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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 14

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S

iempre que recuerdo aquel momento, en mi mente visualizo extraños detalles ornamentales que sin duda no formaban parte de la escena: veo una luz demasiado diáfana, veo movimientos a cámara lenta, veo incluso el silencio, como una niebla que envuelve las cosas con su tejido inaprehensible y las muestra en su expresión más pura y definida. Supongo que no puede ser de otro modo. Alguien se había incorporado de la tumba, echaba a andar, aportaba su presencia al ruido común y se peinaba el cabello con una mano menuda que no tenía mucho más de veinte años. Apareció sin concesiones a la espectacularidad, como solo aparecen el amor y la muerte. Era Kitty Frances, pero ahora se llamaba Paula Steele. Cuando la puerta se abrió y ella se materializó ante mí con la misma sonrisa arrebatadora que me había acompañado desde el fondo de una fotografía durante cinco semanas, la miré sin saber exactamente dónde estaba ella o dónde estaba yo, aplastado por la certeza de que uno de los dos ocupaba un espacio que no le correspondía.

Quizá lo único que desentonaba con su aspecto era la voz. De haber sido una actriz en la época del cine mudo difícilmente hubiera soportado la transición hacia el sonoro. Su rostro, radiante en los ojos de un verde que no recogía la fotografía, y de no ser por la lustrosa definición de la boca y el acabado perfecto de los dientes, vulgar en la curva de la nariz y en el arco de las mejillas, prometía susurros amables y cierta gravedad de terciopelo, pero aquella jovencita poseía una voz aguda que parecía haber sido producida por varias generaciones de granjeros cruzados con ornitólogas, una modulación que hacía pensar en el gorjeo de esas cotorras que son capaces de hablar, aunque lo hagan con ese carraspeo desagradable que las hermana a los autómatas victorianos. A lo mejor se trataba de un ejercicio vocal, pensé, una deformación voluntaria de la voz para dotar a su timbre de nuevas gamas cromáticas o contravenir su expresión natural bajo quién sabía qué presupuestos artísticos, pero tuve que aceptar que no era así. Simplemente formaba parte de ella, como el color de sus ojos o la deliciosa picardía con que se curvaba su sonrisa. Me vio al salir del aula a la que me había llevado el profesor, entre el agitado caudal de alumnos que iban y venían por el pasillo, y apoyándose en la puerta sin decir nada se abrazó a su carpeta con adorable desvalimiento. Cuando al fin se decidió a dirigirme una sonrisa, reparé en que la amabilidad que debía acompañarla brillaba por su ausencia, pues era más bien una sonrisa desafiante, altiva, propia de las reinas despóticas y de las niñas que han sido criadas entre algodones. Podía ser solo una impresión, claro, nada que no enmendase un trato reposado y una conversación distendida, pero ya entonces, y a pesar de que en contra de aquel presentimiento traté de oponer el peso de cinco semanas idealizando su existencia, recibí el primer aviso de que Paula Steele no iba a despertarme demasiadas simpatías. Le respondí con otra sonrisa conciliadora y me acerqué a ella, en un gesto que para Paula debía significar claramente mi rendición a sus deseos, a juzgar por cómo sus ojos chispearon de puro placer. Acto seguido, y sin que me diese lugar a presentarme y explicarle qué me había llevado hasta allí, Paula elaboró un discursito que parecía llevar media vida esperando recitar:

—El profesor de Improvisación me ha dicho que un detective ha preguntado por mí. Usted es el detective, ¿no? Si es así ya puede irse por donde ha venido, no hay nada mío que a un detective le pueda importar.

Había emitido aquellas palabras no solo con su desagradable timbre nasal, sino también estudiándome con incómoda fijeza, y entonces advertí que era su ansiedad por encontrar no sé qué verdades ocultas más allá de los gestos lo que provocaba que sus frases sonaran remotas, huecas, como emitidas por un robot. Le dije que no se alarmase, que aquella información era incorrecta. No era un detective, no exactamente, añadí, pero lo que en realidad era no podía explicarse fácilmente. Si dejaba que la invitase a un café, concluí revistiendo mis palabras de toda la simpatía que fui capaz de reunir, intentaría aclararle la naturaleza de mi trabajo.

—No es un detective —repitió Paula.

—No.

—¿Entonces qué es?

Insistí en invitarla a un café para hablar con tranquilidad, pero se resistió con la tozudez mojigata de una niña mimada y volvió a preguntarme qué era, añadiendo después una frase que moduló como si se tratase de una reprimenda:

—Si hay algo que me molesta mucho es no entender las cosas, y esto no lo entiendo. No entiendo por qué está aquí. No entiendo quién es usted ni a qué se dedica. No entiendo qué quiere de mí. No pienso moverme de aquí si no me lo explica.

Aquella reacción me pilló por sorpresa. Pensé que iba a estallar en una pataleta, rabiosa al ver el modo en que la trataban sus lacayos. Encogiéndome de hombros, tuve que acceder una vez más a sus deseos. Estuve a punto de echarme a reír, dado lo ridículo de la situación. Cinco semanas de fatigas, doscientas horas de caminatas, ciento noventa kilómetros recorridos, para encontrar esto: una niñata. Reprimí una sonrisa y elaboré un rápido resumen de los planes de Rilke, su intención de rodar una gran película con la única actriz que podía protagonizarla, lo que por suerte pareció capturar su interés.

—Por qué yo —preguntó al cabo de unos instantes, dudando todavía si no estaría escuchando los delirios de un maníaco o la broma de un idiota.

Me llevé la mano a un bolsillo y extraje la foto de Kitty Frances:

—Por esto —dije.

Paula miró la foto y abrió la boca; cuando finalmente pudo reaccionar me la arrebató de las manos, y por la expresión que afloró a su rostro parecía que acababa de encontrar un espejo que cierto día que apenas conseguía recordar extravió en una playa.

—¿De dónde ha sacado esto? —murmuró. Contempló embelesada la fotografía, en un encantador remedo de la sorpresa que debí mostrar yo al verla aparecer por la puerta del aula catorce. Luego, lentamente, levantó la vista y musitó—: no es posible.

—A mí tampoco me lo parecía —repliqué—, pero por lo visto estaba equivocado. Llevo cinco semanas buscándote, Paula, y solo un hombre estaba seguro de que existías. La chica de la fotografía se llama Kitty Frances, y en 1950 era una aspirante a actriz a la que Jacques Tourneur quiso para protagonizar la película de la que te he hablado. Si los milagros existen, y parece ser que es así, quizá este sea tu día de suerte: como puedes ver, eres la única persona en todo el mundo capaz de convertirse en Kitty.

Paula no dijo nada. Estaba tan desconcertada que no opuso resistencia cuando, tomándola suavemente del brazo, la llevé hasta el piso inferior. En la cafetería de la escuela ocupamos una mesa a la que iluminaban con una luz dramática los ventanales barridos por la lluvia, al otro lado de los cuales los transeúntes se amazacotaban contra la fachada para evitar quedar expuestos al aguacero que seguía desordenando la ciudad. Le pregunté si quería un café, pero Paula solo consiguió asentir, perdiendo la mirada por la ventana, sin atreverse a posar los ojos en mí. Pese a la repentina antipatía que me había inspirado, no pude sino compadecer su desvalimiento. Ignoraba qué la había asombrado más, si el hecho de ver sus rasgos repetidos en el rostro de una mujer que vivió en el pasado o que algo así demostrase que su belleza no era tan única como creía. Cuando regresé con los cafés aún no sabía cómo abordarla. Le acerqué su taza, agité el sobre de azúcar y la observé con detenimiento, tratando de dar con las palabras adecuadas para iniciar la conversación, mientras ella seguía con la mirada perdida en los ventanales. Entonces, sin volver la cabeza, me preguntó:

—¿Por qué esa Kitty no pasó de ser una aspirante a actriz? Eso es lo que me ha dicho, ¿no? Ha dicho que era una aspirante a actriz.

Reclinándome en la silla, lancé un profundo suspiro: no había que ser muy observador para reparar en que Paula pertenecía a esa clase de mujeres que solo concentran su interés en cualquier cosa que pueda afectarlas, que se refieran a ellas o que ellas cuenten de sí mismas. Y cuando le mostré la fotografía y le expliqué quién era Kitty Frances, debió de pensar que si una mujer que la replicaba en todos sus rasgos no había logrado hacer realidad su sueño de ser actriz, probablemente también ella quedaría paralizada en su posición de aspirante antes incluso de dar el primer paso. Sacudiendo la cabeza, vacié el sobre de azúcar en el café y agité la cucharilla para darme un poco de tiempo antes de responder:

—No lo sé, Paula. Quizá se retiró antes de tiempo, o eligió las amistades equivocadas. Piensa que en esa época Jacques Tourneur estaba en sus horas más bajas como director, Val Lewton estaba casi agonizando y no inspiraba el mismo respeto que suscitaba dos o tres años atrás, y los actores con los que ocupaba su tiempo eran reputaciones arrasadas. Puede que de haber elegido mejor sus conexiones con el mundo del cine, hubiera llegado más lejos.

—No sé quién es ese Val Lewton —repuso, como si aquello no aportase información con la que reparar su ansiedad o como si mencionar cualquier asunto que no aligerase su angustia fuese una imperdonable falta de respeto—. Y tampoco sé quién es Jacques Tourneur.

Creí que me estaba tomando el pelo, pero no era así. Aquello sí que me extrañó: había pronunciado el nombre en un francés excelente, aunque algo magullado por un exceso de nasalidad, lo cual aportaba un dato nuevo acerca de su formación o tal vez de su interés en apilar conocimientos que fortaleciesen su belleza; pero el que una estudiante de Arte Dramático desconociese el nombre de Tourneur me resultaba una incongruencia tan aplastante como el hecho de que un aspirante a escritor ignorase al menos la existencia de un libro llamado Ulysses. Le pregunté si de veras no conocía Yo anduve con un zombi o La mujer pantera, películas que por muy poco presupuesto que hubiesen manejado habían conseguido sobreponerse a todo inconveniente y elevarse a la categoría de clásicos inmortales, a esa estirpe de películas que las filmotecas y las televisiones emiten hasta saciarse y que los adeptos de Bergman y Godard defienden para mostrar la versatilidad de sus gustos. Paula se agitó en su asiento, visiblemente incómoda.

—No me interesa esa clase de cine —aclaró—. Y no he venido aquí para discutir sobre lo que sé o no sé. No soy ninguna idiota y no me hace falta saber nada de eso para ser más lista de lo que ya soy. Quiero saber exactamente qué ha venido a proponerme. No me trago que sin mí ese jefe suyo no pueda rodar su película.

—Bueno —suspiré—, ese es precisamente el problema. No quiere rodar su película, sino la película de Jacques Tourneur, la que este hubiera filmado de haber tenido los medios necesarios para hacerlo. Es largo de explicar, pero si tienes tiempo te lo contaré con todo detalle. Lo único que puedo decirte es que solo hay una mujer en todo el mundo que puede interpretar el papel principal.

—Y esa soy yo —se adelantó Paula con su hiriente tono nasal.

—Eso es —dije—. Esa eres tú. Sin ti no hay película, y conociendo al hombre que está detrás de esto, me parece que eso no va a ocurrir.

—Ya lo veremos —sentenció Paula. Bebió un sorbo de su café, me miró, y entonces hizo un gesto que a partir de ese momento la vería repetir más de una vez: se encogió de hombros, apretó los labios en una sonrisa de ingenua caprichosa y frunció los párpados para añadir frivolidad o descaro a su sonrisa. No era un gesto espontáneo: en realidad, era todo un mecanismo. No sé cuántas horas de vuelo frente al espejo tenía ese pucherito que ella debía de creer atractivo, aunque lo cierto es que para quien no estuviera interesado en enamorarse de ella resultaba de lo más artificioso. Tampoco sé qué quería decir al sonreír así: «Haré lo que me plazca y tendrás que someterte a mis caprichos, por desagradable que te resulte: merezco la pena y lo sabes». Tal vez. Fuera como fuese, lo cierto es que aquello no era más que un farol. Por muy arrogante que Paula pretendiera mostrarse, saltaba a la vista que mi historia le tentaba, sobre todo la idea de ganarse un papel protagonista en una película no gracias a su talento sino por la fuerza de su propia belleza.

Tomamos el café en silencio, mirando de vez en cuando por la ventana, como si en la habitación de al lado durmiese su último sueño el cadáver de un viejo amigo que había sufrido reveses en su fortuna, bancarrotas y una ordalía de celos que le habían llevado a la tumba, tras haber tenido la mala suerte de casarse con esa belleza estúpida y veleidosa a la que ahora yo tenía delante. Pensé que a Rilke no le iba a hacer mucha gracia encontrarse con aquel minúsculo remedo de una Kitty Frances a la que en sus ensueños habría engalanado con la prestancia de una gran estrella, por casquivano que fuera su talento. Conocía los procedimientos de Rilke lo bastante bien como para suponer que en su imaginación Kitty era una mujer de fotogenia irreprochable, corporeidad felina y conversación de vampiresa, uno de esos seres que parecen habitar un mundo de tahúres y hampones en blanco y negro, y no desde luego esa aspirante a belleza reconocida que parecía haber creído desde niña que el cine era una invención destinada únicamente al servicio de su gloria, y que todo lo que el celuloide había forjado hasta entonces, mitos y estrellas, genios y leyendas, había sido con el fin de preparar al mundo para su advenimiento. Pero a medida que fui observándola, empecé a comprender que el carácter de Paula se ajustaba perfectamente a lo que un amante de las series ínfimas hubiera identificado sin rebozo con los aires de cualquiera de las protagonistas de sus cintas favoritas. Mientras iba consumiendo mi taza, advertí que Paula estaba posando para mí, que su forma de mirar por la ventana o sufrir la melancolía irreparable que semejaba comunicarle la lluvia no era más que una interpretación melodramática, un modo de encubrir la escasa empatía que le suscitaba cualquier cosa que mostrase el atrevimiento de no prestarle atención: quizá me equivocaba, pues no la conocía lo suficiente para juzgarla así, pero nada me hacía pensar que fuera su genialidad por descubrir lo que la obligaba a ser sublime sin interrupción, como si día y noche las cámaras del mismo dios que la había creado se obstinasen en retratar la angustia que le producía vivir. Tras apurar mi café, y viendo que aquel encuentro no iba a dar mucho más de sí, le propuse que nos viéramos en uno o dos días, cuando hubiera tenido tiempo de meditar si mi propuesta le convenía. Ella asintió, distraída, y por primera vez desde que nos sentamos concentró en mí su mirada absorta, aunque ahora parecía relumbrar de otro modo, comprensiva y resuelta:

—Seguramente usted cree que no me queda más remedio que aceptar su proposición, ¿no es así? —dijo—. Si ya ha habido una mujer idéntica a mí que no pasó de ser una aspirante a actriz, considerará imposible que yo pueda tener mejor suerte que ella, y que estaría loca de no aceptar su oferta.

—Yo no he dicho eso —respondí, y me vi obligado a repetir la argumentación que había improvisado antes: quizá Kitty Frances murió joven, quizá eligió las amistades menos convenientes, quizá no poseía el suficiente talento, quizá sus facciones no concordaban con los cánones de la época.

—Oh, sí, quizá —replicó Paula, con la expresión anochecida por algo que podía ser tanto resignación como fastidio—. Pero supongo que una gran actriz de hace cincuenta años no dejaría de ser una gran actriz en cualquier época. ¿No?

—Probablemente —repuse, sin saber a dónde quería llegar.

—Sí, probablemente —repitió Paula—. Pero hay una gran diferencia entre ser una gran actriz y ser una auténtica estrella. Una estrella es un rostro —sentenció, con una tristeza que me pareció sincera, e inclinándose despacio sobre la mesa como si preparase la alocución final de una escena memorable, agregó—: y a ese rostro, seamos sinceros, nunca se le ha exigido demasiado talento. De hecho, si hay algo que lo hace diferente es que solo se parece a sí mismo.

 

Qué duda cabe que una observación afortunada no hacía a Paula una chica más lista. Pero había suficientes motivos para que aquella frase me hubiera resultado cuando menos significativa, de haberme parado a meditarla. Podía haber pensado en June Caprice, que a su muerte el mundo confundió con Louise Brooks, o en Swanee Klein, que tenía su doble en una niña pelirroja que vivía en el envés de los espejos, e incluso en Henry Dunn, que ni siquiera se parecía a sí mismo. Pero lo único que pensé fue que Paula sabía exactamente lo que le convenía, y si eso no la hacía inteligente, al menos tampoco la convertía en la idiota que en un principio yo la había supuesto. No dudaba que al día siguiente volveríamos a vernos, pese a que no habíamos quedado en nada firme por culpa de su obstinación en hacerse de rogar, y tampoco dudaba que aquello significaría plegarme a su absurdo juego del ratón y el gato. Al fin, una vez considerase Paula que ya me había humillado lo suficiente, aceptaría hacer aquello que desde el mismo instante en que le hablé de Rilke y su intención de rodar una película había decidido hacer: acudiría conmigo a la mansión del millonario, firmaría su contrato como si con ello nos hiciese el favor de nuestras vidas y daría así el primer paso para convertirse en la estrella que estaba destinada a ser. Según pude apreciar a medida que la fui conociendo, Paula, mejor que nadie, sabía que carecía de talento para ser una auténtica actriz. Era una profesional de las audiciones, una experta en el «no eres lo que buscamos» y el «otra vez será», y después de muchos fracasos ante los que se habría acorazado diciéndose «no te derrumbes», o «no es culpa tuya», o «nadie sabe apreciar tu valía», o «esos mismos tipos que ahora te desprecian pronto correrán a arrodillarse a tus pies», no iba a cometer el error de dejar pasar la oportunidad de su vida, aunque tuviera que desviarse en su camino hacia el éxito por aquella senda inesperada, incluso gratuita, que hubiera resultado descorazonadora para quien no sostuviera la fe que ella tenía en su propia belleza. Y es que Paula no pensaba en sí misma como en un rostro de intachable hermosura, una de esas máscaras vacías sobre las que cualquiera puede volcar sus deseos y reparar sus fracasos. No, Paula pensaba en sí misma como si se tratase de un verdadero icono. Estaba destinada a ocupar las fantasías de los hombres e inspirar los celos de sus esposas, a ser la novia del mundo, eso creía. Opinaba que la vulgaridad de las grandes ciudades, desde Nueva York hasta Tokio, desde Sidney a Estocolmo, desde la provincia más sórdida del mundo a la aldea más pequeña que se pudiera nombrar, quedaría convenientemente corregida si los carteles que anunciaban ilusiones para una sociedad tan maltrecha como la nuestra eran sustituidos por su rostro, al lado de un mensaje que ya no precisaría de demasiado ingenio para vender sus productos. Había nacido para marcar una época, para fiscalizar los sueños de ricos y de pobres, de jóvenes y viejos, de mujeres que no habían tenido la fortuna de nacer con sus facciones y de niñas que muy pronto aprenderían a reinventar su personalidad para parecerse a ella; eso creía. Le importaba muy poco ser recordada por una interpretación memorable de María Tudor o Lady Macbeth. Quería, simplemente, el rostro de una auténtica estrella. Una fantasía que solo se pareciese a sí misma. Eso creía.

Por primera vez en mucho tiempo, aquella noche no dormí en la mansión Rilke. Desde la habitación del hotel Carter, un antiguo matadero de la calle Cuarenta y Tres Oeste regentado por chinos que habían acondicionado sus colmenas para aclimatarlas al ganado humano, empleé el teléfono móvil para llamar a Rilke y comunicarle que no me aguardase esa noche. No quise entretenerme en darle más explicaciones. Por alguna razón, la voz del millonario al saludar desde su aparato me había sonado remota, como si proviniese de un universo vecino, o como si hasta entonces solo la hubiera escuchado en sueños y ahora que la recibía en un mundo que no se dejaba intoxicar por sus fantasías reparase por fin en el veneno que se ocultaba tras su persuasiva amabilidad. Aquella podía ser la voz de un viejo camarada que me había arruinado la vida bajo la advocación de la amistad, o la de un hermano al que me ataba el secreto de un crimen, o la de un hipnotizador que aún no había querido deshacer el embrujo que me exponía a responder a sus órdenes, todo menos una voz ordinaria que uno escuchaba en un mundo también ordinario. Sentí que mis venas se transformaban en pasillos helados. Rilke, quizá sin apercibirse de mi desconcierto, trató de arrancarme alguna respuesta con una pregunta a la que se apresuró en extirparle los interrogantes:

—Eso es que ha encontrado a Kitty Frances —dijo.

No respondí. Me pareció escuchar cómo las paredes de la habitación emitían un ominoso crujido. También, por primera vez desde que lo conocía, percibí el fantasma de una emoción en la voz de Rilke. No creo que se hubiera sentido más asombrado si le hubiera dicho que a quien había encontrado era a un niño que decía llamarse Leonardo Rilke, un niño que vivía en una vieja mansión abarrotada de sus películas favoritas a la que ya no quería volver porque lo único que deseaba era regresar a su casa. Pero Rilke no tenía ganas de jugar. Lo escuchaba respirar angustiosamente, casi entre jadeos, como si estuviera a punto de desaguarse por los orificios del auricular y materializarse en mi habitación, utilizando para obrar aquel milagro algún artefacto de su invención. Me disponía a responderle con alguna evasiva que me permitiese colgar el teléfono cuanto antes, pero Rilke me interrumpió entonces con otra batería de preguntas:

—Es ella, ¿verdad? Es su mismo rostro, es la chica de nuestra foto, ¿no es cierto? ¿No ha podido confundirse con otra persona? Vamos, ¿no es simplemente alguien que le recuerda a ella? ¿Es ella?

Nunca le había encontrado tan agitado, y por un momento tuve que pensar que posiblemente aquella voz ni siquiera pertenecía al verdadero Rilke. Encendí un cigarrillo, y tras cargarme los pulmones con una bocanada de humo expulsé el aire despacio, mientras perdía la mirada en el reflejo que se impresionaba en la pantalla de la televisión. No me gustó lo que vi. Era yo, sentado en el borde de la cama, la cabeza apoyada en la mano que sostenía el teléfono, el codo en la rodilla, flotando en mitad de un espacio que parecía aún más baldío a causa del aspecto de provisionalidad que le conferían un montón de muebles utilitarios, de esos que uno encuentra en la habitación de cualquier hotel dispuestos a adaptarse a la personalidad de sus visitantes, a crear una atmósfera de bienestar temporal o de recogimiento hogareño, pero tuve la aterradora impresión de que me estaba observando a mí mismo a través de la escotilla de un barco sumergido, como si mi espíritu se dispusiera a abandonar un abismo al que solo podía llegarse tras un clamoroso naufragio. Me negué a creer que aquel hombre pudiera ser yo. Parecía demasiado viejo, demasiado roto, demasiado perdido como para poder reconocerme en él.

—Dígame que no sabía que iba a encontrarla —murmuré—. Dígamelo, señor Rilke, dígame que no sabía que ella estaba allí.

—O sea —acertó a musitar el millonario después de una pausa nerviosa—, es ella.

—¿Ella? ¿Y a quién se refiere con ese «ella», señor Rilke? ¿A Kitty Frances, o a Paula Steele?

—Para nosotros es Kitty —dijo sin conseguir disimular lo excitado que estaba—, recuérdelo, da igual cómo se llame.

—No da igual, joder. Se llama Paula Steele. Es la chica de la fotografía. No sé de qué coño va todo esto, no sé ni por qué tendría que fiarme de usted, pero quiero que me jure que no la conoce de nada. Quiero que me jure ahora mismo que no me ha engañado, que no ha hecho nada para llevarme hasta ella.

—Oh —se lamentó Rilke—, no podría jurárselo aunque quisiera. Claro que lo he hecho todo para conducirle a ella, más de veinte años de mi vida viendo películas que todo el mundo repudia, media existencia invertida en conquistar una gigantesca fortuna para doblegar el rumbo de la realidad según mis deseos, incluso un espíritu gigantesco, el de Jacques Tourneur, que me insufla la fuerza de voluntad para acatar mi destino. He hecho todo para que usted llegue a encontrar a Kitty Frances. ¿Tanto le extraña que ahora haya dado con ella?

—No me venga con tonterías —repliqué, cada vez más airado—. Eso no explica nada.

—¿Ah, no? La ha encontrado, ¿qué más pruebas necesita?

Dirigí la mirada al televisor, y me apercibí entonces de que el crujido de las paredes había desaparecido. Dejé pasar unos segundos de silencio antes de responder:

—A quien he encontrado es a una joven que se llama Paula Steele, no a Kitty Frances, y Paula Steele se parece demasiado a la muchacha de la fotografía que usted me dio como para poder aceptar que se trata de otra persona. Y da la casualidad de que la escuela donde la he encontrado está justamente al lado de un café llamado Rushmore. Muy conveniente, ¿verdad? Usted ya sabía que daría con ella, pedazo de cabrón —exclamé, incapaz de reprimir por más tiempo mi repugnancia—. Me ha llevado de aquí para allá como a un idiota.

Pensé que Rilke reculaba, pero solo dijo:

—Veamos, si no me engaño, lo que usted me está diciendo es que he contratado a un montón de genios y a un puñado de valientes tournerianos, a los pocos iluminadores expertos en la luz de los años cincuenta que hay esparcidos en todo el mundo, a operadores de cámara que saben cómo manejar las antiguallas que previamente me he tomado la molestia de rastrear en decenas de anticuarios de Europa y América, a montadores que conocen a la perfección el ritmo de las películas de la RKO, a una compositora que ha trabajado en la reconstrucción de una vieja partitura que ambientó una película perdida del enorme Tourneur, solo para encubrir que le estaba dirigiendo a usted, mi genial guionista, en la localización de una chica a la que yo ya tenía convenientemente localizada, la chica que aparece en la fotografía, ¿no es eso? ¿No le parece absurdo?

La verdad es que me pareció absurdo, pero logré replicar:

—Con usted no hay forma de saberlo.

Rilke rio y dijo:

—Habla usted como si hubiera vendido su alma al diablo.

—No crea que no lo he pensado alguna vez —respondí.

Rilke volvió a reír y colgó, tras una jocosa despedida en la que me animó a creer más en sus fantasías que en las mías, pues, según dijo, a las suyas al menos no las ofendía una lógica tan reprobable como la que parecía regir mi mundo. Yo tardé todavía unos segundos en colgar el teléfono, y cuando lo hice tuve la impresión de que en el suelo se había ido formando un charco de agua bajo mis pies, lo que no supe si achacar a los crujidos que seguían cartografiando el mundo interior de las paredes o al desagradable deshielo que sentía bullirme por dentro.

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