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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 9

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ecir que me sentí irritado por la manera en que Swanee me despachó de su lado es decir poco. Aun así, y en lo que se me antojó toda una demostración de pundonor, abandoné su cuarto y enfilé el pasillo hasta mi habitación, mientras, aturdido, manoseaba por el camino el cheque de Rilke, ese billete de lotería envenenado que demostraba que la suerte nunca favorece a unos sin causar los siempre inevitables daños colaterales en otros. Sobre todo, me irritaba pensar que aquella Swanee angélica que yo había concebido con los mimbres de la real tenía aquellos arrebatos demasiado terrenales, producidos además por el repiqueteo sucio del dinero, y eso era algo que no podía quitarme de la cabeza en cuanto entré en mi cuarto y me dejé caer en la cama. Harto de dar vueltas, y en un acto completamente impulsivo, me dirigí al armario, cogí una mochila, metí en ella mis cuadernos y algo de ropa, y, convencido de que no habría un mejor momento que aquel para poner a prueba las intuiciones de Rilke, decidí comprobar si al menos el contacto con los decorados que había construido en el sótano me servían de inspiración para abordar de una vez el guión de Amerika. Dos días serían suficientes para empezar a coger el tono y hacer que la historia arrancase, me dije, y también para que el río revuelto en que podría convertirse mi relación con Swanee devolviese las aguas a su cauce.

Enseguida descubrí que había sido una decisión excelente. Pasé mi primera noche en el estudio de Amerika entre libros, hojeando entre la incredulidad y la fascinación los numerosos volúmenes que se amontonaban junto al diván. Uno de ellos era un relato de pocas páginas sobre el origen de los salones en el medio oeste americano. Leí varios párrafos al azar y me quedé dormido casi sin darme cuenta, finalmente exhausto, cuando intentaba avanzar por un capítulo en el que se narraba la historia de un vagabundo llamado Ted Keys, fundador de un salón de bebidas en el pueblecito tejano de Roswell que se anunciaba con un divertido eslogan: «Aquí bebió Nuestro Señor Jesús su primer whisky sobre la tierra. Aquí Su Padre Jehová bendijo nuestros barriles. Bebed en el salón de Keys el único bien que el Señor no supo crear con sus propias manos porque tuvo que bajar a buscarlo directamente desde el cielo». El autor del libro sugería que el caso de Keys era el primero en plantear una publicidad agresiva para atraer clientela a su negocio: en su opinión, el hecho de que Keys hubiera negado hasta la muerte cualquier intento de promoción con su eslogan, e incluso hubiese jurado que solo pretendía anunciar con él una gran verdad que los hombres debían conocer, no restaba valor a su afirmación, sino que, al contrario, la reforzaba; al fin y al cabo, decía, hacer pasar una mentira por la única verdad admisible es el fundamento de cualquier artificio publicitario. Sin embargo, tampoco podía dejar de mostrar su extrañeza ante el colorido con que Keys había descrito el vehículo en el que Jesús y Jehová descendieron del cielo, pues adelantaba en más de cien años el aspecto de los primeros objetos volantes que el empresario Kenneth Arnold avistó en 1947 desde la carlinga de su avioneta, cuando sobrevolaba el estado de Washington. Según Keys, el Padre y el Hijo viajaban en un compacto artilugio metálico que tomó silencioso asiento frente a las puertas de su salón, sin levantar siquiera la polvareda previsible cuando sus tres patas horadaron la tierra. Tras aquella complicada maniobra que el objeto resolvió sin brusquedad, como si surcar una galaxia tuviera la misma placidez de un paseo en bote, el vehículo desplegó una pequeña puerta por la que asomaron el Señor y su sediento Hijo. Ambos eran un par de cristalinas criaturas que ofrecían al viento una larga melena albina, desflecada como una telaraña, y enfundaban sus más de dos metros de altura en túnicas plateadas. Keys, que probablemente estaba un poco borracho, se sintió sobrecogido por el inquietante aspecto de sus ojos, aquellos óvalos celestes a los que la luz del sol arrancaba llamaradas cobrizas, como fraguadas directamente en las entrañas del cráneo. Temblando como un cervatillo, Keys se postró de rodillas cuando la criatura a la que identificó como «Dios» se dirigió a él en lo que se le antojó un muy buen hebreo, y con la frente inclinada y una frase del evangelio —«Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme»—, le tendió lo único que tenía a mano: una botella recién destilada de su propio whisky. Jesús fue el primero en admirar su calidad, aunque, en palabras de Keys, parece ser que recibió el trallazo en las tripas con menos entereza de la que mostró al aguantar los cuarenta latigazos propinados por Poncio Pilatos. Se recobró enseguida, sin embargo, y presumiendo de constitución divina por poco no acabó la botella de un trago. Eso distendió el ambiente, y así pudo Keys mantener con sus nuevos amigos una agradable charla en torno a los muchos y diversos asuntos que le preocupaban, e incluso Keys, siempre en la medida de sus posibilidades, intentó dar cumplida respuesta a los interrogantes que el Señor y su Hijo le formulaban acerca de la existencia de sus atormentadas criaturas, después de varios siglos apartados de las candilejas. Fue una conversación provechosa, en palabras de Keys, y decidió que la detallaría punto por punto esa misma noche, para no olvidar jamás lo que Dios e Hijo le habían comunicado. Tras prodigarse en abrazos y con lágrimas en los ojos, Ted Keys despidió a sus distinguidos visitantes desde un peldaño del salón, agitando una mano que fue elevando hacia lo alto mientras el objeto despegaba lentamente y desaparecía entre las nubes, después de trazar un vertiginoso tirabuzón en el aire que por espacio de varias horas tatuó en el cielo un candente triángulo isósceles. Aquella figura geométrica, extraña a las proporciones de los cuerpos celestes, resultaría discernible incluso desde las lejanas poblaciones de Houston, Dallas y Galveston, cuyos diarios locales, a falta de asuntos de interés al nivel del suelo, no dudaron en hacerse rápido eco de la visión.

A pesar de que el autor de aquel libro aportaba el apoyo documental de un par de diarios de Houston para probar la historia de Keys —o al menos lo que un triángulo escaldando el cielo pudiera demostrar—, pensé que lo más probable era que la hubiese inventado él mismo para imprimir un poco de color al árido relato de la fundación de salones en el oeste, aunque, fuera verdad o no, lo cierto es que aquella narración sobre platillos volantes y encuentros en la tercera fase, fechada muchos años antes de que unos y otros se hiciesen habituales en las revistas que popularizaban sucesos paranormales, consiguió retenerme el sueño más tiempo del que esperaba aguantar. Sin embargo, una vez que Dios y Jesús se ausentaban de la vida de Ted Keys, todo pasaba a ser tan anodino que me resultó imposible no dar alguna que otra cabezada mientras pugnaba por recuperar el interés en la lectura. Desde ese momento la prosa perdía vigor, Keys se convertía en una anécdota jocosa a la que el autor del libro no parecía muy dispuesto a brindar el protagonismo necesario, luego aparecían cifras, estadísticas y nombres de ciudades en las que los salones habían ido ganando propietarios y adeptos al ritmo que marcaba el progreso, y, en definitiva, todo se volvía tan sumamente interesante que antes de ser consciente de ello el libro resbaló de mis dedos y caí en un sueño profundo del que no escapé hasta varias horas después. Pero la historia de Ted Keys me había interesado lo suficiente como para dedicar la mañana siguiente a escarbar en las montañas de libros que Rilke había recogido en el estudio de Amerika, imaginándolas colmadas de relatos semejantes al que había leído durante la madrugada. El primer volumen que examiné llevaba por título La gesta de los vagabundos, venía firmado por un evidente seudónimo, Joseph Balsamo, y sus más de mil páginas formaban un abigarrado retablo donde se narraba la construcción de la primera línea de ferrocarril que recorrió el continente americano, desde Omaha hasta San Francisco, trazando, como decía el autor, una «profunda cicatriz en el hermoso semblante de América». Lo particular de aquel título, que en ningún caso era presentado al lector como ficción sino como realidad histórica, radicaba en que su autor había concedido menos relevancia a la construcción de la línea ferroviaria que a los curiosos, y en muchos casos delirantes personajes, que se dieron cita al abrigo de aquella obra. Las páginas del libro estaban plagadas de apellidos estrafalarios y biografías tan insólitas que superaban en mucho el lugar común, y me divirtió encontrar en ellas a individuos que respondían a nombres tan chocantes para el lector contemporáneo como Chuck Norris o Duke Ellington, aunque Balsamo los acompañaba de documentos y fotografías de la época que invitaban a superar el recelo inicial y confiar en su existencia. Aun así, varios de los hechos relatados en el texto remitían con tanta obstinación a los que protagonizarían sus tocayos del futuro como para cuestionarse si Joseph Balsamo no habría apelado a la fantasía para mejorar el aspecto de los hechos reales. En uno de los casos, que algún lector anterior había subrayado con lápiz azul, un alemán apodado «Ruby» asesinaba de un disparo a quemarropa a un tal «Little» Harvey, quien a su vez había sido acusado por el clan irlandés de la Union Pacific de disparar contra un capataz que respondía al nombre de John Kennedy. Otro John, esta vez apellidado Lennon, moría de un balazo en el cuello cuando se disponía a abandonar una cantina en Dakota del Sur. Había también un Bob Dylan que tocaba la armónica, un cantante de nombre Johnny Fontano al que sus compañeros de fatigas apodaban «La Voz» y ciertos rumores acusaban de tener un tabique nasal bañado en oro, un débil Ray Bradbury al que defendían de los camorristas los puños de un italiano llamado Rocky Marciano, y en el más epatante golpe de efecto, un joven Peter Parker, víctima de persistentes jaquecas cuando algún peligro se cernía sobre él, que atesoraba arañas en un frasco de cristal, las freía exponiéndolas al sol, luego maceraba sus cadáveres con la punta de un Colt y por último guardaba en una pequeña bolsita de cuero el polvo al que quedaban reducidas para usarlo como milagroso emplasto contra las picaduras de serpiente. Animado por aquellos personajes, La gesta de los vagabundos resultaba no tanto la colección de ensayos que pretendía ser como un almanaque de casualidades capaz de rebasar la credulidad de cualquiera, por flexible que fuera su fe en contemplar el mundo como un pañuelo. Parecía la obra de un erudito empeñado en demostrar incluso mediante la mixtificación que la historia siempre se repetía, que poco importaban los hombres y el trasfondo histórico en el que desempeñaban sus vivencias cuando a la larga todos los hombres eran en realidad el mismo hombre, peones de un riguroso plan orquestado por quién sabía qué fuerzas condenados a repetir en diferentes contextos históricos las experiencias de quienes los precedían.

Al otro lado de un ventanuco lejano, en el que no había reparado durante mi visita con la criada, la luz de la mañana se había macerado en una compacta claridad de mediodía. Abandoné entonces la lectura del libro, y, sin muchas esperanzas, consulté la pequeña nevera instalada en el estudio. Pese a mi desconfianza inicial, me alegró comprobar que había sido colmada hasta los topes, y a juzgar por la clase de alimentos que había en ella, casi todo envases con productos precocinados y cajas de congelados, supuse que tendría que haber una cocina en alguna parte. Así que me di un paseo por el decorado con la idea de localizarla, y ya de paso familiarizarme con el lugar. No tardé en comprobar que, de no ser porque cada acceso a los diferentes escenarios había sido señalado con una cifra y una letra, no hubiera resultado tarea fácil orientarse por sus galerías. Me costó acostumbrarme al orden que regía aquel mapeado colosal, a los espacios vacíos que se abrían entre un plató y otro, cuya extensión agravaba la impresión de soledad como solo podría hacerlo un desierto o un paisaje ártico, pero a partir del plató 9 empecé a dar con lugares más o menos habitados, en los que sus inquilinos, sin embargo, no eran sino muñecos y figuras de cera, enfundados en unos polvorientos ropajes decimonónicos. Yacían entre bargueños y pianolas, entre tapices manchados de brea y faldas de miriñaque. Tal y como se presentaban a la curiosidad de los visitantes, parecían náufragos de un transatlántico del siglo XIX desaparecido tras recalar en el Triángulo de las Bermudas, escondidos allí del acecho de los dinosaurios, a la espera de que alguna nueva embarcación los devolviese a la época a la que pertenecían. Al aproximarme a una pequeña asamblea de muñecos para examinarlos más de cerca, todos ellos envueltos en esas batas rudimentarias de los pacientes de los hospitales, descubrí por qué habían sido apartados de los maniquíes que habitaban los pisos superiores. A todos ellos les faltaban algunas piezas, ya fueran brazos o piernas, narices o párpados, y, con un prurito de repugnancia, comprobé que en la mayoría de los casos esas faltas no se debían al deterioro, sino al capricho de quien los había almacenado allí. Como si de un científico loco se tratase, su aplicado mutilador les había cambiado unos ojos por otros, remodelado la nariz, atenuado el ángulo de la barbilla o arrancado las orejas, a la busca de una nueva apariencia que, a tenor de la escabechina quirúrgica que presentaban sus víctimas, aquel aprendiz de Mengele no debía de haber encontrado. Apresurándome a apagar los focos, salí del lugar con el alma encogida en el pecho, sin dedicar una mirada a aquellos monstruos que parecían reprimir un suspiro lastimero al observar mi marcha.

Después de deambular por varios pasillos y descender un tramo de escaleras, me sorprendí desembocando en una réplica perfecta de la estación Grand Central tal y como debió de ser en los años 50: ni siquiera faltaba una decena de aburridos maniquíes sentados con sus maletas y sus diarios a la espera de que fueran anunciados los trenes en que se disponían a viajar. Me dirigí a una de las taquillas que expedían billetes de largo recorrido, y haciendo pantalla con las manos, aproximé la cara a la ventanilla para mirar su interior. Sentado en una silla, disfrazado con el uniforme azul de los revisores y la inevitable gorrita de visera, distinguí a un funcionario de cera que por la expresión de su rostro parecía haber recibido pocos minutos atrás la peor noticia de su vida. En la mano izquierda sostenía una plumilla, cuya tinta trazaba una equis deshidratada sobre un papel timbrado en el que conseguí discernir algunos nombres, las estaciones que jalonaban el recorrido entre Nueva York y Salem, Massachusetts. Ante el muñeco de la taquilla se desparramaba un periódico abierto por la página de deportes. El diario estaba fechado el 6 de octubre de 1952, y según alcancé a leer, un home run de Mickey Mantle y el particular estado de gracia de Vic Raschi y Allie Reynolds había permitido que los Yankees empataran contra pronóstico el sexto partido de la Serie Mundial que los enfrentaba a los Brooklyn Dodgers. Todo quedaba a expensas de lo que sucediera al día siguiente en el campo rival de Ebbets Field, aunque las apuestas apuntaban a los Dodgers para alzarse con el título. Más abajo, un apéndice señalaba que los Red Sox habían concluido la liga con un saco de setenta y ocho derrotas y un promedio nefasto, solo superado por los St. Louis Browns y los Detroit Tigers. El cronista añadía, no sin mordacidad, que aquel año la célebre maldición de Babe Ruth no solo seguía vigente, sino que para colmo se había ensañado con el equipo de Boston: lo único de lo que este podía presumir, decía, era del increíble home run que Ted Williams había bateado en el último golpe de su vida profesional, justo antes de embarcarse rumbo a la guerra de Corea, y la anécdota que rubricó Al Benton al convertirse en el único pitcher que lanzó para dos leyendas yankees, Babe Ruth y Mickey Mantle. Supuse que el ácido sarcasmo del periodista era lo que había ocasionado aquella expresión de disgusto en el empleado de la taquilla: algún escenógrafo encandilado por los detalles le había condecorado una de las solapas con la insignia de los Red Sox.

Merodeé un rato por la estación, curioseando en los diarios de los viajeros, y luego me senté a fumar un cigarrillo en uno de los bancos de madera para admirar aquel escenario en el que el tiempo parecía haberse detenido, antes de descender los peldaños a los que se accedía desde la salida de Vanderbilt Avenue y detenerme a observar los trenes que permanecían varados en el andén de la primera planta. Por un momento me sentí mareado, incapaz de mirar a mi alrededor y no verme sacudido por el vértigo: había parejas de inmóviles enamorados que se fundían en un abrazo ingrávido bajo los letreros que recitaban el horario de trenes, había chiquillos que jugaban absortos alrededor de una peonza de colorines, había un ladrón que desprendía del bolsillo de un caballero despistado la cadena de un reloj de oro, mientras miraba por el rabillo del ojo la presencia de un taciturno policía que, los brazos cruzados, bostezaba con el hombro apoyado en una esquina. Me resultaba del todo imposible admitir que Rilke hubiera ordenado construir aquel inmenso decorado en su propia casa, pero ahí estaba: vías y guardagujas, casetas y mozos de andén, relojes que marcaban una hora definitiva e inamovible, faroles de gas, carritos cargados de maletas, limpiabotas y repartidores de periódicos que anunciaban las noticias del día con voz inaudible, trenes entrando y saliendo por túneles que reptaban hasta quién sabía qué secretas profundidades, anuncios de coches y cigarrillos, viajeros que se precipitaban entre la muchedumbre a las entrañas de los vagones con el abrigo colgando del brazo y una pesada maleta en la mano, un grupo de boy scouts ondeando sus banderines y soplando sus cornetas mientras se aventuraban con paso marcial hacia las escaleras, gente que buscaba a otra gente, sombreros y abrigos de piel, chaquetas lisas y corbatas estrechas, zapatos de charol, medias hasta las rodillas, calcetines blancos, guantes, uniformes. Daba la sensación de que Rilke no se había conformado con imitar un retal del mundo mediante aquel desfile de criaturas dispares: su fin parecía consistir, sencillamente, en recrear el mundo. Había montado la principal estación de tren neoyorquina tal y como esta debió de ser en 1952, incorporando a sus rincones la clase de individuos que uno podría haberse encontrado entonces, en un lugar de paso tan concurrido como lo sería una estación ferroviaria en la época en que el avión no era todavía el medio de locomoción más solicitado. Había negros y chinos, italianos e hispanos, niños, adolescentes, hombres de todas las edades y mujeres que abarcaban todos los rangos del abanico social. Una prostituta rubia aguardaba sin disimulo la proposición de algún cliente junto a la entrada de los aseos, un colegial jugaba con su aro, una jovencita coqueteaba con un soldado pelirrojo de facciones típicamente irlandesas, y una radiante actriz a lo Gloria Swanson era inmortalizada por una nube de fotógrafos en su gélido descenso por las escalinatas del tren mientras esgrimía su sonrisa de diva y saludaba a la muchedumbre con la única mano enguantada que podía liberar sin soltar al perrito blanco que dormía contra su pecho, aunque no logró evitar que su gesto adoleciera del mismo desmayo con el que hubiera señalado a algún amante que la aburría dónde estaba la puerta. Los periodistas cargaban con sus cámaras de magnesio, se retorcían en posturas imposibles para recoger el mejor escorzo de la diva, se apretaban unos a otros o se abrían hueco con el codo para apuntar las primeras impresiones de su llegada a Nueva York. El organizador de aquella calurosa bienvenida había esmerado tanto los detalles que ni uno solo de los periodistas dejaba de portar en la cinta del sombrero el distintivo de prensa, en el que incluso podían leerse los nombres de los diferentes periódicos que los habían enviado a cubrir la llegada de la actriz. Todo era perfecto, tan perfecto que resultaba inquietante. Más que muñecos, más que unas inofensivas criaturas de cera, parecían hombres y mujeres de carne y hueso que habían sido arrebatados de la época en que vivían, desembarcados en el año 2000 y transformados en estatuas mediante algún reactivo que les conservaba las constantes vitales en un estado vegetativo, en una especie de coma inducido por el que aún se les permitía respirar y mirar, aunque sin poder hacer nada por quebrantar su inmovilidad. Si el tiempo pudiera atraparse igual que se atrapa un insecto, si se le pudiera desprender un instante de sus entrañas y exponerlo a un microscopio, seguramente mostraría algo muy semejante a lo que yo vi en aquella réplica de la estación Grand Central de 1952: un universo encerrado en una gota de ámbar, un mundo en el que había sobrevenido una desgracia incalculable cuando ningún indicio podía presagiarla. Era una sensación aterradora, y de pronto me sentí rechazado por aquel lugar, repudiado por decenas de ojos que parecían examinarme con desagrado, ordenándome que me marchase de allí. Era como si acabara de profanar un cementerio en el que las almas de los muertos vigilaban que nadie perturbase su sueño, como si me hallara en los salones de una casa hechizada en la que los fantasmas acababan de cobrar solidez ante mis ojos, como si fuera el primer hombre que pisó la ciudad de Hiroshima después de las primeras explosiones atómicas. Acababa de invadir un lugar sagrado, un espacio en el que yo no tenía derecho a estar. Silenciando mis pasos, temeroso de que aquellas figuras recobraran el movimiento y empezaran a arrastrarse hacia mí, volví la espalda al andén y regresé por las escaleras que comunicaban con la salida a la avenida Vanderbilt en el vestíbulo de la Grand Central. Estaba sin aliento cuando llegué al último tramo de escaleras, y al alcanzar la puerta que abría paso al resto de platós, me invadió la escalofriante sensación de que la preciosa muñeca de cera que esperaba cazar algún ligue con un cigarrillo prendido en los labios me susurraba: «¿Quieres compañía? ¿No te gustaría quedarte conmigo?».

 

Aún invadido por la inquietud, dejé para un momento mejor la inspección de los platós y decidí regresar sobre mis pasos. Sin embargo, me perdí al seguir las indicaciones que debían orientar hacia el plató principal, y por pura casualidad desemboqué en los camerinos, que se hallaban junto al decorado del plató número quince, un gabinete oscuro con una pantalla para proyectar transparencias emplazada tras el armazón de un Buick. A los camerinos se accedía por una estrecha puertecita en la que un letrero rojo denegaba la entrada al personal no autorizado. Empujé la puerta y pasé al otro lado. Allí encontré lo esperado: un carrusel de espejos con su inevitable marco de bombillas, pinceles y cepillos, vestidos y biombos, saltos de cama, divanes, polveras y ungüentos, cápsulas para pastillas y tarros de maquillaje, pompones y borlas de algodón, lápices de labios y sombras de ojos, fotografías en blanco y negro adheridas a la luna de los espejos y sillas en las que algún traje de noche se desmayaba sobre los reposabrazos. El desorden era absoluto, pero no podía esperar otra cosa: había visto tantas películas donde los camerinos eran reproducidos como auténticos campos de batalla que me hubiera resultado impropio que las cosas no estuvieran como desperdigadas por un vendaval, algo que inevitablemente sucedía en las películas cuando el director demandaba el regreso de sus estrellas a escena.

Tras mi visita a los camerinos, encontré los pasillos que comunicaban con el estudio principal no sin dificultad, siguiendo unas flechas marcadas con el número 9, combinado con diversas letras (9d, 9b, 9h) que parecían aludir a los escaques de un tablero de ajedrez o de un crucigrama. Ahora que estaba allí, descubrí que el lugar me atraía lo suficiente como para permanecer en él un poco más, aunque, como aún no me sentía con ánimos para ponerme a escribir, decidí matar el tiempo examinando los libros que anegaban las estanterías. Después de hojear el segundo ejemplar, un erudito recetario de cocina que reconstruía el menú habitual de los pioneros del salvaje oeste, me entretuve en contar los volúmenes que se amontonaban en el estudio. Había novecientos sesenta y un libros, aparte de los centenares de almanaques y periódicos que combaban las repisas y alfombraban buena parte del suelo. Los periódicos estaban fechados entre 1850 y 1930, los almanaques pertenecían en su mayoría a las primeras décadas del siglo XIX, y estaban repartidos apenas sin concierto en varias pilas que solo parecían respetar el tamaño de las páginas y el nombre del rotativo, sobre todo cuando se trataba de verdaderas rarezas: el White Man y el Caucasian de Raleigh, el American Celt de Boston, el Blackford County News de Hartford, Indiana. Aunque aún se me hiciera imposible discernirla, tenía que haber una razón para que Rilke hubiera decidido abastecer mi estudio con aquellos diarios que prodigaban noticias de una época ciertamente distante a la que documentaba la historia de Tourneur, pero por el momento preferí dejar de lado los periódicos y centrarme en los libros. Desde luego, había títulos para todos los gustos, y entre ellos una extravagante novelita firmada por una autora desconocida llamada Carrie Twice bajo el título Unheimlich, o «extrañamiento inquietante», un neologismo acuñado por Freud que define una aparente alteración de la realidad, lo que a fin de cuentas era el tema de aquella singular novela. Al cabo de varias horas, había logrado convertir el estudio en un auténtico caos, suscitado por mis lecturas al desgaire y las pilas de libros y periódicos que iba espolvoreando por el suelo. En un alarde de organización, decidí reunir en la chimenea las novelas y diarios que iba desestimando en mis lecturas desmañadas. Ya me había deshecho del recetario para colonos y de un manual ilustrado para fabricar hebillas y cinturones de cuero, y aumenté el grueso con un par de enciclopedias pasadas de fecha y la novela de Carrie Twice. Luego me entretuve en leer al azar, cogiendo lo primero que se me ocurría, desde novelitas a almanaques, pasando por el registro de los cientos de huéspedes que ocupaban el hotel Wentworth en el Manhattan de 1912 o el cuadernillo donde se contabilizaban los gastos que entre 1902 y 1909 se había visto obligada a afrontar una familia de Kansas, y esa fue mi ocupación durante varios días. No tardé en constatar, sin embargo, que aquellas obras no estaban recogidas allí sin un motivo. La reiteración de nombres y ciertas reverberaciones que comunicaban unos libros con otros me hicieron comprender que aquello, en realidad, conformaba una especie de puzle biográfico, la historia de unos colonos irlandeses del oeste americano cuyos episodios desaguaban en la figura de un perforador del monumento a Rushmore y de una estrella caída del cine mudo de la que yo nunca había oído hablar: June Caprice.

No era algo en lo que fuera sencillo reparar, al menos a primera vista, y de hecho tuve que leer cientos de páginas para alcanzar a distinguir aquel patrón oculto en la maraña de hilos invisibles que convertía los libros en vasos comunicantes. No había un solo volumen que no hiciese alusión a aquella familia o a las circunstancias en las que se sustentaba su historia, por tenue que la mención se antojase. Los libros, los diarios y los almanaques, los pequeños dietarios y los encuadernados manuscritos en los que unas manos anónimas habían dejado constancia de sus fatigas domésticas —gastos en alimentación, trueques vecinales, proyectos de viaje, la compra de unos caballos o la venta de diversas casas—, constituían una especie de portentoso memorial, el único recuerdo posible de un universo extinguido que igual podía adquirir el aspecto de un monumento al esfuerzo colectivo como el de un resignado lamento por la etérea condición de las conquistas humanas. Y, la verdad, en cuanto comprendí aquello ya no pude parar. Pasé horas recorriendo las páginas de los diarios en busca de un nombre o algún dato esquivo, muchas más de las que podía dar de sí un solo día, y tan pronto como creía atrapar una pista, examinaba con reverenciosa atención los libros que se amontonaban contra el costado de las paredes hasta dar con el título que seguía deshaciendo la madeja de aquella referencia. Al final, desarrollé tal destreza en mi empeño por localizar cada continuación que llegó un momento en el que ya no precisaba más que de un rápido vistazo para dar con el fragmento que buscaba. Naturalmente, tuve también que resignarme a muchas horas de empeños baldíos, a muchos momentos de frustración en los que la historia se me iba de las manos, justo cuando llegaba a un giro inesperado o sus episodios cobraban una nueva vida. Me desesperaba al pensar en las horas que había invertido para arribar a un callejón sin salida, o al apercibirme de que había estado siguiendo una pista falsa que semejaba responder a los caprichos de un trilero bromista.

Si de algo podía estar seguro era de que mi esfuerzo se hubiera visto fácilmente allanado solo con saber qué texto originaba la historia. Era evidente que Rilke —quién si no—, había reunido aquellas páginas dispares para preservar una historia que por algún motivo había despertado su interés. Pieza a pieza, había reunido un inmenso rompecabezas, hecho de periódicos y libros, cuyos fragmentos había recogido pacientemente de los lugares más recónditos, por infranqueables que se le presentasen —bibliotecas públicas, casas particulares extraviadas en estados remotos, librerías de segunda mano, archivos privados—, y luego, cuando al fin había logrado consumar el tapiz que ilustraba aquel puzle, no había vacilado en tomar las piezas una por una para barajarlas de la forma más arbitraria posible, en una ceremonia de destrucción que solo tendría sentido para él. Me pregunté si Rilke, también él consciente del valor de las conquistas etéreas, no habría querido resaltar así que lo único importante había sido la persecución de cada pieza, que en comparación con las aventuras a las que lo había destinado aquella cacería, la historia que contaban era lo de menos. Aquello era puro Rilke, y habría sido bastante fácil dejarse tentar por esa idea, sobre todo en los momentos en que la búsqueda se complicaba y me bastaba cualquier pretexto para arrojar la toalla. Pero solo tenía que repasar mis apuntes para desechar aquella posibilidad. Había todavía más espacios en blanco que episodios cerrados, y pocas cosas podían atisbarse tal y como eran, despojadas de equívocos claroscuros; pero, con todo, el retrato que insinuaban resultaba tan embriagador que no podía sino seguir adelante, conjurando aquellos retales de historias en las que solo podía adentrarme con los ojos bien abiertos, arrancando de su sopor aquellas vidas que pedían a gritos ser escritas, aunque no fuese más que para demostrar que alguna vez habían sido ciertas.

Para facilitarme el trabajo, trasladé todos los libros a uno de los platós del estudio, un gigantesco almacén donde no había más que un par de focos esqueléticos para deshacer la telaraña de sombras que se tejía en sus rincones. El traslado me ocupó menos tiempo del que pensaba, y aun así, cuando acabé la tarea habían pasado seis horas. Repartí los libros por el suelo, ordenándolos según los temas que trataban: desde la esquina izquierda que se abría a una de las puertas del fondo y hasta la pared derecha coloqué los títulos que recogían asuntos aparentemente menores, la cocina americana del siglo XIX, el arte de tallar piedras, las ropas que acostumbraban a vestir los colonos del medio oeste, la construcción de cabañas en el desierto, la doma de caballos, los métodos que se seguían para arrancar oro al vientre de los ríos, la reparación de carruajes. Después fui disponiendo los títulos restantes en líneas paralelas hasta el extremo inferior del plató, dejando entre unas horizontales y otras un espacio vacío para poder desplazarme sin dificultades: los tratados de geografía antes que los de historia, las novelas antes que los ensayos, las biografías antes que las memorias. Entre medias repartía al azar los periódicos y los almanaques sin considerar cabeceras ni ciudades de origen, respetando tan solo que los libros junto a los que decidía asentarlos discutieran asuntos comprendidos en fechas más o menos similares. El trabajo, de esta forma, empezó a agilizarse. No tenía más que desplazarme arriba o abajo para dar con la referencia exacta o el personaje que buscaba. A veces me sentaba sobre la pila formada por los ejemplares que había descartado añadir a aquel laberinto para repasar las notas que había tomado, sacar punta a los lápices y meditar inútilmente sobre el significado de mi obra. Allí sentado, me sentía mareado e inseguro, como un príncipe al que su padre hubiera subido a lo alto de una montaña para hacerle consciente de sus dominios o abrumarle con la responsabilidad de que, algún día, todo esto sería suyo.

La historia secreta que custodiaban aquellos libros, como un velo que yo comenzaba al fin a descorrer, tenía todo lo necesario para desconcertar e inquietar, para atrapar y no soltar la mano. Era una de esas historias que acortan la distancia entre la realidad y la fantasía y nos invitan a creer que el mundo real no está ni en un sitio ni en otro, sino en un lugar intermedio, de la misma forma en que las notas de un piano no están solo en la cuerda que golpea el mazo ni en el aire que las soporta, por decirlo de alguna manera. Cuando concluí la parte más ardua del trabajo —adentrarme en un libro y en otro, desbrozar durante horas la maleza de sus páginas, salir de allí con algún tesoro entre las manos, descubrir que más de la mitad eran cofres vacíos—, regresé al estudio, me senté frente a la mesa y coloqué en ella los dos cuadernos que a estas alturas ya rebosaban de apuntes, pensamientos, referencias y títulos de obras junto con algunos croquis del mapa que había levantado en el plató, sobre cuya superficie había marcado con lápices de colores un entramado de flechas y agujas que sugerían intimidades secretas entre unos libros y otros, aunque ahora me sorprendía que aquella enrevesada madeja hubiera tenido alguna vez un significado. Después saqué punta a los lápices, cogí un par de cuadernos sin usar y una goma de borrar, y por último abrí una libreta sobre la mesa. Durante unos instantes me quedé mirando todo aquello: los lápices ordenados junto a los cuadernos, las notas y las gomas de borrar perfectamente alineadas. Solo entonces admití que no me atrevería a hacer nada más que eso; fingir, como mucho, que me preparaba para escribir, como si aquello fuera a servir para algo, como si de veras viviésemos en un mundo en el que la intención es lo que cuenta. Era la primera vez en mucho tiempo que debía enfrentarme a una página en blanco, si no consideraba las que ya había emborronado improvisando diálogos vacíos y escenitas sin garra para el guión de una película que ni siquiera estaba seguro de llegar a escribir, y de pronto me invadió la terrible certeza de que no podría hacerlo, que algún día, en algún misterioso recoveco de mi vida, se había erigido entre las palabras y yo una barrera que ya nunca sería capaz de rebasar. Fue un instante de puro pánico, uno de esos momentos en los que intuimos que algo en lo que siempre habíamos creído está a punto de perder su sentido y entonces todo lo demás lo perderá también, pero quizá lo que más me asustaba era, precisamente, el no haber sido consciente de que todo lo que había hecho desde que decidí sumergirme en el plató de Amerika me había conducido a eso. Había estado frotando palos sin saber que acabaría prendiendo una hoguera.

Tardaría aún en reconocer que escribir aquella historia era mucho más que otro modo de mover la mano: por lo poco que aún se podía discernir, pues todavía me faltaban decenas de paseos del plató al estudio y del estudio al plató para completarla, la historia de June Caprice era perfecta para la película de Jacques Tourneur. El problema era que no sabía por dónde empezar a contarla. Para empeorar las cosas, mis apuntes se me antojaban ahora un laberinto de frases sin sentido, pues durante mis lecturas me había conformado con dejar algunas palabras en el aire o abreviarlas vagamente, bajo la errónea presunción de que sabría interpretarlas cuando fuera necesario hacerlo. Tuve que reconocer mi fracaso. Y es que, en cierto modo, aquello era incluso peor que no poder escribir: era como haber perdido hasta la capacidad de leer, como si el más grave de los problemas no consistiera en darles lo que buscaban a aquellos cuadernos extendidos que parecían entregarse con las piernas abiertas. Pese a mi angustia, comprendí que una vez llegado al borde del precipicio solo cabía una opción, y me arrojé sobre ella con la misma desesperación de quien se arroja al vacío, sin saber entonces que aquello sería el inicio de un largo encierro que se prolongaría durante más de dos semanas: así que empecé a escribir, primero una palabra, luego otra. Y, contra lo esperado, lo que sucedió fue todo lo contrario de lo que temí que pudiera suceder. En realidad no sabía bien qué esperaba que ocurriera, desde luego no me iba a partir un rayo, ni me iba a matar la vergüenza al ver que mis lápices no arrojaban otra cosa que un saldo de frases mal escritas como testimonio de mi talento, ni se me aparecerían los fantasmas de Homero y Shakespeare para castigar mi intrusión de advenedizo en el territorio sagrado de la literatura, pero lo que no había esperado ni de lejos era justamente lo que sucedió: las palabras salieron por sí solas, simplemente, con la facilidad con que una vieja melodía nos viene a la cabeza. Todo empezaba en 1877, decían mis apuntes, y yo escribí aquella misma frase palabra por palabra, trazando con minucia de monje medieval sus curvas y sus líneas, saboreando aquel placer casi físico que me producía el roce del lápiz sobre el cuaderno, y a partir de ahí las cosas fueron incluso demasiado sencillas, como charlar con mis propios antepasados o con unos amigos a quienes conocía de toda la vida.

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