anunció el pelirrojo, señalando con la cabeza en dirección a una inmensa casa de madera y cristal de estilo moderno. Traspasaron una verja y continuaron por un largo sendero.

Un hombre bajo y rechoncho de evidente aspecto remalí bajó presuroso las escaleras para salir a su encuentro.

—Oh, esto es una locura —dijo Jenna—. ¿Farid? ¿Eres tú, Farid? —Jenna salió del coche y abrazó a su primo con fuerza.

—Te has equivocado de mujer —reprendió Farid a Jabr y al pelirrojo—. Demasiado joven. Además, Amira era hermosa, pero no era nada comparada con ésta.

—¡Mentiroso! Dios mío, esto es demasiado. ¿Dónde está Malik?

—¿Tan pronto deseas abandonarme por el pesado de tu hermano? Muy bien. Por aquí.

Farid la condujo al interior de la casa.

—Por aquí, prima. Dale una sorpresa. Aún no sabe que has llegado.

La puerta que señalaba conducía a una gran habitación que se abría a un vasto jardín con piscina.

Malik estaba de pie junto a las ventanas correderas, de espaldas a la puerta, mirando hacia el horizonte, ensimismado. Tenía que ser Malik, pese a los cabellos canosos.

—¿Hermano?

—¡Hermanita! —exclamó él, volviéndose.

Malik corrió hacia ella y la abrazó. De repente Jenna estaba llorando y también él.

—Cuando dude de que Dios es misericordioso, recuérdame este momento —dijo Malik con vehemencia—. ¡Ah, Amira!

Jenna se echó hacia atrás.

—Pero espera, espera. ¿Por qué me has arrastrado hasta aquí de esa manera? ¡Me has dado un susto de muerte! Hace diez minutos creía que Alí me había atrapado.

—Tenía mis razones. ¿Hace diez minutos, dices?

—Sí. Hasta que he reconocido a Jabr pensaba…

—Bueno, eso no está bien. Se suponía que debían decírtelo en el avión.

—No me han dicho nada. He estado dormida casi todo el tiempo. Creo que me han dado algún sedante.

—Ryan tenía que decírtelo —insistió Malik, ceñudo—. Quizá debería haber dado órdenes más concretas. A esos tipos les encanta actuar como si estuvieran en una película. Por otro lado, no quería que te lo dijera enseguida. Quería demostrarte algo, darte una lección.

—¿Quieres decir que me has aterrorizado a propósito? Debería darte una bofetada, hermano. —Casi hablaba en serio.

—La lección —explicó él, muy serio— es que si yo puedo hacerlo tan fácilmente, otros también pueden.

Jenna meditó estas palabras.

—¿Y cómo me has encontrado exactamente?

—No ha sido fácil. Tu carta… Mandarla desde Toronto fue un golpe maestro. Muchos expatriados árabes acaban allí. Nos pasamos meses, años, peinando Canadá sin encontrar nada, por supuesto. Entonces, un día, Ryan, que es detective privado, por si no lo habías adivinado, dijo que quizá deberíamos probar en Estados Unidos. Yo le dije: «Canadá ha sido una mina de plata para ti. Ahora también quieres una mina de oro.» Quizá por eso te lo ha hecho pasar mal. Ha ganado una fortuna buscándote y ahora que te ha encontrado… —Malik rió con cierto pesar.

—Pero ¿cómo me encontró?

—Teníamos dos puntos de partida. Uno, claro está, es que tienes un hijo. Aunque nunca se nos ocurrió que siguiera llevando el mismo nombre. El otro era lo que me decías en la carta sobre tu éxito en un trabajo que te gustaba. Sabía que tenía que ser algo que exigiera una educación por todos los libros que siempre estabas leyendo, incluso cuando eras niña. Así que Ryan empezó por las universidades, publicaciones de estudiantes, anuarios y cosas así. El y toda la agencia de detectives. Tiene su mérito. Fue un trabajo impresionante aun con ordenadores. He debido mirar más de un millar de fotos. No hubo suerte. Luego, cuando estábamos a punto de abandonar los dos, tuvo la idea de averiguar qué convenciones se celebraron en Toronto cuando me enviaste la carta. Hubo una docena, pero la de psicólogos parecía la más probable. Y… ¡voila!—Malik rió—. Cuando me mostró fotografías tuyas, le dije que estaba loco. Tuvo que hablarme de la cirugía plástica. Supongo que era un poco ingenuo. Fuimos a Boston y allí te espié desde lejos. Supe enseguida que eras tú, por tu modo de caminar más que nada. Eso fue hace dos años.

—¡Dos años! ¿Y por qué has esperado tanto… y has montado todo esto, por lo que aún podría abofetearte? ¿Por qué no me dijiste nada, ni te pusiste en contacto conmigo?

—Estuve a punto de echar a correr hacia ti allí mismo, en la calle. Pero algo me dijo que esperara. Se ha estado ocultando durante mucho tiempo, pensé, debe de tener sus razones. No sabía cuáles podían ser. Para serte sincero, pensé que tenía algo que ver con la muerte de Philippe. Así que esperé.

—¿Y por qué ahora sí?

—En parte porque no podía esperar más, pero también porque las cosas han cambiado.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué ha ocurrido?

—Luego —dijo Malik, agitando una mano—. Dejémoslo por el momento. Ahora que estás aquí, relájate. Debes de estar cansada.

—He dormido muy bien, gracias a ese Ryan. —Jenna se dio cuenta de que estaba mirando la manga vacía de su hermano—. Tu pobre brazo, Malik. Vi la entrevista de Sandra Waters. Me sentí tan… no sé. Sentí deseos de cuidarte.

—La reacción habitual —dijo él, y sus ojos negros sonreían—. No te preocupes, hermanita, no ha malogrado mi estilo. El ilustre doctor Kissinger tenía razón; el poder no es el afrodisíaco definitivo, es la compasión, el instinto maternal. Jamás había sido capaz de excitarlo hasta que perdí el brazo. Desde entonces no me las quito de encima.

—Idiota —dijo ella, volviendo a abrazarle—. Queridísimo idiota.

—Una mala noticia —dijo él en voz baja—. Será mejor que te la diga ya. Padre murió.

—¡No! ¡Oh, Dios mío!

—Sí, un ataque y luego, lentamente… fue decayendo.

Un intenso sentimiento de culpabilidad se apoderó de Jenna.

—Oh, Malik, nunca supo que Karim y yo seguíamos vivos.

—Sí, sí lo supo. Nos habíamos reconciliado, al menos en parte. Cuando estaba a punto de morir le dije… lo que pude. No estoy seguro de que lo entendiera todo, pero sí que su hija y su nieto estaban vivos y bien. Ah, pero Amira, ojalá hubieras acudido a mí entonces. ¿Por qué le pediste ayuda a aquel francés? ¿Y qué salió mal?

Jenna le dijo todo cuanto se atrevió a contar. Pese al tiempo transcurrido, temió azuzar una vendetta contra Alí, una lucha que Malik no podía sino perder. Describió el asesinato de Alejandría, incluyendo las circunstancias que habían conducido hasta él.

—No podía vivir con él después de aquello, pero tampoco podía dejarlo sin más; me hubiera perseguido. Entonces Philippe tuvo una idea.

—Pues sí que era brillante que acabó muerto.

—Por favor, hermano, no seas sarcástico. Escúchame primero.

Jenna le habló de la ayuda prestada por Philippe y de su heroísmo. Cuando terminó, Malik se quedó sentado en silencio durante un rato, frotándose la manga vacía, sumido en reflexiones.

—Eso es diferente, muy diferente —dijo al fin—. Había acabado por odiarle. Ahora comprendo que… bueno, ¿qué puedo decir?

—No hace falta que digas nada, hermano. ¿Cómo podías saberlo?

—En cuanto a Alí, conocía sus gustos, por supuesto. Tales cosas no pueden mantenerse completamente en secreto. Pero de ese asesinato… nada, ni el más leve susurro. Me alegro de saberlo. Puede que me sea útil algún día, pero ahora tenemos que pensar en el presente. —Se inclinó hacia Jenna—. Escucha bien, hermanita: No podrás seguir ocultándote por mucho tiempo. Alí sabe que tú y Karim estáis vivos. Hace algún tiempo que lo sabe, y todo ese tiempo ha estado buscándote, con sigilo pero sin pausa. —Malik sonrió torvamente—. Me temo que no le he ayudado mucho. Tengo ciertos… contactos en su campo. Jabr era uno de ellos hasta que empezaron a recelar de él y tuve que sacarle de allí. Y también he podido dar falsas pistas a Alí de vez en cuando. Pero sólo es cuestión de tiempo que te encuentre, igual que yo. La pregunta es: ¿qué hará entonces?

—¿Me lo preguntas a mí?

—Sí.

—No lo sé. Durante años supuse que se llevaría a Karim y haría que me mataran. O quizá me arrastraría hasta Al-Remal para que me juzgaran por haberle robado a su hijo. En realidad pensaba que era eso lo que hacía Ryan. Pero a decir verdad no lo sé. Hace tanto tiempo que dura esto.

—¿Crees que aceptaría un acuerdo a cambio de devolverle a Karim?

—No se lo devolveré jamás. Jamás.

—Karim es casi un adulto, hermanita —dijo Malik con tono afable—. Dentro de poco irá a donde quiera.

—Entonces podrá irse, pero no antes. —Se dio cuenta de que era una respuesta infantil. Jenna, la psicóloga, sabía muy bien que Jenna, la madre, se negaba a aceptar la independencia de su hijo.

—Muy bien. Deja que te exponga mis ideas. Primera, tú y Karim podríais vivir conmigo bajo mi protección. Me he hecho muy rico, hermanita, diez veces más rico de lo que fue Onassis. Puedo contratar toda la seguridad que necesites y darte todo cuanto quieras sin echar en falta el dinero.

—Lo sé, hermano, pero tengo mi propia vida. No quiero dejarla, ni tampoco creo que Karim quisiera.

—Eso nos lleva a la segunda opción. Sigues como hasta ahora, pero te doy protección. Puedo instalar hombres tanto en el edificio donde vives como en el que trabajas. Lo mismo con Karim. Sería algo parecido al Servicio Secreto.

—No puedo tratar a mis pacientes con un ejército privado rondando por mi puerta —replicó Jenna, mirándolo fijamente.

—Sería algo más sutil, pero… lo comprendo. Déjame que te haga otra sugerencia. ¿Qué te parece si hacemos pública la historia, en los periódicos, en la televisión? Podría ser la mejor protección de todas. Nuestro amigo Alí tiene ambiciones políticas muy serias. Citando la verdad saliera a la luz, ¿podría permitirse el lujo de dejar que te ocurriera algo?

—Malik, estamos hablando de Alí. ¿Quién sabe lo que podría hacer?

—Desde luego no tenemos la certeza —dijo él con una mueca—. Quizá deberíamos hacer las dos cosas: Dejar que se sepa la verdad y protegeros a los dos como si fuerais las joyas de la corona. Pero, créeme, Amira, o Jenna, tendrás que tomar la decisión pronto. Tú prométeme que no volverás a desaparecer. Siempre supe que no estabas muerta. Sencillamente, lo sabía. Pero, lo que he tenido que sufrir preguntándome dónde estabas, si estabas enferma, si te las arreglabas sola con un niño.

—No te preocupes. Yo tampoco podría volver a pasar por eso.

Malik asintió, luego esbozó una sonrisa.

—Seguramente te gustaría darte una ducha, quizá incluso te apetezca nadar un poco. Encontrarás ropa para cambiarte en tu habitación. Procuro tener unas cuantas cosas agradables a disposición de mis invitados. Necesitarás más cosas. Tengo en nómina una persona que se encarga de las compras personales.

—¡Malik! ¿Cuánto tiempo piensas que me voy a quedar?

—Ya hablaremos de eso.

—Tengo pacientes, hermano, una consulta que atender.

—Es sábado. Tenemos mucho tiempo para hablar.

Cuando la acompañaba fuera de la habitación, Jenna se fijó en un mueble que al instante la transportó de vuelta a su niñez.

—La mesa de ajedrez de padre —dijo.

—Sí.

—No es tan grande como la recordaba, pero sí hermosa. —La mesa era una obra de arte de madera taraceada con intrincados dibujos geométricos.

Jenna recordó el día en que Malik derribó a Alí entre los peones, alfiles y torres esparcidos por el suelo.

—¿Aún juegas? —preguntó. Al tiempo que lo decía, abrió distraídamente el cajón de la mesa. En lugar de piezas de ajedrez, contenía un revólver negro.

Jenna miró a su hermano alarmada. Él cerró el cajón con suavidad.

—Desgraciadamente —dijo con su sonrisa más encantadora—, los juegos en los que estoy metido ahora pueden ser peligrosos.

La comida tuvo un sabor muy californiano: ensalada de brotes de cactos y caquis, conejo a la parrilla y sorbete de kiwi. Después Jenna, Farid y Malik se tumbaron junto a la piscina, o al menos lo hizo Jenna; Farid saltaba de su silla cada dos por tres para contestar al teléfono. Algunas veces se lo tendía a Malik, pero con frecuencia hacía preguntas y daba órdenes. Evidentemente, era la mano derecha de su hermano.

Jenna se sentía aún como si todo fuera un sueño. Tras largos años sola, habiendo enterrado profundamente su vida anterior, era muy extraño pero también familiar, estar de nuevo con sus compañeros de la infancia, sus parientes más próximos ahora que su padre había muerto. Deseó que Karim estuviera allí. ¿Y dónde estaba Laila?

—Necesito que me aconsejes sobre Laila —dijo Malik, como si fuera clarividente.

—¿Sabías que la he visto? —preguntó Jenna, haciendo acopio de valor para confesarse.

—En su momento no me enteré. Lo descubrí más tarde. Me burlé de Ryan a costa de eso. El gran detective te estaba buscando por todo el continente, y mi pequeña ya te había encontrado.

—Sabía que no debía hacerlo. Sabía que debía mantenerme alejada, no sólo por mi seguridad, sino también por la suya, pero cuando la vi, no pude evitarlo.

—Claro, claro. —La leve sonrisa de Malik parecía decir: «¿Cómo podría alguien no querer a mi Laila?» Sin duda Laila seguía siendo el sol, la luna y las estrellas para él. Pero luego la sonrisa se esfumó—. ¿Sabes lo que… le ocurrió?

—Sé que la violaron.

Malik parpadeó levemente al oír la palabra.

—Sí. Ese fue el principio. No hacía mucho, en realidad, que habían matado a Geneviéve. Creo que eso lo superó, pero… lo otro. No ha vuelto a ser la misma desde entonces.

—Debería haber hecho algo, pero cuando se fue de Nueva York para venir aquí…

—No es culpa tuya, sino mía. De todo. Debería haber tenido guardaespaldas las veinticuatro horas del día. En realidad los tuvo durante un tiempo. Pero no dejaba de pedirme que le permitiera llevar una vida normal, y —su voz se quebró— me resulta tan difícil negarle nada.

Malik miró por encima de la piscina hacia el paisaje desértico.

—Aquel chico, por ejemplo. Yo creí que era un buen chico. Me miró a los ojos y me llamó «señor». Era de buena familia. Y luego… —Apretó el puño, lo abrió, volvió a apretarlo y se relajó—. Ella ni siquiera pensaba decírmelo. Temía que la juzgara.

—Es una reacción común a la violación. La víctima tiene la impresión de que el ataque la ha rebajado, la ha hecho indigna, y que los demás también lo creerán.

—Estoy seguro de que tienes razón.

—¿Qué pasó con el chico?

—Ah, el chico. Yo quería matarlo, por supuesto, pero… bueno, esto no es Al-Remal. Pensé en presentar cargos contra él, como sugirió la terapeuta de Laila. Fue entonces cuando descubrí cómo funciona la ley en este país. Desde un principio, el fiscal me explicó lo difícil que sería demostrar la violación. Me dijo que los abogados de la otra parte harían recaer la culpa sobre la víctima, haciendo que Laila pareciera una especie de… bueno, de puta. Luego descubrí por mi cuenta que conocían algunas de las lagunas del origen de Laila, y que pensaban sugerir que nuestra relación no era… como debía ser. No podía exponerla a eso. Retiramos los cargos.

—Así pues, ¿quedó libre?

Malik guardó silencio durante largo rato.

—Es interesante —dijo por fin—. Unos meses más tarde, estuvo involucrado en un pequeño accidente y encontraron drogas en su coche. No era mucho, así que le dieron una colleja (era de buena familia, como te decía, y no tenía antecedentes) y lo soltaron. Pero poco después, alguien dio el soplo a la policía y lo pillaron con cuatro kilos de cocaína y una suma considerable de dinero para la que no tenía explicación. Ahora está cumpliendo más o menos la misma condena de cárcel que le hubieran echado por lo que le hizo a Laila. Es justo, ¿no crees?

Jenna no estaba muy segura de lo que oía, y decidió no preguntar.

—Pero eso no ayudó a Laila —continuó Malik—. Sus ojos… se apagó la luz de sus ojos. Lo intenté todo para que la recuperara. Todo. Dejé mi trabajo, así, indefinidamente, y la llevé de crucero. Antes le encantaban los barcos, el mar. Pero apenas hablaba y al final di por terminado el viaje porque parecía sentirse muy desdichada. Fue entonces cuando se vino aquí. Construí este lugar —indicó la casa con el brazo—, para poder estar cerca de ella si me necesitaba.

¿Por qué creía su hermano, se preguntó Jenna, que necesitaba una mansión para estar cerca de su hija?

—¿No le buscaste ayuda profesional? —Su tono fue más crítico de lo que pretendía, pero él no pareció notarlo.

—Oh, sí. Tres psiquiatras diferentes. Laila los dejó uno detrás de otro. Luego volvió a cambiar. Se convirtió en uno de esos mocosos salvajes de California, de fiesta en fiesta sin que pudiera hacer nada para detenerla, y con supuestos amigos que no eran dignos de ella. —Alzó una mano—. No lo digas; sé que mi vida no ha sido siempre ejemplar, pero al menos he aprendido a valorar a las personas. Aquella gente no tenía el más mínimo interés por ella.

Jenna asintió.

—Pero entonces —prosiguió Malik—, conoció a un chico, y todo volvió a cambiar. —Malik explicó que Laila había encontrado a alguien por fin, que se había enamorado, por primera vez en realidad. Era un joven que capitaneaba una goleta con la que transportaba pasajeros a Catalina, México e incluso Hawai. Y lentamente, el amor la había devuelto a su antiguo ser.

Jenna tenía la terrible sensación de que sabía lo que vendría después.

—No me digas que la ha dejado.

—¿Qué? Oh, no. En absoluto. Lo que ha pasado es que ha descubierto la verdad.

—¿La verdad sobre qué?

—Sobre mí. Sobre ti. Sobre su verdadera madre. Sobre sí misma. —Malik relató los hallazgos de Laila en París y su viaje a Al-Remal.

—Dios mío —exclamó Jenna cuando asimiló lo que acababa de oír. Era una situación grave. Saber que la madre de uno no es tu madre puede traumatizar a cualquiera, pero dada la inestabilidad de Laila, sería catastrófico.

—No me molestan las intromisiones de Alí en mis negocios —decía Malik airadamente, pensando aún en la escena del aeropuerto—. Un hombre es libre de actuar como quiera en tales asuntos. Pero el trato que dio a mi hija. Pagará por eso, lo juro. —Guardó silencio un momento, esforzándose visiblemente por serenarse—. Cuando la saqué de allí, tuvimos una escena terrible. En el mismo avión. Dijo cosas sobre mí, sobre ti, incluso sobre Geneviéve. Al final tuve que admitir la verdad, o la mayor parte, sobre su verdadera madre. Pero parece ser que decir la verdad también fue un error. Yo pensaba que se iría furiosa con su prometido. Pero también ha cortado con él; afirma que es un mentiroso como todos nosotros. Y en lugar de huir como yo temía, se encierra en su habitación como una ermitaña.

—¿Aquí?

—Sí, aquí mismo.

—¿Ella está aquí? ¿En esta casa?

—Oh, sí. Así son las cosas ahora. Se encierra en su habitación, no sale casi nunca y se pasa el día durmiendo y la noche despierta.

Jenna se estremeció. Era un comportamiento demasiado familiar, terriblemente parecido al de Jihan.

—Espero —concluyó Malik, impotente—, que tú puedas hacer algo.

Jenna respiró hondo.

—¿Qué le has contado de mí?

—Sólo que eres mi hermana, que desapareciste hace mucho tiempo haciendo creer a todos que habías muerto, por razones que no conozco demasiado bien. Lo que en esencia es verdad. Claro que para ella, eso te convierte en una mentirosa a ti también.

«Y tiene razón», pensó Jenna. Difícilmente podía considerarse la situación ideal para iniciar una relación terapéutica.

—Haré lo que pueda —dijo—, que quizá no sea mucho. No esperes milagros.

—Dejé de esperar milagros hace mucho tiempo. En Al-Remal. Seguro que recuerdas la ocasión.

—¿Puedo ir a verla ahora?

—¿Por qué no?

La mujer que abrió la puerta del dormitorio se parecía muy poco a la chica de rostro ingenuo que Jenna había rescatado en Saks. Laila tenía tan sólo veintitantos años, pero parecía envejecida, cansada, distante… casi igual que Jihan en sus últimos días.

—Vaya, mira quién está aquí. Mi amiga secreta.

Aquel pequeño estallido de amargura alentó a Jenna. Donde había emociones vivas, aunque fueran negativas, había esperanza.

—Sí, soy yo, y soy tu amiga, además de tu tía. Siento no habértelo dicho antes. Pensaba que no podía hacerlo. Tal vez algún día me dejes contarte el porqué.

—No quiero saberlo.

Una respuesta mecánica, pero la elección de las palabras era significativa. Jenna tomaría notas tan pronto como le fuera posible. Había decidido ya quedarse al menos hasta que encontrara un psiquiatra adecuado para su sobrina. No podía tratar a Laila ella misma; estaba demasiado involucrada en su historia, pero quizá podía ser de ayuda como una amiga y pariente que no la juzgaría, alguien que la escuchara y comprendiera.

—Volveré mañana, Laila. A esta hora más o menos. ¿Por qué no piensas en lo que te gustaría comentar? Te diré todo lo que quieras saber.

—No quiero hablar.

—Tú piénsalo. Te veré mañana, o siempre que te apetezca.

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