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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 19

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T

ardé en escribir el guión doce días, en los que apenas recuerdo otra cosa que mi sombra proyectada en las páginas del cuaderno. Necesité todo ese tiempo para gestar aquella historia, y solo unos segundos para verla reducida a cenizas. Pero ni siquiera el fuego acabaría con ella. Porque a veces, cuando logro rebasar esa frontera de la consciencia en la que los sentidos parecen volcarse hacia dentro, iniciando el arbitrario cacheo de los recuerdos que dormitan en algún secreto desván interior, la película que Rilke nunca rodó cobra vida en mis sueños, mostrándome todo cuanto había en ella y muchas cosas que están aún más allá, ya sea la vida en los espejos de la otra Alice o la trágica muerte de Fenny Flint. Incluso reconozco las figuras que recorren el fondo de los planos, los muebles en cuya posición nunca encuentro una errata, y esa fauna de objetos misteriosos que recortan los paisajes de la imaginación con su caligrafía tortuosa. Sí, aparentemente todo está donde tiene que estar, y lo cierto es que nada enturbiaría esa certeza de no ser porque nadie, ninguno de los personajes que aparecen en el sueño, posee un rostro por el que pueda reconocerlo. A veces sus rostros no son más que un borrón de tinta, un óvalo vacío, un brochazo blanco en el que no se distinguen rasgos ni relieves, pero otras veces esos rasgos despuntan lentamente, modelan las luces y perfilan las sombras hasta conformar un rostro. Aunque unos instantes después pueda ser otro rostro cualquiera.

Durante los días que invertí en redactar el guión de Amerika, Rilke iba dando desde las sombras las últimas pinceladas de su plan. Comprendiendo que el momento que tanto había esperado estaba a punto de llegar, me pidió algunas páginas del primer borrador, que de inmediato trasladó a su piara de genios ignorados con la orden de que abandonaran el letargo y sumaran su genialidad a la obra para la que habían sido contratados. Curiosamente, ninguno se opuso a aquella orden, pues al fin y al cabo nunca habían ignorado que ese día habría de llegar y bastante suerte habían tenido al disfrutar de aquella larga temporada de vacaciones. Pero los dos primeros días de trabajo resultaron un completo desastre: uno de los platós sufrió daños al incendiarse varios focos, se inutilizaron tres bobinas de película por exponerlas a una luz inadecuada, y al final acabaron registrándose altercados entre quienes se esforzaban en holgazanear con un mínimo de disimulo y quienes pensaban que la fiesta, sencillamente, no podía acabar de aquel modo. Me asombró saber que Rilke había tardado dos días en reaccionar ante las informaciones que se le trasladaban desde los platós, y que convertían la labor de producción poco menos que en un asunto de guerra. Así pues, cuando se decidió a tomar las riendas de la situación ya era tarde para poner un poco de orden. Resuelto, sin embargo, a contrarrestar la rebelión con un golpe sobre la mesa, reunió a sus empleados en el salón, apagó las luces y desde los altavoces explicó que tal vez considerarles genios había sido una puerilidad lamentable y que en realidad no eran más que un hatajo de inútiles. Dio los nombres de seis miembros del grupo y sentenció que al día siguiente serían expulsados de la casa. Por supuesto, el dinero flotante que habían amasado pasaría a la banca y de ahí a quienes trabajasen con el esfuerzo que se esperaba de ellos. Uno de los tipos que Rilke mencionó, un gigante con hechuras de criatura de gimnasio, se encaró con uno de los altavoces como si estuviese ante el propio Rilke, le ordenó que se retractase, le dijo que no podía tratarlos así y menos aún habiéndoles hecho perder el sueldo de varios meses de su vida en una labor ridícula, y al no poder expulsar su rabia de otra forma, volcó un par de sillas, destruyó varias piezas del mobiliario y descabezó de un puñetazo a uno de los androides de la orquesta del Doctor Phibes, al que luego, en un frenesí de patadas, redujo a su entramado de cables, dejando su humeante carcasa en el suelo. Solo entre varios compañeros lograron reducirlo, aunque no les ayudó que Rilke se carcajease desde la megafonía y animase a aquel animal a seguir pateando el resto de la casa si eso iba a hacerle sentirse mejor.

Lo cierto es que daba la impresión de que a Rilke ya no le importaba rodar su película, y de hecho parecía estar despojándose de lastre, como un capitán en pleno naufragio trataría de alargar la flotación del barco deshaciéndose de cargas inútiles. Descubrir aquello tuvo por fuerza que asombrarme. Ignoraba todo cuanto había sucedido en la casa durante los últimos días, pese a que algunos de sus efectos habían llegado hasta mi habitación en la forma de estrepitosos ruidos, conformando una membrana sonora que, en lugar de distraerme, creaba a mi alrededor un aislamiento perfecto, como una placenta, en el interior de la cual iba germinando el guión de Amerika. Tras aquello pasé tres días en la cama, completamente exhausto, alternando la duermevela con una especie de estado de inconsciencia que, a juzgar por sus efectos, debía frisar en el coma vegetativo. Luego, una vez repuesto de la falta de sueño, llegó el momento de calmar el punzante vacío que sentía en el estómago. Salí pues de la habitación y enfilé el pasillo para dirigirme a la cocina. No tuve que andar más que unos pasos para reparar en que la habitación de Swanee volvía a estar ocupada. De su interior brotaban unos extraños ruidos guturales, acompañados de un intermitente gorgoteo al que solo interrumpía un lamento ronco. Extrañado, desvié mis pasos y me aproximé a la habitación.

A través de la puerta entreabierta distinguí una figura encorvada, casi derrumbada sobre la silla en la que se sentaba. Estaba iluminada mortecinamente por esa luz polvorienta que preside el interior de las casas abandonadas, otorgándole el curioso aspecto de un regalo envuelto con prisas. Era Vesalius. Lo escuché emitir una sinfonía de carraspeos y gruñidos que parecían mantener un absurdo diálogo con aquel borboteo que dejaban escapar las paredes, hasta que comprendí que los ruidos los provocaba su esfuerzo por no vomitar. Era una escena realmente absurda: a menos que además de alcohólico fuera bulímico, no entendía el motivo de que estuviera comiendo, pues picoteaba tontamente de un platillo que parecía alojar almendras o pistachos, a juzgar por los crujidos que producían, y que el cirujano hacía pasar por su baqueteado gaznate ayudándose de generosos tragos de whisky. La nota de color la ponía la ensangrentada bata que le envolvía, como la herencia de varias generaciones de matarifes hermanados por una siniestra pasión por la sangre.

Empujé la puerta y avancé un cauteloso paso al interior de la habitación:

—¿Vesalius? —musité.

Vesalius se envaró en la silla como si acabara de sentir el morro de una pistola hociqueándole la nuca, y se volvió con un esfuerzo dramático, haciendo que la cabeza se le bamboleara sobre los hombros. Con mayor esfuerzo aún, consiguió centrarla en la dirección de la que procedía aquella voz que, en el estado en que se encontraba, debió de imaginar surgida del mismísimo infierno.

—Lárguese —respondió con visible mal humor, tratando todavía de identificar al intruso que asomaba por la puerta.

Elaborando otro gruñido, revolvió con los dedos en el platillo y se llevó la mano a la boca. Masticó voluptuosamente aquella nueva ración de almendras o pistachos, que por la forma en que crepitaron entre sus muelas no debían de haber sido despojados aún de las cáscaras, hasta que se vio interrumpido por un violento ataque de tos. Despachó los estertores con otra voluntariosa succión de la botella, lo que le produjo una algarada de arcadas que durante unos segundos lo dejó envuelto en temblores.

—Vesalius, está empapado en sangre —murmuré.

—No como el broncíneo gigante de fama griega, de conquistadores brazos, abiertos de tierra a tierra...

Una nueva arcada hizo respingar a Vesalius, que sin embargo logró contener el desagradable trago hundiendo la cabeza entre sus rodillas. Me aproximé a él, aprovechando que aquella postura doblegada le impedía seguir manteniéndome a raya con la mirada.

—No sé de qué demonios está hablando, Vesalius...

Lentamente, el médico fue enderezándose con una quejumbrosidad que me hizo pensar en el desperezamiento de un geranio escarchado, mientras, con la mirada aguardentosa de los alcohólicos, continuaba aquella perorata gangosa que solo debía de tener sentido para él:

—¡Conserva, tierra antigua, tu pompa legendaria! Entrégame tus masas fatigadas y pobres que sueñan con el viento de la libertad, el infeliz detritus de tu anegada costa; envíame al sin techo al que la tormenta azota, ¡aquí, junto a la puerta de oro alzo mi antorcha!

Tambaleándose, se incorporó de la silla y levantó los brazos, blandiendo la botella como la antorcha de la que hablaba, en un gesto triunfal que terminaron por desbaratar los gimoteos de su llantina. La violencia de sus estertores lo arrojó como un guiñapo de vuelta a la silla. Soltó entonces la botella, que se contoneó alrededor del platillo, trazando un dibujo tan incomprensible como la alocución con la que Vesalius había decidido colorear su borrachera, a menos que la intención de la botella al oscilar así fuera dirigir mi mirada al contenido del plato. Recorrido por un escalofrío, reparé entonces en que los pistachos eran en realidad un arsenal de barbitúricos, azules, verdes, rojos y blancos, dispuestos allí como una merienda macabra.

—Muchacho —dijo—, estamos acabados. No he podido hacerlo...

Vesalius rebañó de un zarpazo el platillo, que volcó diligentemente sobre su boca. Los barbitúricos resbalaron a ella uno tras otro, excepto los que erraron el blanco e impactaron en sus mejillas. Luego, en un gesto blando del brazo que demostró que Vesalius empezaba a sujetarse al mundo con las fuerzas justas, estrelló el platillo contra el suelo, una vez comprobado que ya no quedaba nada en él de su confeti siniestro. Contemplé horrorizado la escena, incapaz de mover un músculo. Vesalius se estaba muriendo, y había decidido hacerlo justo cuando yo pasaba ante su puerta, obligándome a presenciar su estremecedor pulso con la muerte. Solo reaccioné al verle desplomarse y espumear entre rugidos, cuando empezó a patear el suelo en un taconeo demente, como si de pronto le hubiera dado por probar la consistencia de las tarimas con un redoble de claqué. Abalanzándome sobre él, lo cogí de una pierna y conseguí arrastrarlo hasta la bañera, donde lo sumergí bajo la columna de agua helada que escupió el mango de la ducha. No sabía si aquello serviría de algo o era un tratamiento válido únicamente en las películas, pero no se me ocurría qué otra cosa podía hacer. Vesalius, inerte, permanecía con la cabeza volcada sobre el desague, entonando un aparatoso gruñido mientras goteaba concienzudamente el agua que le resbalaba de los cabellos, mirando el fondo de la cañería con una curiosa expresión de angustia, como un niño buscaría el pececillo que había olvidado sacar de la bañera antes de quitar el tapón. Como último recurso, intenté hacerle vomitar metiéndole los dedos en la garganta, pero solo conseguí que un chorro de alcohol con tropezones farmacológicos me empapase el pecho. El resto de la merienda seguía recorriendo sus venas, lo que le provocó ahora un baile epiléptico en el borde de la bañera. Por fin, después de aquel catálogo de pataletas con el que parecía presumir de espasmos, el médico se desmayó. Tardó en volver en sí unos segundos, pero temí que aquel rapto de consciencia no le durara demasiado.

—¿Dónde está? —masculló cuando pudo rehacerse—. Déjelo en mis manos... América aún puede salvarse.

—Cállese y vomite de una puta vez —grité—. ¿A qué cojones cree que está jugando, Vesalius?

—Lárguese, lárguese y déjeme morir en paz. ¿Por qué no me deja morir en paz? —gimoteó—. No soy digno de América.

Volvió la cabeza para lanzar otra andanada de bilis, que roció las gárgolas que festoneaban los azulejos de la ducha con un desagradable tinte sanguinolento. De pronto los ojos se le iluminaron, estupefactos, y miró a un lado y a otro como si le costara un terrible esfuerzo reconocer el lugar en que se encontraba. Empezó entonces a manotear frenéticamente, en busca de algo que solo debía estar en su imaginación:

—¡Devuélvame el bisturí! —exclamó Vesalius entre bufidos—. ¿Dónde lo ha puesto? ¡Puedo hacerlo!

—Pare de una vez, Vesalius —le ordené.

—Una mujer poderosa —balbuceó, derrumbándose nuevamente—, con una antorcha en la mano, cuya llama es prisionero relámpago, y su nombre...

Reanudó sus arcadas, que le hicieron arrancarse en una vomitona entusiasta. Después, con los ojos llorosos y un hilillo de sangre resbalándole de la nariz, canturreó entre sollozos una melodía quebrada. Tardé en reconocer en ella la canción que semanas atrás había escuchado en mi inmersión en el subsuelo de Long Island, cuando Rilke me hizo descender hasta aquel parque de atracciones y la cripta quirúrgica que coronaba la visita.

Solo entonces caí en la cuenta. Vesalius no estaba delirando. Estaba repitiendo sus últimos gestos, convencido a un nivel subconsciente de que, fuera lo que fuese lo que había hecho allí, aquello no había terminado. Sentí que me helaba por dentro.

—Qué es toda esta sangre, Vesalius...

Un sudor frío afloró a mis mejillas. Volviendo la cabeza dolorosamente, Vesalius me clavó una mirada vacía, en la que aún debían de condensarse las imágenes que solo la muerte podría borrar. Y fue como si también yo pudiera ver las cosas que Vesalius había visto allá abajo, en el subsuelo de la tierra. El salón del trono. La tumba del Príncipe Encantado. Y el propio Príncipe dormido allá en el laboratorio secreto, el único lugar donde la mujer de sus sueños podía convertirse en princesa.

—El nuevo coloso —dijo Vesalius, apenas en un hilo de voz—. La salvación de América.

Luego dejó caer la cabeza sobre el borde de la bañera, produciendo un ruido seco. Con una sonrisa bobalicona observó las burlonas gárgolas que asomaban en los azulejos, tal vez presintiendo, en un último arrebato de lucidez, que no merecía testigos más apropiados para presidir su muerte.

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