Amerika

Amerika


AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 2

Página 5 de 53

2

 

S

i el mundo del mañana fuera gobernado alguna vez por un tirano para quien el cine fuese una especie de herejía moderna, si todas las películas fueran secuestradas, recluidas en sótanos y desvanes secretos o reducidas a cenizas bajo su gobierno, si tiempo después un grupo de insurgentes pusiera fin a la tiranía y decidiese rehacer las viejas películas tal y como fueron imaginadas por sus soñadores, la mansión del millonario Rilke habría sido el mapa ideal para que esa generación de libertadores del futuro pudiese recrear el cine fantástico rodado durante el siglo XX.

Ya de entrada, el jardín que preludiaba el ingreso en la casa se dividía en dos partes, como esas películas de serie B durante la década de los 50 que se proyectaban en los autocines. La primera comunicaba a través de un sendero con un pequeño zoo que había en la parte trasera de la mansión, en cada una de cuyas jaulas deambulaba el animal correspondiente frente a una réplica modificada en laboratorios, conformando un archipiélago de macabros experimentos del doctor Moreau donde cada bestia concebida por Dios tenía su contrapartida en aquel monstruo que parecía reproducido en un espejo distorsionado. La segunda estaba justo a la entrada, y consistía en un intrincado laberinto de pequeños abetos idéntico al que aparecía en la película El resplandor: no era preciso cruzarlo para entrar en la mansión, y quizá no servía para otra cosa que decorar un afluente de hierba que de otro modo hubiera quedado despoblado, pero, a poco que uno conociese al dueño de la casa, daba la impresión de que si estaba ahí era para cobrarse alguna pobre víctima entre los incautos a los que señalara como incapacitados para llevar adelante su trabajo. Aunque Rilke, como el maníaco soñador que era, le había encontrado otros usos, aparte de ese: coincidiendo con la luna llena, escapaban de su interior unos aullidos dramáticos, entre agónicos y lastimeros, recreando una melodía tétrica con que los lincántropos de los alrededores parecían dar escape a sus pesadillas. Pero lo peor era lo que venía después, aquella mezcla de voces de auxilio, gritos desgarradores y dentelladas en el aire que sugerían una cacería humana salvajemente resuelta a favor de las bestias. El griterío resultaba estremecedor, y arrebujado en las sábanas, sintiendo todos los nervios erizados, interpretando bajo mi piel su insoportable música de cuerdas, no supe qué pensar la primera noche que escuché aquello. A la mañana siguiente, cuando, con la escarcha de una madrugada inexplicablemente fría aún enjoyando la hierba, acudí al jardín para averiguar qué demonios había ocurrido, pude ver cuál había sido el origen de aquellos ruidos: flanqueando el caminito de grava, como un ejército de infantería marciana o unos periscopios de juguete, se alzaba una batería de gramófonos orientados a conveniencia para ser escuchados desde la casa, todavía haciendo girar sobre el plato un disco de pizarra que emitía cansinamente su susurro hipnótico, y en el que alcancé a distinguir el anagrama de un perrito blanco sobre el lema de una célebre compañía de discos, «La voz de su amo». Descendí entonces por el sendero de grava, y comprendí que lo que a cierta distancia había tomado como el resultado del ataque de los perros era en realidad una montaña de huesos de pega espolvoreados en el acceso a las galerías del laberinto, con una notita amarilla adherida a un fémur donde se repetía la frase que, en la cinta de Kubrick, Jack Nicholson ametrallaba una y otra vez en su máquina de escribir: No por mucho madrugar amanece más temprano. Después de toda una noche en blanco, que Rilke había decidido aderezar poniendo a prueba sus maquinitas de efectos especiales, no me iba a reír con aquella broma idiota. Pero algo así ilustraba mejor que cualquier otro ejemplo lo delirante de la mentalidad de Rilke, su infantil obsesión por convertir a sus huéspedes en asustadas marionetas, si es que aquel gigantesco decorado que era la mansión no resultaba una lección suficientemente reveladora.

Sobre todo, Rilke tenía fijación por los muñecos, por lo que estos podían reflejar de los rasgos y los gestos humanos, incluso de sus acciones. Le fascinaba apostarlos en el jardín y la casa, entremezclados sin otro criterio aparente que el mero capricho: monjes góticos con damiselas victorianas, hombres de neandertal con médicos locos, cazadores de tigres con piratas albanos. Su pequeña corte de muñecos había sido seleccionada entre millares de maniquíes en aras de la máxima semejanza posible, aunque esa semejanza desaparecía en cuanto se prestaban dócilmente a la liturgia del disfraz, que Rilke oficiaba en solitario en una pequeña habitación situada en el altillo. Pese a su inquietante apariencia humana, solo sus ojos evocaban alguna impresión de vida, pero, a juzgar por la insistencia con que atendían el deambular de sus vecinos de carne y hueso, uno no sabía si su principal empeño consistía en ganarse la piedad de sus observadores o si eran en realidad sofisticadas cámaras de vídeo que se activaban al detectar en los alrededores cualquier movimiento, pues a veces parecían seguir nuestros pasos, como si aquella mirada doliente que brindaban al mundo no fuera sino una eficaz tapadera para poder espiar a su antojo. Había decenas de ellos repartidos por toda la casa, incluso una familia de enanos ciclistas vestidos con ropas de aristócratas de Versalles que, al sorprenderlos por primera vez en uno de los sótanos de la mansión, confundí con enanos de verdad. Sentados en hilera sobre los sillines de varias bicicletas estáticas, y activados por la luz que recogían los paneles solares de la claraboya, se obstinaban en un pedaleo de moribundos heroicos, quizá en el fondo agradecidos a su suerte, quizá conscientes, allá en su misteriosa vida mecánica, de que nunca hubieran tenido cabida entre los juguetes de Rilke de no ser porque era su esfuerzo el que, a través de una enorme correa que comunicaba las bicicletas entre sí y un complejo cableado que desaguaba en un generador eléctrico, producía la energía necesaria para alumbrar los cientos de alcobas, estudios y pasadizos que constituían la mansión.

Pero, sin duda, los muñecos más extraños se encontraban en el jardín. Rilke los había comprado al último propietario de los desaparecidos estudios Huracán Films dos décadas después de su utilización en la película El asesino de muñecas, una de esas fantasmagorías que los críticos ni siquiera se molestan en destrozar y que solo un fanático o un idiota admitiría confiar a su lista de favoritas. Lo extraño de aquellos maniquíes, sin embargo, no radicaba en su aspecto, ni en sus posturas, que en esta ocasión poco o nada tenían de intimidatorias: cada uno de ellos se elevaba junto a una especie de vaina alargada, oculta bajo el tejido abigarrado de unas hojas de parra, como asegurándose de que nada perturbase su letárgico crecimiento. Aquellas vainas eran un remedo evidente de las que aparecían en la escena más memorable de la película La invasión de los ultracuerpos, cuando los habitantes de Santa Mira son sustituidos durante el sueño por una avanzadilla de dobles idénticos gestados en el interior de sus hojas; pero el detalle más asombroso, al menos en lo que me concernía, es que una de ellas, tendida en una especie de pesebre junto a una pareja de títeres desnudos que adoptaban histriónicas posturas de adoración bajo una techumbre de ramas retorcidas, había excretado un muñeco que secundaba a la perfección mis facciones, desde la forma de los ojos hasta el relieve de los labios, pasando por la curva de la nariz, el álabe de los pómulos o el remate de la mandíbula, y tal era el parecido que dudo si mi rostro se hubiera confiado con mayor fidelidad a un espejo. Al apartarme de aquella familia de muñecos grotescos, reparé en que las hojas que servían de techo al pesebre abrigaban un cartel compuesto de extáticas versales donde se leía: EL PRÍNCIPE DE LOS HIELOS. GLORIA IN EXCELSIS DEO. No supe si esa era la bienvenida que Rilke dedicaba a cada uno de los nombres de su lista al ingresar en la casa, pero, fuera como fuese, no pude evitar sentirme tan inquieto como avergonzado al ver mi rostro incluido en aquel belén surrealista.

El resto de sorpresas que ofrecía la casa resultaban en comparación un mero artificio decorativo, pero a cambio poseían un infantil encanto. El timbre de la puerta respondía a su pulsación con los compases del Vals para una muñeca rota que iniciaban los capítulos de la serie Alfred Hitchcock presenta, y al oír sus notas uno solo esperaba que Bela Lugosi se levantase en el umbral armado con un candil y formulase unas palabras de elogio a la música que aúllan en la lejanía los hijos de la noche. En el pasillo de entrada se alzaba sobre un pedestal una figura de dos metros vestida con el disfraz que Lon Chaney empleó en la versión muda de El fantasma de la ópera, justo bajo una lámpara de globo en la que distinguí el rostro que la Luna tenía en el célebre corto de Mélies —por más de un motivo, la película favorita de Rilke—, atravesado en un ojo por la enorme reproducción a escala de la bala de un Colt Peacemaker que hacía las veces de cohete espacial. Allí se iniciaba una larga hilera de carteles originales con clásicos como el Nosferatu de Murnau y rarezas como Drakula Istanbul’da de Mehmet Muhtar o Zinda Laash de Khwaja Sarfraz, conformando entre fotografías y dibujos una asamblea de parientes imaginarios y habitantes de la noche que no concluía en ninguna de las salas en las que me adentré. Algunos de los carteles colgaban en las puertas de las habitaciones del piso superior, a las que Rilke había dado el nombre de la película que le correspondía: estaba la Sala Frankenstein, por ejemplo, cuyo lecho era una camilla metálica rodeada de dinamos, conmutadores y máquinas Tesla que emitían unos entrañables pero molestos rayos de neón, o la Sala Poltergeist, decorada como la habitación de un niño, en cuyo exterior podía verse, iluminado por una tormenta de rutilantes efectos especiales, un enorme árbol que introducía sus ramas por la ventana para atrapar a los incautos que reposaban en la cama, otra de esas bromas pesadas que tanto hacían disfrutar a Rilke. Había por todas partes objetos pertenecientes a películas conocidas o casi anónimas, series de culto y otros alucinamientos en celuloide cuyo origen me fue imposible precisar. En uno de los veinte cuartos de juegos que poblaban la mansión descubrí una habitación que comunicaba directamente con un episodio de la serie británica Los Vengadores, «La casa que Jack construyó», rebosante de fetiches inspirados en su protagonista, Emma Peel: una vez superado el laberinto que aquella habitación proponía, se alcanzaba un silencioso calabozo decorado con un nuevo ejército de maniquíes, esta vez una familia de muñecos de cera que representaban escenas de las películas favoritas de Rilke, desde Los crímenes del museo de cera hasta Lady Muerte, pasando por El ataque de los muertos sin ojos o Quién puede matar a un niño. En cualquier rincón esperaba una nueva sorpresa: había cadáveres falsos en el interior de los armarios, había fantasmas holografiados en el fondo de los espejos, había siervos que te seguían por los pasadizos de la casa hasta que se desvanecían en el aire cuando te volvías hacia ellos, mostrando su condición de espectros prefabricados. La verdad es que podría seguir hablando sin parar de los cientos de reliquias con que me tropecé trabajando para el millonario Rilke, pero ni eso podría comunicar la impresión de asedio que embargaba a quien se aventurase por los pasillos y las habitaciones de la casa. Aunque en realidad tampoco puedo decir que aquello fuera una casa, pues no era tanto un hogar como un museo en el que hasta el mismo millonario se comportaba como un objeto más al que había que acercarse con asombro, observar con interés y tratar con mimo como si fuese la pieza más cara o la curiosidad más extraordinaria que jamás te pudieras encontrar.

Pero no quiero olvidar aquí otro detalle del sentido del humor de Leonardo Rilke, o de su obsesiva beligerancia hacia lo que consideraba insultos contra todo aquello que su gusto recluía bajo la palabra «cine». Lo descubrí el primer día que entré en la casa: en los cuartos de baño, el papel higiénico estaba enrollado en unas bobinas de plata bautizadas con los títulos de las películas que Rilke más odiaba, Qué bello es vivir, Bambi, Love Story, en resumen, cualquiera de esas fantasías que apelan a los buenos sentimientos, a la emotiva humanidad de los animales o a la esperanza de encontrar esa clase de amor que por sí solo es capaz de redimirnos de las miserias del mundo. El escrúpulo mostrado en la reproducción llegaba a tal extremo que en el propio papel estaban grabados los fotogramas de cada una de aquellas películas que daban nombre a las bobinas. Al principio lo consideré solo eso, una broma, pero tuve que admitir que se trataba de una broma demasiado elaborada cuando cierta mañana, después de varios días trabajando para Rilke, divisé por la ventana de mi dormitorio el camión de reparto que transportaba hasta la mansión los miles de rollos de papel higiénico que debían de producirse en alguna anónima fábrica de su propiedad. El camión había aparcado junto al laberinto de abetos, silencioso como un submarino. De inmediato, siete hombres, vestidos con petos rojos y una gorra de béisbol con el anagrama del perrito blanco, salieron por la puerta de atrás y se pusieron a extraer de su interior unas enormes cajas que iban introduciendo en la casa, dirigidos por un tipo corpulento que había descendido del lado del conductor para organizar la descarga con parcos gritos de aliento, felicitación o reproche. Parecía un entrenador soviético puntuando los saltos de sus mejores gimnastas. En total tardaron veinte o veinticinco minutos en vaciar el camión e invadir la casa con rollos de papel higiénico, montañas de papeles de colores que contenían los fotogramas de películas como Mary Poppins, Ciudadano Kane o Vértigo, e incluso alguna más reciente como La vida es bella, Dogville o Los lunes al sol, éxitos europeos que igual podían demostrar que Rilke estaba al tanto de lo que se cocía fuera de sus fronteras como que se había quedado sin clásicos con los que limpiarse el culo y eso le obligaba a emprenderla contra el cine más reciente. El caso es que nunca supe si todo aquello era el producto de una obsesión, de una costumbre malsana, de verdadero odio, o qué. Tampoco puedo precisar si no era más que una provocación hacia sus invitados, una forma de enfangarles con problemas de conciencia a la hora de soltar lastre en el cuarto de baño. A decir verdad, lo que más me sorprendía era la cantidad de medios que Rilke debía poner en juego para impedir que su obsesión perdiera empuje. Invertía horas en clasificar las películas que veía en su salón privado puntuándolas del cero al diez según unos criterios que solo él entendía, luego adquiría varias copias de las que se manifestaban como las más denostadas, las remitía a su fábrica, y después de un laborioso proceso en el que intervenían máquinas de valor millonario, sus fotogramas eran impresos sobre las capas de papel higiénico con una precisión milimétrica que impedía que la guata prendiese y el papel quedase reducido a cenizas. Cada semana, Rilke gastaba horas en un trabajo que no le reportaba más recompensa que la indignación, la carcajada o la sorpresa de sus invitados, derrochando de aquella manera estúpida un montón de dinero. Se necesita una gran disciplina para mantener viva una obsesión así, y puedo decir que Leonardo Rilke no era una persona especialmente disciplinada. Claro que Rilke sustituía la disciplina por contumacia, un defecto que suele angustiar a las personas obsesivas, ese tipo de solitarios enajenados que cuando lo precisan también saben disfrazarse de buenos vecinos.

 

No tardé en descubrir que nadie me esperaba en la casa. Supuse que Rilke ya me había dado por perdido, y a pesar de lo que me aseguraba en su carta, no dudé que se sentiría irritado al imaginarme deambulando por la ciudad a sus expensas, mortificándose por haber podido creer que el tipo al que había tocado con su varita no aprovecharía aquella muestra de extraordinario candor para viajar a su costa; luego, en parte para espantar el mal humor y en parte porque no le quedaría más remedio que hacerlo, repasaría por enésima vez la lista de candidatos al puesto que ofrecía, deslizando la punta de su pluma favorita sobre cada nombre con precisión de zahorí, esforzándose al máximo para que la intuición no volviese a fallarle. Uno a uno, examinaría los nombres sin considerar demasiado su procedencia, pondría un rostro y unos intereses desesperados a cada uno de sus desprevenidos postulantes, leería atentamente los títulos de relatos y artículos por los que habían merecido engrosar su lista de huérfanos de la suerte y se preguntaría a quién debía elegir ahora, bajo qué identidad se escondería el hombre destinado a redimirle. Y yo estaría al otro lado del muro, disparando la cámara hacia sus ventanas, tratando de buscar entre los visillos alguna silueta a la que atraer con el reclamo del flash, alguien a quien decirle: soy yo, soy el hombre al que esperan. Por lo que Rilke me contaría después, no fue él quien reparó en mi llegada. Una vieja doncella, vestida con los ropajes negros y ceñidos que en las películas pertenecen a las criadas encargadas de cuidar a algún vástago del averno, se acercó a su mesa para servirle un chocolate caliente, escuchó el ladrido de los perros, lanzó una mirada al otro lado de los visillos y divisó más allá de la verja a aquel extraño atareado en sus aspavientos de náufrago, perdido en la espumosa claridad del mediodía. Fue entonces cuando Rilke dejó lo que estaba haciendo, deploró, supongo, esa sonrisa de pesar ufano que siempre dedicaba al mundo cuando este respondía con aquella ciega fidelidad a sus caprichos, y tras descorrer la cortina unos centímetros, apremió a su criada para que me abriese la puerta. No acudió sola; varios pitbulls salieron con ella, trotando a su lado con esa mansedumbre alerta de las lobas que vigilan los juegos de sus crías. Solo uno de ellos levantó las orejas y elaboró un amenazador gruñido cuando, intimidado por el modo en que la jauría me cernía con sus hocicos, me atreví a musitar: «¿El señor Rilke?». Con la expresión lánguida de los vampiros, la anciana me ofreció su perfil para indicarme que podía entrar en la casa, alargando hacia los parterres un brazo esquelético que trataba de suplir con aquel prurito de educación la hospitalidad que le faltaba a sus rasgos.

Rilke me recibió en su despacho, atrincherado tras una mesa con propensiones de altar en la que se amontonaban cuadernos de apuntes, libros sobre cine, hojas sueltas y objetos con una finalidad no del todo clara. A medio sepultar por un alud de hojas de contabilidad vi un muñequito vudú, ataviado con la miniatura de unas gafitas de pasta y una camiseta negra que rezaba: Director Joven, Escritor Promesa, Genio Musical, atravesado a la altura del corazón por unos alfileres que resultaron ser lápices y plumas de diseño. Tras una mirada más atenta, un desfibrilador conectado a una máquina de luces parpadeantes restituyó su verdadera utilidad como grapadora, del mismo modo en que lo hizo una bobina con el rótulo El pájaro de las plumas de cristal, en realidad una cinta de papel celo. La criada retiró unos cuadernos de la silla que había frente a la mesa, y, con su aire de institutriz de los delfines del Reich, me indicó con un ademán que me sentase en ella. Obedecí, y Rilke inclinó un poco la cabeza, como si tratase de examinarme desde una perspectiva en la que mi rostro no apareciese erosionado por las sombras que emborronaban los relieves del cuarto, aunque enseguida me di cuenta de que su atención no se dirigía a mí sino al cuaderno que apoyaba en el regazo de la mesa. Por mi parte, yo ni siquiera llegué a verle bien: el despacho de Rilke estaba alumbrado por unas lámparas de gas que excretaban desde las paredes su luz de cuentagotas, al otro lado de las ventanas el sol se acorazó tras unos espesos nubarrones grises, y las sombras habían ido cobrándose el contorno de los objetos hasta inmovilizarse sobre las facciones del millonario, otorgándole una oportuna máscara que incluso de cerca no parecía mucho más que un borrón de tinta. Después, en cuanto el sol se zafó del grueso de nubes que lo ocultaban, la piel se le ajedrezó con los colores que esmaltaban los vidrios de los ventanales, unos rombos rojos y azules en cuyo centro se recogían diversas escenas del Nuevo Testamento, extrañamente alegres bajo aquellos colorines de diorama. Aquel contraste de tonalidades produjo un curioso efecto, que me hubiera resultado revelador de haber conocido a Rilke: primero no había un rostro, y luego, solo una confusión de luces irisadas y sombras puntiagudas que le acuchillaban la cara, excepto por aquellas salpicaduras doradas que en la superficie del cristal simbolizaban la decapitación del Bautista, la Pasión del Salvador, la Muerte en la Cruz y la Resurrección de entre los muertos, aunque al reflejarse en su tez parecían vestigios de la escarlatina o huellas de la fiebre de las cabañas. Se me hacía tan difícil distinguir sus facciones que apenas hubiera podido adivinar su edad, aunque si debía juzgarlo por la plasticidad de las manos o el porte elástico de su silueta resultaba evidente que era mucho más joven de lo que le había supuesto. Veintiocho años, treinta como mucho. Estaba escribiendo algo, indiferente a la falta de luz, indiferente incluso a mi presencia, y no supe si interrumpirle con una palabra de saludo o aguardar a que fuera Rilke el primero en hablar. Fuera lo que fuese lo que estaba escribiendo, parecía exigirle una profunda concentración. Se inclinó sobre el cuaderno y giró la cabeza como para buscar no sé qué información en las enredadas circunvoluciones que ilustraban la alfombra, golpeándose con el extremo de una pluma en los incisivos, hasta que de pronto, con un respingo que le hizo volcarse sobre la mesa, se apresuró a garabatear varias frases en el cuaderno. No se dignó a reparar en mí, como si ya estuvieran hechas las presentaciones. En lugar de eso, forcejeó un rato más con la pluma sobre el papel, se llevó otra vez el extremo a los labios, leyó el texto que acababa de estampar, musitó con voz solemne unas palabras inaudibles antes de arrojar la pluma sobre la mesa, y tras extraer una cajita oblonga de un cajón lateral me preguntó, con una entonación juvenil y la mejor indolencia de que pudo hacer gala:

—¿Fuma?

Aquel movimiento de apertura me hizo sonreír: ni siquiera al formular la pregunta se había rebajado a mirarme. Respondí que sí, tan deseoso de llevarme un cigarrillo a los labios como de seguir horadando en la brecha recién abierta en el hielo, pero cuando tendí una mano hacia la caja que Rilke me ofrecía, reparé en que aquello no era una pitillera sino un almacén de dulces y chocolates, accionado por un pulsador que hacía caer una guillotina sobre el dedo que curioseaba entre las golosinas. Retiré la mano en un acto reflejo, justo cuando la hoja iniciaba su caída, y Rilke, todavía sin alzar la vista, guardó la caja sin pararse a explicarme el significado de aquella broma estúpida, sin elaborar al menos una risita que expresase su satisfacción por haberme burlado; por el contrario, siguió aparentando distracción en sus anotaciones, y tras apoyarse pensativamente la pluma en la sien izquierda, como si se dispusiera a suicidarse con un chorro de tinta, me preguntó:

—¿Qué haría usted si la mujer a la que más ha amado en su vida, la mujer sin la que no puede vivir porque lejos de ella usted no es más que un simple zombi para quien acariciar, besar, acostarse con mujeres, sería lo mismo que alimentarse de restos humanos, qué haría usted si esa mujer que es toda su vida, repito, toda su vida, tiene que coger un avión y alejarse para siempre de su lado, porque sin ella el líder de la Resistencia antinazi jamás tendría fuerzas para erradicar la maldad que oprime el mundo? Dígame, ¿qué haría usted?

Miré a Rilke, que por fin había levantado la vista y me observaba sin pestañear sobre la pila de papeles que escombraban la mesa, y aguardé alguna señal de que me estaba tomando el pelo. No recibí ninguna. Supuse entonces que su pregunta tenía trampa, como el juguetito con el que casi me corta un dedo:

—Bueno —repliqué, barnizando mi respuesta con un tono desenfadado—, en tal caso, intentaría que mi relación con el jefe de la prefectura de policía no pasase de ser algo más que una hermosa amistad.

—Vamos, le estoy hablando en serio —saltó Rilke, repentinamente irritado—. ¿Es que no tiene sangre en las venas? ¿Se quedaría ahí plantado como un idiota y permitiría que su amada se largase con ese fanático? ¿Dejaría que otras manos tocasen lo que solo es suyo? ¿Le daría igual nutrirse de carroña a partir de entonces? ¿Cambiaría la paz en el mundo por el increíble milagro de vivir enamorado hasta el fin de sus días? ¿Le daría igual convertirse en un zombi?

Rilke se enardecía más y más, incluso el color de la piel le enrojeció, encubriendo el lustre ambarino con que le teñían las vidrieras y hasta el antojo que le coronaba la frente. Reaccioné como pude a la batería de preguntas que me disparó, pero en realidad no sabía por dónde salir. Estaba tan anonadado que durante un segundo pensé si no me habría equivocado, si quien me hablaba no sería en realidad algún secretario ocioso que se estaba pasando de listillo a mi costa, antes de franquearme el paso al amo de la casa. Se me antojaba del todo impropio el modo en que me abordó, aquel interrogatorio en el que no parecía importar qué circunstancias de mi pasado podían avenirse a las dificultades del trabajo por el que me había solicitado, sino el modo en que hubiera actuado de haberme llamado Rick, amar a una mujer llamada Ilsa y vivir en la Casablanca de 1943. ¿Sería esa su manera de arrancarme información sobre mi vida? ¿Sería un pasatiempo con el que divertirse, un prólogo a interrogantes de mayor calado, o una forma de saber si de veras estaba hecho para el puesto que ofrecía, probando mi paciencia ante sus extrañas preguntas o mi capacidad de resolverlas? Como vi que Rilke aún esperaba una respuesta, me aclaré la garganta y repliqué vagamente que no había que vivir el amor con tanto dramatismo, que el mundo no se acabaría por una mujer más o menos, que ya vendrían otras, aunque entonces la idea de amar a otra mujer resultara un absurdo en el que solo podría creer quien aún retuviera unos jirones de corazón bajo el pecho, y, por supuesto, tras sufrir una experiencia tan traumática como la que Rilke describía, solo un idiota pensaría así; sin embargo, añadí, había que ser más idiota aún para no reconocer que un día todo cambiaría a mejor.

Mi respuesta, contra lo que esperaba, estaba lejos de satisfacerle. Fue una de las pocas ocasiones en que lo vi sonreír, aunque en aquel momento su sonrisa no expresaba alegría, sino el desprecio que le producían argumentos tan repugnantes como el mío, propios de esos seres elementales que pasan por la vida sin probarse en sus espinas.

—Seguramente no me ha entendido bien —respondió—, aunque estoy convencido de haber hablado con toda la sencillez de que soy capaz. Ni loco creería que en el futuro pudiera llegar a haber otra mujer para sustituir a la única a la que uno está destinado. Ni loco. Es estar con ella o no volver a reconocerte en un espejo. Es estar con ella o morir, no hay más. Y, por más vueltas que le doy, no veo cómo el hecho de que la deje marchar el único hombre que hubiera sabido disfrutar de una mujer como Ilsa puede llegar a ser una solución que satisfaga a nadie, y menos que a nadie, a él. ¿De veras Víktor Laszlo sería incapaz de liderar la Resistencia si Ilsa no permanece a su lado? Venga ya. Un tipo así no solo es indigno de dirigir ninguna Resistencia; yo no le permitiría ni dirigir la banda de música de mi barrio.

Dicho lo cual, retomó la pluma, pasó algunas páginas de su cuaderno y escribió un poco más. Disimuladamente, estiré el cuello para tratar de leer algo de lo que estaba escribiendo, pero por más que me esforcé solo distinguí una caligrafía retorcida, formada por cadáveres de hormigas cuyas hileras se apretaban más y más a medida que se aproximaban a los márgenes del cuaderno: aunque más menuda era la letra que había visto en la anotación que venía adherida al billete de avión, la caligrafía que solo lograría elaborar y perfeccionar, generación tras generación, un extenso ramaje de locos peligrosos.

—En fin —prosiguió—, supongo que usted también se habrá formado su propia opinión.

Me había distraído mirándole escribir en su cuaderno y aquella pregunta me pilló por sorpresa.

—¿Mi opinión sobre qué? —pregunté.

—Pues sobre Casablanca, ¿sobre qué va a ser, la Luna? ¿Le parece buena, le parece mala o solamente mediocre? ¿Le parece una bagatela, una pérdida de tiempo? ¿Qué?

Prudentemente, ofrecí la respuesta más trillada: que Casablanca era la prueba evidente de que una pésima planificación, un guión improvisado, un plantel de actores que no sabían por dónde iban y un director desquiciado que trataba de salir como mejor podía de los muchos apuros que la historia le presentaba, eran capaces de elevarse sobre las dificultades y lograr una obra maestra.

—Ya —dijo Rilke—, pero lo que yo quiero saber es su opinión personal. Quiero saber qué le parece a usted, no que me haga un resumen para el colegio. Quiero saber si le gusta.

Solté un suspiro. Empezaba a sentirme incómodo con aquella manera de interrogarme, y consideré que lo mejor era responder sin evasivas, tratando de decir lo que pensaba y no lo que Rilke esperaba oír. Le dije entonces que sí, que a pesar de los problemas entre bastidores me parecía una película genial, sus diálogos perfectos y sus escenas irreprochables; si eso no bastaba para que la película me gustase, es que nada podría hacerlo. Mi franqueza, a la postre, dibujó una brillante sonrisa en el rostro esmaltado de Rilke, tan insultante como su manera de reprobar mis contestaciones:

—Yo pienso igual —argumentó—, por eso me parece tan repugnante. Muy bonito todo, sí, muy perfecto, hasta las lucecitas que chispean en los ojos de Ilsa. Pero eso es pura basura. La vida no es así, la vida no es perfecta. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que la vida está hecha de malos encuadres, de frases idiotas, de personajes que entran cuando no tienen que entrar y otros que abandonan en el peor momento. ¿Ha visto La furia del hombre lobo? Hay una escena en la que la actriz que encarna a Wandesa tropieza con alguna pieza del decorado, incluso está a punto de caer al suelo; no es algo improvisado, pero la escena sigue: ni por un instante al director se le pasa por la cabeza la idea de cortar y repetir. Es algo real. En su vida diaria, Wandesa se encontraría todos los días con ese problema, caminar por sus salones y tropezar, tropezar y estar a punto de caer, caer y volver a levantarse. Si se cae es problema suyo, ninguna voz va a ofrecerle la oportunidad de que repita la escena.

—Pero en eso consiste la magia del cine, ¿no? —dije—. En embellecer la realidad, en recluir al espectador durante unas cuantas horas en un mundo un poco más tolerable que la realidad en que habita.

—¿Lo ve? Evadirse, ese es el problema. Todo el mundo quiere evasión, parece el nombre de una nueva droga. Y qué mundo. Multitudes que solo ven la realidad que se les presenta con todo lujo de mentiras, escombros humanos que no aciertan a descubrir la podredumbre que se oculta bajo la máscara de la belleza. Idiotas que prefieren seguir viviendo en un engaño por temor a abrir los ojos o crear su propia realidad. Evadidos, zombis. Basura. ¿Quién necesita cardiólogos en un mundo como este?

Se me quedó mirando con la boca abierta y yo creí que iba a decir algo más, para terminar de ilustrar aquella alusión a los cardiólogos que desde luego me descolocó por completo, pero no dijo nada. Levantó una mano, y en un tono de voz melifluo y casi infantil, muy diferente al fervor con el que me estaba hablando, solicitó un vaso de leche a alguien que por lo visto se encontraba a mi espalda. Me volví: sentada en un rincón, como velando el monólogo de su amo, se hallaba la criada que me había abierto la verja de la mansión. Salió del despacho sin hacer ruido, acudió al cabo de unos segundos con el vaso de leche y se lo tendió a Leonardo Rilke desde el otro lado de la mesa, demorándose al dejarlo en sus manos en un intercambio de roces y sonrisas que más que de esclava a señor parecía de madre a hijo. Me miró mientras el millonario engullía ruidosamente del vaso como si fuera el biberón de la noche, y solo al regresar hacia su asiento pareció reparar en que yo no era una pieza más del mobiliario: sin apenas volverse, me preguntó si yo también deseaba tomar algo. Respondí que no, y la mujer reanudó sus pasos hasta el rincón, adoptando allí su envarada posición de torre. Solo entonces Rilke continuó:

—Debe disculparme si he sonado demasiado vehemente —se lamentó—, es lo que ocurre cuando saco a colación el dichoso asunto. Pero no me gustaría que pensase que soy un ser tan insensible como para que no pueda admitir que Casablanca tiene también sus cosas buenas.

—¿Como cuáles? —le pregunté, por pura curiosidad.

—No sé —dijo—. Quizás el que sirva para que los novios idiotas puedan despedir a sus novias en el aeropuerto diciendo: siempre nos quedará París.

Tras aquella extraña presentación, por llamarla de alguna manera, Rilke consultó el pequeño reloj que atenazaba su muñeca y sentenció que era la hora de sacar a pasear a Belerofonte, así que, si no me importaba, dijo, podíamos seguir conversando en otra parte. Yo imaginé un mastín escocés o un dogo alsaciano al oír aquel nombre, aunque después de circular por varios pasillos que desembocaban en el lago subterráneo advertí que Belerofonte no era más que un pequeño velero gobernado por un motor eléctrico y un mando a distancia. La habitación del lago estaba decorada con unas angulosas plantas de invernadero, palmeras en miniatura y otros parientes selváticos con estatura de bonsai a los que alimentaba un complejo sistema de regadío: había también unas mesas protegidas por sombrillas, algunos muñequitos semidesnudos apostados entre los árboles, representando un día cualquiera en la vida de una tribu amazónica, y tras ellos una cadena de oteros que se extendían más allá de las orillas del lago gracias a la situación estratégica de un juego de espejos. Rilke se inclinó sobre la superficie del lago para depositar allí su juguete, y durante un rato tuve que limitarme a observar cómo el millonario se ponía a jugar con su mando a distancia. Se le había endulzado la sonrisa, y parecía más tranquilo que durante su monólogo en el despacho. Tras unos minutos de sencillo calentamiento, el velero comenzó a esquivar los obstáculos que le salían al paso: el volcán de Viaje al centro de la tierra, el monstruo de la Laguna Negra, unos fuegos fatuos, incluso uno de los viejos tapacubos reconvertidos en platillos volantes de Plan 9 del espacio exterior, que saltó de las aguas impulsado por un rotor electromagnético que, según me explicó Rilke con una exclamación orgullosa, había sido fabricado por el mismísimo Faraday, como lo probaba la astronómica suma que había pagado por él en una subasta de la casa Sotheby’s. Cuando el millonario consideró que ya había puesto suficientemente a prueba sus reflejos, se dignó a dirigirse a mí, informándome por encima del hombro de que ya desde la mañana del día anterior había dado por perdida mi visita.

—Por cierto, ¿ha visitado la ciudad? Mis espías me enviaron la noticia de que usted había subido al vuelo que le asigné, pero nadie supo darme cuenta del hotel en que se instaló. Es más rápido usted que esa guardia de mirones ociosos que mantengo.

Aquello me sorprendió, y pregunté si me habían estado siguiendo. Rilke esquivó con una maniobra arriesgada el monolito de 2001, que acababa de emerger de las aguas; no tardé en observar que esa piedra negra pertenecía en realidad a una película menor pero desde luego mucho menos aburrida, The Monolith Monsters.

—No hace falta que lo sigan —dijo—. Tengo espías por todas partes, en todos los rincones del mundo. Gente anónima que recibe su prestación solo por observar. Ancianos que se sientan en los parques, en los bancos de las plazas públicas, en los asientos de los trenes y en los vestíbulos de los aeropuertos. Se dedican a mirar. Solo miran. La gente ignora la disciplina que eso requiere. No es un trabajo fácil.

De nuevo Rilke me había dejado sin palabras. Como mentira, aquella afirmación era tan burda que resultaba imposible no creer en ella.

—Me gustó su artículo sobre Tourneur —prosiguió—. Me gustó que se diese cuenta de la broma que Tourneur y Val Lewton incorporaron a los títulos de crédito de Yo anduve con un zombie, pero sobre todo me agradó que se fijase en las sombras quebradas que aparecen constantemente a lo largo de la película. También yo reparé en ellas, pero admito que nunca supe verlas tal y como son hasta que no leí su trabajo.

Ignoraba a qué se estaba refiriendo exactamente, porque ya apenas recordaba una palabra de mi artículo sobre Tourneur, pero evité cualquier comentario tras considerar que podía tratarse de una maniobra para comprobar la fidelidad de mi memoria, la fragilidad de mis opiniones, mi vocación de pelota o incluso la originalidad de mi texto. Reparé entonces en que aquello era una entrevista de trabajo en toda regla, a pesar de las extravagancias con que Rilke parecía tratar de desorientarme.

—¿Cuáles son sus películas preferidas? —preguntó.

—¿En qué género?

—En todos los géneros.

No había visitado aún los cuartos de baño de la mansión, pero era fácil detectar los cepos bajo la hojarasca de su pregunta. Busqué inspiración en la decoración que había visto en la casa y respondí lo primero que se me pasó por la cabeza, improvisando un gesto de desdén para insinuar que no ignoraba la clase de juicios que producían unos gustos tan arriesgados como los míos:

Sandokán —dije—, El coleccionista de cadáveres, Acorralado y El coloso de Rodas, por citar unos pocos.

—¿No le gustan los clásicos? —quiso saber Rilke, desviando la mirada de su barquito.

—Acabo de citarle cuatro.

Rilke varó su velero en una de las orillas del lago, apagó el motor pulsando un botón de su mando a distancia y se volvió para estudiarme de arriba abajo, como esforzándose en comprender qué otros asombrosos detalles de su invitado se le habían escapado por no haberse detenido a examinarle con más atención:

—O sea que Acorralado le parece un clásico.

—Lo es. Aunque el monólogo del final está a punto de echarlo todo a perder, la verdad es que el resto de la historia es puro Frankenstein.

—¡Por Júpiter! —concedió Rilke—. Nunca se me había ocurrido mirarlo así.

Desde luego, viniendo de un tipo como él, que parecía haber visto toda la bazofia que se había filmado desde los tiempos de los hermanos Lumière, aquello representaba todo un halago. Procedió entonces a disparar otra retahíla de preguntas. Cuántas películas había visto en mi vida, cuáles eran las que más odiaba y cuáles eran mis actores y actrices favoritos. Para responder a la primera pregunta reconocí mi falta de interés en enumerar las películas que veía desde que a los dieciocho años llegué a los dos mil títulos visionados y me percaté de que nueve de cada diez eran basura, agregué después que de ese elevado porcentaje de excrementos artesanales la mayor parte estaba constituida por títulos de arte y ensayo, el llamado cine de autor, clásicos indiscutibles como La noche del cazador o La diligencia, y vomitonas de metraje filmadas por cineastas rusos, suecos y pakistaníes que me sirvieron para responder a la segunda pregunta acerca de mis odios personales. Y por fin, cuando tras pronunciar los nombres de Tom Conway, Betsy Jones-Moreland, Jack Taylor o Dianik Zurakowska para contestar a su última pregunta, le respondí que la actriz a la que más había admirado nunca, aquella a la que desde niño había convertido en la mujer de mi vida, era Soledad Miranda, Rilke abrió la boca para intentar expresar su admiración por mi elección pero tan solo le salió una frase balbuceante con la que parecía querer decirme: «No siga hablando, usted y yo somos almas gemelas». Supe entonces que el puesto era mío, que me había ganado mucho más que la confianza del millonario Rilke, su respeto incluso, su amistad inquebrantable si forzaba un poco más la mano; aun así, quise exprimir un poco más mi papel de fanático y me divertí en fingir cierta vergüenza por la calidad de mi criterio.

—¿Avergonzarse? —fue la respuesta de Rilke—. ¿Avergonzarse? Pero qué dice, usted es el hombre que andaba buscando. Lo supe desde el instante en que leí su firma en el artículo más inteligente que he leído nunca sobre Jacques Tourneur. Lo he sabido siempre, y aunque usted hubiera querido sabotear este encuentro, nada me hubiera hecho dudar de mi apreciación.

Rilke dejó el mando a distancia sobre una pila de toallas bordadas con sus iniciales y sacó una bolsita de papel del interior de un pequeño maletín que reposaba sobre una mesa. Se acercó a mí agitando la bolsita suavemente, para depositarla con extrema delicadeza sobre una de las mesas que asediaban la habitación. Me invitó a que me sentase, y cuando lo hice sacó de la bolsa un fajo de folios, cada uno de ellos en un sobre de plástico, y los empujó hacia mí con aquel dedo de tísico al que estrangulaba un anillo de plata.

—Lea esto. En cuanto pase la última página, tenga por seguro que usted trabajará para mí.

Bajé la vista. Pensé que aun cuando esas páginas que me brindaba fuesen un contrato para trabajar un año como lacayo suyo haría lo que Rilke me pidiera, daba igual el sueldo que recibiese por ello. Porque si el trabajo que se disponía a ofrecerme no me hacía ganar el dinero que precisaba para seguir vivo, al menos sí lo haría una novela en la que refiriese las experiencias que sobrellevaría en aquella casa extraña, dirigido por un lunático como aquel Rilke demostraba ser. Pensé en lo bueno que era mintiendo, en lo bien que se me daba engañar en su propio terreno a un consumidor empedernido de cine basura, mientras aquel pobre loco que vivía habitado por no sé qué recuerdos obtenidos en las peores salas de cine se alejaba de mí para abandonar la habitación del lago, observado por la misma tribu que había visto morir a sus padres, con el paso ufano de quien ha conseguido una presa que ansiaba desde mucho tiempo atrás. Luego saqué las hojas de sus sobres, con cuidado para que no se me quebrasen entre los dedos. Luego leí: «Otro invierno en Amerika, de Jacques Tourneur». Y lo siguiente que pensé al leer la primera línea de texto fue que, en efecto, quizás había sido demasiado fácil engañar al millonario Rilke.

Ir a la siguiente página

Report Page