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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 3

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A

hora sé que Rilke necesitaba a alguien que hiciese el trabajo sucio. Si las investigaciones que había hecho sobre mi pasado antes de cazarme no hubiesen rendido suficientes datos para conocerme bien, un tipo tan astuto como él difícilmente habría pasado por alto que mis respuestas a sus preguntas no eran las de un verdadero frecuentador de ese celuloide de bajos fondos que a él le producía delirio: en todo caso, eran las de un espectador ocasional que sabía lo justo para dar el pego ante un mero aficionado. Con mayor motivo, Rilke sabría también que su codiciada presa no era ningún experto en Jacques Tourneur, sino un escritor venido a menos y casi pasto de suicidio, un fracasado deseoso de aprovecharse del fanatismo de su anfitrión para ganar dinero a costa de su demencia o para poder decir algún día que aún tenía algo que contar, cualquier cosa que le congraciase con la idea de que todavía no estaba acabado. Por muchas razones que solo encajaban en aquella maquinaria tortuosa, aunque perfectamente engrasada, que constituía el cerebro de Rilke, yo era el engranaje ideal para su proyecto, una pieza maestra. Era el único hombre que podía ayudarle a lograr lo que quería, o eso decía. Su lista de autores desconocidos, de viejas promesas, de posibles redentores, de auténticos acabados en la que durante muchas madrugadas habría picoteado a la busca de un nombre que le permitiese iniciar el juego, incluía a desahuciados como yo, seres necesitados de una gran obra en la que invertir su talento pero a los que solo hacía falta un pequeño empujón para precipitarlos al abismo. Tipos que, si como Rilke quería hacernos creer, de veras habían llegado a vivir arropados por una estrella que pastoreaba sus destinos, lo cierto es que ya nada los diferenciaba en ese mundo que ahora acogía sus pasos con indiferencia, envolviéndolos en una tétrica oscuridad de cripta. Si algo me distinguía de ellos debía de ser mi condición de perdedor con galones, la de ocupante del único panteón del cementerio cuando los demás se veían obligados a vegetar en sus nichos insuficientes. Un ejemplar único, una rareza digna de proteger en una cámara acorazada. Si sus espías no me hubieran otorgado un rostro y un pasado, Leonardo Rilke se hubiera visto obligado a inventarme.

Contra lo que esperaba, aquel deslavazado texto firmado por Tourneur me cautivó desde la primera línea. No era el esbozo de un guión de cine, como sospeché al leer la rúbrica y el título enigmático bajo el que estaba garabateada, tampoco era la sinopsis de una película que no se llegó a rodar jamás, ni siquiera se trataba de uno de tantos cuentos cortos firmados por autores de éxito a los que quedan reducidos otros proyectos de mayor enjundia, de esos que luego son reciclados como capítulos televisivos en alguna serie de misterio. Por decirlo así, era una mezcla de todo aquello, y al mismo tiempo, nada que se le pareciese. Con un mecanografiado abrupto, farragoso de tachaduras y correcciones a mano, Jacques Tourneur había escrito el relato de una cena celebrada durante el invierno de 1950 en una cabaña que el productor Val Lewton había alquilado en Ventura, California, para seguir la convalecencia de un ataque al corazón que, tras perdonarle la vida, a punto estuvo de dejarlo postrado en una silla de ruedas. Puesto que ese dato formaba parte de la documentación que manejé para escribir mi artículo sobre Tourneur, yo sabía que por aquel tiempo Val Lewton estaba en las últimas, más que harto de empeñar su talento en la producción de películas de vaqueros, y que por encima de sobrevivir a su infarto, por encima de burlar a su destino y arañar unos cuantos días más a la muerte, lo único que en verdad deseaba era granjearse el dinero que necesitaba para escapar de aquellos engendros y filmar otra vez el tipo de obras por las que se había hecho célebre. Lewton, que había iniciado su carrera como escritor de pulps y chico para todo de David O. Selznick, antes de ser reclutado por la RKO para paliar la sangría económica que les había supuesto ponerse en las manos del genial, pero poco rentable, Orson Welles, fue sin lugar a dudas uno de los productores más meticulosos que ha dado la historia del cine, precisamente en una época caracterizada por la meticulosidad de sus productores, lo que le hizo concebir obras que rozaban la genialidad a pesar de contar por lo común con un presupuesto de lo más escuálido; pero esa misma particularidad de su carácter fue también lo que lo llevó a creer que durante su vida como cineasta solo había producido obviedades a la altura de cualquier modesto artesano, metrajes que, si no justificaban el tiempo invertido en ellos, menos aún iban a pasar a la historia para ser devorados como clásicos irreprochables por las generaciones venideras. Así pues, con un pie ya en la caja y casi también la punta del otro, era comprensible que le aterrorizase la idea de irse de este mundo sin haber rodado una cinta a la que contemplar como la película de su vida, y por entonces, 1950, ese pensamiento obsesivo de rodar una gran película era uno de los escasos sueños que aún alcanzaban a motivarlo. De vez en cuando enviaba un guión a algún viejo conocido al que suponía dotado del arrojo preciso para apostar por él, o a algún estudio donde se filmaban películas de bajo presupuesto, ya asumido el hecho de que no podía picar más alto, pero lo cierto es que los estudios preferían ignorarlo, los viejos conocidos no acababan de llevar adelante las buenas intenciones que le trasladaban al hablarle por teléfono (aunque tal vez Lewton pecara de optimista al valorar las típicas evasivas con las que suele tratarse a quienes ya están a punto de caramelo para ocupar su plaza en el trasmundo), y el dinero que ahorraba para emplear en películas de producción propia se le iba en pagar a curanderos que, en el mejor de los casos, se contentaban con exigirle reposo, tras auscultar lúgubremente aquel redoble arrítmico que vibraba bajo sus costillas. De modo que los días iban pasando, las frustraciones se le amontonaban, y todo lo que Lewton veía ante sí era una sucesión de infartos y decepciones, un continuo despotricar de un viejo arrumbado en una silla de ruedas contra los revoltijos de celuloide que ensombrecían las pantallas con sus argumentos consabidos, sus héroes de cartón piedra y sus adversarios previsibles. No soportaba el olvido, pero soportaba aún menos aquella inactividad letal que parecía decirle: déjate llevar, no eres más que un cadáver, tu tiempo ya ha pasado. De ahí que, para paliar la indignación y el aburrimiento, se arriesgara a celebrar unas veladas para conmemorar los viejos tiempos en el ranchito de Ventura; y sin duda «arriesgar» es la palabra que mejor definiría aquellas reuniones, patéticas y casi masoquistas a juzgar por lo que Rilke me hizo saber de ellas mediante uno de sus habituales papelitos amarillos: a decir verdad, las veladas en el ranchito no eran un pretexto para reunir a los viejos amigos y ver qué tal les trataba la vida, sino una morbosa celebración del pasado a la que sus invitados solo podían acudir bajo la cita previa del fracaso, lo que no contribuiría precisamente a levantar el ánimo de ninguno de los presentes, aunque estos se esforzaran en desmentirlo con chistes y bromas que siempre les dejaban en la boca un amargo regusto a pastel envenenado. Sin embargo, y para asombro de Lewton, la costumbre contaría con una milagrosa excepción. La noche destinada a encender el abofeteado entusiasmo de Lewton, y el de su viejo amigo Jacques Tourneur, contaba con un elenco de viejas glorias por las que diez años atrás cualquier productor hubiera hipotecado los órganos de sus hijos: los invitados eran el director King Vidor, secretamente inmerso en la investigación de un crimen ocurrido en el Hollywood dorado de los años 20, la olvidada estrella Ona Munson, el no menos apaleado Dana Andrews y una hermosa aspirante a actriz llamada Kitty Frances, además de Tourneur y la esposa de Lewton, Ruth; todos ellos, con la refrescante salvedad de Kitty Frances, que aún no había tenido tiempo para llegar a ello, grandes y olvidadas piezas de museo que se habían ido consumiendo como pinturas ocultas en el trastero para mantener jóvenes, bellos e intocables los cuerpos que habían dejado plasmados en celuloide. Al principio la cena discurrió como cualquier otra cena, con el arroz un poco pasado y el entusiasmo falso de siempre, pero después de intercambiar unos cuantos chismes, lanzar las habituales invectivas contra los jóvenes empresarios que manejaban los estudios y lamentar el último papel de Dana Andrews en una filmación menor —tan menor que a nadie le importó siquiera que actuara borracho—, King Vidor refirió una anécdota que años atrás le había confiado la actriz Mary Pickford, cuando ya no era más que una reliquia a la que le gustaba fantasear con el tiempo en que su fama no había sido erosionada por el olvido ni su nombre menoscabado por la incuria de los estudios, aunque ya estaba retirada en la época de la que Vidor hablaba.

En aquel tiempo, más o menos entre su ruptura con Douglas Fairbanks y su matrimonio con el músico Buddy Rogers en 1937, Mary Pickford mantenía un romance con un joven guionista de cine llamado Henry Dunn. Henry había escrito un par de guiones para la Metro, había vendido otro a la Paramount, y en general había quedado tan escaldado con los resultados que decidió no escribir un solo guión más hasta no disponer del dinero que le permitiese supervisar todas las etapas de la producción, desde la elección de los actores hasta el montaje de las tomas filmadas. Aparte de ingenuo, Henry debía de ser un hombre de una gran energía, y a juzgar por las observaciones de Tourneur es bastante probable que Mary Pickford estuviese sinceramente enamorada de él y no lo usase como un ameno recurso para pasar las noches en compañía. También Henry, por su parte, debió de estar muy enamorado de ella. Desde el primer día se habían hecho promesas de amor eterno, sabían que su vida juntos se vería ampliada en el futuro con cuatro hijos a los que educarían lejos de las perniciosas orillas de Hollywood, ese universo de paisajes prefabricados y criaturas de plástico que solo parecían preocuparse por el cuidado de su frágil envoltura en la soledad de sus pedestales, e incluso Henry había preferido anular varias citas importantes para pasar unos días en Nueva York junto a su novia. Allí, Mary aceptó un anillo de compromiso, una baratija de imitación adquirida en una tienda del Village que a ella, poseedora de un ajuar que hubiera podido cubrir con diamantes las fachadas del Empire State, se le antojó la más bella prenda que había adornado jamás sus manos. Pero si algo le había enseñado la vida a Mary Pickford era que las buenas historias de amor siempre se acaban, a veces de la manera más imprevisible, y tres semanas después de aquel interludio romántico comprobó que la suya había tocado a su fin. Y lo había hecho de la forma más inesperada y turbadora posible: Henry había cambiado. Pero no es que le hubiese sorprendido en esos altibajos de humor que siempre denotan un enfriamiento emocional, una brecha por la que termina desaguando la pasión junto con todos los demás ornamentos del estallido amoroso, o algo igual de cotidiano. No; parecerá imposible, como subrayó Tourneur en su texto, pero el cambio al que Mary Pickford se refería era mucho más radical: Henry Dunn se había transformado, literalmente, en otra persona. Un hombre con otra apariencia, con otras facciones escritas en el rostro. Mary Pickford descubrió la primera de las metamorfosis de Henry en la estación de tren de Grand Central, mientras lo esperaba entre la multitud, cuando un desconocido se le acercó por la espalda, le plantó un beso en la mejilla y le dijo: «Por mucho que te escondas, tu belleza siempre destaca entre la gente». Mary recibió el beso, el saludo e incluso aquel familiar perfume a cerezas que la envolvió amorosamente cerrando los párpados y desplegando una sonrisa arrobada. Aquella frase era una suerte de broma privada que solo Henry y ella compartían, o al menos así había sido hasta entonces. Mary era una mujer menuda, apenas se elevaba unos centímetros sobre el metro cincuenta, y siempre bromeaba con que las dificultades para encontrarla en los lugares públicos no se debían a su célebre impuntualidad, ni a la alergia que supuestamente le provocaba el excesivo roce de sus semejantes, sino a lo complicado que, dada su altura, resultaba divisarla entre la gente. Mary iba a responder, sin perder todavía esa sonrisa que diez años atrás estuvo asegurada en un millón de dólares, pero al darse la vuelta no pudo evitar que la sonrisa se le deshiciese en los labios cuando comprobó que aquel no era el hombre al que ella esperaba, el hombre con el que estaba empezando a compartir su futuro a pesar de no haber pasado con él más allá de unos meses. «Usted no es Henry», quiso decirle, pero las palabras no brotaron de su garganta, y de todas maneras aquella frase le pareció estúpida un instante después de pensarla, ¿pues quién mejor que él podría saber que no lo era? Se le ocurrió entonces que podía tratarse de una broma, pero tampoco entendía la razón de que a Henry se le hubiera antojado gastarle una broma tan absurda como aquella. ¿Entonces qué? ¿Era aquel tipo un seguidor demasiado lanzado que había dado con la contraseña amorosa de Mary y Henry por pura casualidad? ¿O era un perturbado, como la tercera parte de los hombres que le enviaban sus cartas, pidiéndole una cita privada si no quería encontrarse cada día en el buzón la oreja de un niño? Y si lo era, ¿qué había sido entonces de Henry? Obviamente, tenía que ser él quien le habría revelado el saludo que ambos compartían, aunque dudaba que lo hubiera hecho por mostrar el lado oculto de su sentido del humor. Evitando ponerse en lo peor, Mary pensó que aquel tipo no podía haber ido más lejos en su intento de llegar hasta ella que inmovilizar a Henry en su habitación del hotel, tal vez después de aturdirlo con un certero golpe, lo que al menos en su caso dejaría aquel desagradable episodio en un buen susto y una cicatriz que el tiempo se encargaría de borrar. A ella, en cambio, todavía le esperaba un tenso paseo por la ciudad y una cena a la luz de las velas, pues estaba claro que aquello no podía dar mucho más de sí, siempre que se comportara como una chica lista y aguardara el momento adecuado para actuar. Vistas así las cosas, no le quedaba otra opción que aparentar la naturalidad que aquel loco esperaría de ella, lo cual se le antojaba lo más sencillo de todo: Mary Pickford era actriz, y más que eso, una gran actriz. Qué más daba lo que dijesen los críticos sobre el declive del cine mudo y el oscuro futuro que se cernía sobre las viejas estrellas del celuloide; retirada o no, aún podía brindar más de una actuación genial, fuese con voz o sin ella. Así que rehizo su sonrisa, alisó con las palmas de las manos las solapas del traje de aquel hombre sin que este reparase en el temblor que las traicionaba, y replicó con una voz endulzada de coquetería: «Entonces, si alguna vez me alejo de ti tendrás que buscarme en una isla desierta».

Pasó la tarde con el desconocido que se había presentado con el nombre de Henry. Pero quizá lo más asombroso de todo es que también pasó la noche con él, y no contra su voluntad, precisamente. Después de un paseo sin rumbo, en el que el hombre la llevó por avenidas que con Henry nunca había recorrido para recalar en un restaurante alejado de su barrio favorito, Mary comprendió que su entereza no daba para más, que había llegado el momento de terminar con aquello de la única manera posible. Con una mirada localizó el teléfono del restaurante, y esperó pacientemente el momento de dirigirse allí, trufando de risas nerviosas las observaciones de aquel falso Henry que trataba inútilmente de divertirla. Ya cuando la cena tocaba a su fin, simuló recordar que debía hacer una llamada importante a su abogado: «Nada que pueda esperar», pretextó, «de hecho, ya me he retrasado bastante. Es lo que me sucede cuando estoy contigo: siempre olvido que tengo una vida que atender». Se levantó de la mesa dedicando al extraño una sonrisa a prueba de sospechas, y una vez a salvo de su escrutadora mirada corrió a encerrarse en la cabina del teléfono. El corazón le redoblaba en el pecho cuando se acodó en el velador, y por un momento sopesó la idea de escapar de allí mientras aún tuviese la oportunidad de hacerlo. Fue entonces cuando reparó en que el tipo que se hacía pasar por Henry la había seguido hasta el reservado. La observaba con atención desde el otro lado del cristal, e incluso con una incongruente curiosidad, midiendo el picoteo de sus dedos en el disco del teléfono. Si algo dejaban en claro aquellos recelos era que el juego se había acabado. Sin pretenderlo, Mary acababa de poner las cartas sobre la mesa, y el falso Henry había aceptado el descarte. Se disponía Mary a evaluar fríamente la situación desde aquel nuevo punto de vista cuando la voz de la operadora surgió de las entrañas del aparato. Sabiendo que se lo jugaba todo en aquel envite, Mary aún tuvo el coraje de no perder la mirada del extraño y cobijarse los labios tras el cuenco de la mano al pedir que le pasasen con la policía. La comunicación con la operadora se cerró emitiendo una sucesión de chasquidos, y durante unos segundos interminables Mary se obligó a mantener la cabeza fría para no romper a llorar. Luego oyó un nuevo chasquido, y por fin la voz de un agente que se demoró en identificarse antes de preguntarle su nombre. Mary abrió la boca, sin saber qué responder. No tenía intención de mentir, pero si contestaba la verdad, lo más probable era que el policía interpretase aquella llamada como una broma y colgase sin aguardar explicaciones. Así que prefirió atajar exponiendo directamente la situación en la que se encontraba: «Alguien intenta matarme», dijo. Deslizó luego la mirada por el cristal, buscando alguna señal de que el extraño no le estaba leyendo los labios, y, por primera vez en toda la noche, Mary creyó percibir que aquel interés entomológico con el que la miraba empezaba a mostrar signos de flaqueza. ¿Sería eso un síntoma favorable? Sin alterarse, el agente profanó el silencio que siguió a la respuesta de Mary con un gruñido de asentimiento, y en el mismo tono resignado que demostraba una oreja curtida en los monólogos de la demencia, le pidió que al menos le informase de dónde se encontraba. Y, naturalmente, Mary tampoco supo cómo responder a aquello. Lo último que se le había ocurrido preguntarse era dónde se encontraba. Ni siquiera había mirado el nombre del restaurante, ¿acaso no tenía bastante con pensar en cómo escapar de aquella situación angustiosa? Escuchó por última vez la voz del policía, que, haciendo gala de una resignación paternalista, le recomendaba emplear su tiempo de una manera mejor que gastar aquellas bromas sin gracia, antes de colgar el teléfono. Mary todavía permaneció unos instantes con el auricular en la mano, escuchando el tableteo de la estática desgarrar el silencio. Luego, aceptando que aquel descarte no le había servido para nada, salvo mostrar la torpeza de su juego, devolvió maquinalmente el auricular a la horquilla, abandonó el reservado con el cuerpo tembloroso, blando, y tuvo que contener un arrebato de furia cuando el desconocido le preguntó: ¿Has podido hablar con él? «Bien sabes que no, hijo de puta», se dijo Mary. Pero qué podía hacer, salvo respirar hondo y responder que sí, que el asunto del que le había hablado seguía su singladura por los cauces legales, que ya volvería a hablar con su abogado por la mañana, aunque pensar en poder hacer algo la mañana siguiente se le antojaba un chiste macabro. Sin fuerzas para seguir fingiendo, ingresó en un taxi que aguardaba a las puertas del restaurante y se dejó llevar hasta el hotel donde Henry y ella tenían reservadas sus habitaciones, cada vez más convencida de que era su propia muerte, y también la de Henry, lo que les aguardaba en cuanto cruzase la puerta. Una vez el taxi culminó el recorrido hasta el hotel, Mary abandonó su interior con el corazón desbocado, presa de un último rapto de desesperación, consciente de que no se le presentaría ningún otro momento para actuar. Pero entonces, cuando ya se disponía a arrojarse sobre los huéspedes y los conserjes del hotel exclamando: «¡No es él, no es Henry, está loco, quiere matarme!», sucedió algo que la confundió por completo. El falso Henry se excusó ante Mary y se aproximó al mostrador, saludó al recepcionista, preguntó con inexplicable arrojo si había llegado alguna carta a su nombre, y sin que el encargado del hotel opusiese objeción alguna, hurgó en un cajetín, le entregó un sobre y le deseó buenas noches, añadiendo una frase que a Mary le trenzó un escalofrío en las vértebras, no desde luego por su contenido —un comentario banal sobre la última película que había visto, la reposición de una antigua cinta precisamente de la propia Mary—, sino porque el recepcionista la remató llamando al desconocido que la acompañaba «señor Dunn». Este replicó a la observación del viejo alabándole el gusto, le dedicó un guiño travieso a una Mary tan consternada que hubiera precisado de algo más que un pellizco para volver a sentir sobre los hombros el peso de la gravedad, y, tras asirla galantemente del codo, la condujo por el pasillo en dirección al ascensor. Mary, por supuesto, ya no pudo seguir pensando en resistirse: se sentía demasiado confusa como para explicarse con alguna coherencia lo que estaba ocurriendo, y puesto que solo los locos creían que el mundo entero conspiraba contra ellos, prefería aceptar que aquello era la pura y simple realidad de siempre, por delirante que ahora se le mostrase, antes que considerar que no cabía una respuesta sensata para aquello.

Como aseguraba Tourneur, Mary pasó la noche con el desconocido, y fue como hacer el amor con alguien a quien conocía y no conocía al mismo tiempo. Las cosas que aquel hombre le susurraba al oído eran las mismas que Henry solía deslizarle cuando la penetraba y ella le aferraba los hombros, con las uñas clavadas en su espalda y la boca hundida en su cuello, y de alguna forma se le olvidó que el hombre con el que se había acostado no podía ser Henry. De hecho, si evitaba mirarle a la cara nada le hacía pensar que aquel hombre y Henry no fueran la misma persona. Tenían la misma cantidad de vello en el pecho, sus piernas eran idénticas, así como el modo en que él la abrazaba con ellas, y la ternura con que sus manos le estudiaban el cuerpo era exactamente igual a la que Henry empleaba para acariciarla, por no hablar del tamaño de su miembro y de la suavidad o la repentina rudeza con que entraba en ella, facsímiles perfectos que ningún usurpador hubiera podido reproducir. Para Mary, no era en absoluto como acostarse con alguien a quien apenas conocía, alguien de quien solo tenía un nombre y cuatro o cinco frases banales con las que había conseguido derribar sus defensas, o, como tantas veces le había ocurrido cuando no era todavía aquel ilustre nombre del Biograph Studios, alguien con quien se había ido a la cama porque le había prometido un papel protagonista en alguna película de la que a la mañana siguiente no se volvía a hablar. Tal vez fuera ese el motivo por el que Mary se empleó más a fondo con aquel desconocido de lo que se había empleado nunca con Henry Dunn. Suponía que si quería descubrir algo durante la noche que le revelase quién era aquel hombre, o la naturaleza de sus intenciones, no tenía otro modo de lograrlo; pero, pese a sus intentos, nada salvo las facciones que asomaban a aquel rostro decía algo distinto de lo que en el fondo ella ya sabía: que el hombre al que ahora dormía abrazada era, sencillamente, Henry Dunn. Era él quien dormía a su lado, era su respiración la que templaba su nuca, era su voz la que le decía entre sueños: te quiero. Así que el problema tenía que estar en ella misma. Algo le había sucedido para no poder reconocer los rasgos de la persona a la que más amaba en el mundo, algo le estaba ocurriendo para que de pronto hubiese resuelto que Henry no era Henry sino otra persona distinta a la que ni siquiera conocía. Algo tenía que pasarle, y si el mundo no se había vuelto del revés, es que simplemente se estaba volviendo loca.

Bastaría con esto para que la historia de Mary resultase inquietante, pero Vidor se había reservado una última vuelta de tuerca que acabó de dejar atónitos a sus invitados: cuando despertó, Mary descubrió que si el hombre que dormía a su lado no era Henry Dunn, tampoco era el mismo hombre que la había acompañado a la cama la noche anterior. No tenía la menor idea de quién podía ser. No era capaz de reconocer sus rasgos. No le era posible otorgarle un nombre que le proporcionase algún recuerdo en el que ese nombre tuviese un rostro, y aquel rostro explicara las circunstancias que justificaban su presencia en la cama. Era un completo desconocido. Le resultaba más desconocido todavía que el hombre de la tarde anterior, alguien a quien de algún modo había llegado a conocer, alguien a quien incluso se hubiera acostumbrado a llamar por el nombre de Henry si eso le hubiera servido para convencerse de que no estaba perdiendo la cabeza.

Vidor sugirió que podía tratarse de un delirio pasajero, un súbito ataque de prosopagnosia. Según las anotaciones de Tourneur, Kitty Frances fue la única invitada en interesarse por lo qué pasó después. ¿Qué hizo Mary a la mañana siguiente?, preguntó. ¿Continuó con aquel hombre como si nada hubiese sucedido, o puso pies en polvorosa y abandonó sin ninguna explicación el hotel? Vidor, tras retreparse en su silla y apurar su copa de vino, compuso una sonrisa triste para responder que Mary se decidió por lo segundo y nunca más quiso volver a oír una sola palabra de Henry Dunn.

Sin embargo, añadió, no pudo evitar saber de él cuando algunos meses después, tras el anuncio de su próxima boda con Buddy Rogers, Henry se suicidó en su casa de Palm Springs mediante un cóctel de alcohol y somníferos, esa última página del menú cotidiano de Hollywood a la que sus habitantes recurrían cada vez con más frecuencia, cuando ya solo sentían náuseas hacia el resto de los platos. Los periódicos lanzaron la noticia en primera plana, a causa principalmente de una nota que Dunn había dejado sobre la mesilla de noche, y en la que se había querido leer una carta de amor desesperado a alguna antigua estrella de cine a la que solo uno o dos periodistas acertaron a identificar con un nombre. La noticia venía ilustrada con una macabra fotografía del cadáver de Dunn, vestido con un traje de etiqueta y el batín que Mary le regaló durante unas vacaciones en Nueva York. Mary Pickford apenas se atrevió a mirar la fotografía, pero cuando lo hizo comprobó lo que más temía: que aquel hombre no era desde luego Henry Dunn, y tampoco ninguno de los hombres con los que había estado y se habían hecho pasar por él. No era alguien a quien pudiera situar en parte alguna de su memoria. Salvo por aquel batín, cuyas iniciales bordadas podían distinguirse perfectamente pese al granulado de la fotografía, era, al igual que los otros Henry Dunn, un completo desconocido.

Vidor terminó de hablar, esperando quizá a que alguno de sus amigos iniciase el turno de preguntas, pero nadie dijo nada, y Vidor comprendió que, al fin y al cabo, ninguno iba a sentirse con ánimos para hacerlo. La noche empezaba a derrumbarse sobre la cabaña de Ventura con una lentitud dolorosa, manchando esa estola verdusca que la tarde había elegido para desaparecer, y aquellas viejas estrellas que ya no ocupaban ningún firmamento, Lewton, Tourneur, Ona Munson, Dana Andrews y hasta el propio Vidor, seguramente meditarían unos minutos sobre los reveses de la suerte y los estragos que suscitaba incluso en los más poderosos un laborioso declive, algo que también ellos, en mayor o menor medida, se habían visto obligados a padecer. Sin duda, todos coincidirían en el diagnóstico que dejaba traslucir el drama de Mary Pickford, ese episodio que, al menos para ellos, hablaba a las claras de otros dramas cotidianos que para cualquier gran actor formaban parte de su vida diaria: desde el trasvase de identidades que tenía lugar cuando se adentraban en una existencia ficticia hasta la metamorfosis del propio rostro en otro rostro, ya fuera mediante la alquimia de los cosméticos o por la mano nada caritativa del tiempo, pero sobre todo hablaba de la necesidad del reconocimiento, el reconocimiento en los espejos y en las miradas ajenas, algo que Mary hacía tiempo había comenzado a perder, eclipsada por el despuntar en el horizonte de una nueva generación de astros que reclamaban con su insultante juventud los pedestales de aquellas estrellas apagadas. Y puede que, acabada la cena, cada uno marchase a su casa con la sensación de que Vidor les había contado su propia historia, que no era la compasión por la pobre Mary Pickford lo que lamentaban, sino la sensación de que tal vez no esa misma historia sino alguna parecida podían haberla protagonizado cualquiera de ellos, víctimas, como Mary, de un mundo que tan pronto los amaba como los olvidaba. Llegarían a sus casas con una tristeza sorda anclada en el pecho, se dejarían caer en esas camas que ya no entonaban desde hacía mucho tiempo su carcajada de muelles, y lo más probable es que el sueño les reparase el dolor y al día siguiente ya no recordaran nada, acostumbrados como estaban a protagonizar sus propias tragedias con la misma piel con la que habían protagonizado cientos de tragedias ajenas. La historia de Mary Pickford, como ella misma, pertenecería al olvido. Y podrían seguir arrastrando un día más el fardo de su fracaso sin pensar que en algún vericueto de la existencia también a ellos les aguardaba un final parecido, uno de esos epílogos de campanillas que de servir para algo sería para llevar otra vez su nombre a los titulares, aunque de la única forma en que ninguna celebridad quería figurar: como un ídolo de oro que, expuestos sus pies de barro, había sido abandonado por su corte de adoradores en su templete en el bosque, condenándolo únicamente a la pleitesía errante de la hojarasca y las alimañas.

Eso es lo que podría haber ocurrido, pero Lewton se levantó de la cama a la mañana siguiente y lo primero que hizo fue dirigirse al teléfono para marcar el número de Jacques Tourneur. Este respondió después de siete u ocho timbrazos con una voz cansada a la que alumbraba tímidamente el entusiasmo. Quién es, preguntó, pero de alguna manera ya sabía quién le llamaba. Val, fue la respuesta. Jacques, quiero que hagamos una película con la historia de Vidor. No he podido dormir en toda la noche. Si no ruedo esa película, te juro que moriré sabiendo que nada de lo que he hecho en mi vida habrá merecido la pena. Aunque ni su propio texto ni las acotaciones que Rilke había dejado en los papelitos amarillos lo decían, probablemente Jacques Tourneur asentiría a aquellas palabras con una sonrisa comprensiva, y miraría por encima del hombro la máquina de escribir y el cenicero rebosante de todos esos cigarrillos con los que se habría ayudado a adentrarse en las últimas horas de la madrugada antes de responder: yo también quiero hacerla, Val. Es la historia que siempre he deseado filmar. No quería olvidar un solo detalle y he pasado el resto de la noche escribiendo todo cuanto Vidor relató en la cena. Es una gran historia, Val. Desde que Vidor empezó a hablar, me di cuenta de que era la historia de nuestra vida.

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