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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XX

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XX

 

C

uenta la leyenda que John Dowe huyó de Rushmore aquella misma noche, aunque no sin antes borrar sus huellas de la Colina Negra, volando su arnés junto con la mayoría de sus enseres personales con un cartucho de dinamita, a no ser que la explosión fuera provocada por el extraño artilugio que algunos testigos vieron abrirse paso en el cielo, creando a su alrededor una imponente tormenta eléctrica. La explosión, no tan controlada como probablemente Dowe, o el piloto de aquella aeronave, hubiera deseado, destruyó también la mitad del busto de Jefferson, que perdió un ojo y parte de la mejilla izquierda en el peligroso vuelo de cascotes que se produjo, y pese a los esfuerzos por reconstruirlo de un colérico Borglum, que prefería creer en las brujas y hasta en los marcianos antes que en amigos desagradecidos, el rostro del tercer presidente de los Estados Unidos llevaría para siempre esa pequeña cicatriz en la frente que aún hoy pueden advertir los visitantes que acuden a Rushmore a dejarse sobrecoger por el monumento. Luego, Dowe recorrió medio país en busca de su hija, porque hasta el Diablo también podía tener familia, y tras aquel periplo cuyo final nadie conoció, su pista se perdía en los barcos que cruzaban el Atlántico en busca de pastos más civilizados, allá en la vieja Europa.

June, sin embargo, jamás conocería aquella parte de la historia. Nunca supo qué había sido de Dowe, nunca volvió a recibir una sola de sus cartas, nunca pudo despejar de sus insomnios la duda de si Dowe ya no le escribía porque la vida lo había puesto ante un divertimento mejor o simplemente porque, como Borglum deseaba, ahora Dowe estaba muerto. Hasta ese día no había advertido lo mucho que aquel desconocido significaba para ella, de qué manera podían iluminarse sus días solo con que él le corrigiese las sombras con sus ceras de colores. Tenía la seguridad de que lo había perdido para siempre, y de pronto se dio cuenta de que eso era más de lo que podía soportar. Empezó a perder pie, a dar bandazos de un lado a otro, a dormir poco, a beber demasiado, a rodearse de los amantes que no necesitaba, a olvidar las frases que debía declamar en los platós y a presentar un rostro cada vez más devastado a sus maquilladores. En diciembre de 1929, una pareja de recién casados que abandonaba un modesto teatro de variedades de la avenida Amsterdam la encontró tendida sobre unas baldosas heladas: en apariencia no era más que otra prostituta muerta de frío, pero alguien la reconoció, y durante varios días las páginas interiores de diversos periódicos se ocuparon de aquella historia. La siguiente ocasión en que June coqueteó con el escándalo, una redada policial en el Hotsy Totsy Club, un tugurio de mala nota con agujeros de bala en las paredes situado entre Broadway y la 54, no tuvo tanta suerte, y su nombre apareció esta vez en las primeras planas junto a la sabrosa guarnición que brindaban la identidad de un conocido traficante de drogas, la del gángster Legs Diamond y la de la amante de este, Kiki Roberts, las mejores piernas de la ciudad y, por lo visto, las uñas más largas para defender de la Ley a su querido Diamond. En el juicio que siguió al arresto no se pudo probar que June estuviera en posesión de drogas cuando fue detenida en el club, ni tampoco que hubiera infringido la Prohibición consumiendo alcohol, y menos aún que tuviera algo que ver en el tráfico de estupefacientes o la unieran lazos de cualquier género con la banda de Diamond; aun así, el Daily Mirror de Hearst y las columnas de Louella Parsons la despedazaron con esa sabiduría que era capaz de retirar de las pantallas a una estrella consagrada e incluso impedirle regresar a su aldea con la cabeza bien alta. Después de aquello, y perdido ya el calor de su público, June siguió rodando películas hasta que su contrato con la Universal expiró, aunque los papeles a los que era relegada no representaban otra cosa que humillaciones, parodias de sí misma en que, a pesar de todo, June se ejercitaba con el pundonor de sus mejores interpretaciones. Durante el rodaje de su última película, Los rescatadores de Burton Place, la cordura de June no toleró por más tiempo la presión. Aquello sucedió en la misma época en que en Rushmore el rostro de Jefferson se iba reduciendo a arenisca bajo la atónita mirada de Gutzon Borglum y las facciones de Liberty March eran devoradas por la carcoma de la sífilis, cuyos prolegómenos ella había confundido con la aparición de un orzuelo en un ojo, cuando aún no había cumplido cuarenta y cinco años y se empeñaba en entregar su cuerpo a quien pudiera depararle unos minutos de olvido.

La noche en que murió Liberty March, June soñó que ya era el día del entierro, y que veía a John Dowe ante la tumba de su madre. En el sueño, que ella relataría de forma obsesiva en varias de las cartas que envió antes de morir, John Dowe no se llamaba John Dowe, sino «el Hombre Misterioso», aunque él nunca le revelaba quién era. Solo «el Hombre Misterioso», un extraño que se había dedicado a esculpir rostros en una montaña tal vez porque él mismo no poseía una cara. Bajo un cielo turbio, el viento se deslizaba arrancándole misteriosas palabras a los cipreses que flanqueaban las lápidas del cementerio, y las hojas doradas de las acacias se congregaban en remolinos o se vertían en la boca de las tumbas que aún permanecían abiertas. June, cubierta con un velo negro, se hallaba junto a la tumba de Liberty March, recibiendo el pésame de los asistentes al entierro, cuando reparaba en aquel desconocido que permanecía varado ante la lápida, envuelto en un abrigo sucio y tocado con un sombrero que le anochecía los rasgos. Antes de que June se atreviera a dirigirse a él, veía que aquel hombre sacaba una mano del bolsillo y dejaba deslizar sobre la tierra en la que Liberty empezaba a corromperse una fina capa de polvo rojo:

—¿Sabes, June? —le decía—. Es curioso. Pensaba que sentiría alivio, pero en realidad no siento nada de nada. Ni siquiera indiferencia. Creo que eso es lo peor que le puede pasar a alguien después de su muerte: que se le recuerde como si nunca hubiera existido.

June sintió que una sombra helada se le metía en los huesos, y sabía más allá de cualquier certeza quién era aquel hombre, quién se había ocultado tras los rasgos de un extraño que le había escrito aquellas cartas de colores desde que era una niña. Se arrojó sobre él, repugnada e incrédula, y le golpeó el pecho con los puños, llorando entre convulsiones, hasta que se deshizo en un llanto incontrolable. El hombre, inconmovible ante aquel arrebato, la envolvió contra su pecho mientras le acariciaba la cabeza, esbozando una sonrisa indulgente:

—Hueles igual que cuando eras una niña —dijo—. Gracias, June. Ahora sé que puedo morir tranquilo.

—Te odio —le respondía entonces June—. Te odio con toda mi alma. ¿Vas a poder morir tranquilo sabiendo eso?

—El amor es un camino solitario, June. Nacemos sin culpa y morimos con el alma llena de podredumbre. Tú has recorrido ese camino y has regresado al punto de partida. No puedes odiarme, no podrías odiar a nadie, aunque quisieras. Si pudieras mirarte con mis ojos —le decía—, si pudieras verte ahora... Te has convertido en lo mismo que eres en la pantalla: una presencia hecha de luz.

June no podía dejar de llorar, cubriéndose el rostro con las manos, y cuando por fin reunía valor para levantar la mirada, era para comprobar que estaba sola: John Dowe había desaparecido.

Antes de perder la estrella, filmar tres o cuatro películas sin éxito y acabar durmiendo en el sótano tenebroso en el que terminaron por recalar la mayoría de los actores y actrices con los que compartió cartel durante quince años, June Caprice realizó treinta y seis películas para la Centaur, antes y después de su fusión con la Universal. Los más fanáticos calculan que rodó más de doce mil kilómetros de metraje entre los siete y los dieciséis años, es decir, más de dos veces la distancia entre Europa y América. Resulta una afirmación exagerada, pero quién sabe: igual es cierto. No menos cierto es que durante aquel período June Caprice desplegó sus mejores interpretaciones: El hombre de tu vida, Blonde Peach Polly, Escuela de parricidas o La clase depravada contienen secuencias por las que muchas estrellas de la época hubieran dado la vida. Todos estaban locos por ella. Louise Brooks cuenta en uno de los artículos que durante los años cincuenta escribió para varias revistas de cine una anécdota muy divertida: cierta noche de 1926, June y ella coincidieron en un reservado de uno de los locales de moda de Hollywood, el Maldoror o el Jockey, seguramente, y allí, entre bromas y veras, decidieron que intercambiarían sus identidades durante un mes; a lo largo de ese tiempo, Louise sería June y June sería Louise. A las dos les parecía un divertimento encantador, y desde aquel momento lo pusieron en práctica. Así, cuando Louise recibía la llamada de alguno de sus amantes para invitarla a cenar, Louise llamaba a su vez a June, y era June quien se presentaba a la cita. Soy Louise, decía. Y con total naturalidad exigía la carta. Se vestía como si fuera Louise, fumaba la misma marca de cigarrillos, bebía el mismo tipo de alcohol, y en general se comportaba en todo momento como si la propia Louise estuviese sentada en aquella mesa, ante las narices de un tipo boquiabierto que a duras penas lograba juntar las palabras con las que preguntar qué diablos estaba pasando. Debía de ser sumamente gracioso. June y Louise eran jóvenes, eran ricas, eran bellas, y sin embargo no encajaban en el estereotipo de las estrellas de entonces: les gustaba el silencio, repudiaban las fiestas, leían libros escritos por autores que sus amigos apenas habrían podido nombrar y, para colmo, se entregaban a la vida con aquella desbordante alegría, a sabiendas de que tampoco merecía el esfuerzo de tomársela en serio. Por supuesto había individuos para quienes aquellas bromas no tenían ni pizca de gracia, ogros que se levantaban de la mesa con rugidos indignados y las dejaban allí plantadas, pero algunos pocos valientes aceptaban aquel extraño desafío y se dejaban orientar ciegamente hasta donde sus compañeras quisieran conducirles. Todos ellos, por supuesto, recibían su premio, y qué premio: una noche con Louise Brooks cuando ibas a pasarla en los brazos de June Caprice, o una noche con June Caprice cuando tenías la seguridad de que Louise Brooks te había elegido para pasar la madrugada con ella. Y como al día siguiente Louise volvía a ser Louise y June volvía a ser June —unos golpecitos en la puerta, unas suaves risitas, una chica que salía de la cama, otra que entraba en ella—, al finalizar el día te habrías acostado con las dos. Una noche con una y la noche siguiente con la otra, cuadrando de la mejor manera posible aquel caprichoso triángulo. Seguro que sería el momento ideal para morirse de no ser porque aquello merecía contarse. Y si entonces te mordía la curiosidad, si eras tan ingenuo como para que se te ocurriera preguntar por lo sucedido la noche anterior, la única aclaración que ibas a recibir sería esta:

—No sé de qué me hablas. Parece que te refieres a otra persona, y yo no me separé de tu lado. Estuve toda la noche contigo.

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