Amerika

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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 10

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El zumbido se hizo entonces más intenso, y levanté la vista. Sobre nosotros penduleaba una especie de garra metálica, idéntica a la de esas máquinas en las que vegetan ositos de peluche y demás mascotas imposibles a la espera de su rescate, que era descendida lentamente por el esfuerzo de quienes no podían ser sino los obreros de Rilke. Entonando sus siniestros canturreos, se debatían con todas sus fuerzas en hacer girar una inmensa rueda, conectada a la cadena que iba haciendo bajar centímetro a centímetro aquella descomunal garra. Su visión me sobrecogió. Tenían el aspecto de niños monstruosos, un cruce antinatura de Oompa Loompas y Teletubbies que nada parecían saber del universo que había al otro lado de su encierro, donde seres como ellos jamás hubieran tenido cabida. Reparé entonces en la melodía que modulaban: era una desagradable versión de It’s a small world, tan distorsionada y retorcida como si hubiera sufrido una tortura en el potro.

—¿Quién soy? —oí musitar a Rilke con un hilo de voz, cuando la zarpa atenazó con sus mandíbulas dentadas el techo de la máquina—. ¿El hombre que sueña, o el que sueña al hombre que sueña?

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