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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 8

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Después de aquello no dijimos nada más durante un buen rato. Swanee encendió un cigarrillo y se sentó ante el piano, pero no se atrevió a tocarlo: para ella, todo lo que no fuese hablar levantaría un muro entre los dos, y era demasiado pronto para demostrarnos que nuestro orgullo era un sentimiento mucho más poderoso que el amor que asegurábamos sentir el uno por el otro. Pero lo cierto es que tampoco sabía qué decir. Permaneció en silencio, devorando su cigarrillo casi con avaricia, como si esperase que algún rapto de inspiración le dictase las palabras que debía pronunciar para arreglar las cosas. Yo, simplemente, dejaba pasar el tiempo, sabiendo que en realidad no había nada que decir. Había sido un malentendido, solo eso, y cualquier intento de repararlo serviría únicamente para fortalecer la impresión de que todo lo que habíamos dicho era mucho más grave de lo que en realidad era. Teníamos que dejar que el silencio hiciese su trabajo, y cuando todo estuviese por fin en calma, uno de los dos terminaría por pronunciar las palabras que incluso arrancarían carcajadas aliviadas en el otro. Pero Swanee no pudo soportar la tensión y por fin dijo algo. Construyó un par de frases anodinas que debieron de resultarle estúpidas tan pronto como las pronunció, a juzgar por la expresión de reproche que se apoderó de sus rasgos y aquella sonrisa incrédula con que decidió culminarla, como culpándose por haber sido tan necia, y para no dejar que pensase que solo ella se estaba esforzando en tender la mano, me obligué a acompañar su comentario con alguna observación que, en lugar de resultar estúpida, hasta a mí se me antojó paternal, condescendiente, como la que hubiera empleado para reprender a una niña.

Aquello no sirvió de nada, más bien al contrario: después de haber estado tan unidos desde el primer momento, era extraño sentirnos de pronto como dos completos desconocidos.

Decidí dejarla sola, a sabiendas de que a la mañana siguiente los dos veríamos las cosas de otra manera. Había sido un malentendido, solo eso, me dije una vez más, y cuando nos despertásemos por la mañana nos reiríamos con ganas de lo idiotas que habíamos sido. Antes de marcharme a mi dormitorio me acerqué a Swanee, le di un beso en la frente y, para no abandonarla con aquella sensación de derrota y allanar el camino para el día siguiente, le dije la verdad: que esa noche iba a echarla de menos. Swanee dio una calada a su cigarrillo, expulsó el humo con una sonrisa arrogante clavada en los labios y replicó:

—Entonces cubriré todos los espejos de la habitación cuando te marches. Así ninguna jovencita de cabellos rojos me dirá que eso es mentira.

 

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