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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 17

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D

urante la fiesta que se celebró por la tarde, para dar a Paula una bienvenida mejor que la oficiada por lo más granado del cementerio, me enteré de que Rilke le había asignado una de las torres del ala oeste, probablemente para distinguirla de quienes desde ese instante no pasaríamos de ser unos humildes artesanos resignados a exprimir nuestro talento a mayor gloria de la verdadera estrella. Aquel torreón siniestro, al que solo faltaba una bandada de cuervos y una luna llena para rematar el acabado lúgubre de sus almenas, había sido bautizado por Rilke con el nombre de Noche en el alma, y en su interior de sombras y misteriosos crujidos la extravagancia del millonario había echado el resto: las puertas que comunicaban con el cuarto de baño y con el pasillo, el elenco de cortinas que retenían el paso de la luz, la percha que se ofrecía con un envaramiento de alférez a los vestidos de su inquilina, las alfombras, la cama, y hasta esos muebles sin empleo aparente que se emboscan en las esquinas como ejerciendo un papel de honrosos secundarios, constituían una fiel reconstrucción del decorado de aquella película de Tourneur en que un espléndido Paul Lukas se afanaba en derruir la cordura de una no menos espectacular Hedy Lamarr. No me sorprendió conocer que Rilke había triturado millones en la adquisición de aquellos artículos de ropavejero, pues ya estaba más que acostumbrado a sus desvaríos y si algo podía esperar de él era el más difícil todavía. Pero sí me llamaba la atención su afán por clasificarnos, por reducirnos a una etiqueta y otorgarnos alguna utilidad secreta en el arbitrario universo de sus taxones. Tal vez me había equivocado al verlo como un portentoso ajedrecista que iba cobrándose las piezas del tablero según caían una tras otra, en el orden que él ya había previsto al iniciar la partida, esa demostración de facultades que como poco lindaba con la clarividencia; quizá había que verlo más bien como uno de esos científicos locos de las películas, cuyo propósito por el momento no pasaba de poner una etiqueta a los especímenes que arrebataba al mundo antes de guardarlos en aquellas fastuosas vitrinas, a la espera de saber qué papel interpretarían en el experimento final.

Pensaba en ello cuando sorprendí a Paula entre la muchedumbre, llevada en volandas por la curiosidad de unos y otros como un barquito en medio de la corriente. Estaba más guapa de lo que la había visto nunca. Tenía el cabello recogido sobre la nuca, presumiendo de la esbeltez de un cuello largo y elegante, diríase que aerodinámico, y se había enfundado un vestido rojo que resaltaba la blancura de su piel, al tiempo que ponía de relieve la deliciosa angostura de sus líneas. Al observarla discretamente desde la esquina en la que había decidido apostarme, rivalizando en sociabilidad con las gárgolas que presidían el jardín, comprendí qué era lo que hacía de ella una mujer diferente al resto. Al igual que Swanee, había nacido dotada de esa distinción que no se aprende en ninguna escuela, tan natural y majestuosa como un arco iris después de una tarde de lluvia. No tenía que hacer nada para destacar del resto. Resaltaba por sí sola, únicamente con estar ahí. Uno no podía por menos de sentir el privilegio que suponía verse al lado de una mujer así, y también yo me dejé invadir por aquella absurda sensación de orgullo al pensar en los siglos de evolución que habían tenido que pasar para que la naturaleza crease algo semejante, desbrozado de los genes de baratillo que servían para la construcción en serie del resto de la humanidad. Y supe entonces que no le había mentido, que pasara lo que pasase cuidaría de ella. Paula acababa de soltarse del abrazo de oso de una chica a la que identifiqué como una de las expertas en interpretación femenina del cine de los años 50, y acto seguido, en una de esas demostraciones de elegancia con las que uno solo puede nacer, rehusó con una sonrisa el vino que alguien trataba de verter en una copa que ya le sobraba de la mano. Reparó entonces en mí, al ir a depositar la copa en una bandeja. Me saludó ensanchando los labios en una sonrisa que rebosaba dulzura, y una vez que consiguió desasirse de quienes pugnaban por atraerla a sus grupos de confianza, probablemente para prestigiarse ante el resto de círculos en que se había dividido la timba de genios, se acercó a mí. En los labios seguía columpiándose esa sonrisa que uno recordaría en su lecho de muerte, antes de que los contornos de la realidad sufriesen un dramático fundido en negro, como la prueba de que había cosas en aquel mundo que desaparecía por las que uno podía sentirse feliz de estar vivo.

—Tengo que darte las gracias —dijo Paula, cuando por fin pudimos rebañar un rincón de intimidad solo para nosotros.

—¿Por qué?

—Por todos los esfuerzos que hiciste para convencerme de que mi sitio estaba aquí —respondió, contemplándome con una mirada de sincero agradecimiento—. Esta mañana estuve a punto de no acudir a nuestra cita, pero ahora me doy cuenta de que hubiera cometido un lamentable error.

Me encogí de hombros y eché un vistazo alrededor, tratando de adivinar qué podría haber visto Paula en aquella gente para creer que la decisión que había tomado por la mañana era poco menos que el acierto de su vida: supuse que el haberse visto convertida en el único foco de atención de la velada tendría la culpa. Pero no podía reprochárselo. Ni a ella ni a los demás.

—Espero que puedas decir lo mismo cuando salgas de la casa —dije, por decir algo.

No había ninguna intencionalidad en mis palabras; en todo caso, eran el aviso, quizá demasiado velado, de que con Rilke velando por nosotros el futuro resultaba aún más imprevisible, y que me sentiría tan feliz como ella de saber que cuando todo acabase los frutos que recogiéramos de nuestra experiencia no serían demasiado amargos. Pero Paula torció el gesto, malinterpretando el sentido de mis palabras.

—Oye —espetó—, ¿qué diablos te pasa? Anoche me parecías la persona más encantadora del mundo y hoy llevas todo el día con una cara que parece que te hayan dado dos semanas de vida. No sé qué te he hecho, pero al menos estaría bien que fingieses que te alegras un poco por mí.

Debí haberme percatado de que durante nuestro viaje a la mansión Paula se habría tomado mi enfado con el mundo como algo personal, pero no me molesté entonces en preocuparme por ello. Con un suspiro de pesar le pedí disculpas, asegurándole que no tenía intención de aguarle la fiesta. Aquello le devolvió la sonrisa a los labios:

—Deberías estar contento —dijo, jugueteando con un botón de mi camisa en un inesperado gesto de coquetería—. Cuando dentro de poco me veas en alguna película, podrás recordar este día y decir: yo estaba allí cuando ella empezó a convertirse en la famosa estrella de cine que ahora es.

Yo también sonreí; aquel optimismo suyo no podía sino resultarme conmovedor.

—Todavía es pronto para echar las campanas al vuelo, Paula —le dije, invitándola a la cautela—. Ya te lo he dicho, si la película llega finalmente a rodarse, nadie nos asegura que no vaya a acabar en un cajón, o que no termine sirviendo únicamente para el entretenimiento de nuestro entrañable mecenas. Aparte del dinero que ganemos, veo difícil que esto pueda hacer mucho más por ti. O por mí.

Paula retiró la mano; me extrañó ver que el gesto distendido que animaba sus facciones se había velado en una expresión de rechazo que no trató de disimular:

—O sea que según tú nunca llegaré a nada —dijo.

—No es eso —le respondí, sorprendido de que, nuevamente, se hubiera visto ofendida por mi comentario—, no me estoy refiriendo a tu talento, sino a esta película. No creo que una producción tan particular como la que Rilke pretende sacar adelante vaya a convertir a nadie en una estrella de cine, ni a mí en un guionista por el que se pegarán los estudios de medio mundo. Me parece una buena prueba de toque para afianzar tu desenvoltura ante las cámaras, pero suponer que esto pueda llegar más lejos quizá sea suponer demasiado.

—¿Eso crees? —replicó Paula—. Un simple calendario de fotos hizo despegar la carrera de Marilyn Monroe, así que imagina lo que el celuloide podría hacer por mí. Además, ya fui elegida entre los estudiantes de cien mil escuelas de todo el mundo por tener el rostro más prometedor del momento, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo —admití—, y no voy a decir que no te lo merezcas, pero también yo fui elegido entre centenares de escritores seguramente con más talento que yo por haber escrito un artículo genial sobre Jacques Tourneur. Y créeme, hasta pensaría que no perdí del todo mi tiempo al escribirlo si supiera que una sola copia de mi artículo está ahora mismo hecha un gurruño en el interior de algún zapato de temporada, y no surcando la mugre de las alcantarillas, que lamentablemente es el lugar que le corresponde.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que probablemente Rilke también estaba detrás del premio que ganaste. No hubo ningún concurso, simplemente te eligió y te puso donde él quería. Él te trajo hasta aquí. No sé por qué hizo pasar tu hallazgo por un milagro, supongo que será por la misma razón por la que vive en esta casa. Quería jugar, hacer creer a su audiencia que la realidad es un material moldeable en sus manos, que su fantasía es tan poderosa que puede incluso afectar al mundo real. Y tal vez Rilke es el primer convencido de ello. Estamos en su mundo y en él las cosas funcionan así. Ya te darás cuenta cuando lleves unos días trabajando a su lado.

Paula me miraba sin pestañear, pero comprendí que no había escuchado nada de lo que le había dicho. El cuerpo se le había envarado bajo aquel vestido tan ceñido que apenas le hubiera permitido respirar, y vi que apretaba las mandíbulas, pálida de ira, como si estuviera contando hasta diez antes de decidir cuál era la mejor respuesta para aquel tipo temerario que se atrevía a menospreciar su belleza.

—Gané porque me lo merecía —replicó por fin. Dijo aquello como la constatación de un hecho incuestionable, que nadie salvo un idiota redomado hubiera osado discutir—. Y te aseguro que no desaprovecharé la oportunidad que ese Rilke ha puesto en mis manos. Hay cosas mucho más sórdidas para llegar a la cima que dejar que la gente te bese los pies.

—Nadie te está besando los pies, Paula. Solo eres una curiosidad. Te miran y no pueden creer que sea cierto que estés aquí. Para ellos no eres más que un monstruo, un muerto que ha regresado a la vida. Ellos ven a Kitty Frances, no quieren saber nada de una tal Paula Steele.

—Y qué —fue la respuesta de Paula, y por la manera en que lo dijo supuse que la frase brotó de sus labios un segundo antes de cruzarme la cara de una bofetada—. Por algo se empieza, ¿no? Y tengo la impresión de que es mejor dar el salto desde donde nadie te vea. De hecho, respóndeme tú a una cosa: ¿fuiste siempre un lacayo o alguna vez llegaste a pensar que eras un gran escritor?

Callé. No me esperaba aquello. Sentí que la sangre me subía a la cabeza, y esta vez fui yo quien tuvo que reprimir el impulso de abofetearla, como a la mocosa insolente que era. ¿Era posible que alguien pudiera pasar de un momento a otro de ángel a demonio, de ocupar el escalón más alto de la creación a hacerlo en el más hediondo? Por lo visto, la respuesta era sí. A Paula mi gesto no le pasó desapercibido, y aquella flaqueza mía le hizo sonreír con la expresión de quien dice: te he vencido.

—Tienes razón, Paula —respondí—. Ganaste porque te lo merecías.

—Eso está mejor —dijo—. Ahora no seas tonto y disfruta de la fiesta. No vas a llevar todo el rato esa carita solo por envidiar a una pobre actriz que nunca llegará muy lejos, ¿verdad?

La sonrisa que empuñaban sus labios se fundió en un gesto de suficiencia que consiguió repugnarme; uno de esos gestos que demuestran que quienes se han acostumbrado a mirar el mundo desde arriba no siempre saben filtrar adecuadamente el oxígeno que enrarece las alturas. Entonces, para rematar su interpretación de niña terrible, se decidió a poner en marcha el mecanismo al completo: encogió los hombros, guiñó los ojos, frunció la sonrisa, y por un instante llegué a pensar que era cierto y Paula llegaría a convertirse algún día en una auténtica estrella. Aún no sabía si era o no una buena actriz, pero estaba claro que rebosaba el orgullo de saberse única, lo cual se me antojaba el camino ideal para llegar a serlo. Me la imaginaba ante periodistas encumbrados asegurando: «Lo amo», «es el hombre de mi vida», «si él lo desea me retiraré de los platós y le daré un montón de hijos para aumentar la felicidad de nuestro hogar», acerca de algún infeliz al que fuera de los focos mortificaría con sus caprichos, alguien cuya cordura ella podría derribar solo con decirle: «Sé qué hilo debo mover para hacerte daño». Incapaz de reaccionar, me quedé mirando cómo Paula me volvía la espalda y se mezclaba de nuevo entre la gente, allí donde las palabras, por mucho que algún necio se empeñase en contrariarla, no perturbasen su convicción de que el mundo tenía los colores exactos con que a ella le gustaba contemplarlo.

Dejé en una mesa la copa que, sin saber cómo, había llegado hasta mis manos, consciente de que no habría mejor momento que aquel para retirarme a la habitación, y evitando a un grupo de borrachos me deslicé por la puerta que daba a la cocina. Al menos allí podía contar con unos minutos de soledad. Lanzando un suspiro, extraje el último cigarrillo que me quedaba de un paquete de Marlboro arrugado, pero justo cuando me disponía a encenderlo oí detrás de mí una voz severa que me amonestó por mi atrevimiento:

—No permito que se fume en la cocina.

Me giré, sorprendido. Vi que la criada estaba sentada en una sillita bajo un emparrado de sombras, ataviada con unas gafas que aumentaban el tamaño de sus ojos, confiriéndoles un aspecto grotesco, como de peces globo. Guardé el cigarrillo de nuevo, sin poder ocultar mi azoramiento:

—Por un segundo lo confundí con uno de esos bandidos que han tomado el salón —dijo la anciana—. Me alegra ver que es usted.

—¿Se alegra? Es curioso, yo pensaba que no le era demasiado simpático.

—Así es —repuso ella como si asestase un mazazo—, pero entre todos los maleantes que ocupan la casa, usted es el único al que alcanzo a tolerar. Al menos aún no lo he categorizado así: como maleante.

Esbocé una sonrisa irónica al agradecerle aquella deferencia, y por pura curiosidad le pregunté por el libro que tenía en el regazo. La vieja se despojó de las gafas, y echó un vistazo al libro como si hasta ese momento no hubiera reparado en él.

—Oh, no es nada que pueda interesarle, solo una de esas viejas noveluchas de amor que hasta una pobre vieja iletrada como yo podría entender. A usted seguramente se le antojaría una bagatela.

—Probablemente. En realidad, desconfío un poco de las historias de amor.

—A mí, en cambio, me gusta mucho leerlas —dijo, sin poder evitar que un poso melancólico asomase a su voz—. Al fin y al cabo, uno siempre prefiere viajar a los países donde todavía no ha estado —tras aquella declaración intempestiva, que le hizo conjugar una sonrisa triste, la anciana cambió bruscamente de tema—. No le está gustando mucho esta fiesta, ¿verdad?

Me observó con una atención que hasta entonces solo le había visto prestar al riguroso orden que dedicaba a la casa. Reconocí que no, pero agregué que no era solo la fiesta lo que me disgustaba: sencillamente, me desagradaba todo lo que había sucedido desde que llegué allí. Empecé con aquel comentario, donde creía haber resumido el abultado equipaje de recelos, sinsabores y decepciones que había ido acumulando desde que respondí a la llamada de Rilke, pero enseguida me di cuenta de que aquello no era más que la llama que necesitaba para que prendiese todo lo que llevaba dentro, y entonces me permití explotar: falta de dinero, falta de talento, falta de suerte, y alguien por encima de todo que había sabido sacar un buen provecho de ello. No paré en un buen rato, y tras aquel arranque confesional sentí que me iba embargando una imprevista sensación de alivio, despojándome de aquella rigidez que, sin apenas ser consciente de ello, me mantenía envarado de la mañana a la noche, y probablemente incluso en mis sueños. Me derrumbé en una silla, sin fuerzas, mientras dejaba escapar un hondo suspiro. La anciana se levantó, depositó el libro en una mesita y preguntó:

—¿Té?

Negué con la cabeza. Con un ademán tenso, casi dolorido, que nada tenía que ver con la desenvoltura con que servía las mesas, la mujer sacó una tetera abollada de una de las gavetas y unas bolsitas de un recipiente de cristal, y luego procedió a encender un pequeño hornillo. Al verla trastear reparé por primera vez en sus manos, largas y nudosas, amarilleadas como un periódico viejo.

—¿Sabe algo? —dijo—. El señor Rilke siempre mostró un gran contento con usted. Incluso antes de tenerlo en la mansión. Le agrada mucho advertir que a su lado sobran las explicaciones, él se sabe entendido sin necesidad de insistir en ese intercambio que le resulta engorroso. Lo comprende usted tan bien que lo ha llegado a considerar un igual. Eso es mucho más que un halago, viniendo del señor Rilke. Ya ha podido comprobar que no es ni de lejos un ser corriente.

—He comprobado muchas cosas estando a su servicio —respondí—, y supongo que he aprendido a lograr que nada en torno a Rilke me sea ajeno.

—Créame si le digo que me gustaría que fuera así —dijo la anciana, cortante. Miró consternada la tetera que aún tenía en la mano, como si aquel utensilio acabara de caer del cielo y se le antojara una herramienta incomprensible, fabricada por alguna inteligencia superior. En un rapto de inspiración, llenó la tetera de agua y la depositó sobre el hornillo.

Una vez más, interpreté sus palabras como una velada insinuación de que aún había algo que se me escapaba.

—¿Está tratando de decirme algo? —pregunté.

—Oh, señor, ¿ve? —se molestó la anciana. Sacudiendo con pesar la cabeza, regresó quejumbrosamente a la silla—. De veras que es una lástima. No imagina lo mucho que desearía que me comprendiese tan bien como comprende al señor Rilke. No, querido, no intento decirle nada. No soy nadie para hacerlo. Si prefiere verlo de esta forma, digamos que no sé nada y prefiero que las cosas sigan así. Sé que para usted, como para los vándalos que han tomado el jardín, yo soy un completo misterio. Ven en mí un fantasma, y en el fondo está bien que así sea, pues mi trabajo es ese: ser un fantasma. Aparezco y desaparezco, entro y salgo, pero no hago otra cosa que repetir los mismos pasos una vez y otra, si quiere, los pasos que di en otra vida. Como un fantasma. Pero de vez en cuando me niego a admitir que estoy muerta, y entonces mi angustia cobra una forma que incluso los vivos pueden sorprender: lloro, golpeo las paredes con los puños, grito hasta desgarrarme por dentro. Pero enseguida comprendo que eso no vale de nada, que mi condición es la de estar muerta, así que sigo muerta. No puedo hacer nada, ni por los vivos ni por los muertos. Eso es todo. ¿Quiere pensar que soy leal, que hablo para mentir, que lo engaño deliberadamente porque alguien me ordena hacerlo? Bien, he sido leal de muchas formas. Hace siglos, en Alemania, cuando era una niña, me obligaron a trabajar en la casa de un poderoso dirigente del Partido Nacional Socialista. Tenía que cocinar para el hombre que había matado a mi padre. Pero le fui leal a él y luego fui leal a mi padre, aunque de un modo que aquel asesino no esperaba, por más elocuente que fuese la hoja que asomaba de su garganta. Ya ve, hay diferentes formas de ser leal. Ahora, en cambio, la lealtad que otorgo a los asuntos del señor Rilke es la misma que un fantasma otorga a los muros que le prestan amparo. Me permite seguir manteniendo de vez en cuando la certeza de que estoy viva, aunque la mayor parte de las veces no me quede otro remedio que admitir que estoy muerta.

—Dudo que Rilke la vea así —dije, por decir algo—. Nunca he visto que la trate como a una simple criada.

—Tal vez porque yo no soy su criada —espetó la anciana, alzando majestuosamente la barbilla—. Tal vez sean todos ustedes nuestros invitados.

Desvié la mirada a otra parte, sin saber qué decir. Se hizo entre nosotros un silencio glacial, que solo fue desmantelado por el silbido de la tetera. La anciana sirvió una bolsita de té en una taza blanca y, tras levantarse con un bufido cansado, vertió en ella el agua de la tetera. Apenas lo dejó reposar unos segundos. Se sentó de nuevo y tomó un sorbo de aquella bebida humeante sin inmutarse, con el mismo aplomo con que podía imaginarla rebanando el cuello de un gerifalte nazi:

—Sí, a veces estoy viva, y hago cosas de vivos. Bebo mi té, leo un libro, me lamento ante los extraños. Hoy mismo, cuando lo vi llegar a la casa, deseé con todas mis fuerzas que esa pobre chica que trajo con usted cruzase una mirada con la mía. Que levantase la vista y me viese allí, asomada entre los visillos del torreón, observándola. Sabía que si lo hacía saldría corriendo, como si hubiera visto un fantasma. Tardé más que nunca en arreglar su habitación, a sabiendas de que aquello contrariaba las órdenes del señor Rilke. Me sorprendió darme cuenta de que, más que nada en el mundo, deseaba encontrarme con ella.

—¿Por qué?

La anciana se encogió de hombros:

—Como le he dicho, supongo que no estoy del todo muerta. Es una muchacha muy bella, ¿verdad?

—Lo es —admití.

—Sí, sí que lo es —aprobó la anciana, con una sonrisa soñadora en los labios—. Yo también fui tan hermosa como ella en otro tiempo, ¿sabe? Oh, no me mire así, cualquiera diría que me está juzgando. Una mujer es siempre una mujer, da igual la edad que tenga. Apréndalo bien o por mucho que usted crea amar a las mujeres que pasen por su vida jamás llegará a tenerlas del todo —hizo una pausa valorativa y asintió para sí, como reconociendo que en esos asuntos las palabras no servían de mucho, que aquel era un talento con el que se nacía o no se nacía—. Pero la belleza puede ser espantosa —prosiguió—. Muchas veces deseé nacer con otra cara y otro cuerpo, sobre todo si para lo único que servían era para que un montón de brutos solo desearan resollar sobre mí. Tenía doce años y el mundo entero estaba en guerra. No era una época en la que se pudiera pensar que la belleza servía para algo, y desde luego a mí no me había traído nada bueno. Pero aquel mundo parecía haberse dado la vuelta, como un calcetín, y en un lugar así hasta la belleza podía interpretarse como algo horrible.

—Afortunadamente, los tiempos han cambiado —dije, incómodo por tener que saber más de la intimidad de aquella anciana de lo que hubiera querido—. Y a Paula su belleza sí que parece haberle servido de algo.

—¿Eso cree? —se acercó la taza a los labios, pensativa, y me dedicó una mirada absurdamente desvalida sobre el borde de la taza—. ¿Piensa usted que es una buena chica?

No pude por menos de sonreír.

—¿Acaso Rilke pretende casarse con ella?

—No sea ridículo —me reprendió la anciana—. Respóndame, ¿lo es?

—Si le digo la verdad, no lo sé. Quizá es demasiado egoísta como para serlo. Mi impresión es que pertenece a esa clase de personas que necesitarían una catástrofe para darse cuenta de que el mundo no es un decorado hecho exclusivamente para sus pesares y caprichos. Y digo una catástrofe, algo que cada mañana les obligara a recordarse ante el espejo que todos sus actos tienen consecuencias, los buenos y los malos. Sobre todo los malos.

—¡Oh, no diga eso!

Para mi asombro, la anciana se levantó de un respingo, como si un ratón le hubiera pasado entre los pies, haciendo que la taza se tambalease y derramara parte de su contenido sobre la mesa.

Retorciéndose las manos, se dirigió a la ventana que asomaba al jardín, dejándose perfilar por la luz de melaza que elaboraban desde los árboles unos farolillos de papel.

—Lamento si la he molestado —me disculpé, aun a sabiendas de que en aquel comentario banal no podía haber nada inapropiado—. Créame que solo quería...

—Perdóneme —atajó la anciana—, no es culpa suya. Es solo que a veces usted me asusta. Cuando habla es como si oyera hablar al propio señor Rilke.

Aquel comentario estuvo a punto de hacerme soltar una carcajada.

—No crea que me halaga mucho la comparación —dije.

—Usted no sabe lo que yo sé —atajó la anciana, como si estuviera defendiéndolo de algún insulto—. El señor Rilke siempre fue el ser más adorable del mundo. De pequeño solía decirme que cuidaría de mí cuando yo ya no pudiera cuidar más de él, y jamás ha faltado a su promesa. Era un muchachito inteligente y sensible, lleno de fantasía. Prácticamente yo era su única compañía cuando pasaba los inviernos con su madre en Alemania. Traía del otro lado del Atlántico los juguetes que le hacía su padre, y a él le encantaba abrirlos y reconstruirlos de otra manera, crear sus propios muñecos a partir de las piezas que su padre había unido pacientemente, en aquella cabañita de Virginia que yo siempre imaginaba rebosante de artilugios fantásticos, elaborando desde los baúles sus ruiditos mecánicos. Algún médico poco sagaz llegó a decir que aquella era la manera en que el niño mostraba su rechazo a las normas establecidas, representadas en la figura del padre, al que culpaba por obligarle a vivir en América, cuando siempre deseó vivir en la vieja Europa, y en particular allí, en aquel pueblecito eternamente nevado. Pero bueno, supongo que siempre hay alguna oportuna cabeza de turco a la que señalar cuando uno decide no seguir el camino trillado, ¿no cree?

Qué podía decir. Estaba demasiado consternado hasta para abrir la boca. Tomé una bocanada de aire y la solté lentamente. Las palabras de la anciana me habían hecho recordar el paseo por el circo de Rilke, aquel laberinto de cavernas donde el millonario conservaba las imágenes de su supuesta vida pasada, las mismas que probablemente en aquel momento la tierra seguía reproduciendo allá abajo para nadie; recordé la sorpresa que me produjo ver a aquella anciana veinte años más joven, velando los juegos de cierto niño solitario que Rilke decía que era él, un niño que solo se parecía a Rilke en el origen que tenían sus juguetes, aquel detalle de su pasado que aparentemente no era lo único que ambos niños compartían.

Sentí algo helado aposentándose en mis huesos.

—Así que la historia de Tourneur es mentira —musité.

La anciana alzó las cejas, pillada por sorpresa ante aquella inexplicable asociación de ideas.

—¿Por qué dice eso?

—Amerika —murmuré, paladeando cada sílaba—. Ese es el pueblecito al que Rilke acudía cada invierno para visitar a su madre, ¿verdad? El mismo en el que Tourneur conoció a Kitty Frances, el mismo en el que se retiró June Caprice después de simular su muerte. ¿Verdad?

—Creí que a estas alturas usted ya lo sabría. ¿Qué tiene eso que ver con que la historia de Tourneur sea mentira?

—Todo —dije, en un susurro que dejaba traslucir mi consternación, si no mi rabia—. Me parece que en la vida de Rilke ya hay demasiadas casualidades como para pensar que esto también lo es.

—Puede ser —replicó la anciana—. Quizá tenga usted razón y la historia de Tourneur sea mentira. O quizá el señor Rilke descubrió aquella anécdota y eso lo animó a creer que había algo más profundo detrás de esa historia, en el hecho de que alguien hubiera sido tan dichoso como él en el mismo pueblecito donde pasó los momentos más felices de su vida. No es tan raro.

—Pero ni usted misma se va a tragar eso, ¿verdad?

La anciana me miró, desafiante. Pero no dijo nada.

—¿Sabe una cosa? Nunca dejo de tener la impresión de que hablar con usted es como meterse en una conversación empezada. Siempre estoy a la espera de que me diga cuál es el dato que me falta, y tengo que confesarle que la sensación que me produce no es demasiado agradable.

—Nunca ha sido mi intención hacerle sentir así —replicó.

—Entonces dígame qué es lo que no sé. Olvídese por un momento de las órdenes de Rilke y dígamelo de una vez.

—Usted ya lo sabe —dijo—. El problema es que aún no sabe que lo sabe.

—Váyase al cuerno —repliqué—. Ahora es usted la que habla como Rilke.

La anciana sonrió de nuevo, pero era una sonrisa resignada, como si se dispusiese a amonestar a un alumno en el que hubiera depositado una montaña de esperanzas que este se obstinaba en derribar con su conducta caprichosa; luego, con esa expresión resuelta de los ancianos que se saben transitando las últimas revueltas del camino, volvió la mirada hacia aquel jardín enharinado por la luz tenebrosa de los faroles:

—Creo que ya se lo he dicho antes —murmuró—. Soy una muerta. Pero cuando no lo soy, tampoco necesito que el señor Rilke me ordene nada para saber lo que debo decir o no. Lo conozco mejor de lo que me conozco a mí misma como para tener que hacerlo. Haga lo que haga y diga lo que diga, nunca podría esconderse de mí. Después de todo, eso es lo que ocurre cuando solo tienes ojos para el amor de tu vida.

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