Amira

Amira


QUINTA PARTE » La Matawa

Página 33 de 69

L

a

M

a

t

a

w

a

Tomar una determinación era una cosa, pero hallar la oportunidad era otra muy distinta. Durante tres días, Amira no pudo estar ni un momento a solas con Philippe. Los festejos transcurrieron como una exhalación, haciendo pausas únicamente para rezar y dormir. Los jardines de palacio se abrieron al público, se instalaron fogatas en el pulcro césped y se levantaron tiendas en las que un ejército de cocineros ofrecían cordero asado y arroz especiado a cuantos se presentaban allí hasta altas horas de la madrugada.

Las embajadas extranjeras rivalizaban entre sí para ofrecer aperitivos, comidas y cenas a los invitados. De día se celebraban carreras de caballos y de camellos, de noche había fuegos artificiales, y la hospitalidad y las conversaciones ocupaban todas las horas.

A mitad de semana debía realizarse un gran

majlis en el que cualquier remalí podía elevar sus quejas ante el rey en persona, en aquella ocasión, la mayoría de solicitantes llegaron con felicitaciones en lugar de quejas; los jeques de todas las aldeas estaban ansiosos por pronunciar unas cuantas palabras de alabanza y fidelidad.

Sin embargo, de vez en cuando alguna persona acudía en busca de la justicia del rey. Un anciano tembloroso y atemorizado explicó que un camión había matado dos de sus cabras y que, lejos de pagarle las cabras, el camionero había exigido dinero por los daños causados en su vehículo. Dos testigos de su misma lejana aldea en el desierto sustentaban su historia.

El rey ordenó que el camionero pagara, no sólo las dos cabras, sino también el coste del viaje de los tres hombres al

majlis. El trío, seguro de haberse ganado la fama en su lugar natal para el resto de sus días, se despidió dando gracias a Dios y al monarca.

Innumerables fiestas privadas centelleaban como pequeñas joyas entre los eventos oficiales; parientes y amigos se visitaban con regalos arriba y abajo hasta casi el amanecer. A Amira le recordaba la semana después del Ramadán, sólo que con un ritmo más frenético. Era enteramente posible olvidarse de cuál era la fiesta a la que uno asistía.

En todas partes, menos en algunas embajadas y en los hogares más liberales, se aplicaba la común segregación de los sexos. Amira no tuvo oportunidad de intercambiar más que unas cuantas palabras superficiales y públicas con Philippe ni siquiera en su propia casa, con las idas y venidas de los invitados y el ajetreo de los criados.

La poca intimidad que existiera desapareció cuando la hermana de Alí, Zeinab, se presentó con el equipaje y un marido bastante abrumado, quejándose de que la casa que les habían asignado no era mejor que la choza de un cabrero, y que era imposible permanecer allí.

Fue Alí quien finalmente ofreció a Amira la oportunidad que esperaba.

—Nuestro amigo no se encuentra bien —dijo a su mujer la cuarta mañana de los festejos—. Dice que sólo está cansado, pero no estoy seguro de que su salud sea muy buena. En cualquier caso, hoy piensa quedarse en casa y descansar.

—Se lo diré a los criados.

—Bien, pero no podemos dejar solo a un invitado. Me gustaría que te quedaras y le hicieras compañía, a menos que no resistas la tentación de acudir a otra comida de embajada con sus correspondientes discursos.

—A decir verdad yo también estoy un poco cansada. —Era cierto; aún no se había recuperado plenamente tras su paso por el hospital—. ¿Pero no daremos pie a habladurías? Es decir, ¿no habrá nadie más aparte de los criados?

—No lo sé. No consigo seguir el ritmo de Zeinab, bastante me cuesta ya recordar mi propia agenda. Pero no hay nada de que preocuparse. Al fin y al cabo estamos en una situación inusual y tienes mi permiso. Además, como tú dices, estarán los criados.

—Bueno… —Amira no quería parecer ansiosa.

—Tengo que irme. Todo irá bien.

—Como ordenes —dijo Amira, como la buena esposa musulmana que en otro tiempo se había esforzado en ser.

Ese día, tras el rezo del mediodía, compartió con Philippe una comida ligera compuesta de codorniz, bolas de arroz fritas, olivas, dátiles y fruta fresca. Amira ordenó servir una botella de vino blanco de la bodega que Alí mantenía para los invitados extranjeros, para unos cuantos amigos liberales y para sí mismo, claro está. Philippe pareció complacido por el detalle, pero protestó levemente cuando ella se negó a beber una copa.

—Es extraño —dijo—, para su gente, beber vino es un terrible pecado, o al menos una desobediencia, mientras que para la mía, el vino es alimento. La mayoría de nosotros no pensaría jamás en comer sin vino.

Se hallaban solos en el comedor. Zeinab había pasado por allí antes como un torbellino, y se había llevado a los niños, Karim incluido, a una de tantas fiestas.

—Muchas cosas separan a nuestra gente —dijo Amira.

—Sólo tres, en realidad: el idioma, la religión y el Mediterráneo. —Por un momento, Philippe pareció sumirse en reflexiones—. Cuando era joven, creía que nada en el mundo había hecho tanto daño como la religión. Aún sigo creyéndolo, pero a medida que envejezco, veo también todo el bien que hace.

—Sin duda, pero permítame que le llene la copa. —Amira no se sentía cómoda con el tema de conversación elegido por Philippe. Viviendo en palacio había desarrollado un sexto sentido para saber cuándo los criados escuchaban a escondidas, y en aquel momento había demasiado silencio tras las puertas que conducían a la cocina. La mayoría de criados eran de ideas conservadoras. Cotillearían durante días sobre el hecho de que comiera sola con un hombre extranjero que bebía alcohol. Los comentarios sobre religión de un librepensador no harían más que empeorar las cosas.

—Bien, Amira —dijo Philippe con tono decidido—, tenemos que hablar.

Ella se llevó un dedo a los labios.

Tras apenas unos segundos de vacilación, Philippe asintió.

—Lo que necesito saber —continuó con tono más moderado—, es si usted y Alí planean viajar. Estoy impaciente por devolver su hospitalidad. ¿Piensan visitar pronto Francia?

—¿Francia? Seguramente iremos tarde o temprano, pero no creo que haya planes inmediatos. Haremos una gira por los Emiratos Árabes dentro de un par de semanas. Luego, a principios de primavera, tenemos programada una visita a Irán, a Teherán y también a Tabriz. Después se habla de ir a Nueva York. Yo no he estado nunca en Estados Unidos.

—Tabriz —dijo Philippe—. ¿Para qué van allí?

—Al parecer hay una antigua e importante mezquita que se había deteriorado mucho y luego estuvo a punto de derrumbarse por culpa del terremoto de hace un año o dos. Parece ser que el sha quiere que Al-Remal preste su dinero y su peso moral para reparar el edificio.

—El sha espera apaciguar a los fundamentalistas cambiando de actitud —dijo Philippe con una sonrisa, y luego preguntó moviendo tan sólo los labios—:

¿Parlons frangais?

Amira negó con la cabeza.


Parecería sospechoso. Incluso era posible que alguno de los criados entendiera algo de francés.

Philippe sacó un pequeño cuaderno de notas y una pluma del bolsillo de su chaqueta de tweed.

—Estoy realmente preocupado por su salud —dijo, escribiendo mientras hablaba—. ¿Está segura de que se ha recuperado totalmente del accidente para emprender todos esos viajes?

—Oh, estoy mucho mejor, gracias a usted y al doctor Konyali.

—Bien. —Le mostró el papel: «¿Vais a ir a la Noche Egipcia mañana?»

Ella asintió.

—Pero yo me preocupo por mi paciente —continuó Philippe, escribiendo de nuevo—. Sería peligroso que hiciera demasiados esfuerzos.

«Estaré en el jardín cuando vuelvas —decía la nota—. Te esperaré.»

—Tendré cuidado, doctor —dijo Amira—. Se lo prometo.

Para las mujeres más jóvenes de la élite remalí, la Noche Egipcia era un acontecimiento del cincuentenario que esperaban con vehemencia. Se trataba de una fiesta sólo para mujeres en la que podían hablar sin trabas de ningún tipo y llevar las prendas más atrevidas de su vestuario; antes de volver a casa, las cambiarían por otras más modestas. Era algo nuevo, impensable en Al-Remal diez años antes.

El lugar en que se celebraba era el salón de baile del Hilton, puesto que aquellas actividades se consideraban demasiado occidentales para realizarse en palacio. Amira llegó con un vestido de Givenchy de ajustado corpiño de lentejuelas y falda de tafetán con vuelo. La fiesta parecía muy europea, salvo por el detalle de que no había alcohol ni hombres.

Entre trescientas y cuatrocientas mujeres se apiñaban en el salón, bebiendo zumos azucarados y engullendo entremeses en medio de un guirigay de cumplidos, bromas, chismes y risas. Sólo unas pocas habían sido demasiado tímidas para abandonar el traje tradicional, e incluso éstas iban sin velo.

A medida que avanzaba la velada, se desarrolló un sentimiento de camaradería entre las mujeres. Era como si lo que hacían fuera muy atrevido y pidiera sinceridad. Amira oyó quejas sobre los hombres, las leyes y la sociedad remalí en general, que jamás hubieran sido expresadas en otras circunstancias.

En un momento dado se halló hablando con una princesa a la que apenas conocía.

—Amira —le preguntó—, dinos la verdad. ¿Tuviste un accidente de coche o no?

Le salvó de contestar el estrépito repentino de música grabada y el anuncio del evento principal, la actuación de la gran bailarina de

beledi, Sonia Murad. Aquélla era una de las razones por las que la Noche Egipcia era demasiado arriesgada para hacerse en palacio y por la que habían asistido a ella tan pocas mujeres mayores, ya que a las generaciones anteriores se les había enseñado que las bailarinas profesionales eran poco menos que prostitutas. El conocimiento de Amira sobre el beledi se limitaba a unos pocos movimientos que había aprendido de Jihan y practicado con Laila, pero estaba a punto de aprender mucho más.

Sonia Murad era una artista; no había otra palabra para expresarlo, y se hizo obvio desde el momento mismo en que pisó el escenario.

Tenía la presencia y la belleza (no atractivo, sino belleza) de quien ha nacido con el don de mostrar el camino a los demás.

Cuando empezó a bailar, su personalidad inundó la sala como una intensa luz. Amira había pensado siempre que la esencia del beledi era su sensualidad, y quizá era cierto, pero había mucho más que eso en la danza de Sonia Murad; había alegría, dolor, humor, incluso miedo. Su danza trataba sobre el hecho de ser mujer y ser persona.

A veces, las ondulaciones de su cuerpo eran tan rápidas y tan perfectamente rítmicas que parecían imposibles. Otras, su inmovilidad era tan absoluta que hacía pensar en las estrellas, o en Dios.

La multitud de mujeres se entregó a ella dando palmadas y gritando al son de la música, y cuando hizo un gesto a una de ellas, la mujer se acercó al escenario como arrastrada por una cuerda invisible y empezó a bailar. Pronto una docena y luego dos docenas de mujeres bailaban a requerimiento de Sonia. Era asombroso, se dijo Amira, ver cómo afloraban las diferentes personalidades. Entonces Sonia la señaló a ella y de repente todas la instaban a bailar.

Así lo hizo. Su azoramiento duró apenas un instante; enseguida empezó a disfrutar de una libertad de movimientos olvidada desde el día en que su padre la sorprendió bailando al son de la radio. Pero, de pronto, sintió un repentino dolor en el abdomen y se dobló sobre sí misma; sus músculos aún no se habían restablecido lo suficiente como para realizar semejante esfuerzo. Un rostro se destacó de la multitud que la rodeaba; era la joven princesa que le había preguntado por el accidente.

—No pasa nada, Amira. Lo sabemos.

¿Qué quería decir?

El suelo vibraba con el ritmo de la danza. Amira pensó en las orgías paganas del antiguo Egipto y la antigua Grecia. El salón era un horno; el aire acondicionado no daba abasto. Las mujeres estaban empapadas de sudor y el maquillaje les caía en churretes por la cara. Alguien había abierto las puertas correderas de cristal para dejar entrar el aire fresco de la noche.

Súbitamente se produjo un revuelo en un extremo del salón. Unas mujeres proferían exclamaciones indignadas y se oían voces masculinas furiosas. Sonia Murad echó una ojeada en aquella dirección e intentó seguir bailando, pero al final se detuvo.

—Es la

matawa —dijo una mujer cerca de Amira.

¿Qué estaba haciendo allí la policía religiosa?

—¡La música! —dijo alguien—. Están furiosos porque se oye la música desde fuera.

—¡Mujeres, cubríos! —gritó un hombre.

El pánico se apoderó de la sala. Las mujeres huyeron hacia las salidas empujándose unas a otras. Amira, todavía con dolor, corrió hacia las puertas correderas de cristal y salió a la fría noche bajo las estrellas.

En torno a Amira, cientos de mujeres ataviadas a la última moda occidental se dispersaban en todas direcciones. Algunas lloraban, otras reían; una chica joven insultó a la

matawa como un vulgar conductor de camellos, lo que constituía delito en Al-Remal. Los extranjeros que llegaban al Hilton se detuvieron a contemplar aquella masa de fugitivas enjoyadas.

Amira se sentó sobre un muro bajo de cemento, incapaz de continuar. Una mano fuerte aferró su brazo. ¿La habían arrestado?

—Venga conmigo, alteza. El coche está justo ahí. —Era Jabr, el chofer.

Jabr la ayudó a cruzar la calle. Un miembro de la

matawa con su turbante verde se acercó a ellos, pero vio el ceño de Jabr y dio media vuelta. Amira se dejó caer con alivio en el asiento posterior del Rolls.

—He oído rumores entre los chóferes —le explicó Jabr—. He venido temprano por si ocurría algo.

—Gracias.

—Yo amo a Dios tanto como cualquier otro —declaró el hombretón meneando la

cabeza, con ira—, pero esta policía religiosa… ¿qué tiene que ver con Dios? Perdóneme, alteza.

—No hay nada que perdonar, Jabr. Gracias de nuevo.

La casa estaba silenciosa; sólo una criada salió a recibirla y le explicó que la princesa Zeinab estaba arriba durmiendo. Todos los demás seguían fuera.

—¿Y el doctor Rochon? —preguntó Amira—. ¿Está también fuera? —Sólo en ese momento recordó la promesa de Philippe de reunirse con ella en el jardín.

—No lo sé, alteza. No lo he visto.

—Ve a prepararme un baño bien caliente y la ropa de dormir. Luego sírveme un té.

—Sí, alteza.

Apenas la chica se fue, Amira salió al jardín. No encontró a nadie, sólo la luna fría, cercana sobre su cabeza, mostrando los detalles de su rostro rocoso como grabados en cristal. Amira se estremeció, preguntándose cuánto tiempo se atrevería a esperar.

—Cenicienta —dijo una voz desde las sombras—, ¿vuelves a casa del baile?.

—¡Philippe, me has dado un susto de muerte!

—Sssh. Quédate donde estás y actúa como si yo no estuviera. Hablaremos en voz muy baja.

—De acuerdo.

—Amira, creo que tu vida corre peligro y que debes huir de Alí. Sin embargo, me pregunto si hago lo correcto. Tengo un plan, pero no es realmente drástico. Sin duda debe de existir una solución mejor. Déjame preguntarte una cosa: ¿qué te parecería si yo hablara con el rey y se lo explicara todo; no te concedería el divorcio?

—Tal vez, pero jamás renunciaría a su nieto. Karim sería de Alí, y eso no puedo permitirlo.

—¿Y estás segura de que si te limitaras a marcharte, llevándote a Karim a Francia, por ejemplo, Alí te perseguiría?

—Sí. Se apoderaría de Karim y me mataría si fuera necesario…, y lo sería.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Entonces, sólo veo dos soluciones posibles. Una es matara Alí. Yo no puedo hacerlo, y no creo que tú puedas tampoco.

—No.

—Pues la única alternativa es matarte a ti y a Karim.

—¿Cómo?

—No estarías muerta, claro está, pero supón que todo el mundo, incluido Alí, lo creyera. Supón que tú y Karim pudierais empezar una vida totalmente nueva en alguna parte, en América, por ejemplo. ¿Lo harías?

—Yo… no sé. Es una pregunta muy difícil.

—No tienes que responder ahora, pero ha de ser pronto.

Dejar atrás todo cuanto conocía: amigos, padre, patria…

—¿Sabría Malik la verdad? —preguntó.

—No creo que deba, al menos durante un tiempo, quizá mucho. Tu hermano es un hombre impetuoso. Jamás revelaría el secreto, pero sus acciones lo delatarían.

—¿Tendrá que creer que estoy muerta?

—Es cruel, lo sé, pero necesario. En cualquier caso, eso puede decidirse más adelante. Lo que tienes que decidir primero es si vas a seguir el plan que te sugiero.

—¿Y tú, Philippe? ¿No te vería nunca más?

Se hizo el silencio en las sombras.

—Nunca es mucho tiempo —replicó él al fin—. ¿Quién sabe qué sucederá? Primero te has de poner a salvo.

Empezaba a hacer mucho frío. Amira sintió escalofríos con su ligero vestido.

—No puedo decidirlo ahora. He de pensarlo.

—Desde luego, pero cuanto antes mejor. Y hay otros detalles en los que pensar. ¿Tienes dinero?

—Hay algún dinero a mi nombre, pero no puedo sacarlo del banco sin el permiso de Alí.

—Ah, ¿y tus joyas?

—Eso me lo puedo llevar donde quiera, pero es todo lo que tengo.

—Y seguramente no te darían por ellas más de un tercio de lo que le costaron a Alí —comentó Philippe—. Bueno, algo es. Bastante, para empezar. Si decides llevarlo a cabo, llévate todas las joyas cuando tú y Alí os vayáis a Irán. Y lleva también ropa occidental para ti y para Karim.

—Dime en qué has pensado.

—Aún no lo he planeado del todo, pero sé que no se puede hacer nada aquí ni en los Emiratos. Ni tampoco en París, Nueva York o Teherán. Necesitamos un lugar alejado del mundo. De todas las paradas de tu itinerario, Tabriz es la mejor.

—Eso suena peligroso.

—Lo será… un poco, pero no para Karim, sólo para ti y para mí.

—¿Para ti?, ¿por qué para ti?

—Yo estaré allí, por supuesto. Pero ya hemos hablado bastante. Ahora vete, querida mía. Veo que tienes frío. Piénsatelo. Si decides hacerlo, házmelo saber diciendo algo, cualquier cosa sobre Tabriz. Si no te decides antes de que me vaya, usa la misma clave en una postal o algo parecido.

—Dios mío, Philippe, no puedo creer que ésta sea mi vida.

—Lo siento, mereces algo mejor. Vete, querida. Aún nos quedan unos días. Quizá podamos volver a hablar, pero la decisión es tuya.

—No sé qué hacer. Ahora mismo me parece demasiado difícil. Pero te estoy muy agradecida, Philippe.

—No tienes por qué. Tenemos una relación, ¿no? Somos amigos. Buenas noches, querida.

Al volverse hacia la casa, Amira lanzó una última mirada a la luna de cristal. En ese momento, captó un movimiento en una ventana del segundo piso. ¿Una cortina cerrándose? Tal vez fuera sólo un reflejo, o su imaginación.

—Buenas noches —susurró a las sombras del jardín—. Buenas noches, amor mío.

Ir a la siguiente página

Report Page