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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 20

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odas las historias se pueden contar de mil formas diferentes, y, de hecho, estoy seguro de que si cualquiera de nosotros nos detuviésemos a contar alguna historia propia y al contarla hiciéramos un inciso para narrar la historia de otro de sus protagonistas, si a su vez dejáramos esa narración en barbecho para contar otra historia que ya solo de refilón tendría que ver con la que estábamos contando, si no cejásemos en ese insólito empeño y siguiéramos procediendo así, contando la historia de alguien para interrumpirnos al aproximarnos a otro individuo más de quien contar una nueva historia, podríamos pasarnos toda la vida hablando y hablando, anudando historias con historias, hasta que un día, mucho antes de llegar al final, acabaríamos por darnos cuenta de que nunca habríamos dejado de contar la misma historia; nunca habríamos dejado de hablar de nosotros mismos. Pero si entre todas esas presencias se introduce un impostor, la historia ya no es la misma. Cambia, se modifica, se adentra por pasadizos, ingresa en laberintos, se pierde en el fondo de espejos deformantes, reproduce rostros que no son el tuyo y lugares donde nunca has estado. Y si esa historia es lo único que tienes para saber quién eres, entonces no te quedará otro remedio que encontrar al impostor para poder decir cuál es tu historia.

Al escuchar las palabras de Vesalius, pude verlo todo con una nitidez sobrecogedora. ¿Quién iba a querer contratar a un cirujano que apenas podía reprimir el temblor de sus manos, sino alguien que considerase aquel defecto una clara ventaja? Con el corazón encabritado en mi pecho, dejé a Vesalius agonizando en la bañera, abandoné a toda prisa la habitación y corrí a ciegas por los pasillos del ala este, para desembocar por fin en el plató donde se suponía que Paula tendría que estar ensayando su papel. No encontré a nadie, y eso terminó de desatarme el pánico. Grité una vez y otra, tratando de llamar la atención de quien pudiera oírme. Por fin, di con un tipo visiblemente borracho que se había ocultado tras unos baúles con la única compañía de cuatro maniquíes, a los que había sentado alrededor de una mesa de juguete, cada uno de ellos con una mano de cartas entre sus dedos de plástico. Feliz de toparse con una presencia humana, el tipo me ofreció vino, pero le aparté la botella de un manotazo. Sujetándole de la pechera, aproximé mi rostro al suyo para asegurarme que obtendría toda su atención, y le pregunté lentamente dónde estaba Paula.

—No lo sé —dijo, destilando un aliento a alcohol que me produjo un involuntario vuelco en el estómago—. Pero diría que no está aquí. Solo estamos nosotros. Los demás han desaparecido misteriosamente.

Emitió un desagradable eructo y se deshizo en una risita nerviosa. Lo zamarreé por las solapas, preguntándole a quién se refería por «nosotros», y el tipo, volviendo la cabeza en un gesto descoyuntado, señaló a su grupo de maniquíes. Se rio al ver la expresión de asombro que debió aflorar a mi rostro. Sin poder disimular mi repugnancia, dejé caer bruscamente a aquel tipo y corrí por el estrecho pasadizo que se intuía detrás de los baúles, lo que me llevó hasta unas escaleras que se abrían al ala oeste, según descubrí por la decoración que abarrotaba los salones en los que desembocaba la trampilla. Subí un nuevo tramo de escaleras y recorrí un sinfín de pasillos hasta que por fin escuché un ruido procedente de uno de las alcobas del torreón. Cuando logré localizar de dónde partía el ruido, pegué el oído a la puerta y distinguí el rumor de un motor, unas bielas y el giro de unas bobinas, pero nada de aquello hubiera hecho falta para saber que me encontraba ante la habitación de Rilke. También tenía nombre; el suyo era El rostro tras la máscara. De entre todas las películas de Tourneur, había escogido la única que podía representarlo.

Me sobresaltó entonces la voz de Paula, que brotó del otro lado de la puerta. ¿Estaba allí, entonces? Abrí de una patada dispuesto a comprobarlo, pero a quien encontré fue a Rilke: estaba sentado en un sillón, de espaldas a mí, viendo el fragmento de una película en blanco y negro que volvía a iniciarse una vez y otra en la pantalla que se extendía ante él.

—Hubiera sido un desastre —murmuró, señalando con un puntero rojo una porción de la pantalla—: me refiero a Paula. Hubiera sido un completo desastre. Hasta un sordomudo se hubiera expresado con más credibilidad que ella.

Miré la pantalla, y entonces me di cuenta de que la película que Rilke estaba viendo era un fragmento de mi guión de Amerika: Alice Riddle huyendo por el laberinto de espejos, adentrándose por aquellos pasadizos concéntricos que repetían su rostro. Pero si tardé en darme cuenta de ello era porque no podía reconocer a Paula: su rostro no era un rostro, sino un borrón de sombras que le deformaba la boca, le destruía la curva de los pómulos y le reducía los ojos a dos rendijas en las que apenas se distinguía la mirada. Era como si alguien hubiera cortado su rostro con un cuchillo y lo hubiera intentado recomponer después orientándose por algún mal recuerdo de lo que debía de ser un rostro humano. Solo logré balbucear:

—Dónde está Paula.

Pero Rilke seguía absorto en su explicación:

—Creo que es cosa de la nariz. No era una nariz normal, si la recuerda, era un poco ganchuda y parecía el pico de un pájaro raro. Uno de esos pájaros que pían y pían para que les des sus semillitas, y cuando por fin les ofreces la mano para que se apropien de todas las semillas que quieran, te enganchan un dedo y no paran de retorcértelo hasta que te han arrancado un buen trozo de carne.

Me acerqué un poco más y volví a preguntar:

—Dónde está Paula.

—O a lo mejor son los pómulos. ¿Qué le parece? Si le soy sincero, debo decir que la recordaba con unos pómulos tártaros, curvilíneos, esa clase de pómulos que sabes que nunca se arrugarán, que siempre permanecerán tersos como si los hubiesen fabricado con mármol. Pero no; ni siquiera recordaba las arrugas. Cuando sonríe se le forman tantas arrugas alrededor de los ojos que parece haber pasado media vida contemplando el sol.

Me precipité al interior del cuarto, ardiendo en deseos de golpear a Rilke hasta hacerle hablar, hasta matarlo si era necesario. Pero Rilke giró el sillón en el que se sentaba, me apuntó tranquilamente con una pistola y dijo:

—No haga tonterías. ¿Le suena la escena? Henry Dunn ante Bobby West. Siempre la misma historia, parece que no puede haber nada más excitante que el estúpido enfrentamiento.

—¿Tuvo también que apuntar con una pistola a Vesalius? —pregunté en un arranque de osadía.

Rilke soltó una estrepitosa carcajada:

—Oh, no, nada de eso —dijo—. A él le bastó con convencerse de que esculpir el rostro de la Estatua de la Libertad era la antesala para crear una nueva América. Con esas manos, ¿qué le parece? —hizo un ademán con la pistola y señaló un sillón—: vamos, siéntese. Y ahora relájese. Supongo que querrá conocer la historia, ¿no? Siempre hay una historia. Si esto fuera una novela, odiaría este momento, pero en realidad esto es una mala película, y en una mala película no hay villano que no se recree en sus cinco minutos de gloria.

Me senté, obedientemente sintiéndome una vez más un muñeco en sus manos. Rilke se arrellanó en su sillón y dijo:

—Porque yo soy el villano, ¿verdad? Eso es lo que usted cree. Que yo soy el malo de la película.

Luego sonrió, cerró los ojos después de perder la mirada unos segundos en la pantalla, y cuando volvió a mirarme parecía como si un cargamento de años le hubiera pasado por encima.

 

Yo era el hombre de su vida, me dijo el millonario Rilke. Al menos eso es lo que ella me decía. Claro que como podrá ver ahora estoy solo, así que cuando menos tendremos que poner esa afirmación en cuarentena, ¿no le parece? Pero en fin, todos sabemos que hay muchas formas de estar presentes en la vida de alguien: un rostro surtido de cicatrices recuerda la mano que ayudó a elaborarlas, una ciudad extranjera invocará el fantasma de la mujer que nos acompañó por sus calles, una canción puede transportarnos de nuevo a las madrugadas en las que escuchábamos su melodía abrazados a un cuerpo que habíamos amado unos minutos antes de quemarnos la memoria con esas notas que muy pronto nos harían temblar de dolor... Así que, aunque ahora me repugne la idea, debo admitir que es cierto y soy el hombre de su vida. La conocí mucho antes de que ninguno de los tipos a los que en el futuro ella llamaría «el hombre de mi vida» hubieran asentado en sus rostros los rasgos que la empujarían a decir: quiero que ese hombre se fije en mí, quiero que me adore. Muchos de ellos no serían entonces más que unos niños entretenidos en dejar atrás la infancia sin saber que en el futuro estarían destinados a sufrir por ella, a vivir por un tiempo en su pequeño mundo de rostros hermosos y almas idealizadas, donde al final la belleza acabaría apestada al contactar con su carne y la idealización sucumbiría disuelta como el azúcar en el verdadero objeto de sus atenciones, o sea ella misma, la única persona de la que de veras estaba enamorada. Créame, hay muchas mujeres así, pero muy pocas como ella. Te engatusan con palabras que te alumbran por dentro y suenan a gloria bendita mientras sus pensamientos ya están firmando tu sentencia de muerte y sus ojos te observan con un brillo que en ese momento no aciertas a nombrar pero que a la larga reparas en que solo puede explicarse mediante la palabra «hielo». Parecen frágiles, se abrazan los codos cuando te hablan como buscando blindarse a duras penas de una presencia que las intimida, te clavan una mirada que parece solicitar refugio contra las dificultades que la vida les presenta, y cuando menos te lo esperas tu corazón ya ha visto algo que tu cabeza se resistirá todavía a pensar: «Es ella, es la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida». Aún ignoras que los clavos que te han clavado con su mirada pasarán un buen día a las palmas de tus manos para celebrar tu crucifixión. Mientras tanto, te hablan dulcemente y prometen sentir un revuelo de emociones que tal vez serían ciertas si su vida no consistiese en coleccionar conquistas que rendir a los pies de su belleza. Mujeres así son el dios de su propia religión. Y el modo de recaudar adeptos que ayuden a mantener a su dios con vida consiste en deslumbrar a sujetos demasiado confiados con la promesa de un paraíso que en realidad no existe, que no es más que un podrido embeleco hecho de palabras. Una asquerosa mentira.

Pero sí, yo soy el hombre de su vida. Ella tenía ocho años cuando la conocí. Yo tenía quince. Siete años de diferencia. ¿Le digo una cosa muy curiosa? Todo en esta historia circula alrededor del número siete. Dicen que es un número mágico, el número de la suerte: de la mala suerte, habría que añadir. La primera vez que la vi tenía siete años, catorce la segunda, veintiuna la tercera. Tres ciclos de siete años. Después pasaron siete meses hasta que la volví a ver, y otros siete hasta el adiós definitivo. Yo nací un día siete, y ella nació un 4 de marzo, día y mes que a su vez suman el número siete. Para colmo la conocí en el mes de julio, séptimo del calendario, y fue otro mes de julio cuando todo acabó. Desde entonces huyo como de la peste de cualquier cosa que tenga que ver con el número siete. Si me siento en una mesa en la que ya hay reunidos siete comensales, no tengo reparos en levantarme y abandonar mi silla en favor de algún invitado menos supersticioso que no tema que su comida esté envenenada. He dejado de celebrar mi cumpleaños por la misma razón, y he preferido festejar a cambio el día en que fui concebido en la isla de Pascua, puesto que ni en esa fecha ni en la suma de sus guarismos hay sietes que hagan peligrar mi cordura. Y si alguien me dijese: «En siete semanas recibirá una herencia fabulosa, aguarde y lo verá», yo le respondería: «Métasela por el culo». Sería una herencia envenenada. Vendría a mí bajo la apariencia de una belleza fastuosa pero muy pronto acabaría vislumbrando su verdadero rostro lleno de gusanos.

Ya se habrá dado cuenta de que le estoy hablando de Paula Steele, la mujer que encontró para mí en esa escuelilla de Manhattan, adonde la llevó mi ocurrente concurso, como usted bien adivinó. Es una actriz pésima, no es necesario que yo lo diga. Solo realiza interpretaciones impecables cuando no es consciente de estar actuando, por ejemplo cuando dice: «Te amo», aunque la expresión correcta debería ser: «Te amo con las migajas que me sobran del enorme amor que siento por mí, o sea: con nada». De niña se acostumbró a exigir la atención de quienes la rodeaban, y supongo que la satisfacción que le producía ser centro de interés fue creciendo con los años y algún día la llevó a decidir que debía convertirse en actriz: de ahí a fingir emociones el resto de su vida había solo un paso. Pero desde luego no le bastaba con hipnotizar a unos pocos individuos. De haber dispuesto de un alma que ofrecer al diablo, seguramente se la habría vendido sin titubeos a cambio de ver su nombre alumbrando Hollywood en luces de neón y su rostro anunciando algún cosmético de lujo al lado de un modelo musculoso, cualquier cosa que hiciese aflorar a su paso multitudes que la admirasen. No me engaño. Es más, la conozco tan bien que de escuchar algo así, sé sin duda lo que ella diría: «Mentira. Yo no soy así. Nada de eso me interesa». Pero no es verdad. La verdad es que ella siempre prefirió opinar que esa fantasía, como cualquiera de las muchas que se empeñó en alimentar, no entraba en sus aspiraciones no porque en realidad no le hubiera tentado jamás, sino porque siempre fue muy consciente de sus propias limitaciones. Prefería mentalizarse con la convicción de que tal idea nunca habría sido algo más que un deseo infantil en lugar de enfrentarse a la realidad de que jamás se aventuraría a pretender nada que exigiera coraje por miedo a fracasar ante los demás. Una lástima: tantas atenciones para acabar convertida en una cobarde, un ser condenado de por vida a vivir apresado en una campana de oro, como un hámster en su bolita de plástico, mimando el rostro del único ser al que amar sin reservas para poder seguir pisando el mundo sin aparentar vacilación, como si un dios enamorado de su belleza extendiese cada día una alfombra roja bajo sus pies. De hecho, si al final hubiera ejercido como médico, que es lo que de niña decía desear, desde luego no habría escogido la especialidad más favorable para socorrer a sus semejantes, sino la que le permitiese viajar de aquí para allá, de un congreso a otro, para intimar como una colegiala con doctores de facciones correctas, seducir a los que le supusiesen un reto, y atesorar productos exclusivos que la ayudasen a escamotear arrugas al paso de los años.

Pero no le he contado aún cómo la conocí. De hecho, fue en ese pueblecito alemán que usted ya conoce, un lugar que Paula visitaba todos los inviernos junto a su familia: sus abuelos eran de origen alemán, y durante la guerra había pasado muchas calamidades y desdichas al lado de la mía. Pese a ello, y en otra demostración más de su falta de sensibilidad, Paula acudía allí como quien acude a la tumba de un pariente lejano por el que nunca ha tenido demasiado aprecio. Yo solía jugar con ella cuando se aburría de tocar el piano o de ver a los mayores entretenidos en la ruleta o el bacará, y por las tardes la llevaba a disfrutar de las atracciones que una feria ambulante montaba en una explanada de las cercanías. Yo la subía a mis hombros, y mientras paseábamos entre la gente Paula me acariciaba el pelo, y me interrogaba con cuestiones a las que tan pronto como satisfacía con una respuesta ella olvidaba enseguida. Le compraba algodón dulce, boletos para probar su puntería contra globos de colores y enanos cabezones, joyas de plástico que ella se prendía del cuello o calzaba en sus dedos. Una vez estuvimos a punto de caer al vacío desde una atracción que daba vueltas como una noria y que alguien había sido tan imbécil de poner en marcha y levantar a una enorme altura con todos los tornillos flojos: la máquina se inclinó hacia delante, y yo tuve que estrechar la mano de Paula con todas mis fuerzas, porque el arnés que estaba ideado para sujetar a sus ocupantes era demasiado grande para ella y Paula empezaba a escurrirse del asiento. Aquello duró varios minutos, una puñetera eternidad, y en cuestión de peligros que se anuncian como episodios a vida o muerte, estoy seguro de que no lo he pasado peor en mi vida. Aunque claro, según lo veo ahora... Si no fuera porque temo que su sentido del humor no le encuentre la gracia, le diría: «Qué lástima no haber abierto la mano». Pero seguramente me tomaría usted en serio, y no deseo que piense que por mucho que odie ahora a la mujer odio también a esa niña. No es verdad. Puedo recordarla sin dolor, lo que ya es decir mucho, aunque debo admitir que si un día tuviera una hija como ella me plantearía seriamente entregarla en sacrificio si no sirviera de nada recurrir a un exorcista. Pero volviendo a la feria: cuando al fin nos liberamos de aquella maldita máquina, Paula estaba tan nerviosa que tropezó con uno de los peldaños metálicos que descendían a la explanada de tierra y se hizo una herida en la rodilla. No era una herida superficial, ni mucho menos, de hecho pude verle hasta el hueso: una rótula blanca, reluciente, tan lisa como un colmillo de marfil. Cegadora, esa es la palabra, como todo lo que tiene que ver con ella. Cegadora como su belleza, cegadora como sus mentiras. Busqué aprisa algo con qué curarla en el botiquín de los feriantes y luego le vendé la herida: Paula no derramó una sola lágrima. ¿Se lo puede creer? No, no me refiero al gran Rilke postrado ante una niña, vendándole sus heridas como un lacayo cualquiera. Me refiero a Paula. Tenía la rodilla abierta como una granada madura y sin duda le dolía a rabiar, pero nadie iba a verla llorar. Solo le faltó morder una bala para resultar más dura. Por la noche nos dirigimos a la casa de su familia, nos sentamos en el sofá del salón y Paula se durmió abrazada a mí. La acosté en su cama cuando comprobé que ya ninguna sacudida la despertaría, pero al ir a cubrirla con las sábanas me asió de una mano y me dijo: «No quiero que te vayas. Cuéntame algo hasta que me quede dormida». «Ya estás dormida», le dije. «Eso creo», contestó, «pero no lo parece». Luego cerró los ojos y se dejó rendir otra vez por el sueño. Estuve un rato a su lado, mirándole aquella expresión misteriosa que iban acogiendo sus rasgos mientras dormía. De tarde en tarde abría los ojos y mascullaba unas palabras. Aquella facultad de comentar dormida algún vericueto de sus sueños no la perdió con los años. Muchas noches, mientras yo mantenía mi particular lucha con el insomnio, Paula se giraba de pronto, me estrechaba con una fuerza terrible contra su cuerpo y me decía: «Te quiero». Dormida y todo se quedaba unos minutos agarrada a mí, hasta que ya no podía más y la relajación de sus brazos volvía a tenderla en la cama. Es curioso, las noches le hacían pronunciar tantas mentiras como la luz del día. Estaba tan acostumbrada a falsearse para los demás que no decía una verdad ni en sueños.

El juego que más le divertía era que yo corriese tras ella por el bosque para darle caza, mientras ella trataba de burlarme ocultándose tras los árboles y huyendo de mí entre carcajadas cuando veía que me acercaba a su escondite: ya ve, como la vida misma, exactamente igual a lo que hizo conmigo en nuestra breve y eterna historia de amor. Al final, cuando se cansaba de correr o quedaba acorralada contra los macizos de árboles que protegían la alambrada, Paula se sentaba en el césped y decía: «Ya no juego más». Es increíble, también en eso todo era igual a como sería después. Yo me tendía entonces junto a ella y hablábamos de cualquier cosa que se nos pasaba por la cabeza: ya sabe, tonterías de críos, las formas que las nubes componían en el cielo, cómo se había hecho la cicatriz que tenía junto al labio inferior o cómo me hice yo la que tenía bajo la barbilla, cuáles eran los juguetes de su cuarto azul, donde su madre había decidido que no cuadraba un peluche de color rosa que le habían regalado y se había convertido de la noche a la mañana en su favorito, antes de que su hermana lo heredase y lo elevara fuera de su alcance a la repisa de sus tesoros privados... Yo no hablaba demasiado porque prefería escucharla a ella, un error que volvería a repetir en el futuro, aunque por supuesto en esa época estaba lejos de ser un error. Siempre me ha gustado escuchar a los niños, lo crea o no, y observar la facilidad con que realizan extraños equilibrios de un pensamiento a otro, sin que les importe gran cosa lo ridículas que puedan parecer las posturas que construyen para sostenerse sobre alguna aparatosa idea o si han de tener miedo de caer al vacío de la razón y sus monstruos. Pero con Paula aquella curiosidad era imposible de satisfacer: tenía un sentido del pudor tan desarrollado que las posturas que articulaba debían mostrar la apropiada elegancia, y si perdía el equilibrio no era el golpe lo que temía, sino la vergüenza de que alguien pudiese verla caer y su mirada o una simple sonrisa dictaminasen: «Te has caído». Bueno, pudor es una manera muy pobre de llamarlo, pues en realidad se trataba de puro orgullo. Imagínese una niña de apenas ocho años a la que durante toda su vida le han estado ponderando lo maravillosa que es. Para volverse idiota, ¿no cree? Pero no seré yo quien diga que Paula no era lista, ni que sus facciones no poseyeran una extraordinaria belleza. No me creerá si le digo que, aunque tuviera solo ocho años, prendía a los ojos que la miraban una mirada tan femenina que era difícil pensar que te estaba contemplando una niña. Resultaba tan rotunda, tan reposada, que tenías la impresión de que sabía algo que tú no sabías. Me deslumbraba, ya entonces estaba perdidamente enamorado de ella. Cuando la miraba, tenía la sensación de que su rostro despedía una luz tan pura como solo podía serlo si desde el instante en que fue concebida su madre hubiera expuesto el vientre a baños de luna llena. Su cabello no era exactamente rubio, pero hubiera convertido en oro todo lo que hubiese tocado. Cuando la veías por primera vez convenías en que era preciosa, y eso que ya entonces tenía las piernas un poco feas, algo juntas en las rodillas, un defecto que solo con el tiempo aprendería a combatir tapándolas con medias negras o llevando minifaldas que te nublaban la vista y te impedían reparar en algo más que unos sólidos muslos blancos que parecían perfectos.

Adivino lo que estará pensando: «Fue hace mucho, mucho tiempo, en un reino junto al mar». Sí, reconozco que tal y como le estoy contando esta historia parece que hablo de Annabel Lee, aunque de una Annabel Lee a la que los ángeles no hubieran aniquilado y hubiese crecido para convertir la belleza en un arma y el amor en su bala de plata. Así que haremos mejor si rebobinamos la historia unos cuantos años hacia delante y permitimos que esa pequeña Annabel Lee se redima eternamente en el fuego de los ángeles, mientras aquel gemelo suyo que tuve la desgracia de conocer sufre el acoso de los años, gana en belleza, recala en hombres a los que solo se une porque representan un desafío a sus deseos de conquista, descubre el sexo con el horror de quien se practicase una autopsia, y al final de ese camino en que sus parejas quedan convenientemente engañadas y destruidas, me encuentra a mí, siete años después de que la suerte, la mala suerte, nos reuniese por última vez. Da igual qué nos hizo encontrarnos: lo cierto es que Paula empleó todo su surtido de estrategias para engatusarme, me movió a creer que las palabras que yo le decía constituían una música irrepetible que ella había estado esperando oír desde que era una niña, hizo todo lo que estuvo en su mano para convencerme de que habíamos nacido el uno para el otro, y cuando pasamos nuestra primera noche juntos, yo ya estaba más que seguro de que nada nos separaría y que el resto de nuestras vidas lo emplearíamos en construir los pavorosos tópicos de nuestro tiempo: formar una familia, ver crecer a unos niños, retirarnos a algún lugar donde nada pudiera destruir todo lo que nos unía, es decir, la clase de cosas que yo siempre he detestado y en las que solo hubiera admitido embarrarme si era ella quien estaba a mi lado. Me trasladé a la ciudad en la que Paula vivía para acercarme aún más a ese propósito, pero también para calmar la desesperación que me atormentaba cuando pasaba un solo día lejos de ella. Ese era su deseo desde que compartimos las primeras caricias y los primeros abrazos: que no me alejase de su lado, que siempre estuviese allí para ampararla y protegerla. Aunque si ella me hubiera dicho: «No te acerques a mí, no me toques, márchate a algún lugar donde no puedas verme», sí, puede creerlo, de haber dicho eso estoy seguro de que habría accedido a hacerlo, convencido de que, tarde o temprano, Paula comprendería que nuestro amor era más fuerte que la muerte y habría corrido hasta mí para exigirme que volviera con ella.

Bien, ahora sé que eso nunca hubiera sucedido. Pero entonces yo tenía una percepción muy distinta de las cosas, supongo que como la tienen los locos de la realidad que habitan. Cuando ambos nos tendíamos entrelazados sobre la cama, yo llegaba a pensar que el resplandor de nuestros cuerpos unidos podría verse a millones de kilómetros de distancia desde cualquier punto del cielo, desde cualquier lugar en que hubiera una nave espacial o un planeta habitado. Incluso al separarnos, estaba seguro de que tardaría en apagarse aquella luz que ambos habíamos contribuido a forjar y que ahora emprendía su camino hacia el infinito, como esas estrellas muertas de las que aún quedaba la memoria de un esplendor viejo de siglos, de cuando el Tiempo era demasiado joven para apercibirse siquiera de su propia existencia. Así es, tan ñoño como se lo estoy contando, una cursilería que haría sonrojar de vergüenza a un cargamento de merengues. Y de todos modos, ¿a quién quería engañar? Era estúpido pensar así, pues si algo podía decirse de Paula es que no era una amante especialmente entregada. Odiaba que la mirase cuando estaba desnuda, a pesar de que si su cuerpo servía para algo era precisamente para ser admirado. Me decía que reuniese en mi mente las pinceladas que de ella hubiese llegado a ver por separado, las ordenase una por una mentalmente y mirase el resultado con atención, porque esa era la única forma que tendría de admirar su desnudo al completo. Créaselo, no le estoy contando ningún cuento. Y eso no era todo. Follábamos con todas las sábanas por encima, sin luz, como si fuéramos ciegos. Para ella, amar era una emoción a la que se debía llegar sin la intervención de los sentidos, todo imaginación, todo pensamiento, todo asquerosamente idealizado, sin que mediase ninguna postura que pudiera convertir el acto sexual en algo reducible a la palabra «follar». Cualquier penetración era un logro. Una mamada ya ni le cuento, daban ganas de salir al balcón y decir: «Dedico este premio a todas las personas que nunca creyeron que este momento llegaría». Una vez fui tan persistente que incluso follamos en el mar, contemplados por el resto de los bañistas, y aquella experiencia, correrme dentro de ella nada menos que en un lugar público, me resultó comparable a asistir a un verdadero milagro.

Pero bueno, basta de chismes, basta de poesía. Va a tener la impresión de que embellezco las cosas, pero no le estoy contando ni la mitad de lo que fue. Es un favor que le hago, créame. Se volvería loco si supiera lo que yo sé, no hay un cerebro que pueda resistirlo sin ponerse a echar chispas, sin joder toda la maquinaria y saltar en pedazos. El mío aguantó un poco más, pero el daño ya estaba hecho, no todo el mundo es tan hábil para ver las cosas tal y como son en el mismo momento en que están sucediendo. Todo se estaba yendo al carajo, y cuando digo todo me refiero a todo, no lo hago porque pretenda hacer pasar esta historia por algo más grande de lo que en realidad fue. No tenía ni idea de que aquello se acabaría, créame, y aún menos de que llegaría un día en que ya no podría resistir el espanto de que cada mañana me visitara en los espejos el rostro del hombre que amó a Paula Steele. Eso he dicho. Me agoté, me rendí, llegué a la meta con las reservas completamente extenuadas. Entiéndalo como quiera, es algo de lo que resultaría estúpido hablar, así que no espere que sea demasiado explícito con el tema. Había vivido aquello de forma tan diferente a como sucedió realmente que si echaba la vista atrás era como ver la vida de otra persona. Lo que parecía bueno era malo, y lo que era malo ya ni le cuento: solo mi poderosa fuerza de voluntad me permitió seguir con vida. La realidad, los sucesos reales, estaban jodidos y bien jodidos. Eran un cortejo de animales lisiados. Eran ornamentos de un museo en la quiebra. Eran joyas de saldo de un antiguo reino insular. Eran las tarjetas de visita de un dictador en el exilio. Eran monedas fuera de circulación. ¿Necesita más metáforas o va entendiendo lo que le digo? Era algo que había perdido su valor, eso es lo que le estoy diciendo, un retrato amable de un sueño que algún idiota había tenido en el pasado. Qué demonios, uno no quiere ver esas cosas cada vez que se tiene que enfrentar al espejo.

Pero todo eso aún estaba por llegar. El momento crítico tuvo lugar mucho antes. El primer instante en que algo se rompe, en que escuchas ese chasquido por ahí dentro y te preguntas qué es lo que ha fallado y qué será lo próximo en fallar. Paula tenía que irse durante tres meses, ahí empezó todo a desmoronarse. En fin, no es que me pillara de nuevas, yo ya sabía que aquello ocurriría. Pero no tenía un buen presentimiento, si entiende lo que quiero decir. Tres meses, ¿sabe? Una separación así, cuando la cosa no ha hecho más que empezar, solo puede resistirla un amor verdadero. Me imaginaba la distancia como a un herrero de brazos formidables, capaz de deshacer nudos gordianos con la sola ayuda de sus dedos de hierro. De ponerse a ello, sería capaz de separar el mar en dos columnas, de desgarrar el cielo en dos meridianos, ¿qué no podría hacer entonces con nosotros, si se lo proponía? Para mi tranquilidad, Paula me prometía que no dejaría de amarme, que nunca permitiría que su futuro pasase por no estar junto a mí, que yo era el hombre de su vida y algún día tendríamos unos hijos a los que sentaríamos sobre las rodillas para contarles nuestra historia de amor. Yo la creía, ya le he dicho que en esa época estaba más ciego que un camión lleno de culos. La veía tan inflexible, tan implacable cuando hablaba así, que no me quedaba más remedio que creerla. Parecía que no había obstáculos para ella, que las cosas la atravesaban, simplemente, como si estuviera hecha de luz, de verdad en estado puro. A su lado era difícil que no me sintiese como un auténtico cerdo. Ella nunca dudaba, y para mí, mientras hubiera carne siempre habría una razón para defender una mentira.

En fin, da igual todo aquello por lo que pasé durante ese tiempo: aceptar que no me telefonearía, que no podría visitarla, que solo me escribiría cuando tuviese tiempo para hacerlo. Cualquier enamorado hubiera cargado con eso, y aun así, no sé si puede imaginar lo que significa no saber absolutamente nada de la persona a la que amas, lo que pesan las horas cuando esperas una noticia que después de todo solo te brindará un poco de aliento hasta la llamada siguiente. Para ser justos, creo que me comporté como un hombre, dadas las circunstancias, y en ningún momento me ablandé. A mi manera, hice lo que pude para estar con ella: le pagué hoteles para que no pasase las primeras noches a la intemperie en una ciudad ajena, le escribí menos de lo que hubiera deseado solo para que ella no encontrase un buzón rebosante de cartas que alguna vez pudiesen llegar a abrumarla, le envié ramos de flores y osos de peluche cuando se sintió sola en un mundo que no conocía, hice lo que estuvo en mi mano para que supiese que mis pensamientos no se separaban ni un segundo de ella. Incluso como momento supremo, recorrí miles de kilómetros en cuatro días solo por pasar unas horas a su lado. Un error, luego me di cuenta de ello: la mujer que encontré me había convertido ya en un extraño. Pero el extraño no era yo, sino ella. Paula era otra persona distinta a la que conocía, una completa desconocida, ¿sabe lo terrorífico que es darse cuenta de ello? Se había condicionado de tal manera a despreciar de antemano lo que sentía por mí, tanto se había preparado para no dejarse conmover cuando llegase el momento de encontrarse conmigo, que ni siquiera tuve el consuelo de que de veras fuese un extraño para ella, alguien que al fin y al cabo aún hubiera podido darse a conocer y hacerse querer un poco. Aunque no lo crea, estuve a punto de zanjar nuestra relación allí mismo, sentado frente a ella en la terraza de un café, bebiendo una cerveza como si la cosa no fuese conmigo. Hubiera sido todo un golpe de efecto, toda una muestra de valor; pero también hubiera supuesto demasiado para su orgullo. Tan pronto como me vio determinado a concluir nuestra relación, Paula volvió a ser la persona adorable y cariñosa que yo había conocido. Así que olvidé el recibimiento de dos días atrás, olvidé sus desplantes, su arrogancia, lo olvidé todo. No crea que me arrepentí de ello. En aquellos días le regalé un anillo que Paula llamaba su anillo de compromiso, y a mi regreso me escribió diciéndome que nunca se lo quitaba y que se lo mostraba a todo el mundo para que nadie dejara de saber lo mucho que nos amábamos, lo locamente enamorada que estaba de mí. En realidad, me escribía por cualquier motivo, día tras día, y se quejaba de que la estaba olvidando si alguna vez no respondía con celeridad a sus cartas. No hacía más que hablar de las ganas que tenía de volver a estar conmigo. Si aquello no era una mujer enamorada, me decía a mí mismo, es que no había habido una sola mujer enamorada en toda la historia del mundo. Cada vez me sentía más y más seguro de nuestra relación, tanto que hasta empecé a hacer planes para el regreso de Paula, buscar una casa, pensar dónde íbamos a vivir, pensar incluso el nombre de nuestro primer hijo. Y de pronto un día, lo crea o no, todo cambió. Dejó de responder a mis llamadas, dejó de escribirme, y como ese era el único vínculo que entonces me unía a ella y ella era todo mi mundo, tuve la horrible impresión de que era como si hubiera dejado de existir. Así, sin más. Quedaba una semana para volver a vernos y de repente había levantado aquella muralla de silencio. Era incomprensible, y empecé a temerme lo peor. Pensé que ocurría algo, que estaba demasiado ocupada, incluso que se había muerto; ya sabe, uno siempre inventa inútiles esperanzas para todo. Pero entonces llegó lo que tenía que llegar: una carta en la que Paula exponía detalladamente que ya no quería estar conmigo. Que algo nos estaba ocurriendo, así, en plural, y que prefería estar sola.

Primero no pude reaccionar, luego creí que iba a volverme loco. ¿Algo nos estaba ocurriendo? A mí no me pasaba nada, eso podía jurarlo. Traté de hablar con ella, pero Paula seguía resistiéndose a escucharme. Si alguien cogía su teléfono era para decirme que Paula no estaba. A veces estaba seguro de que oía su voz a lo lejos, ordenando lo que sus mensajeros tenían que decir, y debía controlar mis impulsos para no desatar la furia que sentía dentro, una furia que hubiera hecho saltar en pedazos el planeta entero. Tuve paciencia, créame, mantuve el tipo hasta el final. Aguardé hasta que recorrió los cinco mil kilómetros de regreso y luego fui tan ingenuo como para creer que algún día me llamaría para explicar lo que había pasado, así que tuve paciencia, esperé y esperé y me dije que si había esperado tres meses, bien podía seguir esperando una semana más. Pero no llamó. Tampoco devolvió una sola de mis llamadas. En fin, nadie sabe lo que ese tiempo supuso para mí: el mundo dejó de existir, me mataba a caminar kilómetros de ciudades y bosques solitarios aguardando a que las horas pasasen y me trajesen alguna respuesta suya, apenas comía, perdía peso a marchas forzadas y no podía pensar con claridad. Me estaba volviendo loco, y de hecho había días en los que tenía que fijar la mirada en las cosas que me rodeaban para reconocerlas, para reconocer el lugar en el que me encontraba. Decidí entonces pasar a las cartas, a quejarme al viejo estilo romántico, a llorar en un papel lo bien jodido que estaba. Supongo que aquello surtió efecto, porque al fin respondió. Una carta escueta, rápida, informativa, que dejaba bien a las claras lo molesta que estaba conmigo por mi insistencia en interrogarla. Lo único nuevo venía casi al final, en una notita apresurada. Decía que quería estar sola, que habíamos estado demasiado tiempo separados y ahora veía las cosas de otro modo, y que reunirse conmigo para hablar solo complicaría su situación. Después de esa carta desapareció. Solo la vi una vez más desde entonces, por pura casualidad, y cuando apareció de nuevo en mi vida, descubrí que estaba con otro hombre. No habían pasado dos meses desde que decidió matarme y ya estaba en brazos de algún desconocido.

Pero aquí estamos, como ve, fui persistente y no me rendí. Nunca dejé que la historia terminase en ese punto, no permití que acabase sin que yo dijese la última palabra. Mi dinero, mi riqueza, esa parte de mi vida que Paula no había tenido tiempo de conocer, por fin iba a servir para algo. Y así fue. En fin, aquí lo tiene todo: el laboratorio secreto, el científico loco, la chica secuestrada, el héroe que trata de salvarla... Sí, todo le parecerá raro, pero pronto entenderá. ¿Ha visto la película Senda tenebrosa, El malvado Doctor Phibes, alguna de esas viejas cintas de serie B en las que el protagonista tiene que pasar por un quirófano para cambiar de rostro y así poder vengarse de quienes lo ultrajaron? Algo así. Le aseguro que un millonario demente es bastante capaz de poner de su lado a médicos de primera y tan dementes como él. Y no solo para aplicarse sobre su propia cara. No sabe usted el placer que supone decir «corten» y, al contrario de lo que sucedería en un plató de cine, sea ese el momento en el que todo empieza. Oh, tendría que haber visto la cara de ese zoquete de Vesalius, seis horas de puro nirvana quirúrgico para luego encontrarse con aquello. Porque lo que usted aún no sabe es que el héroe ha llegado demasiado tarde, la típica historia que solo pasa en las películas; en las malas, quiero decir. En las buenas, el héroe habría sabido en el último momento los planes del villano, le habría detenido en su propio laboratorio, habría parado las máquinas y habría salvado a la chica. Pero esto es una mala película. Por desgracia, las malas películas son las únicas que se parecen a ese carrusel de engaños y decepciones que llamamos realidad. No hay segundas oportunidades. No hay una nueva toma para que podamos modificar el error que cometimos.

¿Sabe?, cierto filósofo alemán escribió una frase que se ajusta tanto a esta historia que siempre he creído que la escribió pensando en mí: «El color puro es el médium de la fantasía». Créame, no sé si he visto la realidad con demasiados colores y eso me ha convertido en el ser fantasioso que aquí ve. Pero nunca había visto colores tan hermosos como los que vi cuando estaba con Paula. Solo sentí algo así cuando era niño, y mis padres me llevaban a pasar los inviernos en Amerika, ese pequeño pueblecito alemán que a estas alturas usted detestará con todas sus fuerzas, pero que yo nunca dejaba de ver como esas películas en blanco y negro que adoro. No había más colores que esos, el blanco de la nieve, el negro de todas las siluetas que destacaban por encima de ella. La vida no tuvo nunca una belleza mayor, solo la tuvo cuando pensé que Paula me amaba. Yo no quería otra cosa sino eso: un mundo donde los colores fuesen el médium de una fantasía que yo podía habitar, una fantasía que pudiera elevarme por encima de la horrible realidad que me acogía. Era lo único que quería cuando estuve con Paula. Algo así como... otro invierno en Amerika. Algo que pudiese mirar con la misma pureza con que veía el mundo cuando era un niño.

No sé cómo decirlo de otro modo. Yo la amaba, pero no le descubro nada si le digo que el amor es una perturbación mental que, como toda anomalía, lo perturba todo. La realidad, los sueños, los deseos. Todo. Pero Paula solo se amaba a sí misma. Aunque, que yo sepa, es el único amor desgraciado que dura toda la vida.

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