Amira

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QUINTA PARTE » El hermano Peter

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—Pronto llegará el hermano Peter. Te irás con él esta noche. Mañana estarás en Erzurum. Allí hay un aeropuerto; sale un avión hacia Ankara cada día. —Rompió la costura del forro de su abrigo y sacó unos documentos—. Tus billetes de avión. Erzurum-Ankara, Ankara-Estambul y Estambul-París. Todos son billetes de vuelta. Y aquí está tu nuevo pasaporte y documentos para Karim.

Amira ojeó el pasaporte; Jihan Sonnier, esposa del doctor Claude Sonnier.

—No hace aún dos años —explicó Philippe—, un terremoto mató a cincuenta mil personas en el distrito norte del lago Van. Muchos niños quedaron huérfanos. Karim es uno de ellos. Has venido para adoptarlo y llevártelo a tu casa, a Francia. Tú… no puedes tener hijos.

Amira asintió. Eso era al menos cierto.

—El hermano Peter ha estado ayudando muy directamente a las víctimas del terremoto, especialmente a los niños. Puede contestar cualquier pregunta que se le ocurra a las autoridades, y jamás te traicionará.

—¿Jihan Sonnier? —dijo Amira, volviendo a mirar el pasaporte.

—Me acordé del nombre de tu madre cuando le di las instrucciones al falsificador. ¿Te parece bien?

—Si.

Un golpe casi inaudible sonó en la puerta.

El hombre que entró era pequeño y enjuto, de ralos cabellos castaños, piel bronceada y apagados ojos azules. Sus ropas parecían las de los turcos que había visto Amira. El y Philippe se abrazaron como hermanos largo tiempo separados.

—Te agradezco lo que haces, amigo mío —dijo Philippe en inglés—. Sabes que no te lo hubiera pedido si no se tratara de un asunto de vida o muerte.

—No te disculpes, amigo. Soy un hombre adulto.

Philippe lo presentó a Amira.

—Perdona su abominable inglés… es australiano.

—Australiano —dijo el hermano Peter afablemente. Luego se puso serio—. No quisiera meteros prisa, pero tenemos que ponernos en marcha.

—Ah, sí, por supuesto. Bueno, estamos en tu terreno. ¿Cómo quieres hacerlo?

—No quiero que vean conmigo a Amira, o Jihan, ni al niño en Van o en los alrededores. Aquí me conoce demasiada gente y corremos el riesgo de que alguien se fije y lo relacione. Cuando nos alejemos hacia el oeste de Agri, ya no importará.

—¿Quieres decir que ella y Karim han de permanecer ocultos?

—Usaré la furgoneta de la misión. He hecho un cubículo atrás, bajo unos cartones y mantas. No será cómodo, pero sólo durará unas horas. ¿Puede conseguir que el chico se esté callado si es necesario? —preguntó a Amira.

—Le daré un sedante flojo —dijo Philippe—. Dormirá ocho horas al menos. ¿Será suficiente?

—De sobra.

—Bien. ¿Qué más?

—¿Qué vehículo llevas?

—Un Land Rover marrón.

—Dirígete hacia el norte, en dirección a Agri. No te des prisa para que pueda alcanzaros. Esperaré veinte minutos cuando os vayáis. Si alguien os detiene, sois turistas disfrutando de la maravillosa luz de la luna junto al lago.

—Muy bien.

—En algún lugar al norte del lago y al sur de Agri te haré luces tres veces; párate y haremos el cambio. —Los miró a ambos—. ¿Alguna pregunta?

—¿Por qué le llaman «hermano»? —quiso saber Amira.

Peter sonrió casi con timidez.

—¿Philippe no se lo ha dicho? Pertenezco a una misión. A una pequeña orden religiosa.

—¿Quiere decir que es cristiano?

—Sí. Sé que es extraño, pero estamos aquí desde Atatürk, y siguen tolerándonos. Somos muy tranquilos. No hacemos proselitismo. Sólo tratamos de ayudar. Bueno, entonces… ¿estamos listos?

—Vamos allá—dijo Philippe.

A la luz de los faros que penetraban en la noche, Van era un sueño, Tabriz un recuerdo distante y Al-Remal había caído en el olvido. La carretera era familiar, era el hogar. Había pasado en aquel Land Rover toda la vida.

Karim dormía tras haberse tomado una cucharada de un jarabe que le había dado Philippe. El médico seguía dándole consejos para prevenirla.

—Recuérdalo, llama a Maurice Cheverny antes que nada.

E intenta asegurarte de que no te siguen desde Orly, porque en el aeropuerto no intentarían nada. Si intentan algo en la ciudad, llama a gritos a la policía. Si la verdad sale a la luz, pide asilo político. Es lo mejor. Dios mío, casi lo olvido. Aquí tienes dinero más que suficiente para llegar hasta París.

El hermano Peter hizo su señal a las dos de la madrugada. Philippe se detuvo y abrió la puerta. La luz del interior mostró su rostro de un gris enfermizo.

—¿Estás bien?

—¿Qué? Sí. Un poco cansado. No te preocupes.

—Bueno, viejo amigo —dijo—, aquí nos separamos. No sé qué tienes planeado, pero ten cuidado.

—Y tú. Gracias de nuevo… por todo.

—Agradéceselo a Dios, amigo mío, no a su humilde siervo.

Philippe se volvió hacia Amira, a quien le resbalaban las lágrimas por las mejillas.

Philippe la abrazó con tanta fuerza que le hizo daño.

—Adiós, amor mío. Ojalá… ojalá hubiera sido diferente.

—Será diferente. Todo va a ser diferente. Pero no me digas adiós, corazón mío. Sólo es

au'voir, ¿no? No nos perderemos el uno al otro, ¿verdad? Prométemelo.

—No nos perderemos el uno al otro. No es posible.

Au'voir. Au'voir, Amira.

El hermano Peter llevó a Karim a la furgoneta.

—Suba aquí, señora mía.

Amira miró a Philippe por última vez cuando se acurrucó en el interior de la furgoneta con su hijo dormido. Después el hermano Peter volvió a colocar cajas y mantas, escondiéndolos.

—Sal tu primero y ve deprisa —dijo a Philippe—. Quiero estar muy por detrás de ti en Agri.

Amira no distinguió la réplica de Philippe, sólo el sonido del Land Rover alejándose. Instantes después, la furgoneta se ponía en marcha.

—¿Está cómoda?—preguntó el hermano Meter.

—Estoy bien.

—Bien. Próxima parada, Erzurum.

En la pequeña cueva de Amira reinaba la más absoluta oscuridad. El tiempo perdió su discurrir. ¿Habían pasado diez minutos? ¿Una hora?

—¿Hermano Peter?

—¿Sí?

—¿Por qué hace esto?

Silencio.

—Porque creo que es lo que Dios quiere que haga.

—Usted y Philippe deben de ser muy buenos amigos.

Otro silencio.

—Le debo la vida… y muchas cosas más.

Eso fue todo. Mucho después, el hermano Peter anunció

«Agri», y el movimiento del vehículo cambió. Después de eso, sólo quedó la permanente oscuridad.

Se despertó porque se habían parado. Se abrió una puerta, las mantas volaron y una luz cegadora se filtró; era de día.

—Siéntese delante, rápido —ordenó el hermano Peter—. Estamos llegando a Erzurum. Dentro de unos kilómetros encontraremos un control.

Karim se había orinado mientras dormía. Amira se compuso lo mejor que pudo con ayuda del espejo retrovisor.

—¿Tiene un pañuelo?

—Sí.

—Úselo como velo. Cúbrase el pelo y parte de la cara. No se preocupe. Aquí las mujeres europeas lo hacen a menudo.

En el control había unos soldados armados. El hermano Peter respondió a sus preguntas en turco. Uno de ellos dio una orden. El hermano Peter se hizo a un lado en el asiento. Un soldado abrió la puerta y se sentó al volante.

—No tema, señora Sonnier—dijo el hermano Peter—. Todos los extranjeros han de ser escoltados por un soldado. Así que tenemos chófer.

Una vez en el aeropuerto, Amira cambió a un irritable y medio dormido Karim. Un altavoz chirriante anunció el vuelo de Ankara.

—Justo a tiempo —dijo el hermano Peter—. Siempre había querido presenciar un milagro, y aquí está. Una buena señal, señora Sonnier.

Él y el soldado la acompañaron hasta el avión.

¡Sagol! —gritó el soldado.

Sagol a usted también, y a usted, hermano Peter.

A mediodía llegó a Ankara, y a Estambul a última hora de la tarde. Esa noche durmió a diez mil metros de altitud en un reactor con dirección a París.

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