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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 18

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Febrero, 8. 1949.A Christiane Virideau. Todo lo que digo parece en vano, y todo lo que pueda decir, infructuoso: aun así, me aferro al barco naufragado de mis esperanzas, antes de que estas se hundan para siempre. ¿De modo que nunca fuiste feliz a mi lado? ¿Nunca, en ningún momento, te sentiste así?¿No hubo entre nosotros ninguna señal de afecto, del más cálido y recíproco cariño? No me malinterpretes, no niego el estado mental en que me encontraba entonces, pero tú conoces las causas, ¿y acaso esos momentos que interrumpían nuestra paz no iban precedidos por el reconocimiento de mis culpas y mi arrepentimiento?¿Y esto último no es lo que ocurrió más a menudo? ¿Y no teníamos al separarnos todas las razones para creer que nos amábamos el uno al otro, que nos encontraríamos de nuevo? ¿No rebosaban de amor tus cartas? ¿No te he reconocido todas mis faltas y mis insensateces, y no te he asegurado que jamás se repetirían?...

 

 

D

esde la cama, imbuido de ese recogimiento que solo puede expresarse en la madrugada, la vi llegar.

Era la noche de los locos, los insomnes y los poetas. Sobrevino lentamente, iniciando desde el oeste su feroz asedio al reino de la luz, que una vez más retrocedía tras las montañas y allí, donde nadie podía verlo, postraba su ilusorio cetro en una agonía de camaleón. Solo entonces, derramada aquella sangre de payaso, destruida esa claridad engañosa que hace que el universo parezca un lugar diáfano y explicado, envolvió bajo su estola los contornos de las cosas para conjurar sobre el mundo el único cielo que no mentía, ese enigma milenario que contenía todos los restantes engimas pero que la humanidad, pese a haber puesto un pie en la Luna o haber atisbado el germen de la existencia, aún no había sido capaz de desentrañar por completo. Contemplé aquel cielo en silencio, admirando la majestuosidad con que presidía la noche, sabiendo que allí se encontraba la prueba de la inmortalidad del alma o de la inexistencia de Dios, pero que eso era lo más cerca que el hombre, al menos en vida, iba a estar jamás de la resolución de sus enigmas. Y no pude por menos de esbozar una sonrisa irónica, porque tal vez incluso aceptar aquello era más sencillo que tratar de entender todo cuanto había convulsionado mi vida durante los últimos días, cosas tan cotidianas como una ruptura amorosa o el saberme títere de las circunstancias, pero que en aquel momento me infundían una preocupación mucho mayor que saber si había un buen motivo para ese cambio de guardia en el firmamento, si realmente existía vida en Marte o cuál era el destino que aguardaba a mi alma una vez se abriese para mí el oscuro portalón de la muerte.

Fatigado, me levanté de la cama y encendí la luz. Estaba muerto de cansancio, pero dentro de mí el insomnio no dejaba de hacer brotar sus flores nerviosas. Intenté calmarme sentándome ante la mesa, repasando mis notas, hojeando el cuaderno donde había escrito parte del guión. Nada de eso surtió efecto. Finalmente, cuando logré apoderarme de un vestigio de tranquilidad, releí algunos pasajes de las Cartas del divorcio editadas por Rilke, en particular la carta del 8 de febrero de 1949, a la que por más de un motivo empecé a dedicar una atención diferente a la que prodigaba al resto:

 

...No te pido que me respondas estas preguntas a mí, sino a tu corazón. Muchas de las cosas que cuentas en tu última carta sugieren un trato que me veo incapaz de infligir, o de que se me impute... No es justo, pero no te reprocho nada, ni tengo el deseo de encontrar motivos para ello. Espero verte, necesito verte, cuando y donde quieras, en presencia de quien desees: la entrevista no te comprometerá a nada, y no diré ni haré nada que pueda inquietarte. Es una tortura hablarnos así, y aún hay cosas por aclarar y decir más allá de lo que pueda acoger una inútil carta. Dices: «He decidido juzgar qué hay de indigno en mí». ¿Te he juzgado yo así? ¿Me he expresado así ante ti, o sobre ti ante otros? Has cambiado mucho en estos veinte días; de otro modo, jamás hubieras vertido tanto veneno en tus afectos, ni pasado sobre los míos de esa forma.

 

No solo yo había visto la silueta de Rilke perfilándose en las líneas de aquella selección de cartas, pero ahora sus rasgos se habían vuelto tan nítidos que hasta podía verlo gesticulando teatralmente hacia mí, tratando de hacer notar su derrotada presencia entre las líneas que sembraban de sollozos las páginas de su libro. Podía ver su expresión convulsa al aseverar: «Me aferro al barco naufragado de mis esperanzas, antes de que estas se hundan para siempre». Podía verlo a punto de romper en lágrimas al lanzar al viento de la madrugada, o cualquier otro momento hecho para acoger los lamentos románticos, aquella pregunta lastimera: «¿Y no teníamos al separarnos todas las razones para creer que nos amábamos el uno al otro, que nos encontraríamos de nuevo?». Podía verlo derrumbándose pesadamente sobre sus rodillas, incapaz de resistir más golpes, con el alma tumefacta y las fuerzas justas para musitar: «Es una tortura hablarnos así, y aún hay cosas por aclarar y decir que no pueden ser escritas». Y finalmente lo veía incorporarse resignado, para abandonar la escena con las manos vacías y al menos un veredicto claro, aunque inútil: «Has cambiado mucho en estos veinte días o jamás hubieras vertido tanto veneno en tus afectos, ni pasado sobre los míos de esta forma». Era Rilke, sin duda. Todo lo demás podía ser Tourneur, pero Rilke era aquel tipo terriblemente angustiado que ansiaba recibir una respuesta, comprender cuál era el agravio que había cometido, pues cualquier cosa era mejor que admitir que hay rostros que se vuelven irreconocibles aunque a los ojos del resto del mundo sigan pareciendo el mismo rostro. ¿Pero a quién demandaba una explicación? ¿A quién le estaba gritando: «Deberías morirte, esto es lo que me has hecho»?

Yo lo sabía, sí, aunque, como había dicho la anciana durante nuestra conversación en la cocina, no sabía que lo sabía. Esa noche, sin embargo, iba a llegar al fondo de la verdad. Era la noche de los locos, los insomnes y los poetas, y en aquel momento yo era las tres cosas a la vez. Espoleado por un incongruente optimismo, tomé mis cuadernos, acerqué la mesa a la ventana y, dejándome inundar los pulmones con el relente nocturno, me dispuse a escribir. Y a medida que avanzaba, tuve la sensación de que cada palabra contaba, que todo iba adquiriendo la forma que debía adquirir: mi relación con Swanee, la ascensión y caída de June Caprice, la locura de Mary Pickford, incluso la del propio Rilke, todo, absolutamente todo, empezó a emerger de una manera brusca pero contenida, como una explosión controlada, convocando un mundo redondo y sin fisuras, que parecía haber estado siempre ahí, aguardando pacientemente a que alguien lo arrancase de su universo de sombras. Ahora incluso me resultaba indiferente si la película acababa por filmarse o no. Me fascinaba aquella historia, me sentía una parte de ella, y aunque no llegara a existir más allá de aquella montaña de páginas que iba apilando a medida que las horas pasaban y la luz de una alborada triunfal se colaba entre las cortinas, aunque todo terminase ahí y Rilke renunciase a rodar su película, para mí era exactamente igual a como si la hubiera vivido. Y al fin y al cabo, eso era lo que había sucedido.

Rilke tenía ahí su historia. Estaba él, el hombre que había sufrido por una mujer y había perdido la cordura. Estaba Jacques Tourneur, estaba Val Lewton, estaban todos y cada uno de aquellos viejos actores y directores repelidos por un nuevo modo de hacer cine al que ya nunca lograrían adaptarse. Estaba yo, estaba Swanee, estaba June Caprice. Y también, aunque aún no podía saberlo, estaba Paula. Había estado ahí siempre, daba igual con qué rostro: el suyo, el de Kitty Frances o el de la propia Swanee; pero yo había estado demasiado ciego como para darme cuenta. Estaba ahí y la atrapé. La serví en bandeja para lo que vendría después.

 

Cuando pienso en ello me doy cuenta de hasta qué punto Rilke jugó conmigo. Muchas veces he recordado todo aquello intentando saber cómo lo hizo, cómo logró conducirme hasta donde él quería que llegase sin que yo apenas reparara en ello, para luego hacer algún pase de manos y dirigirme a un nuevo lugar en el que todo lo que sucedería ya había sido previsto por él. Hay cosas que ignoro si ocurrieron por casualidad o porque él ya lo había determinado así, situaciones que aún no entiendo y que seguramente no entenderé jamás. Que llegase a estar cerca de la verdad tampoco sirve de consuelo. Salvo por la forma en que había decidido recrearla, la historia que escribí en Amerika explicaba tanto el pasado de Rilke como el contenido de sus planes con una fidelidad pavorosa, pero, naturalmente, yo no podía saberlo. De haberlo hecho, solo hubiera necesitado tirar de un hilo y el millonario se hubiera visto obligado a confesar la verdad, aceptar la derrota y revelar cuál había sido su juego. Porque en el fondo aquello no era otra cosa sino eso: como jugar a un juego del que yo no sabía una sola regla con una mano que solo cuando Rilke descartase la suya demostraría ser, incluso por puro azar, la mano ganadora.

A Rilke le fascinó el nombre de mi protagonista: Alice Riddle. Me preguntó si la había llamado así buscando el juego de palabras, pues, por supuesto, el nombre de Alice Riddle no se parecía solo por casualidad al de Alice Liddle, la niña que inspiró a Lewis Carroll el personaje principal de Alicia en el País de las Maravillas. Yo le contesté como otras veces Rilke había contestado a mis preguntas: no hay casualidades, dije. Todo está atado y bien atado. Si Alice Liddle había sido forzada a atravesar un espejo, aquí no iban a faltar espejos que cruzar.

La acción daba comienzo en el jardín de una casa de campo, susurrante de árboles a los que la brisa encorva sobre una laguna, como invitándolos a contemplar su reflejo. Imaginaba que esa escena habría sido muy del gusto de Tourneur, pues si algo había convertido en su sello personal era la atracción por aquellos espacios naturales con que arrancaban sus películas, vastos, bucólicos e inquietantes de tan diáfanos, como ofreciendo al espectador un ficticio remanso antes de apagar la luz y adentrarlo en el bosque. Como el discípulo abnegado que era, supuse que Tourneur se habría recreado unos instantes en la ondulación de las aguas del lago, en los árboles mecidos por el viento, antes de atender a los murmullos de fondo e ingresar en el jardín. Allí, bajo el entoldado de unas sombrillas blancas donde tiene lugar una merienda campestre, tres mujeres le piden al hombre que las acompaña, un psiquiatra de mediana edad, que les relate la historia más extraña que haya vivido con alguno de sus pacientes. No tiene que ser ni la mejor ni la peor, solo le piden que resulte extraña. El hombre reflexiona unos segundos, mientras, al más puro estilo del psiquiatra de manual, carga pensativamente la cazoleta de su pipa. Al rato, cuando con un atribulado encogimiento de hombros empieza a lamentarse de que le cueste tanto esfuerzo recordar algo que su trabajo le ha planteado sin duda dos veces de cada tres, un estrépito procedente del sendero sobresalta a las tres mujeres. Al dirigirse hacia la mesa, la criada ha tropezado con una de las piedras que vertebran el camino entre el jardín y la casa, haciendo caer la bandeja que acarreaba. La visión de la bandeja hace fruncir el ceño al hombre cuando repara en el espejo que recubre su superficie, roto en varios pedazos. Consternada por su torpeza, la criada balbucea una disculpa, las mujeres se apresuran a excusarla, más preocupadas por ella que por el lamentable estado en que ha quedado el servicio, y cuando las cosas al fin se apaciguan y el grupo al completo retorna a la mesa, el meditabundo psiquiatra se lleva la pipa por última vez a la boca y decide que sí, que sin duda puede contar una historia.

La historia que relata el psiquiatra empieza con una niña y un espejo. La niña, cuyas delicadas facciones están enmarcadas por una de esas melenitas rubias y sedosas que parecen irradiar una aureola en las películas de época, se llama Alice Riddle, aunque el mundo entero la conoce como Alice Lovely —excepto en Francia, donde ha sido rebautizada con el incongruente nombre de Alice Lamour; incongruente, al menos, para tratarse de una niña de ocho años—, y es la estrella infantil más cotizada del momento. El año es 1927, el lugar, una de las mansiones que la actriz Mabel Normand posee en las estribaciones de la colina de Hollywood. Hasta la habitación donde encontramos a Alice llega el alboroto de la fiesta con la que Mabel Normand celebra el reciente éxito de Un corazón para cada destino, la última película de la pequeña, que ya amenaza con desbancar del primer puesto de la taquilla a la mismísima Mary Pickford con su aplaudida Mi chica favorita. De modo que en realidad no sabemos si Mabel Normand estará celebrando el éxito de la niña o los primeros despuntes del declive de su máxima rival en las pantallas. De hecho, y pese a que la fiesta pretende ser en su honor, Alice se aburre soberanamente en ese mundo de adultos en el que a lo mejor hasta encajaría si los batidos de fresa tuvieran los mismos efectos que parecen tener los brebajes que abarrotan el velador. Por eso ha preferido retirarse del enorme salón con piscina en el que ha vegetado las últimas cinco horas, antes de que a alguien se le ocurra lanzarla al agua, y subir discretamente a las habitaciones superiores para ir al encuentro de su mejor amiga. Y parece que la decisión ha sido todo un acierto, a juzgar por la imagen que vemos reflejada en el espejo: dos niñas parloteando alegremente en ese duplicado de la habitación que dibuja el cristal, sentadas en el suelo junto a un conejo de color rosa que pasa de unas manos a otras con entrañable docilidad. Pero la niña con la que juega Alice no está allí. Lo sabemos porque un joven disfrazado de oso, con quien Alice ha protagonizado alguna película, irrumpe tambaleándose en el cuarto en un revuelo de carcajadas, asido al brazo de una jovencita envuelta en lentejuelas, y al sorprender a Alice ante el espejo y excusarse por la interrupción con una divertida reverencia, mira con extrañeza a un lado y a otro del cuarto y le pregunta: «¿Con quién estabas hablando, Alice?». A lo que la niña responde: «Con la otra Alice». La respuesta asombra al joven, que simplemente se encoge de hombros, antes de cambiar una mirada con su carabina y cerrar la puerta con un nuevo murmullo de risas. Alice se vuelve entonces hacia el espejo, pero, para su decepción, la otra Alice ya no está allí. Por hacer algo hasta que su amiga decida visitarla de nuevo, se entretiene en contemplar las fotografías que ilustran las paredes del cuarto, todas ellas pertenecientes a estrellas famosas, Mabel Normand, W. C. Fields, Louise Brooks, incluso ella misma, Alice Riddle, vestida con el disfraz de princesa que llevó en Tramps & Bugles, una versión libre de El príncipe y el mendigo de Mark Twain. Al rato, viendo que la otra Alice no parece tener intenciones de regresar, la niña decide abandonar también ella la habitación. Le gustaría volver a casa, pero no es capaz de encontrar a su madre entre la multitud que anega el salón. Con un suspiro resignado, Alice abandona el lugar evitando tropezarse con los borrachos que bailan atropelladamente alrededor de la piscina, desciende la escalera de piedra hasta el inmenso jardín donde se desaguan sus peldaños y se detiene junto a una fuente de aguas susurrantes que la luna ha cubierto con su estola de plata. Un golpe de viento le mece los cabellos y levanta con dedos juguetones el vuelo de su falda. Cuando, apoyando el piececito en un adoquín, se dispone a inclinarse sobre la fuente, una mano pálida se acomoda de pronto sobre su hombro, al tiempo que le interpela una voz extrañamente aflautada, como la que hubiera afectado a Peter Pan si aquel niño incapacitado para vivir entre los adultos se hubiera visto obligado a crecer:

—¿Te aburres, Alice?

Alice se vuelve ligeramente, mira al hombre que acaba de irrumpir de entre las sombras y, encogiéndose de hombros, dice:

—Un poco. ¿Y tú?

—Sí, debo reconocer que yo también —replica el recién llegado con un bufido de hartazgo—. ¿No te parece que los mayores son gente muy aburrida?

Alice se ríe, volcando la cabeza hacia atrás y balanceando ligeramente el cuerpo, aferrada con las manos al pretil de la fuente:

—¡Pero tú también eres mayor! —exclama.

—Por favor —finge asustarse el hombre —, no lo digas tan alto, arruinarás mi carrera.

Alice vuelve a reír, esta vez con más ganas, y por un momento el hombre la acompaña con una risa que también parece la de un niño, al igual que su delgadez de junco y esas graciosas pecas rojizas que se diseminan alrededor de su nariz. Pero de pronto su rostro se torna repentinamente serio, atajando la carcajada en seco:

—Tengo una idea, ¿por qué no vienes conmigo? Me gustaría enseñarte algo.

—¿El qué?

—No puedo decírtelo, Alice. Si te lo digo, dejará de ser una sorpresa, ¿y dónde se ha visto una fiesta sin sorpresa?

—¡Oh! —prorrumpe Alice, radiante de felicidad—. ¡Una sorpresa! ¿Puedo llevar a Mr. Dumbs conmigo? ¿Puedo?

El hombre parece envararse un momento al oír aquel nombre, que le hace pensar en un primo subnormal o un criado sordomudo, y un tanto confundido solo acierta a preguntar:

—¿Mr. Dumbs?

—Mr. Dumbs, mi conejo de color rosa. En realidad se llama Mr. Bun, pero es tan torpe que me he acostumbrado a llamarle así. «Mr. Dumbs, vas a hacer tropezar a la señora Howard... Mr. Dumbs, no está bien estropear los arriates del jardín... Mr. Dumbs, si te quedas ahí parado los demás conejos se van a comer tus zanahorias...». Siempre tengo que estar cuidándolo, de lo contrario se metería en más de un lío. Lo dejé en la habitación de invitados, que es donde la señora Normand me ha dicho que dormiré esta noche. ¡No tardaré ni un minuto en recogerle!

—¿Sabes qué, Alice? —replica el hombre atrapando al vuelo el brazo de la niña, que ya se disponía a correr hacia la casa—. Me parece que es una gran idea, una idea propia de una chica inteligente como tú. Desde luego, Mr. Dumbs sería una compañía excelente allá donde vamos de no ser porque, si regresas a la casa para recogerlo, es muy probable que alguien se pregunte cómo es que una niña tan responsable como tú está despierta a estas horas.

Alice frunce el ceño, mientras apoya el codo en el pretil de la fuente. La melena rubia se descuelga entonces sobre su hombro, recibiendo de lleno el fulgor de la luna, y si Alice levantara los ojos en aquel momento descubriría que en la mirada de su acompañante brilla ahora algo más que ese relumbre acuoso de las estrellas.

—A nadie le importa si estoy despierta o no —dice lentamente la pequeña, con un tono de amargura en la voz impropio de una niña—. En realidad, a nadie le importa si estoy o no...

—A mí sí me importa, Alice —replica el hombre, mortalmente serio, a lo que ella responde con un adorable pestañeo que despeja de sombras su carita incrédula y curiosa—. ¿Qué más da lo que piensen los mayores? Ni tú ni yo tenemos nada que ver con ellos y sus ridículos juegos. De hecho, si vienes conmigo este será nuestro secreto, un secreto que los mayores jamás podrán conocer. ¿Qué me dices a eso, Alice?

Abriendo los ojos de par en par, la niña asiente con la cabeza y se lleva un dedo a los labios, en uno de esos gestos enternecedores que tres años atrás le abrieron las puertas de los estudios más prestigiosos de Hollywood, conscientes de que aquel diamante por tallar provocaría ríos de lágrimas en las plateas. Acto seguido, con una sonrisa cándida azucarándole los labios, el hombre la toma de una mano para adentrarse con ella en las profundidades del jardín, y entonces, lejos ya ambos de nuestra vista, sucede algo que ni el hombre ni Alice pueden ver: en la superficie del agua, donde palpita un racimo de temblorosas estrellas, se refleja por unos segundos la silueta de la otra Alice, recelosa y hasta diríase alerta, que desde allí parece haber sido testigo de la escena. La silueta de pronto cobra vida, se desliza hacia el borde de la fuente y al cabo de unos instantes desaparece, como si esa niña que hasta ahora solo existía en la imaginación de Alice hubiera logrado trasponer la frontera que la separaba del mundo real.

Alice y el hombre llegan a una pequeña cabaña construida en los suburbios del jardín, un vertedero de columnas y estatuas desmochadas que, en vez de servir para prestigiar el lugar, recrudecen su naturaleza segregada, de sendero apenas transitado. Quizá es una casa para invitados, o un simulacro de hogar al que recurrir cuando la angustia de habitar una mansión con cientos de habitaciones impone a sus inquilinos la necesidad de un humilde retiro. Sea como sea, es evidente que el hombre conoce la cabaña. Sabe que la llave para abrir la puerta se encuentra sobre el dintel, e incluso a oscuras ha rebañado de un zarpazo el quinqué que descansa al pie de la mesilla situada junto a la entrada. Tras encenderlo, lo deposita sobre un velador próximo, aparta a un lado a Alice para cerrar la puerta, y, cuando la niña le pregunta: «¿Qué es lo que vas a enseñarme?», el hombre despliega una sonrisa de lobo antes de derribarla de un brutal puñetazo en la mandíbula. Luego, con destreza de estibador, carga con Alice hasta el desván, la arroja sin contemplaciones al interior de un armario y él se echa sobre un colchón a fumar un cigarrillo, silbando la tonadilla principal de Tramps & Bugles, que interrumpe de vez en cuando con un macabro remedo de la vocecilla de Alice. Trabajosamente, la niña recupera la consciencia, desmadejada entre mantas que huelen a humedad y trastos inútiles. Lo primero que percibe es el dolor que late en su maltrecho mentón, y después, cuando sus ojos se han acostumbrado por fin a la penumbra reinante, repara en el lugar en el que se encuentra, angosto como un ataúd y probablemente tan tétrico como este. Aterrada, golpea las puertas con las palmas de las manos, deshaciéndose en un llanto escandaloso que el hombre ni siquiera se molesta en aplacar. A través de las puertas del armario, que su raptor ha cerrado mediante el tosco procedimiento de atar un cable de una manija a la otra, Alice distingue sus piernas larguiruchas y una de sus manos, que sube y baja con el cigarrillo humeando entre los dedos, acompañando con un leve vaivén la melodía que se obstina en entonar en un tono cada vez más errático. Entre sollozos, la niña le ruega que la saque de allí, que no le gusta el juego al que están jugando. Nada. El hombre sigue silbando, canturrea. Solo al rato se incorpora del colchón, arroja el cigarrillo al suelo y lo aplasta concienzudamente con la punta del zapato. Después abandona el desván, despojándose por el camino de la chaqueta con una sacudida enérgica, rabiosa. Se enciende una luz, que hiere los angustiados ojos de Alice, y es entonces cuando la niña repara en otra presencia que no ha divisado hasta ese momento. La presencia se aproxima al armario sin hacer ruido, se arrodilla frente a Alice con un dedo en los labios y sus manos empiezan a desatar el cable que une ambas puertas. «Escóndete detrás de mí», le dice en un susurro animoso. Y solo ahora Alice acierta a descubrir que se trata de la otra Alice, escapada no sabe cómo de algún espejo seguramente roto. La misma Alice que para salvar a su amiga habrá de enfrentarse por sí sola al hombre que ahora sube las escaleras. Aunque no sabemos si el enfrentamiento tiene lugar antes o después de que veamos a la pequeña corriendo hacia la casa, abriéndose paso entre la maleza del jardín, asustada, magullada y sin fuerzas, desmayándose finalmente entre esa desperdigada procesión de árboles cabeceantes que sepultan el sueño forzoso de la niña con sus ramas torcidas.

Cuando Alice recobra la lucidez se da cuenta de que, contra lo que esperaba, no está en casa, ni en la suya ni en la de Mabel Normand, aunque tampoco reconoce el lugar en el que se encuentra. Arrebujada en unas sábanas que la envuelven con suavidad de crisálida, lo único que acierta a ver, más allá de su tumefacto rostro reflejándose en un enorme espejo, son las dos siluetas que hablan quedamente junto a la ventana. Una de ellas pertenece a su madre, la otra a un productor de cine con el que hace poco ha firmado un contrato para protagonizar seis películas más que sumar a su larga carrera como actriz infantil. La madre devora compulsivamente un cigarrillo, enfundada aún en el vestido y el abrigo de la noche anterior, con la mirada perdida en el cielo encapotado que se extiende al otro lado de la ventana.

—Admitámoslo —murmura la voz del productor—, no es prudente que hablemos de ello. ¿Qué ganamos dándole publicidad al asunto? Alice se pondrá bien y se olvidará de todo, ni siquiera sabrá qué le ha ocurrido. Pero si denunciamos lo sucedido, si esto aparece en los periódicos, su carrera se habrá acabado. Nadie querrá ver una sola de sus películas. Ya no verán a la cándida Alice Riddle que ablanda corazones en las plateas, sino a una niña a la que un mal golpe ha envejecido demasiado pronto.

—Vaya, un mal golpe —la madre de Alice se vuelve para encarar a su interlocutor—. Tal y como usted lo dice, parece que estemos hablando de un brazo roto.

—Sabe que no es eso lo que quería decir —protesta el hombre.

—¿Ah, no? Dígame una cosa, ¿de veras intenta proteger a mi hija o a esa estrella suya que disfruta raptando niñas para...? Santo Dios, me asquea solo pensar en la palabra.

El hombre abre la boca, pero no dice nada. La madre de Alice se vuelve hacia la niña y, sin reparar en que está despierta, le dedica una mirada desesperada, como si buscase en ella la respuesta a su pregunta o el empuje que necesita para decirle al productor dónde puede meterse sus consejos. Ajeno a los pensamientos de la madre, el hombre carraspea nerviosamente, mientras juguetea con el sombrero que sostiene entre los dedos:

—Lamento tanto como usted lo que le ha sucedido a la niña —explica—. Nadie merece lo que le ha ocurrido, pero probablemente menos que nadie una niña tan dulce como ella. Créame, estoy acostumbrado a tratar con esos pequeños actores que en cuanto amasan el primer millón se comportan como los jóvenes caprichosos que aún no son o como los viejos avariciosos que nunca llegarán a ser. Pero Alice no es así. Nunca lo fue. ¿Recuerda el rodaje de Matrimonio de una hora? Durante las pausas, Alice solía recoger las botellas vacías que dejaban tiradas por ahí sus compañeros de reparto. Luego, en su camerino, se sentaba a escribir una tras otra varias cartas, que después introducía delicadamente en el interior de las botellas. Me sentí intrigado por aquel curioso entretenimiento, así que un día seguí a Alice para ver qué hacía después con ellas. ¿Se lo imagina, verdad? Acudía a un acantilado cercano para lanzarlas al mar. Una vez, aventurándome entre los riscos de aquel acantilado, pude salvar una de las botellas y leer la carta que guardaba en su interior. Recuerdo exactamente lo que decía: «Soy una niña de seis años que necesita un amigo para jugar. Estoy sola y me aburro, porque no me gusta tanto jugar con los mayores. No soy de aquí». Esa fue la primera vez que vi a Alice tal y como era: una niña inocente que había tenido la desgracia de nacer con un rostro como el suyo y hacer demasiado bien su trabajo. No voy a decirle que lloré al leer aquella carta, me temo que por desgracia eso es algo que ya está por encima de mis posibilidades. Pero me llamó poderosamente la atención aquella última frase de su carta: no soy de aquí. ¿Se refería al lugar en el que estábamos rodando la película, o al mundo en el que vivía?, me pregunté. Si se trataba de lo segundo, solo puedo lamentarlo, porque ese mundo somos nosotros: las candilejas, las cámaras, la voz que dice «corten». Y por primera vez dudé de si esta vida a la que la hemos abocado a vivir entre todos es la vida correcta.

—Tendría que habernos visto hace tres años —le replica la mujer con un inesperado temblor en la voz, que se extiende también a la mano que sostiene el cigarrillo—. No creo que mi hija quisiera cambiar su vida actual por la de entonces.

—¿Está segura de ello?

Por toda respuesta, la mujer se lleva el cigarrillo a los labios y exhala una espesa bocanada de humo, que al menos durante unos instantes le impide ver la diminuta figura de su hija, terriblemente pequeña y desvalida entre las sábanas.

—Me gustaría que reparase en una cosa, señora Riddle —insiste el productor—. Al igual que su hija decía de sí misma en aquellas cartas, tampoco usted es de aquí. Ni yo lo soy. Porque en realidad nadie es de aquí. Este lugar en el que vivimos no existe. Es una fantasía, la fantasía de millones de personas que han decidido que seamos el espejo donde se reflejen las vidas que a ellos les gustaría vivir. Eso significa que no somos nadie. O, como mucho, fantasmas, seres de cartón piedra que han cobrado esa forma solo para que la gente pueda creer que en realidad existen. Señora Riddle, usted lo sabe tan bien como yo: para quien está fuera de este mundo, cualquier actor que alcanza el rango de estrella es poco menos que un dios. Un dios que vive exóticas aventuras, viaja en yate cuando los demás tienen que acudir en tranvías atestados a una oficina maloliente, gasta en caprichos el dinero que otros hombres no llegan a ver en una vida de sacrificios y es amado por cientos de prodigiosas bellezas que no dudarían ni un segundo en dar la vida por él. ¿Pero se ha parado a pensar cuántos de ellos pueden encarar un espejo sin decirle a su rostro: te odio, solo tú me has arrastrado a esta vida que aborrezco, ojalá te mueras, no quiero verte más? ¿Cuántos se libran de vivir sin la ayuda del alcohol o las drogas, cuántos no sufren al reparar en que, pese a sus esfuerzos por evitarlo, un amanecer más se ha empeñado en recibirlos con los brazos abiertos? ¿Cuántos no miran atrás sin pensar: quisiera ser de nuevo aquella chica de Little Rock a la que su novio esperaba con un ramo de flores en la puerta de la tienda en la que trabajaba, quisiera ser el joven que flirteaba con las chicas a las que les arreglaba el coche y a las que enamoraba con una sonrisa que, entonces sí, valía un millón de dólares? Sí, señora Riddle: todos, de una manera u otra, estamos atrapados en la misma cárcel, la misma jaula de oro. Todos sabemos que esto acabará algún día, quizá incluso más pronto de lo que creemos. Este mundo no puede resistir siempre así. Las ilusiones cambian. Las fantasías también. Y cuando la fantasía de esos millones de personas que nos sostienen se desvanezca, entonces, señora Riddle, nuestro mundo se habrá desvanecido con ella. Habremos desaparecido. Como fantasmas, sí. Como si nunca hubiéramos existido.

El productor se dispone entonces a abandonar el cuarto. Se calza el sombrero con una melancólica sonrisa despuntándole en los labios y, abstraído, recoge su gabardina de una silla. Antes de salir por la puerta, sin embargo, se vuelve un momento hacia la mujer:

—Piénselo como un favor que le hace a su hija —dice—. Alice es una estrella, brilla con luz propia y, si quiere verlo así, ya es demasiado tarde para bajarla del cielo. Aproveche este momento, señora Riddle, gane tanto dinero como sea capaz de ganar, y cuando el mundo se haya olvidado de ella, procure que lleve la mejor vida posible donde nadie la conozca. Cuídela y haga todo lo que esté en su mano por que sea una buena chica. Será joven cuando la gente que hoy la adora haya echado tierra sobre cualquier recuerdo suyo. Y créame, si encuentra al hombre adecuado, a ella aún le cabrá la esperanza que no tienen ya ninguna de esas infelices estrellas a las que el mundo envidia: vivir.

Con una imperceptible inclinación de cabeza, el hombre abandona el cuarto, no sin antes dedicar una mirada tierna y pudorosa al bulto que desordena la cama. Al cabo de unos segundos la madre de Alice sale tras él. Alice se queda sola, tiritando bajo las sábanas. Y en el espejo, inundado por una luz blanca que poco a poco va emborronando los relieves de la habitación, solo alcanza a verse a ella misma tendida en la cama, solo consigue ver su propio rostro, antes de cerrar los ojos y sumirse en un profundo sueño.

 

Doce minutos de película. Pero sin esos doce minutos, no tendría sentido el resto de la historia. Todo lo que debe pasar ya está presente ahí. El espectador tiene que saberlo, resignarse a asistir a la resolución de ese destino inexorable que empezará a concretarse veinte años después, tras el reconfortante receso de un fundido en negro. Cuando le entregué esa parte del guión, recuerdo que Rilke reaccionó con una frase que me arrancó una sonrisa:

—Quien ha sufrido un fundido en negro soy yo —dijo—. Es una presentación memorable. Dios mío, ¿puede creerlo? Estoy temblando como una hoja.

Por supuesto, y pese a lo que manifestaban sus temblores, a Rilke le encantaba encontrarse por fin con Alice Riddle, si bien esta vez bajo la apariencia de Kitty Frances, o lo que es lo mismo, la de Paula Steele. La veía con la misma claridad con la que podía verme a mí. Sin duda le intrigaba saber qué había sucedido con Alice durante esos veinte años, si seguía siendo una estrella en aquellas constelaciones de celuloide o si había acabado consumida por ese mismo fuego que afirmaba su condición de astro; y también, creo yo, ansiaba saber si debía recelar de la mujer que empezaría a perfilarse en las siguientes páginas, temeroso de verla convertida en una criatura descreída, amargada, que culpaba a los espejos de su infortunio. La respuesta, naturalmente, estaba en el guión, así que se abstuvo de preguntar. Como un alumno modélico, volcó la cabeza sobre las hojas que constituían aquella entrega y se enfrascó en su lectura. Yo lo observaba sonriendo entre dientes, pues sabía de memoria lo que se iba a encontrar: Alice Riddle, alta, rubia e indiscretamente bella, abriéndose paso en una concurrida avenida de Manhattan. Alice ingresando en un lujoso hotel y abordando impacientemente a un recepcionista para preguntarle por el hombre que allí la espera. Alice volviéndose al oír la exclamación de alguien que la llama por su nombre antes de que el recepcionista acierte a contestar. Y Alice corriendo para encontrarse con un hombrecillo de bigote de morsa y aspecto bonachón al que pregunta: «Oh, señor Gilray, ¿es cierto? ¿Van a darme el papel?», mientras el hombre trata afectuosamente de contener su excitación, aunque en el fondo es incapaz de disimular que está tan agitado como ella.

Toman un ascensor hasta la tercera planta, para encaminarse apresuradamente a la habitación 360. Tras llenarse los pulmones de aire, Gilray llama a la puerta, enviando a la vez un guiño de aliento a Alice, al que ella solo consigue replicar con una sonrisa nada firme. Desde el otro lado de la puerta una voz los invita a pasar. Y aquí, tras abrir Gilray la puerta con el ademán resuelto que ha estado ensayando minutos atrás, debería haber el inevitable intercambio de saludos, puesto que Alice y su agente se disponen a conocer a los productores que han decidido relanzar a la actriz tras el retiro forzado en el que se encuentra desde hace quince años. Pero cuando Alice y Gilray acceden a la habitación, la misma voz que les ha invitado a entrar se limita a enunciar dramáticamente: «Siete años de mala suerte». Al oír la puerta a su espalda, el hombre que ha pronunciado tan extraño saludo se vuelve para recibir a los recién llegados, pero interrumpe el gesto cuando sus ojos se detienen en Alice. Demudada, la joven le sostiene la mirada sin atreverse a dar un paso más allá, ajena al sentido de aquellas palabras que, por incomprensible que le resulte, está segura de que se refieren a ella.

—¿Siete? —reprende desde el fondo de la habitación una segunda voz de suave acento europeo—. Menuda estafa, en mi país solo son tres.

Alice y Gilray advierten entonces que alguien ha dejado caer una pitillera y el espejo de su interior se ha roto en pedazos. Desenredando con esfuerzo su mirada de la de Alice, el hombre se inclina a recoger uno de los trozos del espejo y lo levanta ante sus ojos, empleando para ello un gesto absurdamente reverencioso:

—Quién iba a decir que el interior de un espejo está hecho de cuchillos —dice, pensativo.

—En realidad, su composición es algo más prosaica —explica el hombre que hay a su espalda—: se trata de una simple lámina de plata sobre un soporte de vidrio. Pero no voy a ser yo quien eche por tierra tu poético sentido de la realidad, mi querido Henry.

Un rayo de sol incide entonces en los cristales que alfombran el suelo, deslumbrando a una Alice repentinamente tensa. Gilray, sin percatarse de ello, se ha apresurado a entrar y se presenta efusivamente a los dos caballeros que ocupan la habitación, y a un tercero, menudo, obeso y como hecho con prisas, que acaba de salir de un pequeño cuarto adyacente abrazado a una abultada cartera. Dos de los nombres, Sigmund Rifkin y Franz Buffa, le proporcionan a Gilray el pretexto que necesita para exclamar una frase obviamente preparada que hace sonreír a los tres hombres: «¡Europeos! Siempre es un placer trabajar con gente civilizada». Gilray se vuelve para presentarles a Alice, y solo entonces advierte que la joven permanece junto a la puerta, inmóvil, con el rostro plateado por el fulgor que el sol arranca a los cristales rotos. De hecho, hasta que uno de los tres hombres no se inclina a recoger la pitillera, se diría que Alice podría permanecer estancada en esa rigidez aparatosa mientras los destellos que despide el espejo acierten a reverberar en sus ojos.

El hombre que ha recogido la pitillera se llama Henry Dunn, y es el guionista de Otro invierno en Amerika. Así es como se presenta ante Alice, quien, todavía vacilante, enarbola una tímida sonrisa mientras se disculpa por la absurda indisposición que parece haberse apoderado de ella. Como es de esperar, todos los presentes restan importancia a lo ocurrido, «la prueba viviente de que Alice, pese a su experiencia, sigue teniendo el cándido nerviosismo de los principiantes», dice Gilray en un rapto de inspiración. Luego, toda vez que la joven está convenientemente repuesta, hay una conversación en la que Gilray se emplea a fondo para demostrar lo acertado de la elección de Alice por parte de la productora; Buffa, por su parte, le manifiesta su emoción por ser el responsable de devolver a los platós a una actriz a la que ha admirado desde que la vio por primera vez en una pantalla de cine, y Rifkin, el único de los presentes ajeno a las interioridades del mundo del espectáculo, aprovecha para retirarse a un lado y observar la escena fumando una pipa sin apartar la mirada de Alice. Tardará en presentarse como un amigo de Henry, un psiquiatra alemán que le ha ayudado a documentar correctamente el trasfondo científico de su guión. Atrapada en ese revuelo de elogios dirigidos a ella, Alice no puede evitar sentirse insegura, y únicamente alcanza a intervenir en la conversación con algunas palabras de estupor y agradecimiento que Buffa rechaza diciendo: «¡Por el amor de Dios, señorita Riddle! Nadie puede estar más agradecido que yo de que acceda a protagonizar la película». Lo que Buffa se guarda de mencionar es que su agradecimiento lo es a efectos puramente crematísticos: su productora ha entrado en una peligrosa espiral de pérdidas y desencuentros con los accionistas, y su única baza es rodar una película que reviente las taquillas de América y lo salve del desastre. Y, por las buenas o por las malas, Otro invierno en Amerika será esa película. Todavía recela de la comercialidad del guión, con sus críticas veladas a la industria cinematográfica y al papel que empresarios sin escrúpulos como él mismo están teniendo en la trivialización del cine, pero confía en que el regreso de Alice Riddle a las pantallas sea lo que le abra de una vez la espita del dólar. Gilray no se olvida de señalar que Alice ha interpretado algunos papeles en el teatro durante el tiempo en que el cine le ha dado la espalda, una exageración que decide poner sobre el tapete por miedo a que la actitud intimidada de Alice, pese a los encomios de Buffa, haga temer al productor que su talento se haya visto resentido por su larga hibernación lejos de los platós. Pero, reina de la humildad, Alice explica que su paso por los teatros nunca la tuvo como protagonista de ninguna obra memorable, sino que, al contrario, se trataba de montajes mediocres que utilizaban su nombre para atraer al público que no había llegado a olvidarla, un comentario insensato que Gilray, entre patéticos balbuceos, se ve obligado a matizar argumentando que ningún montaje podría ser mediocre teniéndola a ella como estrella.

—Tiene usted razón —aprueba Henry—. Olvidarla después de haberla visto es como olvidarse de respirar.

Parapetado tras su pipa Rifkin sonríe con malicia, mientras Buffa aplaude la frase con sus manitas de ardilla:

—¿Ve, señorita Riddle? ¿Podría esperar a un guionista más rendido que Henry?

—De hecho, ese papel está escrito a su medida —interviene Rifkin, señalándola con su pipa—. Fue Henry quien exigió que nadie sino usted debía interpretar a June Caprice.

Alice, incrédula, se vuelve hacia Henry:

—¿Es eso cierto?

Pugnando por reprimir el rubor que asoma a sus mejillas, Henry baja la vista y asiente ligeramente con la cabeza:

—Así es. Pero, si le digo la verdad, todo el tiempo que pasé escribiendo el guión ha sido un trabajo a ciegas. No sabía nada de usted, más allá de las películas que rodó antes de retirarse del cine. No sabía siquiera si estaba viva o muerta. Supongo que eso es algo que no le resultará agradable de escuchar, pero es la verdad. Muchos de quienes la conocieron llegaron a jurarme que la habían visto mendigando por Manhattan, otros me dijeron que trabajaba como dependienta en el Macy’s de la Quinta Avenida. Sé lo que mi amigo Rifkin opina de lo que los hombres corrientes llamamos intuición, pero aun así le confesaré que había algo en mí que me decía que nada de eso era cierto. Que debía escribir ese guión, que Alice Riddle estaba aquí, muy cerca, en alguna parte de Nueva York. Aguardándolo. Y, pese a ello, ahora me siento como si estuviera asistiendo a una especie de milagro. Si no fuera porque resulta ridículo, le diría que tengo la sensación de que soy yo quien la ha traído a la vida.

Es el momento en que los ojos de Alice y de Henry se enredan en una de esas miradas que seguramente son patrimonio exclusivo de los videntes y los enamorados, una mirada de saberse elegido, de gozo supremo ante la inmensidad de esa visión que aclara los salientes de las cosas, pero también terriblemente desvalida, frágil. Sea como sea, no necesitamos más para admitir que Alice acaba de comprender que es cierto, que Henry Dunn la ha arrancado de entre los muertos y que solo alguien capaz de realizar un milagro así puede considerarse el hombre de su vida.

 

En la siguiente escena sorprendemos a Alice y Henry en un lujoso restaurante del Village, hablando y riendo como los enamorados que aún no saben que son. Es una escena íntima, de una felicidad apenas contenida, que vaticina una de esas pudorosas elipsis de sábanas deshechas y desayunos en la cama cuyos detalles quedan únicamente para el secreto de sus protagonistas. Sin embargo, cuando finalmente ambos abandonan el restaurante y Henry toma a Alice del brazo para acompañarla a casa sucede algo extraño. En un momento del paseo, Alice se gira, inquieta ante lo que resuena en sus oídos como un taconeo cauto, vuelve a girarse unos metros después y, con apenas un hilo de voz, susurra hacia Henry:

—Esa mujer.

—¿Qué mujer? —pregunta Henry.

—Esa mujer. La que estaba en el restaurante, en una de las mesas del fondo. Nos está siguiendo. No he podido verle la cara, pero estoy segura de que es ella.

Henry se vuelve disimuladamente y examina la larga avenida que queda a su espalda. Salvo por un gato descarriado que se introduce de un salto en el interior de un cubo de basura, el lugar está por completo desierto.

—Bueno, en ese caso parece que ha resuelto seguir por otro camino. ¿Estás segura de que se trataba de la misma mujer del restaurante?

—Creo que sí —responde Alice—, pero no puedo decir que la haya visto bien. No lo sé, tal vez... sí, tal vez solo son aprensiones. ¡Oh, Henry, a veces desearía que hubieras pensado en buscarte a otra actriz para tu película!

—¡Alice!

—Sí, Henry. ¡Si pudieras imaginar lo que han supuesto para mí los últimos veinte años! Todo lo que tocaba se convertía en fracaso, absolutamente todo; mi vida se deshacía a mi alrededor, como herida por una terrible maldición, y hasta yo misma parecía irradiar la mala suerte a cuantos se acercaban a mí. El pobre Gilray ha sido la única persona en todo este tiempo que jamás se separó de mi lado, y te aseguro que de no haber sido por él... Bueno —concluye Alice, dejando que una sonrisa triste aflore a sus labios—, de no haber sido por él tendrías que haberte empleado a fondo si de veras hubieras querido traerme de regreso a la vida.

—Alice, ¿de qué estás hablando?

—Hablo del miedo, Henry. Tengo miedo de no estar a la altura de lo que todos esperáis de mí, miedo de volver a fracasar, miedo de enterrarme una vez más en vida y no salir de ese mundo de tinieblas al que quizá pertenezco. Miedo de estar enamorándome de ti...

Henry sonríe, levantándole con ternura la barbilla hasta que la luz de una farola cercana perfila nítidamente los hermosos rasgos de su semblante.

—Entonces solo hay una manera de que te enfrentes a ese miedo, Alice.

—¿Pero cómo, Henry? ¿Cómo?

Sin mediar palabra, Henry se inclina sobre ella y le acaricia los labios con los suyos, primero suavemente, después apretando su pequeño cuerpo contra el de él. Con ese beso, y lo que intuimos viene después, Alice y Henry inician un apasionado idilio que además parece destinado a cambiar la suerte de la actriz, pues solo dos días más tarde firma el contrato que la llevará a protagonizar dos nuevas películas tras Otro invierno en Amerika, cuyo rodaje comienza con una tortuosa escena en la habitación de un hospital psiquiátrico que Alice resuelve con la maestría de sus mejores tiempos. Mientras tanto, Franz Buffa, que visita a diario el set de rodaje, empieza a sospechar que entre su guionista y su estrella hay algo más estrecho que una relación profesional, y no titubea en considerar las ventajas de una publicidad gratuita. Cuando menos, ya dispone de una curiosa información captada en una charla entre maquilladoras que no ha tardado en repercutir a la prensa: Alice Riddle, como en la época dorada de sus extravagancias, ha exigido que retiren los espejos de su camerino, así como los que jalonan los numerosos pasillos que permiten el acceso a los platós. En pocos días la noticia aparece en los periódicos, e incluso algún ocurrente plumilla llega a sacar punta a lo que no pasaría de ser una mera anécdota, al sugerir en un delirante artículo que si la película representa la resurrección en las pantallas de Alice Riddle cuando todo el mundo la daba por muerta, y ahora Alice abjura de los espejos, es posible que en realidad se trate de una muerta que ha regresado a la vida en la única forma en que un muerto puede hacerlo: como un vampiro. Henry lee la noticia y, presa de la ira, acude a las oficinas de Buffa para exigir al productor que defienda a su actriz de las calumnias de la prensa, ignorando que ha sido el propio Buffa quien se ha encargado de referir a los periodistas lo que parece un absurdo terror a los espejos por parte de Alice.

—Vamos, Henry —lo increpa el productor—. No nos engañemos, ya no existe eso de la mala prensa. ¿Qué hay de malo en aprovechar una pequeña rareza de Alice para potenciar el interés en nuestra película?

—¿A qué rareza se refiere, señor Buffa? ¿A la de ser un vampiro?

—¡Por el amor de Dios, Henry! —ríe Buffa, sinceramente asombrado—. A la de deshacerse de sus espejos. ¿De verdad piensas que alguien va a tomarse esa patraña en serio?

—No es eso lo que me preocupa —replica Henry, sin lograr apaciguarse del todo—. Es Alice quien debería preocuparnos. Ya tiene demasiadas presiones sobre sus hombros como para añadirle más motivos por los que inquietarse.

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