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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 4

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«R

ostros que cambian por otros rostros», había escrito Rilke en el último de los papelitos explicativos que añadió al texto de Tourneur. «Esa es nuestra historia, no lo olvide. Un gran amor y un rostro que apenas puede reconocerse. A partir de ahora, no le importará ninguna otra cosa salvo esa. Ya he dispuesto que así sea, más allá de su propio destino, más allá de lo que la vida le tuviera reservado. Voy a cumplir mis deseos y la voluntad de una fuerza que está por encima de mí, cueste lo que cueste, y usted es el único hombre que puede ayudarme a hacerlo. Mi espíritu será su vara y su cayado, y por tanto nada habrá de temer».

No, nada habría de temer, como si el temor fuese algo que se me hubiese tenido que pasar por la cabeza al aceptar aquel trabajo. Por alguna razón, Leonardo Rilke empezaba a recordarme a esa clase de hombres que de niño solía ver rondando por las plazas y los parques públicos, cabizbajos, tensos, como hastiados de su deambular concéntrico: solterones de cuarenta años que aún vivían con sus madres, y cuya única ocupación parecía ser la de aquel pasear sin rumbo fijo, como espectros en prácticas. Era la clase de individuos que uno podía imaginar perfectamente a las puertas de los colegios, con la ropa arrugada y el cabello peinado con agua, observando el ir y venir de los niños mientras se acercaban un cigarrillo a los labios, pensando tal vez en el juego que aquella algarabía de carne recién hecha podía dar en algún descampado solitario. Allá donde estuvieran, aprovechaban cualquier circunstancia para mostrar la repugnancia que sentían hacia sus madres por haberles arrojado a aquel mundo en el que, por lo visto, solo servían para hacer bulto, ya que ni siquiera habían podido encontrar el alma cómplice que supiese soportarlos como ellas lo hacían. Vestían gabardinas descoloridas, jerseys de rombos o abrigos veinte años pasados de moda, de cuando el mundo había dejado de girar para ellos, y caminaban con un desapego de lobotomizados; caminaban, en realidad, porque en la noche de los tiempos algún abuelo paciente se había molestado en enseñarles que un pie iba delante del otro, y aún respondían sin saber bien por qué a aquel gesto mecánico, ralentizándolo un poco más al pasar junto a ese predio de los enamorados que eran las acacias enjoyadas por la lluvia o los soportales en días de tormenta, antes de reunir el aliento que precisaban para soltar un suspiro y continuar su errático deambular en pos del sosiego, la amnesia, el vacío o quién sabía qué. Eran seres destinados a habitar el otro lado de los visillos, ese observatorio obligado de jubilados y cotillas profesionales que, sin embargo, también acogía sus estudios del ecosistema humano, aunque fuera para contemplarlo con frialdad de francotirador. Por no contar, ni siquiera contaban con el paliativo de un primer plano al que sumar sus facciones, prisioneros de aquel papel de subalternos de la existencia que los convertía a marchas forzadas en viejos prematuros o dementes de barrio. Para entonces, ya habrían reducido su relación con el mundo al aspaviento o el ladrido, daba igual el destinatario de sus invectivas: una jovencita en minifalda que apostaba su provocativa presencia ante sus puertas, restregándoles por los morros su cualidad de criatura inalcanzable, un muchacho atrevido que profanaba el hogar de sus antepasados para tenderse en la hierba junto a alguna novia excitada por el peligro, un niño del vecindario desafiado por sus amigos a romper a pedradas las ventanas de sus guaridas o a depositar unos excrementos, propios o ajenos, en la maleza de sus jardines. Pero no siempre iban a conformarse con ladrar. Porque un día, cuando el concienzudo horneo de la rutina les había dorado lo suficiente, aquel cachorro fiel que llevaba años topándoles con el hocico para llamar su atención, que había acompañado juguetonamente sus paseos, provocándoles a veces un provisorio trastabilleo de pies, y al que ellos, en un gesto desesperado, lanzaban de tarde en tarde el señuelo de alguna ramita para ver si de una vez lo perdían de vista, terminaba por asentarse finalmente en las habitaciones de su mente, anunciándose con ese nombre que resuena como la entrada a un universo paralelo en el que solo impera una lógica distorsionada y cruel. Desde esas habitaciones podían ver el mundo de otra manera, seguramente más clara, más luminosa, aunque por supuesto la realidad fuera bien distinta a la que ellos contemplaban, más acorde con la esmerada corrosión de los años: allí, las cañerías ya habían empezado a agrietarse, los rincones fabricaban misteriosos murmullos, y los espejos comenzaban a desmentir el dibujo de sus rostros, a desaguar desde las fisuras su bestiario de sombras. Y así, despojados de las amarras de la cordura, se sentían por fin libres para llevar las cosas un poco más lejos, porque en el mundo en el que vivían las cosas se resolvían a su manera, y ya estaban hartos de andarse con contemplaciones. Leonardo Rilke, en fin, podía ser distinto a ellos en muchas cosas, era millonario, era guapo, tal vez incluso era solitario por decisión propia, pero en lo esencial era exactamente igual a cualquiera de ellos: vivía en el otro lado de la vida, y jamás acertó a dar el paso que hubiera podido llevarlo a un reducto más soleado de la existencia. Era, como ellos, una criatura nocturna que se alimentaba de imágenes de segunda mano, de vidas extrañas, de experiencias ajenas, y que también había resuelto hacer las cosas a su manera, ganar ese pulso diario al que constantemente le retaba la poco imaginativa realidad, aunque fuera mediante aquellas salvas de cañón de su torturada fantasía. Si Rilke hubiera tenido que decidirse por un papel que resumiese su vida, sin duda se habría inclinado por el más oscuro de todos: el de un vampiro. Un pobre ser condenado a vivir sumergido en el abrazo de las tinieblas, a padecer en soledad la noche oscura de su alma.

Val Lewton murió tres meses después de la cena en la que Vidor relató la historia de Mary Pickford y la película que Tourneur esbozó en aquellas hojas nunca se llegó a rodar, pero en opinión de Rilke aquello no era una razón tan poderosa como para que él no pudiese verla. Estaba empeñado en rodar Otro invierno en Amerika, costara lo que costase. Y lo que resultaba más increíble todavía: iba a rodarla tal y como Jacques Tourneur la hubiera rodado de haber contado con dinero o tiempo para hacerla, es decir, no solo con los toscos medios tecnológicos de 1950 sino también con la actriz que el director francés había elegido como protagonista de la cinta. No quería dejar ningún cabo suelto para obtener un resultado perfecto, por eso había removido cielo y tierra hasta procurarse el respaldo de los mejores expertos en la obra de Tourneur, expertos que, si debía juzgar el asunto según mi propia experiencia, seguramente no sabían de él más que las cuatro o cinco vaguedades que podía manejar cualquiera que se tomase la molestia de ver sus películas o leer los libros que lo biografiaban. Por supuesto, no era mi intención persuadirle de mi incapacidad para formar parte de aquella empresa, aunque ahora sé que, de haberlo intentado, Rilke se habría obstinado en declararme pieza fundamental del proyecto y hubiera espantado con toda clase de aspavientos mi vehemencia en querer demostrarle lo contrario. Leonardo Rilke consideraba que yo era el tipo más apropiado para hacer el trabajo, y ante esa certeza no cabía discusión alguna. Cuando firmé el contrato, me comentó que ya casi tenía a todo el mundo a bordo de su locura: contaba con siete operadores de cámara entrenados en las máquinas con las que Tourneur filmaba sus películas, contaba con un elenco de actores que parecían haber resucitado de algún antiguo casting de la RKO, contaba con varios kilómetros de celuloide en blanco y negro que databa de la misma época en que Lewton produjo sus últimos éxitos, contaba con un equipo de especialistas en interpretación, dirección artística e iluminación de la década de los cincuenta, y ahora, agregó propinándome una palmadita en la espalda, contaba con un autor de primera que escribiría el guión perfecto para su película. Todo estaba listo salvo por un detalle que nos impedía iniciar el rodaje tan pronto como mi guión recibiese su aprobación. Faltaba la actriz principal, la mujer que dotaría de rostro a la protagonista de nuestra historia: Kitty Frances. Y yo iba a ser la persona que se encargaría de encontrarla. Evidentemente, me resultaba difícil entender por qué aquel encargo tenía que recaer sobre mí, cuando hubiera encajado mejor en el perfil de alguno de esos observadores a sueldo que Rilke afirmaba tener espolvoreados por los bancos de los parques. Esbozando una sonrisita indulgente, Rilke despachó mi duda con una de esas paradojas que podían significarlo todo o no significar nada, pero que, sobre todo, cerraban las puertas a cualquier discusión posterior:

—Si es usted el que va a arrancar a Kitty Frances de entre los muertos —dijo—, antes tendrá que arrancarla de entre los vivos, ¿no cree?

Y es que, por supuesto, Leonardo Rilke no se refería a la verdadera Kitty Frances, que llevaba muerta más de cincuenta años. Lo que Rilke buscaba era una actriz joven, desconocida para el gran público y a ser posible con un rostro apenas difundido, a la que embelleciesen las mismas facciones que a Kitty Frances y que aguantase los primeros planos de forma que nadie al contemplarla pudiese decir: no es ella. Si sabía actuar o no, si era capaz de comunicarse con los demás actores mediante frases que no pareciesen escupidas ni declamadas, si podía o no desplazarse por el plató con esa naturalidad ajena a nuestro mundo que los buenos actores solo comparten con los espectros, era algo que a Rilke le importaba muy poco. Disponíamos de metraje suficiente para repetir las tomas que hiciesen falta, argumentaba para restar importancia a aquellas consideraciones. Si una escena salía mal, se repetía las veces que fueran necesarias hasta obtener una toma decente y listos. Teníamos años por delante para filmar la película. No se trataba de la obra de un gran estudio, una de esas excrecencias que se ruedan ajustando al máximo las fechas y la disponibilidad de los actores para impedir que rebasen el caudal invertido en ellas, sino del capricho de un millonario al que las pérdidas y las ganancias se le antojaban vaivenes tan indignos de atención como un crepúsculo radiante o una noche sin estrellas, y hasta que la película no obtuviese el fin apetecido, ninguno de sus empleados dejaríamos de corregir escenas, iluminar interiores, decorar platós o perfeccionar las notas de la banda sonora, todo con tal de que nadie pudiera decir que el resultado final no era una auténtica película de Jacques Tourneur. A mí me parecía una empresa tan desquiciada que me resultaba imposible no sentirme atraído por ella, pero comprendía mucho mejor que Rilke el inútil empeño de buscar a una joven tan parecida a Kitty Frances como para hacerla pasar por ella sin que uno tropezase al compararlas con diferencias sustanciales: la curva de la nariz, el óvalo del rostro, la sombra de las pestañas, el arco de los pómulos, incluso otros detalles que tendrían más que ver con el carácter, como la manera de mirar, los gestos de las manos o la modulación de la voz, la cual, por cierto, le recordé a Rilke que también debería asemejarse a la de Kitty Frances. Con un gesto despectivo, Rilke desdramatizó mi preocupación espetando que todo eso ya estaba previsto: no se filmaría la película si no tenía a Kitty Frances para protagonizarla, y ya se cuidaría él de que fuera así. En cuanto a la voz, descartó que fuese un obstáculo tan inevitable como yo lo veía, e incluso lo calificó de problema menor: si las diferencias eran tan notables, dijo, trataríamos el sonido de la cinta mediante un programa informático y modificaríamos la voz de la actriz hasta conseguir el tono natural de la voz de Kitty Frances. El proceso era tan sutil que no se apreciaría ninguna manipulación en el resultado final. Rilke ya había realizado algunas pruebas. Para convencerme de la fiabilidad del programa, me condujo hasta un pequeño estudio de música donde me hizo escuchar varias frases que él pronunciaba ante un micrófono y los altavoces difundían con la voz de los actores que Rilke seleccionaba picoteando con un lápiz óptico en el menú de una pantalla de cristal líquido: Errol Flynn, Olivia de Havilland, Corinne Griffith, Sandra Mozarowsky, Clark Gable; con acentos solemnes, trágicos o burlones, todos ellos exclamaban: «Leonardo Rilke dice la verdad». Al final fue mi propia voz la que soltó aquella frase, retocada para darle un poco de gracia con un deje idiota. Naturalmente, no pude sino asombrarme, y le pregunté a Rilke cómo había logrado que mi voz estuviese entre las otras, cuando apenas hacía unas horas de mi llegada a la mansión. ¿Acaso había grabado nuestra entrevista? Leonardo Rilke, metiéndose en el papel del periodista que se niega a desvelar sus fuentes, sonrió como si un dolor insoportable le perforase el estómago y se inclinó sobre el micro, pero fue de nuevo mi propia voz la que me respondió, en esta ocasión con una profundidad tétrica que más hubiera convenido a un pantocrátor:

—Parece que aún no se ha dado cuenta de una cosa. Y es que Leonardo Rilke lo consigue todo. Siempre lo consigue. Todo.

 

Aquella misma tarde, Leonardo Rilke hizo que alguien a su servicio acudiese al hotel en el que me había alojado para recoger mi equipaje, y me asignó una habitación situada en el ala este de su mansión. Era el ala consagrada a quienes Rilke calificaba de artistas, empleando al decirlo un tono hiperbólico con el que más bien parecía querer convencerse de que no había derrochado su dinero para nada. A tres puertas de la mía se acomodaba un joven sueco cuyo bagaje para unirse al resto de expertos en la obra de Jacques Tourneur era haber rodado un pequeño documental en blanco y negro sobre la película La noche del demonio, su tesis de fin de carrera. Precisamente ese era el nombre de la habitación que el millonario le había destinado. La mía, más original, se llamaba Retorno al pasado, como la cinta que Robert Mitchum protagonizó en 1947 bajo la dirección de Tourneur. Frente a mi habitación había un pequeño cuarto ocupado por una chica a la que vi entrar y salir un par de veces y ya no volví a ver más. Cuando le pregunté por ella, Rilke me confesó que no sabía de quién le hablaba. Según él, la habitación que había frente a la mía, al igual que las que la flanqueaban, estaban desocupadas para evitar que algún ruido procedente del exterior me distrajese de la obra maestra que iba a escribir. Extrañado, le describí a la chica: le dije que era rubia, que tenía el pelo cortado a la altura de la nuca, aunque el flequillo era un poco más largo y lo llevaba teñido de negro, que en la espalda lucía un tatuaje de unos tallos entrelazados, y que en las dos ocasiones en que había coincidido con ella al salir de mi cuarto vestía la misma ropa, una camiseta roja de tirantes y un pantalón de algodón blanco. Rilke me miró aún con mayor incredulidad, igual que si acabase de decirle que había visto un unicornio bebiendo agua de mi bañera, y reaccionó con una pregunta inesperada: «¿Era guapa?», aunque lo cierto es que no sé si se trataba de una pregunta o de una afirmación, pues parecía estar confirmando algo a lo que mi expresión, antes de que yo pudiese contestarle, ya le habría dado una respuesta, inesperada y hasta desagradable a juzgar por el efecto que obró en sus facciones. Le pregunté si le sucedía algo, pero solo al cabo de unos instantes, aparentemente tras consultar la respuesta con los bajorrelieves del techo, me contestó con una sonrisa tan impotente, tan consternada, que daba la impresión de que intentaba reponerse con un esfuerzo titánico de la decepción de su vida. Por un momento me hizo pensar en la clásica ama de llaves de las películas de terror, que con una sonrisa similar trata de apaciguar a la joven institutriz cuando esta acaba de comunicarle: «¡Yo la he visto, estaba allí, al otro lado del lago!», señalando el lugar donde ha presenciado la materialización de un fantasma que nadie sino ella parece divisar. Pero enseguida se recompuso, y con una sonrisa más firme que volvió a conjurar en mis pensamientos a la vieja ama de llaves analfabeta que niega por su vida la existencia de los fantasmas, replicó:

—Bueno, si de veras era guapa, no se preocupe. Nunca más volverá a distraerle.

La noche de mi entrada oficial en la mansión, Rilke ordenó reunir a todos los miembros del equipo en un salón de ambientación medieval o mazmorra de lujo al que él, en una oblicua alusión al arsenal de genios que había reunido allí, denominaba «el polvorín». La cena era a las ocho y media, y a los invitados se nos exigía puntualidad absoluta en una notita que alguien hizo pasar por debajo de la puerta de cada habitación. No reconocí a qué película pertenecía el modelo para aquella nota, con sus letras góticas y sus símbolos astrológicos, pero supuse que sería alguna cinta de serie B a la que ninguna otra persona salvo Rilke habría podido echar un vistazo. Miré la hora: las ocho en punto. Como mi equipaje aún no había llegado, no tuve más remedio que ponerme las mismas ropas que había vestido a lo largo del día, después de darme una ducha en el cuarto de baño de que disponía mi habitación. Aunque llamarlo «baño» es un modo como otro cualquiera de definirlo, porque lo cierto es que jamás había visto un baño como aquel: las toallas estaban sostenidas por lo que parecían fósiles de zarpas, la bañera era en realidad un sarcófago de piedra engastada con relieves de animales mitológicos, y el agua caía desde la boca de una gárgola que Rilke había mandado tallar, según supe después, a partir de las que aparecían en la primera versión de Notre-Dame de Paris. Al ducharse allí, uno casi podía esperar recibir un baño de ranas, un chorro de sangre o alguna estupidez similar, pero por suerte el agua que brotó de la gárgola no era más que agua.

En las escaleras coincidí con Axel Elander, el joven sueco que había grabado un documental sobre La noche del demonio. Axel era tan rubio como uno puede imaginar no a un sueco, sino a un extraterrestre de un planeta helado, y cuando extendía su sonrisa le iluminaba el rostro una expresión embrujada, confiriéndole ese aire absorto de los niños que se convierten en pasajeros de noria o turistas de juguetería. Iba enfundado en una camiseta negra, de esas que llevan un mensaje sin mensaje: en este caso, se trataba de una tortuga blanca vista desde arriba cuya mitad derecha había sido sustituida por un signo interrogante. Tenía la mirada huidiza de quien está acostumbrado a observar el mundo a través de su flequillo, pero, a pesar de su aparente reserva, tan pronto sospechaba que su interlocutor era digno de confianza no tardaba en despojarse de cualquier atisbo de recelo y precipitarse a soltar lastre confesional. De habérselo permitido, Axel habría acabado revelándome que no era ningún experto en la obra de Tourneur, que solo había rodado un documental sobre una de sus películas porque sus calificaciones académicas no le daban para optar a títulos más insignes. Sin embargo, no creo que en la vida que había dejado fuera de la casa Axel simpatizase tan pronto con los desconocidos. Se me antojó más bien un tipo desconfiado, una de esas personas que pueden hablar durante horas pero que jamás aportan demasiada información sobre sí mismos, como si despojarse de secretos les hiciera temer que el control de sus actos quedara trasladado a las manos de la gente a la que han prestado su confianza. Pero el influjo que la casa parecía ejercer sobre él le empujó a confiarme más cosas de las que en otras circunstancias, probablemente, hubiera estado dispuesto a contar: me dijo que el dinero que iba a ganar trabajando para Rilke lo emplearía en producir una película romántica que llevaba años planeando, que en Suecia le esperaba una novia a la que había despedido solo quince días atrás y ya la recordaba con nostalgia, como si no la hubiese visto en un siglo, que su hermana pequeña vivía en una comuna junto a un patinador holandés y confeccionaba pulseras de colores para los turistas en un parque público de Noruega, y que su madre, dotada de una sensibilidad casi paranormal para percibir la vibración de esas subtramas que se tejen bajo la tapadera de la realidad, le había telefoneado una noche a su casa de Gotteborg para pedirle que no se marchase, antes de que el propio Axel hubiera podido contarle que un millonario le había remitido ese mismo día un billete de avión para que lo visitase en su mansión de Nueva York. Sin escatimar en detalles, Axel me contó todo aquello en los minutos que empleamos en descender los peldaños de la escalera, cruzar un pasillo de cripta, trasponer varias puertas sollozantes y alcanzar el salón justo en el momento en que un reloj que parecía arrancado de alguna pesadilla de Dalí acompañaba nuestra entrada en el salón con una campanada tétrica, lo que demostraba un rigor cronométrico en Axel que, si no otra cosa, al menos auguraba buenos resultados en la sala de montaje.

No tardé mucho en convencerme de que si la casa era ese decorado, intrincado pero genial, que prometían las alcobas y pasadizos que ya había tenido ocasión de visitar, sus huéspedes se habían erigido en el reparto perfecto para habitarla: puede que al otro lado de sus muros no hubieran sido capaces de trascender la serie B de la vida real, pero aquel techo favorable les ofrecía ahora la oportunidad de redimirse de su triste mediocridad. Desde el rincón en el que Axel me enrocó piadosamente, como para evitarme aportar mi granito de arena a aquella charla embarullada que irrigaba su cauce desde el centro de la sala, disfruté de una perspectiva inmejorable para observarles a mi antojo, sobre todo cuando empecé a acostumbrarme a la asfixiante euforia que gravitaba en el ambiente, y que invitaba a pensar si el ponche no habría sido regado con drogas diseñadas para borrar de la vida cuanto hiciese de ella un lugar imperfecto. Lo primero en que me fijé fue que todos ellos se habían enfundado la misma camiseta que vestía Axel, como miembros de una misma secta o turistas hermanados por un memorable viaje a las islas Galápagos. Había individuos que se antojaban extras de teleserie, pobladores eternos de los planos de fondo que jamás afloraban a los espacios donde tenía lugar la verdadera acción, confundidos entre una profusión de rostros anodinos, como de oficinistas o peluqueras de barrio, a los que el diseñador que había cartografiado sus facciones semejaba haber olvidado conferirles un rasgo diferenciador que les impidiese ser pasto anónimo de las multitudes. Pese a que habían sido presentados solo unos días atrás, todos hablaban entre sí con una confianza sin reservas, más propia de los amigos que han compartido burdel en la adolescencia o de las amigas que han recibido juntas la primera menstruación, convertidos de pronto en improvisados trovadores de sí mismos que hacían de sus pobres existencias algo más memorable que los insignificantes episodios que un giro de la fortuna les había permitido dejar atrás. Aquel parloteo de fondo solo empezó a ralear cuando las luces que iluminaban la estancia se atenuaron, y remitió por completo, en un murmullo de expectación unánime, cuando las antorchas vertieron su luz temblorosa sobre un escenario circular, situado en lo alto de unas escalinatas que se perdían al fondo, bajo el rígido drapeado de unos cortinones de yeso. Antes de que pudiera reparar en nada más, estallaron los acordes de una música para órgano y cuerda que atronó en mis oídos como una descarga de cañones, hasta que aquella profusión de notas dispersas se fundió en una melodía tensa, lúgubre, que bien podría haber ambientado el entierro de una de esas condesas medievales que se bañaban en la sangre de sus criadas para mantenerse irreprochablemente jóvenes. Una vez me acostumbré a la escasa luz que regaba el escenario, ya que no al estruendo que procedía de él, me entretuve en observar a los miembros de aquella variopinta orquesta. Se trataba de siete muñecos de cuerda que, como podía leerse en uno de los bombos, se hacían llamar «Los Genios Mecánicos del Doctor Phibes», escalonados en las cuatro alturas que conformaban los peldaños para flanquear a un organista encapuchado, y, pese a la apariencia de murciélago que le confería su hábito negro, de innegable procedencia humana: sentado de espaldas al público, y como si el contacto con las teclas comunicase a sus extremidades descargas eléctricas, el organista aporreaba el teclado entre poses grotescas, encogiéndose trágicamente o rematando los acordes más melodramáticos con un exagerado arqueamiento de vértebras, cuando no alzaba una mano delicada que, más que dirigir aquellos compases, parecía acariciar el pelaje del aire. Después de varios minutos de minuciosa tortura, la música llegó a su fin en un retorcido arpegio que los muñecos interpretaron con estática impasibilidad, como si sufrieran de rígor mortis, pero que debió de exigir en el organista algún apéndice extra para rematar con éxito aquella laberíntica ejecución. La audiencia ovacionó a la orquesta con una salva de aplausos, que se recrudecieron cuando el único miembro humano del plantel se incorporó del escabel y, lentamente, ofreciéndose como blanco a las aclamaciones, se volvió con los brazos extendidos hacia la platea. Era Rilke, ataviado con aquel hábito negro que vestía Vincent Price en el papel del Doctor Phibes, y tocado para mayor espectacularidad con unas gafas opacas que, según me indicó Axel, Ray Milland había utilizado en el film El hombre con rayos X en los ojos:

—Como si no le hubiera bastado con hacernos la radiografía antes de entrar en la casa —agregó, esbozando una sonrisita infantilmente perversa.

Repliqué a su comentario con una risa cómplice, y alguien chistó a nuestra espalda, visiblemente molesto, anunciándonos con un susurro áspero que Rilke se disponía a hablar. Tras devolver mi atención al escenario, seguí con la mirada los pasos con que Rilke, sin despojarse de las gafas ni desentumecer los brazos de aquel gesto de crucificado, descendió solemnemente los peldaños para ocupar el titubeante círculo de luz en el que confluían las llamaradas de las antorchas. Saboreando por unos segundos el silencio nervioso que acompañaba a cada uno de sus movimientos, se retiró lentamente el capuchón y alzó la cabeza, como un ciego que se dispusiera a hablar o un aspirante a mesías cuyo auditorio principal se encontrase instalado en los cielos. La voz de Rilke, en realidad un bramido, retumbó entre los muros del salón, aumentada probablemente por algún micrófono oculto que, sin embargo, no le imponía esa característica emulsión radiofónica con que suele verse difundida en los espacios abiertos:

—Sucedió hace mucho tiempo, en un reino junto al mar. A espaldas de los hombres y sus pequeñas tragedias vivían el Príncipe y su Princesa, alegres y solitarios habitantes de una fastuosa torre de marfil. El Príncipe era joven, y valiente, y sus posesiones cubrían un tercio de la tierra. La Princesa, por su parte, era tan hermosa que hasta los ríos enmudecían y los espejos se quedaban en blanco cuando hacían el vano intento de reproducir sus facciones. Decepcionada de ser bella para otros, pidió la Princesa al Príncipe que llamara a todos los poetas del reino, pensando que aquellos hombres sabios encontrarían las palabras para describir su belleza. Él aceptó. Lo hizo porque sabía que el sol era el sol y la luna era la luna, y solo las cosas cuyo nombre se ignora son las cosas que ningún hombre posee del todo. Pero nunca encontró las palabras que servirían de espejo a su amada. El rostro de la Princesa era un desafío para los adjetivos y las metáforas, tan puro que revelaba miserias inapreciables al corazón en todo cuanto aspiraba a tocarla. Impotente pese a todo su poder, el Príncipe suplicó a la Princesa que le pidiera un deseo más sencillo que aquel, bajar la luna del cielo, contar los peces del mar, enumerar las hojas que se necesitaban para arrancarle murmullos al viento. La Princesa, sin embargo, se contentó con pedirle que arrancara los ojos y la lengua a todos los poetas del reino, porque sus desdichados versos no eran dignos de lo que habían visto.

Tras aquel arranque inopinado, que provocó el silencio ensimismado de la concurrencia, Rilke hizo una pausa teatral para recorrer el bulto informe que constituíamos sus oyentes:

—Hay que perdonar a la Princesa que fuera tan vanidosa —prosiguió—. Los poetas lo hicieron. Todos ellos miraron por última vez su hermoso semblante y abrieron la boca dócilmente a la espada del Príncipe, comprendiendo que el castigo era justo, y tanto para un poeta anciano como para una mujer hermosa un castigo justo no es sino una merecida recompensa. El Príncipe y la Princesa vivieron durante siete días entre aquella colonia de anguilas violáceas y pedruscos viscosos que, hasta entonces, habían visto y cantado casi toda la belleza del mundo, y después de esos siete días enmudecieron las aguas del mar y de los ríos, la rosa de los vientos y el canto de los pájaros, pues ya no había nadie que supiera conversar con ellos. El cielo se tornó gris, la escarcha se apoderó de lagunas y ríos y un manto blanco acudió a cubrir el mundo. El Príncipe también se tornó gris de puro dolor. La Princesa seguía siendo tan bella como siempre, pero ella no lo sabía. Entretenía su tristeza con juegos perversos. A través de las ojivas de la torre arrancaba a las nubes pequeñas briznas de hielo y las apretaba en el puño hasta que le ardían las manos, o reía entre dientes al ver a las aves del cielo caer en picado con las temblorosas alas cubiertas de una pesada escarcha. Así fue como volvió a sentirse bella, más bella que nunca. Es difícil de comprender, pero nunca traten de comprender a una mujer hermosa.

»Sucedió entonces que la Princesa abandonó la torre y descubrió otros reinos. Reinos soleados, reinos nocturnos, reinos de emperadores de coronas inclinadas y rodillas humilladas ante la dolorosa irradiación de su belleza. El cielo era su techumbre de sables. El mundo era su pasillo triunfal. El universo hacía vibrar la música de las esferas solo para ella. Esto lo supo el Príncipe porque desde la marcha de su Princesa el universo era para él una nada inútil, sorda. Descubrió así que podía perder la inmensidad de la Creación que se desplegaba ante él, pero sería su fin si la perdía a ella. Recurrió a pócimas, recurrió a cirujanos, recurrió a curanderos con el propósito de recuperarla. Nada de esto surtió el menor efecto. Recurrió entonces a la brujería, y en particular a una hechicera de quinientos años que habitaba las cavernas de su reino. La anciana hechicera, dueña de las ventiscas, no tardó en acudir a su llamada. Prestó oído atento a la tragedia del Príncipe, abrió la boca para saborear la herrumbrosa belleza del palacio, removió los ojos de lado a lado para escuchar mejor la lenta carcoma de la ruina que se iba apoderando de aquellos salones antaño florecientes, y, fiel a sus tratos con el trasmundo, mostró al Príncipe un espejo que por primera vez reprodujo la insoportable belleza de su Princesa. El Príncipe se envaró en su trono. El corazón se le encabritó, sintió una punzada en el pecho. Acercó sus manos temblorosas a aquella milagrosa ventana a otros mundos, pero la anciana bruja la retiró rápidamente de su alcance. ¿Qué quieres a cambio de eso, mujer?, le preguntó el Príncipe. Ámame, respondió la bruja, ámame y lo que has visto será tuyo. El Príncipe observó por un momento el espantoso cuerpo de la mujer, aquella carne apergaminada y cubierta de llagas, las verrugas de su nariz y su joroba. Con un suspiro, calibró sus fuerzas y comparó el resultado a la magnitud de aquel incomparable sacrificio. Con otro suspiro más pensó que podía hacerlo, y, con los ojos cerrados y las mandíbulas fuertemente apretadas, dijo: «Sea». Entonando una aguda risa que parecía un relincho, la mujer se arrojó a sus brazos, selló su decisión con un beso agrio que hizo estremecer al Príncipe de pura repugnancia, y le prometió que tendría lo que buscaba en cuanto pasase el invierno.

Rilke emitió una carcajada triste, que resonó entre los muros del salón con un ciego revoloteo de murciélago. Luego levantó una mano, y, como respondiendo a una orden, la orquesta de autómatas atacó con lentitud de deshielo los compases de una melodía fúnebre, que acompañaron con su melancólico crescendo las palabras del millonario:

—Pero el Príncipe nunca vería cumplida la promesa de la hechicera. Porque el invierno nunca pasaría. La Princesa se había llevado el sol entre sus cabellos rubios, se había llevado el azul del cielo en sus ojos, el rojo radiante de las amapolas en sus labios. Nunca terminaría el invierno por la sencilla razón de que la Princesa nunca regresaría. Sí, fue un buen truco por parte de la hechicera, que sin embargo disfrutó del amor del Príncipe porque ella no le había mentido, simplemente había sido más astuta que él. Y así, por los siglos de los siglos, el Príncipe tendría que vivir aquella existencia de cautivo de su propio palacio, sirviendo a la lujuria de la hechicera, contemplando el mundo helado que se divisaba desde sus balcones con el pecho dolorido de lamentos inútiles, y a veces, para recruedecer todavía más su agonía, escuchando el canto fantasmagórico de los bardos, que surgían de entre la niebla para hacer aullar al viento de la noche las canciones de los reinos vecinos, en cuyos versos se recogía con tintes de leyenda la trágica pero verídica historia del Príncipe sin su Princesa:

 

El Príncipe puede elegir cada noche el palacio en que duerme,

Pero nunca dormirá en los brazos de la hija del Viento Azul.

El Príncipe conoce la ciencia de los astros y de las palabras,

Pero, aunque alguna vez la ha imaginado,

No sabe que más allá de su reino vive la hija del Viento Azul.

A esa afortunada ignorancia debe el Príncipe su felicidad.

Pues sería desdichado de haber visto a la hija del Viento Azul

Y saber que ni todo su poder le serviría para ser amado por ella.

 

»Pero el Príncipe había conocido a la hija del Viento Azul —se lamentó Rilke—, la había tenido en sus brazos y había sido amado por ella. Recordaba perfectamente el tiempo feliz en la miseria. Esa era ahora toda su fortuna, y esa era ahora también su desgracia.

Rilke hizo una nueva pausa, esta vez para mostrar a su audiencia lo que parecía una sincera aflicción. Con ominosa lentitud, como anticipando la excitación que produciría entre sus oyentes aquel gesto, se retiró las gafas de la cara, y no pude evitar que un escalofrío me atenazase las vértebras al comprobar lo que aquel tosco adminículo me había estado ocultando. Incluso a esa distancia advertí que los ojos de Rilke ya no tenían el color ferruginoso que les había atribuido cuando me entrevistó en la habitación del lago. En realidad no tenía ojos, sino dos cuencas negras, y al fondo de esas cuencas resplandecía el torbellino de unas llamas concéntricas, un fuego como el que solo podía arder en el mismísimo infierno. Aturdido por la sorpresa, miré a Axel, y este asintió, encogiéndose de hombros, como diciendo que tampoco él podía acostumbrarse a aquello, por más veces que hubiera presenciado el numerito de las gafas.

—El Príncipe comprendió entonces que estaba en el Infierno —continuó Rilke, calzando las gafas a uno de los muñecos de la orquesta—, y que el Infierno estaba tanto fuera como dentro de él. Allá donde fuese, el Infierno le acompañaba. Pero en sus solitarias noches contemplando el hondo vacío de su reino descubrió que los espíritus de los bardos también cantaban otras leyendas, en las que el mundo podía mostrar un envés de paraíso. Esas leyendas afirmaban que, con el paso de los siglos, un caballero que vendría de lejanos mares y lejanas montañas lograría despertar al Príncipe del hechizo que le mantenía prisionero en su torre, con medio corazón en llamas y la otra mitad suspendido en esa vida aparente que le obligaba a ser consciente de su castigo. Solo él, armado con el escudo de su ingenio, la coraza de su valor y la espada de su astucia, podría atravesar el fuego del Averno y rescatar de la noche tenebrosa de su alma al Príncipe Encantado. Y hete aquí que, para regocijo del reino de los hielos, para regocijo de sus atribulados súbditos, que aún hoy tiemblan bajo la bandera del invierno, sometidos al dios equivocado, ese tiempo se ha cumplido por fin. Pues ha llegado a palacio el bravo caballero cuyas hazañas, muy pronto, habrán de deshacer el hechizo que somete al Príncipe y su reino.

Inesperadamente, un foco situado sobre los tubos del órgano me roció con su luz cegadora, haciendo que la audiencia se volviese hacia mí, y todos, desde los extras a los escenógrafos, desde las maquilladoras hasta los especialistas de sonido, desmantelaron el eco que siguió a las palabras de Rilke con una ovación desmesurada, envolviéndome en un semicírculo que me convirtió en blanco de aquellas miradas rendidas pero escrutadoras. Sin saber cómo responder, levanté una mano y elaboré una sonrisa de circunstancias, y vi que Rilke, recortando la luna del foco con su silueta de nuevo encapuchada, secundaba los aplausos de la platea juntando y separando las manos terriblemente despacio, como si se hallara sumergido en un tanque de agua o en un ambiente gravitacional aparte. Pensé que me estaba observando, a juzgar por la dirección hacia la que tendía el llameante resplandor que despedían sus ojos, pero enseguida comprendí que Rilke, en realidad, no miraba a nadie. Simplemente, se limitaba a recorrer con aquella visión crematoria la prosaica multitud que conformaba su audiencia, hasta que, repentinamente asqueado, cogió de un zarpazo las gafas que había prestado a su autómata:

—Y ahora, apestosos simios, podéis dar cuenta de la cena —bramó con desdén.

Dicho lo cual, nos volvió bruscamente la espalda y se precipitó al pasadizo que se intuía tras los cortinones.

 

Aunque el delirante monólogo de Rilke podía producir cualquier cosa excepto indiferencia, lo cierto es que nadie hizo ninguna alusión a él durante la cena, probablemente porque aquella no era la primera vez que nuestro anfitrión diseccionaba en público la lógica tortuosa de su locura y la reiteración había atenuado su efecto. Como contraste, la conversación que acompañó a la recepción de los platos no podía sino calificarse de anodina, y si de algo me sirvió fue para reparar en lo diferentes que éramos los unos de los otros, tan diferentes como dos conchas depositadas en la orilla por la misma ola, pese a lo que pudiera significar el haber convertido un día a Tourneur en objeto de nuestros desvelos. Obedeciendo a las posiciones que nos asignaba un cartel dispuesto en la mesa, orlado con el dibujo de unas florecillas de filigrana entre las que asomaba algún que otro cupido maléfico, me senté entre una joven húngara llamada Swanee Klein y un tipo de Virginia, de edad indeterminada, que respondía al nombre de Anton Vesalius. Era el momento de plantearse si Rilke había elegido a sus huéspedes por la sonoridad de sus nombres, más propios de los personajes de una novela de aventuras que de unos seres de carne y hueso. O quizá fue el propio Rilke el que se los había otorgado al verlos desembarcar en la mansión, repugnado por la vulgaridad de sus nombres reales. Fuera como fuese, si alguna vez me hubiera preguntado cómo imaginaría a una mujer llamada Swanee Klein, lo más probable es que hubiese respondido: alta, pálida y con ojos de espía rusa. Un retrato que sin duda se hubiera mostrado insignificante al contacto con la realidad, pues Swanee tenía esa estatura que solo levantan las curvas de las modelos checas, una palidez imposible de obtener a menos que su madre la hubiera expuesto desde niña a baños de luna llena, y un color de ojos, entre celeste y submarino, que debía de ser el producto de mezclar varias generaciones de pescadoras de perlas y de poetas absortos en la contemplación del cielo. Tan rubia, además, como si hubiera sido concebida entre trigales algún día de verano especialmente radiante, Swanee era la clase de chica que uno siempre imagina como la novia de otro, nunca como la suya propia. Pero era mejor no confiarse demasiado a la engañosa superstición de las primeras impresiones: incluso con aquel aire de candor que irradiaba, y aquel aspecto frágil que le hacía parecer una porcelana china expuesta a romperse simplemente por el roce de las miradas, te la podías imaginar perfectamente saliendo del Kremlin con las manos en los bolsillos y silbando alguna alegre tonadilla, tras vender al gobierno ruso los planos de una base secreta en Siberia del ejército americano.

Al menos, ni Swanee Klein ni Anton Vesalius resultaron la insoportable compañía que uno podía esperar al observar al resto de inquilinos de la casa, si bien en el caso de Vesalius todo dependía de lo lejos que estuviese del armario de las botellas. Aunque nuestro primer encuentro fue más bien un encontronazo, por culpa de su falta de mano con la bebida, a la larga Vesalius se me antojó incluso divertido, por más que él hiciese lo imposible por no dar esa impresión. En realidad, la culpa la tenía aquel desapego ácido que gravitaba en cada una de sus frases, propio de quien, tras una vida de reveses, empieza a contemplar las paradojas de la existencia como parte de un juego cuyos movimientos han dejado por fin de afectarle, al no alcanzar su posición en los márgenes del tablero, y eso le permitiera ver el lado humorístico de lo que hasta entonces se le habían antojado tragedias insuperables. Podía tener cuarenta y cinco años mal digeridos como sesenta moderadamente conservados, aunque más me inclinaba a pensar que se encontraba en algún punto intermedio, donde las fricciones de la vida ordinaria comenzaban a perder su poder abrasivo, convirtiéndose en una mera quemazón. Aunque esa quemazón resultaba incendiaria en las numerosas ocasiones en que Vesalius decidía rociarla en alcohol.

Cuando por fin ocupé mi asiento, tras recaudar unos cuantos apretones de mano y algunas palmaditas en la espalda entre los huéspedes que flanquearon mi llegada a la mesa, Vesalius y Swanee Klein ya se hallaban sentados en sus correspondientes sillas, atareados en una conversación susurrada que abandonaron en cuanto me senté entre ellos. Estrechándome la mano con unos dedos como de cadáver, afiligranados y amarillentos, Vesalius se presentó como el cirujano de Rilke. No dijo el médico o el doctor, sino el cirujano, atendiendo a lo que se me antojó un requisito contractual que le obligaría a comunicar su cargo con aquel formulismo anacrónico, digno de una película de época. Inevitablemente, y tras el insustancial intercambio de frases que acompañó a los primeros platos, la conversación derivó hacia lo que realmente importaba a mis compañeros de mesa: cómo Rilke había contactado conmigo y a qué me dedicaba fuera de la casa. Para mi asombro, esa fue la expresión que Swanee utilizó al preguntarme por mi trabajo, como dando por sentado que el ingreso en la mansión de Rilke implicaba sumergirse en una existencia paralela a nuestra vida en el exterior.

—Si tengo que basarme en lo que me ha traído hasta aquí —repliqué—, debería decir entonces que soy escritor. Pero no sé si calificarme así sería exagerar un poco las cosas.

—Escritor —repuso Swanee con una sonrisa incierta, pasando por alto el resto de mi comentario, que quizá atribuyó a un innecesario pudor—. Eso es lo que el señor Vesalius y yo pensamos en cuanto el señor Rilke lo mencionó en su alocución. Supongo, entonces, que habrá publicado algún libro sobre Tourneur para que el señor Rilke se haya fijado en usted.

No sé por qué, la envarada construcción de aquella frase me resultó a un tiempo excitante y conmovedora, como la manera en que se hubiera expresado una niña de papá obligada por la desgracia a vender su belleza a cambio de unas monedas. Sentí que me trasladaba de pronto a un salón de té donde las señoritas se encorsetaban en vestidos almidonados y las viejas brujas que tenían por proxenetas las enseñaban a dirigirse a los caballeros mediante aquellas frases demasiado educadas que, enunciadas con el acento adecuado y ese timbre acariciador que quizá prometía la misma propensión a mimarles entre las sábanas, lograrían turbarles de pies a cabeza.

—No —respondí—. La verdad es que mi aportación es bastante más modesta. Hace tiempo escribí un artículo de encargo sobre una de las películas más célebres de Tourneur y, por lo visto, a Rilke le llamó tanto la atención que no ha dudado en contratarme.

Aquella escasez de referencias extrañó a Vesalius:

—¿Y ha publicado algo más sobre Tourneur, o sobre cine, aparte de ese artículo?

Negué con la cabeza.

—¿Entonces? —interrogó de nuevo, casi recriminándome por mi humilde bagaje, más molesto que perplejo con aquella nueva negativa.

—Una novela —repliqué, sin muchas ganas de ahondar en los datos que constituían mi perfil como fracasado—. Nada que el señor Rilke haya podido encontrar interesante.

—Oh, le asombraría saber lo que Rilke considera interesante —respondió Vesalius, envarándose en la silla y ahuecando la voz con el aire de quien necesita presumir de saberlo todo—. De hecho, me temo que es todavía un poco pronto para que se aventure a decidir usted mismo lo que a Rilke podría interesarle o no. El cine es solo la punta del iceberg de sus intereses personales. Y esa película suya, permítame decirle que ni siquiera eso. En particular su guión. En todo caso, podría ser considerado como el mar que arropa y envuelve a ese ocioso bloque de hielo, que lo empuja y lo mece para que un día u otro embista el lomo del orgulloso insumergible.

—Vaya —dije, por decir algo tras aquella explosión de incomprensible lirismo—. Me gustaría pensar que tengo la capacidad de crear algo así. Pero soy el primero en lamentarse de que mi talento no dé para tanto.

—Lo que le calificaría a usted como uno de esos hombres adorablemente humildes y sensibles si no fuera porque, en estas circunstancias, afirmar algo así es pecar de estúpido, además de que con ello está insultando gravemente a la mano que le da de comer —replicó Vesalius, con una virulencia que no me esperaba—. Debería usted sentirse orgulloso de que Rilke le haya elegido, en lugar de bajar las orejas y poner en tela de juicio su inteligencia por la decisión que ha tomado. Créame, nada le hubiera costado contratar a uno de esos escritorzuelos que venden libros a millares, incluso a un premio Nobel, para que se encargase del guión. Si me apura, le diría que incluso resucitaría a Shakespeare si creyese que él es el hombre adecuado para este trabajo. Pero Rilke le ha elegido a usted. Y si lo ha hecho es porque tiene algo que los demás no tienen. Otra cosa es que usted prefiera verse a sí mismo como un genio estafado por la vida, al que alguna pequeña tragedia del pasado dejó entumecido, abandonado a la deriva de un universo donde no pasa nada.

Aquella respuesta se me antojó desproporcionada, incluso con aquel hedor a bravata alcohólica que destilaba, y viendo la expresión de Swanee comprobé que no había sido el único en recibir esa impresión.

—Creo que es mi turno de decirle que es un poco pronto para que decida formarse la menor opinión de mí —respondí, tratando de mostrar una calma que era solo aparente—. Pero supongo que no valdría de nada, teniendo en cuenta que en su estado lo más probable es que mañana no recuerde demasiado de esta conversación.

Vesalius ensanchó lentamente una sonrisa viscosa, que culminó en una carcajada descomunal.

—¡Por todos los diablos —exclamó—, parece que por fin ha entrado un hombre en esta casa! ¿Habéis escuchado, pandilla de vagos? —se incorporó de la silla, gesticulando hacia el resto de la mesa—. ¡Escuchadme, maldita sea, y dejad vuestra estúpida cháchara para cuando no haya nada mejor con lo que saciaros las orejas! Tenga cuidado con ellos —me aconsejó después, volviendo a desplomarse en la silla, al ver que sus palabras no recibían la menor atención—. Estos tipos no son más que un hatajo de hipócritas que no merecen el dinero que Rilke haya pagado por tenerlos aquí. Lo único que me consuela es saber que si les queda algo de talento, ya se encargará Rilke de sacárselo de talento, aunque sea a patadas.

Varias cabezas se volvieron hacia nosotros. Swanee iba a decir algo, supongo que para tratar de serenar a Vesalius antes de que aquello acabase en una discusión generalizada, pero se lo pensó mejor y cerró la boca sin pronunciar palabra; debió de pensar que su intervención tal vez sería lo que desatase la discusión, o quién sabe, quizá opinó que Vesalius tenía razón y oponerse a su juicio era un modo de mostrar la misma hipocresía que él había criticado. Me miró un momento por encima del hombro, como disculpándose por no ejercer de mi paladín, o resignándose a dar por buena la apreciación de Vesalius, y luego se encorvó sobre el plato, mientras Anton, con la sangre fría de los borrachos acostumbrados a decirle al mundo las verdades del barquero, rellenaba tranquilamente su copa.

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