Amerika

Amerika


AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 13

Página 19 de 53

13

 

A

quella frase podía resultar amenazadora, una insinuación poco velada de que Rilke, por la razón que fuera, había encomendado a aquel tipo la orden de convertirse en mi sombra. Pero la idea solo me hizo sonreír. Como todo lo demás, para Rilke también aquello formaba parte de su elenco de representaciones. Ya me había quedado suficientemente claro que el millonario contemplaba la realidad como si se tratara de una película solo para su disfrute, y la idea de soltar a un extra por Manhattan para ejercer el previsible papel de detective privado, acompañado de la fotografía de una chica desaparecida para interrogar por su paradero a los testigos de sus andanzas, mientras corre tras sus pasos la sombra inquietante de un espía con los rasgos de un boxeador retirado, colmaría sin duda todas sus sueños de cineasta frustrado. Y qué mejor lugar que aquel para llevar a cabo ese propósito: Manhattan, el escenario predilecto de los mejores y de los peores cineastas del mundo, el paisaje donde la palabra «cine» cobra realidad en el inconsciente colectivo de media humanidad, el trasfondo natural de la mayoría de las películas con las que Rilke se había amamantado, convertido ahora en el soporte de una persecución de policías y ladrones dirigida bajo su batuta caprichosa. Y lo que era mejor, nadie, nadie absolutamente, se daría cuenta de nada: las parejas paseando amorosamente cogidas de las manos, el hombre que golpea a su mujer hasta matarla en una cocina donde llora un niño, el policía que abate a tiros al ladrón de una joyería, el inquilino de un hotel de mala muerte donde solo el indiferente gato de la azotea preside su suicidio, ninguno de ellos sabría que la fantasía de un hombre otorgaba un significado diferente a sus acciones, como si no fueran parte de la realidad, sino meras comparsas que realizaban todos aquellos actos para la embelesada satisfacción de esa sombra que se escondía tras los bastidores. Seguirían adelante con sus interpretaciones anodinas, tan imperfectas como las que cabe esperarse de cualquier intento de imitar la realidad, ignorando que cada cosa que hiciesen, las horribles y las hermosas, las trascendentes y las vulgares, no eran más que ornamentos para él, e incluso que ellos mismos no eran sino figuras prescindibles pero provisoriamente útiles, dotadas de esa falta de calidad que el millonario consideraba necesaria e incluso indispensable para embellecer el fondo de los planos.

Todos los días me levantaba a las siete de la mañana, y tras una rápida ducha me sentaba a estudiar durante media hora los detalles más recientes de mi búsqueda, los objetivos cumplidos, que iba apuntando en el mismo cuadernillo verde donde había escrito la historia de June Caprice. Después recogía mis cosas, acudía a desayunar al salón y extendía el mapa sobre la mesa para memorizar la ruta del día. Si había alguien en la mesa no me detenía a sentarme, y solicitaba a la criada que me sirviese el desayuno en el velador que daba a la ventana de la cocina. A las nueve de la mañana abandonaba la casa, el chófer me conducía a la calle que yo le ordenaba de entre las que jalonaban las áreas en que había segmentado el mapa —dos cuadrados para el Upper East Side, otros dos para el Lower West Side, y así sucesivamente—, y cuando al fin me liberaba de su presencia, aunque luego lo sorprendiese en la esquina de una calle desde la que vigilaba mis merodeos oculto en la muchedumbre o encontrase colillas de su marca favorita de cigarrillos humeando en el cenicero de algún café, iniciaba la búsqueda de Kitty Frances entre las ocho o nueve academias a que se reducían casi once horas de caminatas fatigosas, y más o menos a las nueve de la noche estaba de vuelta en la mansión. En un principio creí que me iba a costar un gran esfuerzo acostumbrarme a aquella rutina, pero más bien sucedió lo contrario. Poco a poco se convirtió en una liberación, por más que supiera que las complicaciones comenzaban exactamente ahí: tenía una orden que obedecer y ni la menor idea de cómo hacerlo, o lo que es peor, sabía cuál era la orden pero al mismo tiempo sabía que nunca podría cumplirla, ni yo ni nadie, porque devolver la vida a un muerto estaba por encima de las posibilidades de cualquiera. Me hallaba en mitad de un camino que no conducía a ninguna parte, y como tampoco podía dar marcha atrás, no me quedaba otro remedio que seguir hacia delante, infundirme con aquella sensación de movimiento la convicción de que tarde o temprano llegaría a algún sitio. Al cabo de tres semanas había logrado inspeccionar ciento treinta y siete academias, toda una hazaña según los inasibles criterios que manejaba Rilke. Para mí, desde luego, estaba lejos de serlo. De seguir a ese ritmo, habría despachado el mapa de Rilke en unas veinticuatro semanas, lo cual equivalía a seis meses más de encierro en la mansión del millonario. Eso suponía mucho tiempo, más del que estaba dispuesto a perder en un empeño sin pies ni cabeza, pero eso no era nada en comparación al tiempo que aún me quedaría por delante: cuando mi búsqueda demostrase de una vez por todas que Kitty Frances no existía, Rilke, en lugar de aceptar la realidad, me entregaría otro mapa, y yo no podría hacer otra cosa que volver al principio y empezar de nuevo.

En tales condiciones, no era fácil consolidar una relación, y menos aún cuando mi trabajo ocupaba esas horas del día que hubiera debido compartir con Swanee. Al principio habíamos asumido aquellas separaciones del único modo en que podíamos hacerlo, tomándolas como un juego, inventando relatos absurdos al hilo de mi búsqueda que ensanchaban su abanico de posibilidades, historias en las que yo aprovechaba para fugarme de la mansión o en las que Kitty se materializaba ante mí, yo me enamoraba de ella y decidía que no volvería nunca más a la casa, dejando a una Swanee triste y abandonada en el balcón de su alcoba, arrojando sus trenzas a la noche para nadie. Pero no tardamos en apercibirnos de la brecha que mi misión estaba abriendo entre nosotros. Con las mejores intenciones, Swanee me pedía que me tomase uno o dos días libres por semana, temiendo por mi salud, según decía, aunque lo que de veras temía era que mi trabajo se estuviera convirtiendo en una obsesión, en algo que incluso estando a su lado me privaba de estar realmente con ella. A aquellas peticiones yo respondía con evasivas. Le decía que lo único que intentaba era acabar con mi trabajo cuanto antes y así tener todo el tiempo para los dos, pues la confección del guión era algo que podía hacer con el telón de fondo de su piano, pero ni siquiera entonces podía creer que aquello no fuera sino una excusa: con toda razón, Swanee trataba de hacerme ver que mi búsqueda no terminaría nunca, a menos que encontrase a una doble que a Rilke, por muy perfecta que fuese, se le antojaría irrisoria. Aquello, insistía, carecía de sentido, pero el problema era saber cuándo caería Rilke en la cuenta de su despropósito. ¿Al cabo de un mes, de un año? ¿Cuando yo mismo muriese de agotamiento en plena faena? Ante tales preguntas yo solo podía encogerme de hombros. Pero mi silencio no servía sino para aumentar su irritación. Celosa de verse repentinamente desatendida, casi rebajada al segundo plano de mis atenciones nada menos que por un bonito cadáver, Swanee se obcecó en una demostración de su valía que, por lo visto, solo podía pasar por revelar mis miserias. Si aquello era una táctica que sus anteriores relaciones le habían enseñado a desarrollar, y que ahora sacaba a relucir para atraerse mi atención y obligarme a no pensar en otra cosa que no fuera ella, ella y sus cambiantes estados de ánimo, ella y los motivos que la movían a corresponderme con incongruente frialdad o cariño a mis esfuerzos por comprenderla, ella y las frases que dejaba caer durante cualquier conversación anodina como cargas de profundidad, lo cierto es que no podía haber rendido mejores frutos. Estar junto a ella se convirtió de pronto en un lugar peligroso, en el que siempre tendría que estar preparado para defenderme de quién sabía qué amenazas. Con las palabras era incluso peor: daba igual lo que dijera, al final Swanee siempre se las compondría para reprocesar mis frases, darles la vuelta, despojarlas de cualquier inocencia, realizarles la autopsia y arrojármelas después a la cara en la forma de unos harapos que yo ya era incapaz de reconocer. Imagino que si Rilke presenciaba desde alguna habitación secreta aquel absurdo espectáculo habría disfrutado como un niño con un muestrario tan amplio de crueldad psicológica. Para mí, sin embargo, las cosas no eran tan dramáticas como parecía. Simplemente, aquel era el peaje de espinas que uno debía pagar si quería llegar al otro lado del jardín, allí donde las rosas solo estaban hechas para envolver a los amantes con su perfume. En otras palabras, no es que tratase de engañarme intentando creer que las cosas iban bien cuando en realidad ya habían iniciado la cuesta abajo. Lo que sucedía era más sencillo: como había dicho Elander, estaba enamorado, y el hecho de que alguna vez Swanee acudiese hasta mi lecho con la docilidad de una niña para lamerme las heridas me bastaba para aceptar también la parte más siniestra del trato.

Al final, la búsqueda de Kitty Frances se convirtió en un desahogo, y tanto era así que en cuanto elaboraba mentalmente el itinerario que iba a seguir durante el día, todo, incluida la propia Swanee, adquiría de pronto una cualidad etérea, como esos ruidos nocturnos que nos acompañan durante el sueño. En cierto modo, me gustaba verme en el papel de detective privado que me había asignado Rilke. Desde el momento en que llegaba a alguna de las academias marcadas con su premiosa X, mi actitud sufría un vuelco, mis palabras se revestían de autoridad, y hasta puedo decir que mis rasgos pasaban por una metamorfosis que acentuaba las expresiones del aplomo y de la preocupación profesional, suscitando en los profesores a los que abordaba unas respuestas detalladas e incluso muchas veces ansiosas, como si temiesen que cualquier malentendido o alguna palabra equívoca pudiesen elevarse a indicios utilizables en su contra ante un tribunal. Por supuesto, no averigüé nada con respecto a Kitty Frances: para mí, Kitty, o mejor dicho su doble, no existía, y aquel empecinamiento de Rilke en que su manifestación física estaba entre nosotros era el único punto flaco con el que se topaba su plan de rodar la mejor película de Jacques Tourneur, aunque no por ello dejaba de sorprenderme el sentimiento de liberación que se apoderaba de mí en cuanto ponía un pie fuera de la casa para iniciar un día más su búsqueda.

La cuarta semana de rastreo, la tercera del mes de septiembre, fue la más provechosa en cuanto a escuelas inspeccionadas: alcancé cincuenta y siete, lo que significaba un promedio de más de diez escuelas visitadas por día. Rilke, que al final de cada semana aguardaba con ansiedad mis informes, por exiguos y reiterativos que fuesen, adelantó nuestro encuentro al miércoles y celebró mi destreza como un síntoma de animosidad, de que mi entusiasmo no estaba declinando con el paso del tiempo y la falta de noticias, que, según su razonamiento, era lo que a cualquiera le hubiera hecho tirar la toalla, incluido él. Yo recibí sus elogios sin dar importancia a aquel logro. No era más que un problema de organización, le dije. Hacía lo mismo que había hecho tres semanas atrás, solo que ahora había descubierto algunos trucos para mejorar mis marcas. Con todo, Rilke se mostraba ridículamente feliz, pero me emplazó a que no descuidase mi salud por rebañar unas pocas escuelas más a las que podía inspeccionar cada jornada, y decidió darme un par de días de descanso. Acepté a regañadientes, consciente de que su amabilidad era uno más de los muchos caramelos que él hacía pasar por sincero interés, cuando no simbolizaba sino otro modo de demostrar que en aquel espectáculo de variedades era él quien estaba al mando de los títeres.

Durante esos dos días en que Rilke me emplazó a descansar pude saber, para mi sorpresa, que Axel Elander ya no estaba en la casa. Tras la cena del jueves me pareció divisarle entre los inquilinos que acudían a emborracharse a los platós del ala oeste: como el grueso del grupo se hallaba a la espera de que yo finalizara mi guión para empezar su labor, disponían de más tiempo libre del que sabían ocupar, y todos ellos habían terminado comportándose como quinceañeros a los que sus padres hubieran pagado una estancia de verano en algún parque de atracciones donde simulaban todas las fatigas y contrariedades del trabajo físico para dedicarse en realidad a cotillear como viejas aburridas, coquetear unos con otros sin atreverse a pasar a mayores y desligarse de la burda realidad bajo el espejismo de que eran independientes a cualquier regla establecida. Fue uno de los encargados de la conservación de las bobinas quien me contó la noticia. Desde hacía una semana, Axel era otra de las comidillas de la casa. Gracias a la vigilancia de sus androides, Rilke lo había descubierto fotografiando los interiores de la mansión y algunos de sus juguetes, y como Axel no podía ignorar, aquello estaba prohibido en alguna de las múltiples cláusulas del contrato que firmamos al aceptar trabajar para él. Quizá era un espía, comentó el tipo. Quizá estaba allí en una misión secreta, o para sabotear los planes de Rilke, quién sabe. De no ser porque los perros lo sorprendieron merodeando de madrugada entre las estatuas y el laberinto, es posible que Rilke nunca se hubiera podido precaver de él. Con una sonrisa necia, añadió que, al menos, Axel no se había ido sin recibir su merecido: los perros habían dado buena cuenta de él, y cuando por la mañana la criada lo encontró tendido en el jardín, estaba más muerto que vivo, murmurando entre delirios que había sido atacado por el mismísimo demonio. Yo apenas podía creer lo que aquel tipo me estaba relatando, con el mismo desapego que hubiera empleado para contar los caracoles del jardín, pero por lo que luego pude averiguar la realidad era esa: Axel había sido arrojado de la casa después de que los sabuesos de Rilke lo despidieran con un ataque que a punto estuvo de haber resultado mortal.

Swanee no sabía nada de aquello cuando se lo conté. Habían pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos, y todas ellas habían confluido en un amago de reconciliación que, como todos los armisticios, demostró servir tan solo como un interludio para cargar las balas. Tras aquello, también ella había decidido que estaría mucho mejor encerrada en su habitación, tocando a solas la armónica de la depresión, por lo que los escabrosos cuentos que se propagaban por la casa no habían llegado a sus oídos. Se horrorizó cuando le referí que los perros de Rilke casi habían despedazado el cuerpo de Axel. Podía haberle ahorrado lo peor de la escena, pero por alguna razón decidí no callar nada y me obstiné en contar lo que me habían contado a mí como si yo mismo hubiera presenciado el ataque: la sangre salpicando de tétricas amapolas la hierba del jardín, los ojos impertérritos de Axel que no respondían a ningún movimiento, la cámara fotográfica desventrada a su lado, y aquel mapeado de heridas con que las dentelladas de los perros habían resuelto desordenarle la carne, afectando sobre todo a las piernas y por lo visto también a la cara. Swanee se preguntaba cómo era posible que los perros hubieran hecho eso. No eran la manada de hambrientos depredadores que todos habíamos temido al principio: jugaban con nosotros, se dejaban acariciar y ladraban moviendo el rabo cuando reconocían nuestras voces, ¿por qué demonios iban a querer atacarnos? A decir verdad, yo tenía mis propias ideas sobre los perros de Rilke, que me reservaban cualquier cosa excepto su simpatía. Siempre me gruñían cuando rondaba por sus proximidades, y en una ocasión, al volver a la casa, uno de ellos se precipitó sobre mí, y es posible que me hubiera atacado de no haberlo detenido el chófer de Rilke, para lo cual solo tuvo que gruñir una orden y alzar majestuosamente los brazos, en un imponente gesto de poder que lo hermanaba con Drácula o alguno de esos seres criados entre animales que son capaces de acallar a las bestias con una simple mirada. Pero me encogí de hombros y respondí que, al fin y al cabo, Axel había allanado el jardín durante la madrugada y quizá por ello los perros lo tomaron por un ladrón. No iba a insistir en la poca confianza que debía inspirarnos la racionalidad de una jauría de pitbulls, y menos cuando por primera vez en mucho tiempo Swanee y yo habíamos logrado hilvanar más de cuatro frases seguidas sin discutir entre medias. Imagino que por eso hablé del incidente de Axel hasta agotar el tema, aunque aquello podía haber dado más de sí de haber reparado en la insólita casualidad que suponía el que Axel hubiera sido atacado por los perros poco después de revelarme sus sospechas.

Pero la conversación concluyó ahí. Swanee pretextó que debía trabajar en una suite que esperaba la aprobación de Rilke para verse incorporada a la película, de modo que el fin de semana lo pasé en mi habitación, corrigiendo el borrador de Otro invierno en Amerika. Vaticinaba que en un par de semanas Rilke podría tener en sus manos la versión definitiva. Al final había decidido dar a la protagonista de la historia el nombre de June Caprice, sin duda uno de los nombres más felices y evocadores que había oído nunca. Pero más allá de eso, mi June poco tenía que ver con la protagonista de la historia que había reconstruido en el estudio de Amerika. Compartía con ella su pasado de vieja gloria infantil, pero yo había decidido otorgarle un final diferente a esa muerte de casquería que aparentemente tuvo en su vida real. June, sumida en el olvido desde que el cine sonoro había revelado que tras su rostro infantil habitaba una voz ominosa, profunda, que más parecía hecha para resonar en un oráculo o en tugurios de medio pelo, recibe de un productor en bancarrota una oferta para protagonizar su última película, que llevaría el título de Otro invierno en Amerika. June por supuesto acepta, aunque a sus espaldas el agente que la representa ha decidido ocultar ciertos detalles de su paso por una institución psiquiátrica para no poner en peligro su presencia en la película. Tal y como esperaba el astuto productor, el rodaje llama la atención de los periódicos, la figura de June inspira un redescubrimiento de sus obras más célebres, y como no puede ser de otra manera, los buitres de la prensa remueven en su pasado y empiezan a sacar a la luz diversas noticias, no todas favorables, que fomentan el interés en la resurrección de aquel astro apagado y su próxima reencarnación en la gran pantalla. Pero tan pronto como June se convence de que su suerte por fin ha cambiado —durante la filmación se enamora del apuesto guionista, recupera la admiración de sus seguidores, le llueven ofertas para nuevas producciones cuando la película ni siquiera ha terminado de rodarse—, tienen lugar una serie de extraños acontecimientos que poco a poco convencen a la actriz de que sus desequilibrios mentales no concluyeron en el rosario de manicomios que acompañaron el final de su adolescencia. Llamadas telefónicas, desconocidos que suplantan a gente de su entorno, incluso una misteriosa mujer que la persigue allá donde va y que asegura ser la verdadera June Caprice, se suceden en una espiral de situaciones inquietantes con el fin aparente de provocar su derrumbamiento. Al final se revela que todo es obra de la malvada esposa del productor, una antigua aspirante a estrella a quien June, sin saberlo, arrebató un papel importante cuando ambas eran solo unas niñas. Nunca había olvidado la afrenta, y cuando supo quién iba a ser la protagonista de la siguiente película que su marido produciría, decidió que había llegado el momento de castigarla, sirviéndose de los archivos médicos que el agente de June, muerto accidentalmente en algún vericueto de la película, había tratado de ocultar. Por supuesto, todo acaba solucionándose, la película se rueda sin más sobresaltos, June se presenta al estreno del brazo de su nuevo y flamante marido, e incluso la última escena aligera la perversidad de aquella estrella frustrada demostrando que en realidad siempre admiró a la niña que impidió su ascenso a los primeros planos. Fin, fundido en negro y títulos de crédito.

Era un argumento endeble, serie B de lo más trillado: el tipo de historia, en una palabra, que a Rilke no podría dejar de encandilar. Lo único que me impedía dar por terminado el esbozo del guión era su comienzo. Me parecía tan eficaz como apropiado iniciar la película con una elipsis que narrase los comienzos de June, su escalada hasta el estrellato y su debacle final con la llegada del cine sonoro. Había pensado en encadenar varias imágenes de June sobre el fondo de un charlestón cantado por una voz de niña: primero aparecería June con siete años, en un escenario costroso de lo que muchos años después sería el Off-Broadway, vestida con un corpiño de lentejuelas y rematando con un minúsculo sombrero hongo su nido de rizos negros, sonriendo alegremente a un público invisible mientras hace chispear contra el suelo del escenario las suelas de unos zapatitos relucientes; luego aparecería una June un poco mayor en sus primeros papeles para el cine, siempre como la novia de algún granujilla de tierno corazón o como el contrapunto razonable de una pareja de cómicos alegres y patosos —pensaba sobre todo en Adolphe Menjou y Jenny Dolly—, y por último una June veinteañera en su etapa más célebre, convertida en esa clase de frágiles heroínas que rendían enamorados en las plateas, ya fuese aguardando un rescate imposible atadas a unas vías de tren, recibiendo el beso de un galán de la época o cantando canciones inaudibles a algún amante que ha partido a la guerra. Cada nueva escena aparecería encadenada a la primera plana de un periódico donde se expondría el ascenso de June —«“Broadway Miracle Is Ours”, says Hollywood Magnate», «New Star Captures Hearts», «MGM offers $500,000, Clara Bow Enraged!»—, hasta el declive final —«“The Jazz Singer” Breaks Sound Barrier», «Silent Stars Drop Out from Pictures», «Where’s the Miracle? 100,000 Marchers Cry for a Comeback»— que la cinta resolvería con un fundido en negro, el zoom de una fotografía aumentada de June Caprice, sombría, seria, pensativa, los ojos entornados mirando tristemente a algún punto fuera de foco, y el charlestón interpretado por la pequeña June finalizado abruptamente por el sonido de un portazo. A partir de ahí empezaría la otra historia de June, es decir, la historia que King Vidor contó en el ranchito de Ventura sobre Mary Pickford, descrita con el estilo característico de Tourneur: para su arranque solo era preciso mostrar una puerta cerrada, una habitación de hotel, una mujer sentada en un sillón, y, tras varios segundos de silencio concentrados en un primer plano de su rostro, otro fundido en negro sobre el que aparecería un rótulo: «Hotel Plaza. Nueva York, 1943. La MGM prepara el retorno a la gran pantalla de June Caprice».

Me parecía un buen comienzo, pero en cuanto lo plasmé por escrito y logré visualizarlo comprendí que era un comienzo imposible. Resultaba demasiado moderno, demasiado audaz. Ni Tourneur ni ningún cineasta de la época hubiera filmado una secuencia semejante. Aquello era el producto de alguien que ha pasado media vida devorando historias narradas en veinte segundos: anuncios televisivos, vídeos musicales, trailers de cine, no una escena realizada por alguien que hubiese nacido setenta años antes de que al mundo lo enloqueciesen las prisas. Traté de rehacerla para que pudiese encajar en el estilo de la época en que supuestamente tenía que haber sido filmada, pero después de muchas vueltas decidí descartarla. Sin embargo, y a menos que decidiese despachar su gloria y su caída con un rótulo lapidario que desde luego carecería de la fuerza de cualquier imagen, no se me ocurría de qué forma podía crear la ilusión de que June era un personaje real, alguien cuya existencia se había visto diseccionada en películas, libros y documentales sobre la leyenda negra del Hollywood dorado, alguien, en definitiva, que cualquier espectador podría reconocer, aunque solo fuese porque unos cuantos clichés le habían refrescado en la memoria el recuerdo de otras actrices que habían descendido por las mismas pendientes. Y si al final me veía obligado a prescindir de aquel comienzo, tampoco me cabía imaginar mejor modo de anunciar los reveses que se sucederían durante los próximos minutos si no era con la visión de aquella June perdida en una habitación de hotel, desconcertada e insegura ante la perspectiva de habitar otra vez los platós, cavilando inútilmente en mitad de aquella blancura aséptica de manicomio de lujo, varadero de actores olvidados y arrastrados a la demencia por culpa de un público desagradecido. Era la imagen de una mujer que lo había tenido todo pero a la que ahora no le quedaba nada, ni siquiera cuando la suerte parecía haberse puesto otra vez de su lado, y precisamente esa era la mujer que estaba buscando, tan acostumbrada a confundir con fantasías la realidad que la acogía como para que en cualquier instante pudiera exclamar: «Esto tampoco está pasando, esto no es real». Aunque si eso era la realidad, admitiría, quizás era preferible estar loca.

El domingo continué puliendo el inicio del guión: cuando menos, si algo tenía claro era que mantendría la escena de una June Caprice adulta en la habitación del hotel, temblando en mitad de aquella luz jabonosa que la envolvía. No podría Rilke reprocharme nada. Una característica que Tourneur había convertido en sello de su estilo era comenzar sus películas con grandes espacios vacíos, provocando en el espectador la misma sensación de indefensión y soledad que durante hora y media tomaría posesión de sus protagonistas: la gigantesca playa donde rompe el mar en Yo anduve con un zombi, los dólmenes de Stonehenge en La noche del demonio, la estación de tren con su niebla de pesadilla en Noche en el alma. Aquella June Caprice en una suite del Plaza, con ese fondo de ventanales brillantes y visillos gaseosos que arrojaban sobre las cosas una luz dramática, transformando la habitación en un paisaje tan elemental como podría serlo una playa o un glaciar helado, no podía evocar mejor los padecimientos que la afligían. Por eso mismo tampoco me preocupaba haber recurrido a esa trampa tan poco sutil de utilizar el nombre de la película que la MGM preparaba para el retorno de June como un vehículo para dar sentido al título inventado por Tourneur. Era un apaño fácil, pero no se me ocurría otro mejor, y de todos modos las películas de Tourneur abundaban en resoluciones sencillas que nunca ponían en compromisos la credulidad del espectador. Me gustó la idea, y cuando me adentré en la madrugada, supe que dormiría tan profundamente como no lo había hecho en semanas.

 

La mañana del lunes despertó entre estertores, que, pese a lo que parecía, no solo eran producidos por aquella descomunal tormenta que desataba sobre la casa su artillería de truenos. Antes de despertar ya había escuchado el repique de la lluvia sobre el tejado, y a sabiendas de que no podría conciliar el sueño, pensé en aguardar a que la tormenta escampase examinando una vez más el mapa en el que según Rilke se escondía Kitty Frances. Tras apuntar el recorrido para aquel día, detuve mi inspección en una esquina del plano. Parpadeé sin dar crédito al significado de aquellas minúsculas letras rojas que alineaban en el rincón su procesión de hormigas indiferentes, y tuve que agitar la cabeza, paralizado por la sorpresa, al ver lo que hasta entonces se había ocultado a mis ojos. Los cielos se habían abierto de par en par, en efecto, pero no para que aquella munición de agua inseminase la tierra. Pese al estado de agitación que me embargaba, decidí actuar como si no ocurriese nada inusual: me dejé envolver por el chorro de la ducha, me vestí y bajé al salón para desayunar antes de que empezasen a llegar los miembros del equipo, todo como siempre había hecho. El desayuno estaba en la mesa; la criada, sin embargo, no apareció a la hora prevista, ni lo haría durante los diez minutos siguientes, el único tiempo de cortesía que estaba dispuesto a concederle. Supuse que Rilke habría tomado por mí la decisión de que permaneciese en la mansión hasta que el temporal escampase, pero por una vez no iba a ser yo quien obedeciese las órdenes. Dejé el desayuno sin terminar y salí al pequeño porche colonial de la entrada, provocando con mis insistentes timbrazos que el Vals para una muñeca rota que entonaba el llamador se convirtiera en una melodía demente. Aquel estrépito enloquecedor sirvió al menos para llamar la atención de la criada. Se extrañó al reparar en mi presencia allí, y me preguntó si no sabía que el señor Rilke había ordenado al chófer que guardase el coche en el garaje: esa mañana no saldríamos a la ciudad, apuntó.

—Me parece que el señor Rilke no ha contado conmigo para tomar esa decisión —repuse—. Dígale a la niñera que la estaré esperando en la puerta dentro de diez minutos.

La anciana arqueó las cejas, visiblemente perpleja:

—¿A quién?

—Al chófer —repliqué—. No pienso quedarme en la casa.

—Son las órdenes del señor Rilke —se defendió—, y no creo que mi cargo revista la relevancia suficiente para cambiar esas órdenes sin consentimiento.

—De acuerdo. Entonces hable con el señor Rilke y dígale que quien se va a mojar soy yo, no él. Y mientras se lo piensa, que vaya avisando al chófer.

Tuvieron que pasar diez angustiosos minutos antes de que la criada llegara con la noticia de que el chófer me aguardaba en el sitio de siempre.

—El señor Rilke está asombrado de su disposición —añadió—. Tiene una corazonada. Por favor, no lo traicione.

—Se me hace un poco extraño en alguien que no cree en los milagros —ironicé antes de salir por la puerta.

La lluvia caía con una furia que lastimaba los huesos. Bristol me esperaba frente a la verja, aferrado ridículamente a un paraguas demasiado pequeño para su tamaño. Ingresé en el coche, y, como había hecho al despertarme, desplegué el mapa sobre mis rodillas. Consulté nuevamente los rectángulos en que había recortado la ciudad de Manhattan, y volví a mirar con incredulidad lo que mostraba el recuadro de la esquina, donde se enmarcaba una de las escasas áreas en las que todavía no había puesto los pies. Le pedí al chófer que condujese hasta allí lo más aprisa que pudiese. Había seis escuelas en ese recorte, y por el escueto resumen que el catálogo de academias se dignaba a concederles, podían agradecer la media estrella que calibraba la indigencia de su programa de estudios. Solo había una que se salvaba de la quema, y era allí adonde nos dirigíamos. Entre los lugares de interés que la rodeaban destacaba el pequeño café en el que con tanto sobresalto había reparado unos minutos atrás, que en la leyenda del mapa recibía el nombre de Rushmore Coffee Shop. Sí, podía tratarse de una casualidad. Aquel era un nombre como otro cualquiera, el apellido del dueño del establecimiento o el de alguno de sus antepasados, pero desde el momento en que lo vi me había golpeado con la fuerza no de un presentimiento, sino de una auténtica revelación. Rushmore no era solo el monumento a la Democracia emplazado en Dakota del Sur; también era el monumento que Rilke había ordenado erigir en los intestinos de Long Island, y una parte muy importante de la historia secreta de los Estados Unidos que custodiaban los libros en el plató de Amerika. El café Rushmore podía estar allí simplemente porque en algún lugar tenía que estar, pero si algo había aprendido junto a Rilke era que en todo cuanto tenía que ver con él las cosas no sucedían porque sí. Cada vez más impaciente, ordené a Bristol que apretase el acelerador. Apenas era posible circular entre los vehículos, que transitaban por la autopista a paso de carrozas fúnebres, pero el chófer los fue rebasando uno a uno, como contagiado por mi excitación, dejando a las claras que el tráfico de Nueva York no tenía secretos para él. No sé lo que tardamos en llegar al centro de la ciudad, solo recuerdo que en cuanto Bristol detuvo el vehículo bajo un semáforo en las proximidades de la calle 50, salté a la acera y me precipité hacia la escuela que había junto al café Rushmore. Su nombre era lo único que me indicaba que ese era el lugar al que debía ir, además de aquel presentimiento que parecía redoblar mis latidos, agolpando en mi pecho su melodía concéntrica. Corrí calle abajo, subí los peldaños de la escuela de dos en dos, crucé las puertas batientes como una exhalación. Y cuando abordé al primer profesor con el que me topé, cuando reprimí la emoción para decirle que buscaba a una chica, cuando le mostré la fotografía de Kitty Frances, pensé que, en efecto, los cielos solo podían abrirse para devolver los muertos a la tierra al oírle decir:

—Ah, la chica extranjera. Aula catorce. Se llama Paula Steele.

Ir a la siguiente página

Report Page