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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 1

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sta es la historia de un hombre que, al no poder cambiar su vida, decidió cambiar el mundo en el que vivía.

Se llamaba Leonardo Rilke, y aunque tendría razones suficientes para describirlo con una sola palabra, aún no sé si se trataba de un farsante, un enfermo mental, un excéntrico que solo podía consolar su aburrimiento convirtiendo a sus semejantes en títeres a los que arrastrar al borde del abismo, o un ser demasiado cuerdo que había encontrado su propia forma de poner orden en un mundo que detestaba. O quizá no era más que un mentiroso, un charlatán que te embaucaba con sus cuentos mientras repartía astutamente su baraja de cartas marcadas. Pero me temo que calificarlo así sería simplificar demasiado las cosas. De hecho, el propio Rilke hasta lo hubiera considerado un halago. Para él, la mentira no era otra cosa que imponer su propia visión de las cosas a una ceguera universalmente aceptada, o lo que es igual: era la única luz posible en un mundo cuyas criaturas iban y venían por su señuelo de sombras sin rozar la verdad a la que él, dios y profeta de su propia religión, había logrado ascender. Su verdadero nombre ni siquiera era ese, pero Rilke prefería que un inventor y un poeta construyeran la identidad con la que se presentaba, dos de los escasos seres de este mundo capaces de desacreditar con sus visiones la realidad que nos acoge. Para hacer honor a aquel nombre, Leonardo Rilke solía hablar de sí mismo en un tono épico y hasta legendario, atribuyendo a su biografía orígenes y circunstancias que poseían una atmósfera novelesca, un prestigio casi de ensueño. Conocí varias versiones de la misma historia, muchas difundidas por él y otras originadas en la inventiva de sus promulgadores, individuos que se empleaban al retransmitirlas con el encono de unos fanáticos religiosos, como si de veras hubieran encontrado en Rilke al único mesías capaz de enaltecer su paso por este valle de lágrimas. Por lo general, eran historias tan diferentes entre sí que solo habrían podido ser ciertas si el hombre que las protagonizaba hubiera vivido mil existencias antes de encarnarse en el último cuerpo que admitió hospedarlo, pero eso no impedía que sus seguidores las creyesen como si se tratase poco menos que de la palabra de Dios. Las aceptaban, las refundían, las propagaban entre los ignorantes y los incrédulos, entre los desdichados que apenas sabían unas pinceladas de él y los que aún no tenían ni idea de a qué carta quedarse: y luego, en un alarde de malabarismo demiúrgico, el propio Rilke se encargaba de contradecir con sus propios cuentos las fábulas que lo ensalzaban. Lo sé muy bien porque la historia que me comunicó de primera mano fue una versión bien distinta a las otras, aunque, como en casi todo lo que le concernía, la verdad seguramente fue otra, no sé si más aburrida o menos fantástica, pero de lo que no me cabe duda es de que desde luego fue diferente a como él prefería contarla.

Según esa versión, la leyenda menos conocida que Rilke se encargaba de extender, Leonardo Rilke era el único hijo de un poeta alemán algo mediocre y una bella bailarina de Kansas retirada demasiado joven a causa de un misterioso problema de huesos (crecimiento progresivo de las rótulas, oxidación del líquido sinovial) que se conocieron y se enamoraron durante una travesía en barco a la isla de Pascua. Puesto que Rilke defendía una fe acérrima en la existencia de un destino marcado para los hombres que lo merecían, él por supuesto entre ellos, uno de sus pasatiempos favoritos consistía en referir que había sido concebido bajo la sombra de los moais y que eso justificaba su nariz recta, sus ojos un poco oblicuos y sus labios abultados, pero quienes lo conocían debían admitir que, o bien era un mentiroso consumado, o quienes mentían eran los espejos en los que se admiraba y las fotografías que repetían su rostro. Tres años después de concebirlo en el exótico paraíso de Rapa-Nui, el ombligo del mundo, un lugar del que sin duda Rilke sí heredó la predisposición a opinar que quienes lo rodeaban debían replicar con aquiescencia a todos sus caprichos, sus padres murieron ahogados en otra travesía en barco, esta vez en un oscuro afluente de la jungla amazónica cuyos habitantes aún andaban desnudos y se expresaban con gruñidos, uno de esos escasos espacios selváticos que hoy ya solo pertenecen al imaginario colectivo, pero que en otros tiempos fueron presa corriente de los aventureros que consideraban que su reino no era de este mundo y preferían morir en sus latitudes antes que pudrirse en una existencia mediocre. Leonardo Rilke, por entonces un guapo huérfano que apenas había condescendido a hablar, sufrió la tutela del gobierno de la RDA, se crio en hospicios patibularios para niños sin futuro, a medida que crecía en belleza y edad aprendió en ellos a robar y a malear, consolidó sus recién adquiridos conocimientos en orfanatos tétricos y reformatorios de costumbres sórdidas, y a los trece años ya era un huésped asiduo de las salas de judicatura, donde los magistrados le trataban con severo paternalismo, los alguaciles le regalaban la mitad de sus bocadillos, las taquígrafas lo miraban como al hijo de la vecina que siempre quisieron seducir, y donde él prefería defenderse a sí mismo con las pocas nociones de Derecho que había aprendido a manejar en la cárcel antes que dejar una tarea tan importante en manos de algún pardillo recién amaestrado por la universidad. A los dieciséis años empezó a amasar sumas desproporcionadas de dinero vendiendo coches de lujo sustraídos previamente a sus propietarios gracias a la licenciatura en robo que le había deparado su paso por las mejores prisiones del país. Y como enseguida aprendió que la vida era breve, el dinero que atesoraba mediante aquellas transacciones se lo fundía en unas fiestas dignas de un califa demente, lo que sin duda le hubiera hecho acabar en la pura miseria de no ser porque en una de esas fiestas conoció a una viuda insatisfecha que se encaprichó de él, lo cuidó como si en ello le fuera la ocasión de redimirse por haber sido desde su nacimiento tan asquerosamente rica, y acabó legándole una fortuna consistente en doce mansiones, unas cuantas islas espolvoreadas por el globo terrestre y más dinero del que nadie podría dilapidar jamás en varias reencarnaciones entregadas exclusivamente al vicio y la depravación. Ese, en fin, era el Rilke que al menos ante mí a Leonardo Rilke más placer le producía evocar.

Cuando lo conocí, sin embargo, Leonardo Rilke era un multimillonario de unos veintisiete años que, aparte de otros muchos juguetes, coleccionaba miniaturas de barcos embotellados, guardaba en los desvanes de sus mansiones una variada gama de chalecos salvavidas —entre otros, dos procedentes del Titanic y otros dos de uno de los yates de Julio Verne—, y cuando se detenía a contemplar los bosques que rodeaban su finca escocesa, le asaltaba el pensamiento de cuántos barcos podrían construirse con sus árboles en los astilleros que poseía en las diversas islas de Grecia cuyas playas también habían pasado a formar parte de su patrimonio: nada, en suma, que lo asemejase a aquel aventurero del que le gustaba presumir. Pero, desde luego, de Rilke podía decirse cualquier cosa menos que se trataba de un tipo corriente. Cuando pienso en él, lo recuerdo aún como lo vi el primer día, inclinado junto a aquel enorme lago artificial, decorado de ejemplos selváticos como los que rodearon a sus padres en su tránsito al más allá, que había hecho construir en el sótano de su mansión de Long Island, vestido de negro de los pies a la cabeza como si guardara luto por haber perdido su alma en alguna apuesta contra el diablo, y enturbiando con un gesto de cansada melancolía las facciones de un rostro que hasta con aquella mancha de color púrpura que le coronaba la frente hubiera podido pertenecer a un actor de cine, mientras hacía surcar sobre las aguas oscuras de la laguna un barquito controlado por un mando a distancia. Incluso así, sin compañía a la vista y sin otro juguete que su barquito motorizado, aquel era ya un Rilke en estado puro: no jugaba para divertirse, ni siquiera para entretenerse, sino más bien como si mediante aquella distracción estuviese enviando a sus nervios la orden de que se calmasen, que aún era pronto para que sus chillidos le volviesen loco. Desde aquel día me vi sin argumentos para dictaminar si Leonardo Rilke era un actor o un chiflado, y lo cierto es que si alguna de las ocasiones en que pensaba en ello llegaba a una conclusión que me satisfacía, Rilke parecía leer mis pensamientos y se apresuraba a mostrar alguna otra de sus caras para volver a descolocarme. Podía encarnar el papel de un niño superdotado al que por miedo a su portentosa inteligencia sus padres habían renunciado a cuidar, el de un enamorado que había visto morir en una agonía atroz a la mujer de su vida o el de un joven al que algún terrible trauma había inhabilitado para comunicarse con el mundo; pero también era capaz de mostrarse como un triste principito que no había sabido tolerar el paso de la infancia a la madurez sin perturbarse, como un astuto provocador que disfrutaba en poner a prueba la paciencia de quienes se adentraban en su campo magnético o como un actor impecable que ejecutaba sin chirridos el papel de autista genial: cualquier cosa con tal de confundir o llamar la atención, con tal de crear un conflicto o desmontar una convicción tranquilizadora. Alguna vez, si Rilke tenía uno de esos extraños días en que se mostraba frágil y compasivo, no me quedaba otro remedio que suavizar aquella apreciación y verle como un muchacho solitario que había hecho de los juguetes que atesoraba sus mejores amigos pero que ansiaba encontrar en cualquier extraño un alma gemela con la que compartir sus pesares. Supongo que era un modo de justificarle, de buscar alguna excusa para aquel repertorio de acciones y gestos que parecían haber sido ensayados y orquestados bajo la supervisión de un director de escena, como si solo de esa forma pudiera sujetar las riendas de una realidad que de otro modo viajaría desbocada hacia quién sabía qué destinos, en los que la voluntad ya poco podría hacer para alterar el rumbo de las cosas. Pero tuve que llegar a aquella apreciación mucho tiempo después, cuando ya llevaba varias semanas trabajando para él en su mansión de Long Island, y si debo empezar por la primera vez en que me encontré con Leonardo Rilke, solo puedo recordarlo como un joven veleidoso e infatuado de rarezas, tan preocupado por fascinar a los espectadores de sus numerosas extravagancias como por dar con la persona adecuada para el trabajo que prometía, es decir, como un pobre loco solitario al que le complacía jugar a mostrarse más loco de lo que en realidad estaba.

Pero, bien pensado, yo no podía estar mucho más cuerdo que él cuando había aceptado su extraña invitación sin tener ni la más vaga idea de quién era ese tal Rilke, ni la certidumbre de que al final fuera a trabajar a su servicio. Ni siquiera sabía muy bien en qué consistía el trabajo que me proponía: sabía que era indispensable hablar y escribir un inglés perfecto, que debía conocerse la vida y la obra del cineasta Jacques Tourneur como el padrenuestro y que, de ser admitido en sus filas, el candidato debía someterse a unas reglas que solo serían reveladas en la firma del contrato, y que en el caso de quebrantarse el propio Rilke se encargaría de vengar (esa fue la expresión con la que explicaba esta parte del asunto) imponiendo al infractor el castigo que mejor le pareciese. Cabe preguntarse cómo alguien puede aceptar unas condiciones semejantes, en qué patética situación tiene que estar para considerar siquiera una propuesta así, pero ya se sabe que la vida suele sorprendernos con esos golpes de efecto ante los que no nos es posible considerar las ventajas o los inconvenientes, pues más bien parecen surgir ante nosotros para que los gestionemos como mejor podamos. En mi caso, yo no pasaba ni de lejos por mi mejor momento. Cuando Leonardo Rilke me hizo llegar la primera de sus ceremoniosas cartas, sobrevivía gracias al dinero que un par de años atrás había podido cosechar con la venta de unos cuantos relatos y la publicación de una novela aplaudida tímidamente que me otorgaron una solvencia diluida a marchas forzadas en veintitrés meses de mala suerte. Durante aquella peregrinación por el desierto en que incluso sopesé la posibilidad de solucionar mi situación volándome los sesos, convencido de que cuando la tierra se abre para tragarse casi todo lo que explica tu existencia no puede después arrogarse el derecho a cerrarte la puerta en las narices, apenas conseguí escribir nada que me permitiera salir adelante sin contraer deudas que luego era incapaz de devolver, aunque ya me parecía mucho que me pagasen por lo que escribía, aquel cúmulo de tópicos donde el talento, si alguna vez lo hubo, brillaba por su ausencia. Para qué detenerme en lo que supuso aquella época: el silencio administrativo de los editores, mis continuas mudanzas de un apartamento a otro aún más raquítico y aún más poblado por esas colonias de repulsivos animalitos que el inconsciente colectivo relaciona con las pestes medievales y la resistencia a la radiación atómica, la desesperante consunción de mi economía diaria, todo eso formaba parte de una pesadilla de la que no conseguía arrancarme, y en la que solo me permitía algún que otro lujo ni siquiera boyante si acertaba a arrancar a cualquiera de las pocas editoriales que aún confiaban en mí un contrato para traducir alguna novela. Pero aquellos lujos tampoco contribuían a hacerme sentir que mi vida discurría por las sendas de normalidad en las que me esforzaba por encauzarla: solían ser viajes fugaces a ciudades extranjeras en los que mi mayor derroche consistía en adquirir películas descatalogadas, ediciones de libros raros y, sobre todo, fetiches de actores de mala muerte —en el más amplio sentido de la palabra—, esa clase de genios disparatados que en una vida trenzada de esfuerzos y desencantos no habían logrado rebasar la frontera de las series de ínfima categoría. Supongo que adquiría aquellos recuerdos tétricos por oponer mi voluntad a la desgracia, o por reírme en la cara de la fatalidad, como si mostrar cierta oposición durante el castigo fuera una manera de clamar a los cuatro vientos que ningún envite del destino podría conmigo, o como si tener entre mis manos el último pañuelo de seda que George Sanders se anudó antes de suicidarse, o las sandalias que Soledad Miranda calzó en una película del Oeste, pudieran servir para contrastar la solidez de mis vínculos con el mundo, como un barómetro por el que comprobar si el mecanismo que activaba mi interés por las cosas que me rodeaban había ajustado ya la pieza que le fallaba. Por supuesto, también había días en los que estaba convencido de que tarde o temprano levantaría la cabeza, que mi dolor no era un enemigo tan férreo como mi empeño en suprimirlo, y empecé a acariciar la esperanza de que de veras todo pasaría de una vez y un día no demasiado lejano podría salir adelante. Intentaba, en fin, convencerme de que los trechos más espinosos que constituían mi vía crucis particular ya habían pasado. Si miraba hacia atrás, me daba la impresión de que había atravesado un universo en ruinas, un mundo sabiamente desmantelado por la misma mano que para los demás convertía la existencia en un camino de rosas, y que por fin, después de tantas semanas entre los escombros, despuntaba en el horizonte un atisbo de luz, como aquella que había asistido al primer día de la Creación. Pocos habían pasado por lo que yo, me decía, y si era cierto que había sido capaz de superar aquello, si de veras había llegado al final del camino sin desangrarme en sus espinas, entonces no existía nada en el mundo que pudiera tumbarme. Eso me decía, eso era lo que me obstinaba en creer. Pero luego me daba cuenta de que necesitaba de muy pocas cosas, ya fuese distinguir un rostro en la multitud o escuchar al azar un nombre a mi lado, para darme cuenta de que las llagas que llevaba en el alma no habían terminado todavía de sangrar. Que estaba muy lejos de poder decir sin engañarme: estás curado.

Durante aquella época el único trabajo del que llegué a sentirme un poco orgulloso fue un artículo sobre el director francés Jacques Tourneur que coloqué en una revista minoritaria especializada en cine fantástico. La revista cerró después de la publicación de mi artículo, no sé si contagiada por el mal fario que irradiaba su último fichaje literario, pero al menos Rilke tuvo ocasión de leerlo y enviarme una carta en la que, en cuatro frases arrebatadas de hipérboles, acababa elogiando mis conocimientos sobre quien el millonario consideraba el mayor cineasta de todos los tiempos, pasados, presentes y futuros. Me pareció un halago excesivo, pero, por deferencia hacia aquel desconocido que se molestaba en alabarme, no fue eso lo que respondí en mi carta: por decir algo, argüí que el genio de Tourneur, al menos en vida, había sido tasado por debajo de su importancia, y que por esa razón sus seguidores solo alcanzábamos a encontrar en su filmografía un conjunto de obras menores que no le hacían justicia. Aquello debió de confundir a Rilke —nada menos que objetar el genio de Tourneur aduciendo que su filmografía era apenas mediocre—, porque le llevó más de un mes replicarme mediante otra carta que yo por supuesto ni siquiera esperaba. Pero la confusión le debió de proporcionar algún tipo de fe en mi talante poco fanático: además de manifestarme su interés en conocerme, añadir que en el caso de que no tuviera compromisos considerase hacerle una visita a su casa, y subrayar que si decidía aceptar la oferta que me detallaba más adelante y a su vez él me aceptaba a mí tendría que ceñirme a un puñado de condiciones que me describía en un pliego aparte (venganza incluida), adjuntaba un billete de avión en primera clase a Nueva York para la semana siguiente. En un papelito amarillo que venía adherido al billete decía: «Nueva York es una ciudad muy hermosa en verano y merece la pena admirarla. No se reprima de usarlo para hacer turismo si no desea obsequiarme con una visita a mi casa». Ambos textos estaban escritos en una letra distinta a la que había garabateado la primera carta y venían rubricados por una firma que parecía una broma: «El millonario Leonardo Rilke». Su firma fue lo único que alcancé a descifrar a primera vista, porque el resto de las frases era casi ilegible. Me sorprendí, claro; pero mi sorpresa fue mayor cuando logré desentrañar el significado de aquellas líneas. Que alguien, un millonario además, se tomase la molestia de halagar a un escritor casi anónimo después de leer un artículo suyo en una revista menor que difícilmente habría podido cruzar el charco me pareció demasiado extraño, y desconfiando de aquel favorable vuelco de la fortuna tomé aquello como lo que sin duda debía de ser, una broma. Después, sin embargo, cuando ya habían pasado varios días y se acercaba la fecha en que Rilke me invitaba a partir, me dije que tampoco habría nada de malo en aprovechar el billete y conocer Nueva York, una ciudad en la que nunca había estado y donde a lo mejor encontraba la inspiración que parecía eludirme. Intenté, en fin, sugestionarme con muchos otros pretextos para aceptar con un mínimo de naturalidad el ofrecimiento que se me brindaba, pero a la larga tuve que admitir la hiriente realidad: que apenas me quedaba dinero con el que mantenerme, que escribir ya solo era como ingresar en un fabuloso oasis que enseguida mostraba su condición de espejismo, y, lo peor de todo, que bastante desesperado debía de estar como para que el mal menor consistiera en plantearme aceptar una proposición tan oscura como la que un desconocido se había molestado en dirigirme.

Rilke vivía en una mansión gótica situada a las afueras de Nueva York, al sur del exclusivo vecindario de los Hamptons, una de esas casas cubiertas de hiedra que uno siempre imagina habitadas por siervos misteriosos y amos melancólicos que pasean como sonámbulos entre retratos del pasado ante los que se detienen a posar como si se tratase de espejos. En las muchas horas que había dedicado a conferirle un rostro, siempre acababa imaginando que el tal Rilke sería un viejo con malas pulgas ante el que habría que conducirse como un soldado frente a un mariscal en el campo de batalla, aunque la senilidad le empujase a dictar las órdenes más descabelladas. Yo no sabía aún qué aspecto tenía Rilke, de dónde era, ni siquiera si el nombre que afirmaba tener era el suyo o se lo había inventado. Fue el propio Rilke quien me contó lo poco que he referido sobre él, la parte que no propagaban sus hagiógrafos, y solo llegué a concederle cierto crédito después de un tiempo en el que dudé si aceptar sus palabras o tacharle abiertamente de mentiroso, pues su conversación estaba trufada de contradicciones en las que aún ignoro si él mismo incurría por descuido o si las dejaba caer para comprobar la atención que yo prestaba a las experiencias de su biografía. Antes de abandonar mi país había buscado su nombre en periódicos de medio mundo, en el índice histórico de la revista Forbes, incluso en la amarillenta People, pero no fui capaz de dar con una sola noticia que lo mencionase. La guía telefónica de Nueva York no mostraba ningún titular con su nombre, aunque aquello era excusable si uno daba su firma por auténtica y aceptaba que Leonardo Rilke era de veras un millonario al que, ya fuera por pura precaución o por el recuerdo de una mala experiencia, no querría dar publicidad a la ubicación de sus mansiones ni poner su número de teléfono a disposición de los zumbados. Pero no era eso lo que pensé entonces. Cuando por fin llegué a la mansión, después de un tedioso recorrido en tren, y tan pronto como el taxista se detuvo en los márgenes de la playa de Wainscott, frente a una muralla de piedras maltrechas que se elevaban decorosamente para proteger su interior de los entrometidos, ya había empezado a creer que en efecto todo era una broma y Leonardo Rilke era el nombre de una sociedad secreta de millonarios aburridos que se dedicaban a burlar con crueldades a los incautos. Temiéndome lo peor, pagué el recorrido al taxista, consulté el dinero que me quedaba y vi que ni siquiera tenía suficiente para pedirle que aguardase unos minutos por si nadie de la casa se avenía a recibirme. Por primera vez pensé que no me encontraba en una situación muy favorable, y mi impresión se recrudeció cuando vi que el taxista, miembro de un gremio habitualmente proclive a la indiferencia, me miraba con una curiosidad lastimera que manifestaba a las claras lo irregular de mi destino, lo extraño de desplazar a un extranjero sin dinero a algún lugar de las afueras donde quizás no habría nadie dispuesto a aguardarle. Tras un breve intercambio de palabras, el taxi se perdió sendero abajo, cargué la mochila al hombro y, reprimiendo la angustia, me aproximé a la muralla. Las piedras que la formaban parecían tan antiguas como las de cualquier castillo europeo, y casi obligaban a pensar en millonarios excéntricos obsesionados por ensueños feudales y en barcos fletados para acarrear al otro lado del océano toneladas de adobe, en sobornos a los agentes del puerto y en ejércitos de obreros que desmontaban trocitos de historia al otro lado del charco, como puzles supremos que restituían en aquel lugar bajo la forma de un discreto pero vulgar muro, destinado a aislar la mansión que asomaba sobre su cresta escarpada de todo contacto con el mundo. Caminé unos pasos más, bordeando la muralla hasta llegar a un estrecho sendero que rodeaba la casa. Tras avanzar unos metros, confundí una verja oxidada con una puerta de entrada, la empujé pero no cedió, como no acerté a ver ningún timbre grité desde allí la estúpida frase de: «¿Hay alguien?», y rogué que alguna invisible presencia la escuchase en el acicalado jardín que prologaba la mansión. Estaba seguro de que nadie sabría de mi llegada, a no ser que Rilke hubiera apostado a sus criados en las ventanas con la esperanza de que su invitado hubiese decidido aceptar su hospitalidad sin anunciarse antes, tras recrearse en unos días de turismo por Nueva York. Aguardé unos segundos y volví a gritar, pero en vista de que nadie respondía a mis llamadas decidí pasear un poco más por el sendero en busca de alguna señal de vida. El perímetro de la mansión era tan vasto que me llevó unos diez minutos llegar a la entrada. Al verme ante ella, consulté la verja que me separaba del jardín casi con desesperación, sumergiendo las manos en una viscosa telaraña y palpando las piedras bajo los recovecos de la hiedra, hasta que, resignado, comprendí que no había ningún timbre ni sistema de comunicación alguno que pudiese establecer contacto con el interior. Por lo visto, o Rilke era un paranoico de la protección o no le gustaba exponerse a visitas inesperadas. Retrocediendo unos pasos, descubrí que ambos extremos de la verja estaban engastados a un muro de piedra gris en el que se elevaban dos gárgolas deformes. Su tallador, sin duda un bromista o un iconoclasta que debía de disfrutar como un niño con los extravagantes sueños de sus mecenas, les había brindado los rasgos del ratón Mickey y del pato Donald. Mickey tenía joroba y una capucha tirada sobre las orejas, y Donald, tocado con un sombrero de peregrino, tendía una mano al aire embutido en un manto andrajoso de mendigo medieval. Para restarles el poco candor que todavía hubieran podido poseer, se les había añadido unas pupilas de serpiente y una sonrisa surtida de afilados colmillos. Tal y como se mostraban a la atención de los curiosos, parecían la pesadilla de un esclavo de algún parque temático o la de un adulto trastornado que de niño hubiera sido sometido a sesiones intensivas de dibujos animados. Retiré la hiedra que se incrustaba a las piedras del muro y en un extremo descubrí una aspillera desde la cual se divisaba la mansión de Leonardo Rilke: su fachada, imbuida de una decadente atmósfera sureña —columnas dóricas, peldaños de mármol blanco que desaguaban en un enorme portón flanqueado por dos crepitantes antorchas—, se hallaba custodiada por un batallón de espumosos árboles grises que borboteaban entre jirones de niebla, amortiguando la nebulosa de unos ladridos remotos; al inclinar la cabeza para observar la casa en toda su extensión, distinguí sobre el tejado un pequeño globo terráqueo y una antena de radio con las letras RKO montadas sobre sus hierros.

Me fijé en que unos rayos de neón se encendían y se apagaban en la punta de la antena, y que un avioncito de juguete daba lentas vueltas alrededor de las siglas de la RKO, reproduciendo con asombrosa fidelidad el logotipo de la productora de cine en la que Jacques Tourneur había firmado la mayor parte de sus trabajos durante la década de los cuarenta. Si aquello no era la obra de un lunático, al menos sí era la de un nostálgico cuya economía personal podía permitirle lujos desorbitados. Me gustó y saqué unas cuantas fotografías acomodando la cámara entre los hierros de la verja. Las tengo ante mí mientras escribo esto, nueve imágenes en blanco y negro de la fachada de la casa, el tejado con el símbolo de la RKO y el pato Donald y el ratón Mickey con su aire de extras de alguna película firmada por un adepto de los bajos presupuestos. Si uno no las asocia a lo que ocurrió allí podría calificarlas de curiosas, o de estrafalarias, o de divertidas, pero por mi parte me hacen recordar demasiadas cosas como para que puedan gustarme. En una de las imágenes se ve una ventana iluminada y los visillos que en el resto de las fotografías aparecen cerrados se descorren hacia una esquina empujados por una mano huesuda en la que algunas ampliaciones han dejado ver el resplandor de un anillo de plata: es la mano de Leonardo Rilke. No me percaté de su presencia cuando saqué las fotografías, y eso que si algo procuraba distinguir desde el exterior de la verja era la sombra de alguna figura humana. Aunque quién sabe: a veces he pensado si la policía no habrá falsificado las imágenes que encontró en mis carretes para conjurarme algún recuerdo o arrancarme alguna confesión, si no las habrá sometido a algún hábil montaje con el fin de estimularme a poner orden en un caso que hasta a sus detectives se les antoja indescifrable. Pero ese sería el mal menor; porque en otras ocasiones he llegado a pensar que los visillos de esa ventana nunca se descorrieron cuando estuve allí, que en realidad lo que la mano de Leonardo Rilke está abriendo son los visillos de la ventana de la fotografía, como si quisiera demostrarme que aún está conmigo, como si jugara a advertirme con el humor macabro del que solía hacer gala: no te engañes, esto no ha terminado, la casa no está en ruinas, todavía estoy aquí.

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