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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XVIII

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XVIII

 

L

a verdad, sin embargo, era muy distinta a como Borglum la había contado: Dowe se había marchado de Rushmore por la sencilla razón de que, de no haberse largado entonces, hubiera acabado un día u otro con un tiro entre los ojos. De hecho ya había amagado con irse en un par de ocasiones, la segunda incluso con el petate liado, y fue Borglum quien lo convenció para que permaneciese en Rushmore. Tenía sus razones, al margen del cariño que empezaba a profesar a Dowe. A finales de la temporada de 1929, el Rushmore Memorial había perdido los dos últimos partidos de la Liga Estatal, así que debía ganar los tres que le restaban para lograr el hito histórico de alcanzar la final. Borglum se veía tan cerca de hacer historia, y por partida doble, que no iba a permitir que el equipo se viniese abajo en el último momento. Quien más le preocupaba, naturalmente, era Dowe. ¿Por qué justo ahora ese temblor en la mano, muchacho? ¿Qué ha pasado con ese giro de muñeca, con esa destreza casi paranormal para conocer el recorrido de la bola? Por toda respuesta, Dowe se encogía de hombros. Tal vez sea la hora de levantar el vuelo, decía. Tal vez sea el momento de buscar otros horizontes. No es que a Dowe le gustase demasiado tener que explicarse, pero la verdad es que esta vez no tenía ninguna explicación. Había llegado el momento de irse, era lo único que podía decir. Lo notaba en el aire, lo notaba en el cuerpo, se lo pedían las piernas cuando recibían el polvo del camino y le mostraban aquel nervio inusitado, aquellas renovadas ganas de echar a andar. Pensaba que ya había hecho lo que tenía que hacer allí. Pese a todo, Borglum logró convencer a Dowe para que se quedase unos meses más, al menos hasta que la temporada de béisbol tocase a su fin. Le subió el sueldo, lo nombró capataz. No era lo que Dowe quería, pero aceptó. Tampoco fue una mala jugada por parte de Borglum. En el puesto de capataz estaba Ziolkowski, y Ziolkowski no iba a durar demasiado. Sopesaba lo que él llamaba «proyectos propios», pero en opinión de Borglum, aquel polaco de mierda no era más que un vulgar imitador. Ni idea tenía de lo que él estaba llevando a cabo en el monte Rushmore, ni la más remota idea. No veía más que montañas cuando él empezó a ver caras, y vería caras cuando él ya estuviese viendo el futuro de América.

Uno de los trabajos que Dowe tenía asignados como capataz consistía en lidiar con los pequeños grupos de provocadores que se apostaban en las laderas de la montaña con sus latas de comida, sus carritos de agua y sus carteles de «NO A LA PROFANACIÓN», «LIBERAD LAS COLINAS» o «EL INFIERNO ESPERA A LOS HEREJES MUERTE A GUTZON BORGLUM SOLO DIOS SALVA», para exigir durante días, y a veces incluso meses, la paralización de las excavaciones. No había dos grupos iguales, poco importaba que los locos que los engrosaban se hiciesen llamar baptistas, testigos de Jehová, metodistas, mormones, adventistas, cuáqueros, unitaristas, congregacionistas, o que hubiesen acudido a Rushmore por cuenta propia, y tampoco procedían de las mismas ciudades, ni siquiera del mismo estado: Nebraska, Arizona, Kentucky, Oregon, Washington... Tanto daba: si no vivían en la vertical de Dakota, cualquier población desde la que iniciasen el viaje siempre estaría demasiado lejos, un éxodo de meses si se hacía desde Florida o California y de semanas si se partía desde Tennessee o Colorado, lo cual podía dar una muestra del fanatismo de aquellos penitentes tan dispares entre sí pero a los que igualaba la certeza de tener a Dios de su lado. Había representantes de todos los rincones de los Estados Unidos y de todas las comunidades religiosas, hasta de las localistas, las que solo reunían a cuatro creyentes activos y tenían un ilustre patriarca enterrado en alguna colina de Oklahoma. Pero en el fondo siempre era la misma gente: gente que tenía una visión como Borglum tenía la suya, pero que, aparte de eso, no parecían tener nada más en sus vidas, ni siquiera otra cosa que hacer más que congregarse allí y protestar por la afrenta que Borglum infligía a la obra de Dios —destruir lo que Dios había creado con sus propias manos para luego imponerle la forma que él quería, como enmendándole la plana al mismo Creador—, hasta que se sentían suficientemente desahogados; entonces levantaban el campamento, clavaban sus carteles entre un par de pedruscos y se marchaban por donde habían venido.

El encargado de retirar los carteles era un jovencito de diecisiete años llamado Bob Hayes. En realidad prefería que lo llamasen Robert, pero en Rushmore todo el mundo lo conocía por Bob o cualquiera de sus derivados. Rob, Robbie, Bert, Bertie, Bobby, e incluso Dob, Hob o Nob para los listillos. De hecho, y a sabiendas de lo mucho que le molestaba, los viejos del lugar lo llamaban por cualquiera de esos sobrenombres, especialmente Bobby, que era el que más lo irritaba de todos. Lo hacían una y otra vez, intercalándolo a cualquier pregunta casual —«¿Tienes fuego, Bobby?», «Hoy hace un buen día, ¿verdad, Bobby?»—, hasta que Hayes, con aquella voz ronca y demasiado cavernosa para sus años, se volvía amenazadoramente hacia ellos y les decía: «No me gusta que me llamen Bobby», arrancando por fin las carcajadas del personal. Como para compensar aquel trato que él consideraba humillante y los demás simplemente divertido, su labor en el campamento resultaba de lo más sencilla: arrancaba los carteles del suelo, los amontonaba junto a un terraplén donde los trabajadores de Rushmore acudían a deshacerse de sus desperdicios y luego les prendía fuego. No era un trabajo que le agradase, pero siempre era mejor que vivir colgado del aire, como un murciélago. Bob tenía un cuaderno en el que pasaba a limpio los mensajes rotulados en aquellos carteles. Los escribía desde antes de que Dowe le hubiese reclamado como ayudante. Cada noche los leía al ir a dormir, incluso cuando las páginas escritas habían crecido tanto como para que le llevase más de una hora completar la lectura. Quería entender por qué aquella gente los odiaba de la forma en que lo hacía, qué se suponía que estaban haciéndole a las rocas para inspirar un rechazo tan insólito, capaz de movilizar muchedumbres de una esquina a la otra del continente y levantarlas con aquella ferocidad en su contra. Podía comprender a los lakotas, que se sentaban en silencio alrededor de la montaña y sostenían cartones y trozos de madera con aquel intrincado mensaje, «Paha Sapa Kin Wiyopeya Unkiyapi kte sni yelo», que él hubiera creído una maldición india hasta que descubrió su significado: «No venderemos las Colinas». ¿Pero qué pintaban allí los demás? ¿Era posible que el simple hecho de excavar unas montañas les pudiese parecer tal ultraje a la Creación? ¿Por qué no entonces talar un árbol? ¿O construir una casa? Era de locos. Así que Hayes prendía una vela y se tiraba un buen rato leyendo, repasando los mensajes de los escatológicos y los revelacionistas, los que decían «DIOS CASTIGARÁ A AMÉRICA» o los que se enfurecían con los protagonistas de la obra, como aquel que exclamaba: «¿TE GUSTARÍA QUE TE HICIESEN ESO EN TU PROPIA CARA, BORGLUM?». Leía y volvía a leer. Intentaba encontrarle un sentido, pero, si lo había, a Hayes se le escapaba. Los mensajes que más lo inquietaban eran los que estaban escritos con faltas de ortografía, los que conmovían de tal modo las reglas gramaticales y la estructura interna de las palabras que prácticamente habían concebido un nuevo lenguaje. Letras ausentes, palabras inventadas o sustituidas por otras. Siempre se mostraban como los más virulentos, los que denotaban una intimidad con Dios tan estrecha como para que Él ya supiese lo que sus hijos querían decir sin necesidad de que ellos lo escribieran correctamente. Había mensajes peores que aquellos, pero esos eran los que más atemorizaban a Hayes. Que apenas tuviera diecisiete años no explicaba nada. Había que imaginarse lo que era estar allí, imaginarse lo que suponía el peso de aquella soledad, de aquella vida en mitad de ninguna parte, ya fuera ahí arriba pendiendo de una delgada cuerda o en la intimidad de una cabaña, oyendo el crujido de las maderas y el susurro que las hojas de los árboles arrancaban a las ventanas. Vigilado por los ojos que salían de la montaña, fuera de día o de noche. Y Bob Hayes leía cada mensaje, con el ceño fruncido, conteniendo el aliento. «EL SEÑOR CORROMPERÁ EL ROSTRO DE VUESTROS HIJOS», «DIOS Y AMÉRICA PROVEERÁN», «ALABAREMOS SEÑOR EL DÍA DE TU VICTORIA HOSANNA EN EL CIELO». Leía hasta que le dolían los ojos, hasta que la vela terminaba de desangrarse en el platillo, hasta que no podía leer una palabra más. Se deslizaba entonces entre las sábanas y, sobrecogido, sentía la nuca taladrada por las miradas de los invisibles soldados de Dios. Estaban ahí, junto al bosque, confundidos entre los espíritus de los lakotas, avanzando poco a poco bajo la mirada impertérrita de las piedras. Era noche cerrada, pero casi podía verlos. Casi podía sentir su respiración humedeciendo las ventanas.

Dowe necesitaba un ayudante, y de entre todos los operarios, había elegido a Bob Hayes. Dowe llevaba cerca de dos años trabajando en Rushmore, pero Hayes no había cumplido ni dos meses como excavador cuando Dowe lo solicitó para el puesto de ayudante. Como más adelante pasaría con Nick Clifford, un pitcher con una bola rápida endiablada al que Borglum contrató únicamente por su destreza como jugador de béisbol, Hayes había sido reclutado para el grupo de Rushmore por su habilidad con el bate y tener una curva más que aceptable. Que trabajara bien o mal, que tuviera una idea concreta de lo que se traía entre manos, a Borglum no le parecía un problema. Nadie había hecho un trabajo igual en toda la historia de la humanidad, así que, por lo que a él respectaba, todo el que llegaba a Rushmore era un perfecto novato, un aprendiz que tendría que ir forjándose poco a poco o agarrar el petate y marcharse. Ziolkowski había descubierto a Bob Hayes en uno de los descansos del partido que enfrentó al Rushmore Memorial contra el Rapid City, un equipo de veteranos locales de la Liga Mayor al que se habían unido los miembros del desaparecido Belle Fourche, otro conjunto del norte de las colinas. Era un encuentro informal, no un partido de liga, pero el Rushmore Memorial ya había empezado a llamar la atención de los aficionados de los alrededores y cada partido que jugaba se convertía en un acontecimiento, así que habría unos dos mil o tres mil espectadores para ver a los chicos en acción. Al término del cuarto inning, Ziolkowski vio a Hayes lanzando desde la base para un bateador suplente del Rapid City. Con el fin de entretenerse, los chicos que observaban el partido desde las gradas aprovechaban las pausas para bajar al campo y lanzar unas cuantas bolas, y, de paso, distraer a los espectadores que se habían dado cita en el estadio con una selección de meritorias jugadas. Aquello tenía más de reunión social que de acontecimiento deportivo, y a las familias de las cercanías, que se endomingaban para acudir a la cita, les enorgullecía ver a sus hijos ocupando sus puestos en el diamante, incluso muchos vestidos con el uniforme de los equipos locales. Hayes era uno de ellos. No lo acompañaba nadie, no llevaba el uniforme de su equipo preferido, sino una camiseta blanca y unos vaqueros sucios, pero ni falta que le hacía. Lanzó tres bolas seguidas que levantaron a un admirado Ziolkowski de su asiento, y cuando se situó para batear, mandó la pelota a la grada después de que trazase una parábola de más de setenta metros. Ziolkowski tendría tiempo de comprobar que Hayes era casi una nulidad con el bate, y que el golpe con el que se presentó en el estadio de Rapid City no había sido, literalmente, más que un golpe de suerte. Pero tenía una mano prodigiosa. Era un chico raro, callado y desconfiado, el tipo de jovencito que se oculta tras el flequillo y dedica al mundo una mirada de medio lado con la expresión de quien no se acostumbra del todo a vivir entre los seres de una especie inferior, o, dicho de otro modo, como si acabara de llegar a la conclusión de que por esta vez te perdonará la vida. Pero quién no era así a los diecisiete años. Dios lo había tocado, tenía un don, eso era lo que de veras importaba. Si lanzaba de esa manera lo que restaba de temporada, el título de la Liga Estatal no se les podría escapar de las manos.

Hayes y Dowe hacían una buena pareja en el campo, pero en lo que tuviera que ver con colgarse de un arnés, taladrar un panal en la piedra, manejar la broca o picar con el cortafríos, más valía que se olvidasen de Hayes. Sufría terriblemente, no hacía falta ser un lince para darse cuenta de ello. En cuanto lo suspendían en el aire y le daban el gran tirón, la cara se le desencajaba y se quedaba paralizado como una estatua. Algunos veteranos de Rushmore solían bromear a costa de gente como Hayes, porque todos habían pasado por lo mismo y los síntomas, para bien o para mal, nadie acababa de superarlos del todo. Pero Hayes era un caso perdido. Los chicos lo veían tan inseguro allá arriba que ya ni siquiera se reían. A decir verdad, no habían visto a nadie tan negado como él. Oscilaba de un lado a otro, la espalda se le vencía hacia atrás, la barrenadora se le caía de las manos, el viento del oeste lo golpeaba contra el muro sin que él hiciese nada por ganar un sostén. El día menos pensado se caía y se mataba. Mira que era difícil, con todas aquellas correas, hebillas y cinchas tan ceñidas que te dejaban sin sangre en el cerebro, pero Hayes parecía decidido a lograrlo. Sin mencionar el tema del vértigo, Dowe trató de convencer a Borglum para que le diese a Hayes un puesto de escombrador en la falda del monte Rushmore, pero Borglum no quiso ni oír hablar de ello. Aquel chico no había trabajado en la vida con trilita, y eso podría matarlo. En el mejor de los casos quizá solo se volaba las manos, pero el equipo necesitaba aquellas manos. El giro de muñeca, la adherencia de las yemas de los dedos, la flexibilidad de las articulaciones: pocos disponían de mecánica parecida. Y Borglum lo tenía claro, no iba a conformarse con ser la sensación de la temporada. Estamos haciendo historia, Johnny, decía, estamos haciendo historia y no podemos fallar. Vamos de cabeza a la leyenda. Ciento cincuenta años de democracia americana, los héroes secretos del pasatiempo nacional. Todo está aquí, todo quiere decir algo, lo que debemos hacer es abrir bien los ojos. Así que la respuesta era «no». Y Bob Hayes tendría que seguir columpiándose como un títere allá arriba, esforzándose en mantener la compostura, en dar la talla, en durar en la cornisa de Rushmore como el que más. Podía tener muy buena mano, pero si no valía para trabajar, lo pondrían de patitas en la calle. No era cierto, claro, pero eso era lo que Hayes se decía a sí mismo para aguantar cada nueva jornada. Seis horas suspendido allá arriba, dos horas de descanso, cinco nuevas horas en el aire. Y luego otra vez a descender a la superficie, cenar con los restantes trabajadores, encerrarse en su cabaña, prender una vela y leer los renglones que había podido rescatar durante el día de los carteles que empuñaban los soldados de Dios. Aquello había acabado por convertirse en una necesidad física, obsesiva. En cierta ocasión aquellas frases le vinieron a la cabeza por sí solas, sin que él tuviera que hacer ningún esfuerzo por recordarlas. Estaba en la cornisa de Rushmore, y de pronto escuchó una voz en su cabeza enunciándolas de corrido. Hayes se asustó tanto que echó mano de las cinchas para soltar los seguros, y tuvo suerte de que alguien lo viera desde abajo y diese a tiempo la orden de descenderlo. Apenas podía hablar cuando lo liberaron de las correas, y, pese a sus protestas, Borglum le obligó a que se tomase el resto del día libre. Aquello le dio mucho que pensar. De hecho, ya no hubiera sabido decir si de veras sufría de vértigo o si esa era la forma en que expresaba su rechazo a contravenir la voluntad de Dios, la misma que ahora, estaba bien seguro de ello, se le había manifestado con voz de trueno en el interior de su cerebro.

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