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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XV

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XV

 

J

ohn Dowe llegó a la Colina Negra el 15 de enero de 1928, atraído por la creciente fama de aquel enclave que la prensa había empezado a popularizar como «el Santuario de la Democracia». Según le relató a June, la primera vez que oyó aquel nombre fue en una sala de cine de Carthage, Illinois, adonde entró refugiándose de una descomunal tormenta. Sin preocuparse de la película que se proyectaba, Dowe se acomodó en su butaca, preparándose para disfrutar de dos o tres horas de sueño, pero tan pronto como el telón se descorrió y el pianista acometió los primeros acordes de su partitura comprendió que dormir no iba a ser posible. La película que se anunciaba en la pantalla era la última que June había protagonizado, El hombre sin cara. Aquella grata casualidad llamó la atención de Dowe, que se incorporó ligeramente para recibir con más claridad el fulgor que emanaba de la pantalla. Como ya era habitual, la película daría comienzo tras un repaso a las noticias más importantes sucedidas en América, y a Dowe la espera se le hubiera hecho interminable de no haber mediado una circunstancia que lo envaró en su butaca: el noticiario hablaba de un hombre que esculpía rostros gigantescos en una roca. Al principio pensó que no había leído bien, pero se dio cuenta de su error al oír el murmullo extasiado que recorría la platea. ¿Qué significaba aquello? Leyó atentamente los exigüos carteles del noticiario, y así supo que un año atrás habían dado comienzo en Dakota del Sur los trabajos de perforación del monte Rushmore: el propósito era celebrar los ciento cincuenta años de historia del pueblo de los Estados Unidos esculpiendo en su cara sureste los rostros de Washington, Jefferson, Lincoln y Roosevelt, cada uno de los cuales tendría al final de las perforaciones una altura de más de dieciocho metros. Como colofón, el noticiario añadía que Borglum aún buscaba hombres sin miedo y con buenos brazos que quisieran dejar su nombre grabado en la historia americana para toda la Eternidad.

Aquello era mucho más que una casualidad: era una señal. Dowe no tenía trabajo, vagabundeaba de pueblo en pueblo y había pasado dos semanas envuelto en una fiebre que lo llevó casi a las puertas de la muerte. Arrastrar esa vida lo estaba poniendo al límite de sus fuerzas, y no podía permitirse morir porque, sencillamente, su misión no había tocado a su fin. Por primera vez, deslizó un dato importante que a June no le pasó desapercibido: Dowe decía tener cincuenta años, la misma edad que, según sus cálculos, hubiera contado su padre de seguir vivo. Dowe confesó que apenas siguió la película, en la que June se enamoraba de un ladrón de bancos encapuchado al que la prensa llamaba «el Hombre sin Cara», y que, tras varios malentendidos, resultaba ser una especie de Robin Hood urbano, un benefactor de buen corazón cuyos atracos estaban destinados a cubrir las deudas de un orfelinato acechado por los buitres de la banca. Al final, «el Hombre sin Cara» salvaba a los pobres huérfanos, y solo entonces dejaba ver su verdadero rostro, cuando, retirándose la máscara, unía sus labios a los de June y se postraba de rodillas para pedirla en matrimonio, provocando con ello la desbordada alegría de los niños y su pudorosa réplica en las responsables del orfelinato. Para un hombre cuyo rostro semejaba estar oculto tras un impenetrable velo, como Dowe le había contado a June de sí mismo en muchas de sus cartas, aquella película hubiera tenido que atraerle a la fuerza. Pero lo único en lo que podía pensar era en el hombre del noticiario, aquel tipo al que imaginaba tocado por una mirada de profeta que se empeñaba en arrancar a las montañas una expresión humana, como si también él hubiera comprendido que a veces los rostros son tan impenetrables como las mismas piedras.

Antes de que la película terminase, Dowe ya había decidido que su destino estaba en el Monte Rushmore, y solo tres semanas después se contaba entre el grupo de perforadores escogidos por Borglum para las operaciones más delicadas. Lo curioso es que Borglum ni siquiera lo aceptó para aquel trabajo. Al verle entrar por la puerta, le echó un vistazo de arriba abajo, sopesó la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus manos, y le preguntó si tenía experiencia en las minas. Dowe, que había sentido la energía que irradiaba aquel individuo mucho antes de rebasar la puerta, le respondió con sinceridad: no, dijo, y entonces Borglum, devolviendo la vista a sus legajos, le replicó despectivamente que podía volverse por donde había venido. No quería aprendices, ni siquiera hombres, sino máquinas: pulmones castigados por el silicio y brazos moldeados por la dureza del subsuelo, huesos irrompibles y espíritus que, como el suyo, pudiesen acostumbrarse lo más pronto posible a vivir en las alturas; eso quería. No era un trabajo para el que se requiriese práctica, sino fuerza y valor, y si algo tenía claro es que él no reunía ni una cosa ni la otra. Como la mayoría de aspirantes que acudían a Rushmore sobrecogidos por la inmensidad del empeño de Borglum, Dowe también podía haber salido de allí con el rabo entre las piernas, amedrentado por aquel viejo que debía de creerse inspirado por un dios superior al que pastoreaba al resto de los mortales. Pero no lo hizo. Había visto algo en él que lo empujaba a pensar que su respuesta no era tan categórica como pretendía hacerle creer. Lo estaba probando, seguro. Quería saber que no era un blandengue. Para no entrar en detalles, a June le describió la sensación como una simple intuición, pero resultaba evidente que era mucho más que eso: un color inesperado, una aleación cromática diferente de la que despedían las afirmaciones sin posibilidad de réplica, y Dowe supo a lo que atenerse. Así que abandonó el taller de Borglum, descendió tranquilamente hasta el campamento, observó la fachada del Monte Rushmore y la cabeza de huevo en la que varios talladores suspendidos de un arnés excavaban los primeros rasgos del presidente Washington, y se presentó al capataz en calidad de nuevo obrero. Tras sopesarle con una mirada interrogante, el capataz, un polaco llamado Korczac Ziolkowski, le preguntó en su difícil inglés qué puesto le había asignado Borglum, a lo que Dowe respondió: «El que se haga notar».

Y Dowe se haría notar, vaya que sí. Para ser un tipo más bien enclenque, la clase de hombre que no ha nacido para el trabajo físico, se empleaba con el denuedo del obrero más cafre, y para los veteranos de Rushmore quien trabajaba así era porque tenía algo serio que ocultar. Dowe no estaba en paz consigo mismo, eso saltaba a la vista. Lo que Dowe hubiera hecho en su vida era cosa suya, nadie era quién para mirar la paja en el ojo ajeno, pero fueran cuales fuesen sus pecados, lo cierto es que aún debían de pesarle demasiado para tratarse a sí mismo como se trataba. Probablemente había llegado a ese momento de la vida en que todo te importa tres carajos, pero si Dios rehusaba llamarlo a su morada, ¿qué podía él hacer sino convertir su trabajo en una forma de expiación, el único modo que tenía de lavarse la mierda que le pudría el alma? Había algo que mostraba a las claras el carácter de Dowe, el barro del que estaba hecho. Cada mañana, había que ascender más de setecientos peldaños para acceder a la cornisa del monumento, casi milla y media de subida, un infierno cuando apretaba el calor y una pesadilla cuando llegaba el invierno, placas de hielo en cada peldaño, y aquel frío que te convertía los huesos en un cristal al que podía quebrar el golpecito más frágil. En tales circunstancias, el cuidado del arnés representaba el único seguro de vida de los trabajadores de Rushmore, por eso había que protegerlo contra cualquier inclemencia que pudiese averiarlo: la arena resecaba el cuero de las correas, los cambios de temperatura las destensaba, la lluvia deshilachaba las costuras y aflojaba los seguros. Cuando todo empezó, los hombres solían dejar sus arneses en lo alto de la montaña al final de la jornada, para no tener que cargar con un peso muerto al día siguiente, pero tras un par de sustos que de puro milagro no llegaron más lejos, Borglum impuso la norma de que cada cual se encargase de devolver su arnés al almacén que había detrás del estudio. No quería ni un solo muerto entre sus hombres. Si no sabían cuidar adecuadamente de sus vidas, ya podían recoger sus cosas y largarse. De modo que todas las tardes dejaban el arnés en el almacén, cada uno etiquetado con un nombre, y una mañana sí, una mañana también, sus dueños volvían a recogerlos, los reunían junto con todo el peso del que pudieran desprenderse en la base de la montaña, y ascendían la milla roja de aquellos malditos peldaños con dos o tres arneses que rotaban de mano en mano para no llegar demasiado fatigados a la cumbre. Luego, se elegían dos o tres hombres para descender desde la cornisa a la base colgados de los arneses y subir hasta la cima el resto del equipo. Pues bien, el único que cargaba todos los días con su propio arnés para llegar a la cornisa era Dowe. Veinte kilos, milla y media de ascensión, hiciera un calor hirviente o un frío de estepa siberiana. Ese era Dowe. Cuando uno lo veía por primera vez, podía pensar que era un tipo débil, incluso un poco afeminado, pero si había algo que decir de él sin temor a equivocarse es que no era ningún mariquita. Era tan hombre como el que más, tan hombre que hubiera podido partir nueces con el ojo del culo.

Aquello quedó más que demostrado cuando Dowe superó sin miramientos la típica broma que los veteranos del campamento gastaban a los recién llegados: les ataban a un arnés, los elevaban en el aire a unos treinta metros de altura, soltaban de golpe el extremo de la cuerda que sostenían para que la silla se precipitara al vacío en una caída que parecía accidental, y cuando todo apuntaba a que el pobre novato se estrellaría contra las rocas, la silla se detenía bruscamente a unos cuatro metros del suelo con el novato chillando histérico sobre ella y los viejos del lugar doblados por las carcajadas. Pero Dowe no gritó cuando le tocó el turno de pasar la prueba, y tampoco se inmutó lo más mínimo cuando por un error de cálculo la silla descendió dos metros más de lo previsto. Se contentó con pedir que le cediesen otro arnés, porque el suyo parecía andar un poco suelto, y con eso se ganó el respeto del grupo. Dado que no podía distinguir la altura en la que quedaba suspendido —solo divisaba una extensión parda que se manchaba de ocre oscuro cuando ascendía hasta la cima de la montaña—, nunca sufrió de ese vértigo que los demás, un poco entre dientes, reconocían padecer, ni siquiera cuando el peligroso viento del oeste lo enviaba de un lado a otro de la cornisa como a una pelota de tenis. A todos los efectos, aquel Dowe era un tipo de lo más duro. No tardó en acostumbrarse a utilizar las brocas con precisión, a perforar la roca sin que el constante retroceso que sometía a los operarios al no disponer de un punto de apoyo en el vacío lo retrasase en su trabajo. Al cabo de una semana, Ziolkowski tuvo que rendirse a la evidencia, y cuando corrió a felicitarse con Borglum por su reciente adquisición, se dio cuenta de que el escultor no sabía de quién le estaba hablando. El nombre de Dowe no figuraba en las nóminas. Borglum tuvo que mirar más de una vez el rostro bronceado de aquel tipo para reparar en que era el mismo individuo al que solo siete días atrás había despreciado.

Pero a Dowe no le bastó con despuntar en su trabajo. Terminada la jornada, jugaba algunos rondos de béisbol con los pocos tipos que preferían la compañía del bate a la de la botella, y pronto demostró que era un bateador de primera. Antes de que la bola saliese de la mano del lanzador, él ya parecía saber dónde debía colocar el palo para enviarla a las nubes, lejos de los guantes del equipo contrario. Para horror de Borglum, su especialidad parecía consistir en atizar el ojo de Washington con la bola. Era capaz de hacerlo varias veces seguidas, a dólar el golpe, y logró hacerse con una decente cantidad de billetes hasta que los apostadores empezaron a encogerse ante la infalible puntería de Dowe. Y tampoco era un mal lanzador: tenía una buena curva, aunque no muy rápida, pero sus lanzamientos resultaban una presa difícil para los bateadores rivales. A Borglum se le antojaba estúpido que sus obreros empleasen las horas libres en aquel pasatiempo, pero poco a poco él también empezó a cogerle el gusto, y a veces hacía una pausa en el trabajo y se entretenía en disfrutar del juego, aunque por culpa del anquilosamiento que atenazaba sus vértebras tuviera que hacerlo como mero espectador. En unas pocas semanas de rondos, el Rushmore Memorial se había convertido en un conjunto sólido y difícil de batir, y algunos equipos de los pueblos vecinos se acercaban a la explanada junto al monumento solo para enfrentarse a su juego. No estaba mal, para ser una alineación formada exclusivamente por canteros. En 1929, Dowe contaba con un coeficiente de .399, algo casi de otro planeta, y un registro de home runs que hubiera hecho palidecer de envidia al mismísimo Babe Ruth. En poco tiempo, el Rushmore Memorial había adquirido tal renombre que aquel año llegó a representar a la Colina Negra en la Liga Estatal, y hasta alcanzó las semifinales, con Dowe como tercer bateador del equipo. Ziolkowski y Borglum no acudían a los campos de juego, Borglum obligado por su temperamento de trabajador frenético y Ziolkowski por su condición de adlátere forzoso y necesario escudero, mal que le pesase, aunque ambos seguían los partidos desde la radio, oyendo las engoladas retransmisiones de un viejo comentarista local que se desgañitaba de puro placer al narrar los golpes de Dowe. Cuando el Rushmore Memorial perdió en el último partido de las semifinales, Borglum sufrió tal arranque de ira que destruyó de un martillazo la mitad del rostro de Jefferson. No era más que una talla, pero según el supersticioso juicio de Ziolkowski, aquel estúpido arrebato iba a atraerles la mala suerte.

Las cartas que June recibía de John Dowe no mencionaban aquellos éxitos más que de pasada, y si supo del talento de Dowe para el béisbol no fue porque él se jactase de ello, sino por la voluntad de June por conocer cuanto pudiera de su misterioso corresponsal, más allá de lo que «el Hombre Misterioso» le refiriese en sus misivas. Dowe prefería contarle anécdotas de la vida en el campamento, la rutina en la que se había convertido el acto de colgar todos los días a veinte metros del suelo, el nombre de «Doll-Face» que le había dado a su roca o la felicidad que le produjo ver una de las películas protagonizadas por la propia June proyectada contra aquella montaña que él estaba ayudando a esculpir con sus propias manos. Pero a June no le bastaba con eso. Desde que recibió la primera de las cartas procedentes de Dakota, había encargado a sus agentes que le enviasen todos los diarios que se editaban en las poblaciones colindantes a la Colina Negra, ya se tratase de periódicos de provincias o de tirada nacional, y así fue como siguió la obra emprendida en el Monte Rushmore, y también fue así como descubrió que Dowe se había convertido en un as del béisbol y una especie de héroe local. Su nombre aparecía en la alineación titular del Rushmore Memorial, destacando del grueso de sus compañeros —Whiskey Art, Lloyd Virtue, Palooka Payne o los hermanos Peterson, Merle y Howdy— gracias a aquellas apabullantes estadísticas que lo habrían puesto en la órbita de más de un equipo de las Ligas Menores de no haber superado con creces esa edad en la que los jugadores profesionales empezaban a retirarse de los terrenos de juego. Pero Dowe no escribía aquellas cartas para presumir de sus logros, para hacer ver que era un tipo excepcional. Puede que muchas de ellas descubrieran parte de sus secretos, pero ante todo deseaba entretener a June. Le contaba cosas de la gente de los alrededores, de las extrañas criaturas con las que la suerte lo reunía en sus viajes de una ciudad a otra —antes de su asentamiento en las Colinas y durante el corto período como bateador estrella del Rushmore Memorial—, todo aquello, en fin, que merecía el tiempo de sentarse en una silla con los huesos destrozados cuando el sol ya se había derrumbado en el horizonte y el elenco de trabajadores de Borglum se desplomaban sobre las camas totalmente inertes, como sorprendidos por un disparo. Dowe en cambio se sentía revivido, inspirado por una nueva fuerza: acompañándose de unos cigarrillos y una taza de café bien cargado, se sentaba a escribir a la luz de una vela, una hoja tras otra, cambiando el color de las ceras con las que garabateaba las páginas según su estado de ánimo, cuidando al máximo que la caligrafía no se viese afectada por el dolor de sus manos, y las palabras salían por sí solas, conformando pequeñas historias que a Dowe le hacían estremecerse de felicidad al imaginar la alegría con que June las leería. Le contaba todo lo que se le pasaba por la cabeza, desde los relatos más absurdos hasta aquellos que no podrían por menos de arrancarle alguna que otra lágrima: la historia de una pareja de siameses que habían acudido a Rushmore para trabajar en el monumento, su amistad con una niña autista que pagaba con caramelos los vasos de agua que le servían en la cantina del campamento, o sus conversaciones con un tallador manco que defendía hasta el paroxismo su convicción de que fumar impedía la caída del cabello, y que en el transcurso de unos cuantos años los gobiernos acabarían prohibiendo el tabaco por temor a que los hombres, más seguros de su propia imagen, se dedicaran a follar a destajo con desconocidas antes que condenarse a formar una familia. «Por suerte para nosotros, John, ni tú ni yo viviremos para verlo», asertaba el tipo pasándose una mano por su tupida cabellera, mientras engatillaba el enésimo cigarrillo del día, y Dowe tenía que reprimir las carcajadas escribiendo aquellas historias, pensando en lo que June se reiría también con ellas. Podía pasarse así hasta que el cielo empezaba a entreabrirse, barriendo aquel archipiélago de estrellas que había acompañado su soledad de náufrago de la madrugada, mientras sus compañeros dormían profundamente. Por supuesto, Dowe estaba tan rendido como cualquiera de ellos, pero él no trabajaba por el dinero, ni para que algún día su nombre fuese recogido en los libros de Historia como esa inevitable nota a pie de página que constituyen quienes han puesto su granito de arena en las empresas gloriosas: sencillamente, trabajaba por tener algo que contar a June. Vivía solo con ese fin. Aunque June no llegara a saberlo nunca, su vida solo tenía sentido si la compartía con ella.

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