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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » XXI

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XXI

 

J

une Caprice murió con apenas veinticuatro años, cuando sus últimas películas habían sumado fracaso tras fracaso y los estudios empezaban a desconfiar de su presencia incluso para decorar el fondo de los planos, como si también desde allí pudiera irradiar el mal fario que parecía pesar sobre ella. Al igual que otros muchos astros de la época, June fue una víctima más de lo que la imaginación periodística había acuñado como «el mal de Hollywood», una enfermedad a la que no se llegaba por contagio, sino como el resultado de una dieta desaforada de drogas, sexo y popularidad mal digerida, condenando a quienes la sufrían a unas postrimerías de juguete roto que culminaban en los hospitales o los manicomios, esos desvanes de trastos olvidados donde los periodistas hozaban con brutalidad de carroñeros, atiborrando los diarios sensacionalistas de crónicas con moraleja que otorgaban a sus lectores la satisfacción de ver que el dinero, ni siquiera cuando llegaba a raudales, daba la felicidad. Pero si la mayoría de los adictos caían en aquella espiral de difícil retorno tan pronto como la fama les separaba los pies del suelo, June sucumbió a ella por tenerlos demasiado firmemente adheridos a él. Las drogas le ayudaban a combatir sus estados depresivos con delirios y raptos vegetativos que al menos la impedían pensar, el sexo era una vía rápida para escapar de una soledad que a veces ansiaba pero nunca le resultaba soportable, y la popularidad era el elevado precio de un juguete que jamás le apetecía pagar. Odiaba la fama, a la que culpaba de la angustia atroz que acompañaba a su vida al otro lado de las candilejas, incapaz de aceptar que su rostro, y con él su intimidad, habían pasado a formar parte del patrimonio público.

La muerte con la que tanto había coqueteado en sus últimos años de vida le sobrevino el 7 de febrero de 1930, tras una extraña noche en la que apareció desnuda en la fiesta de un viejo magnate de Palm Springs: se dijo que allí, pintada totalmente de azul, como si hubiera sufrido una indigestión de lotos o de tinta china, señaló entre la multitud a los falsos y a los humildes, pidió perdón a un productor del que siempre temió traiciones, escupió a una actricilla a la que había socorrido en las calles del Hollywood Boulevard cuando esta no era más que una aspirante a estrella y presumía de su título de Reina de la Belleza de Little Rock como si se tratase de una antesala del éxito, subió al piano que dominaba el salón y se pintó con un lápiz de labios rojo una cruz en la frente antes de desmayarse y ser devuelta a su casa, donde escribió una misteriosa carta de amor a algún confidente cuya identidad nunca se llegó a precisar. Algunos de los escasos amigos íntimos que no la habían abandonado a su suerte aseguraron que June llevaba semanas presintiendo su fin, y que aquel desconcertante comportamiento en la fiesta de Palm Springs no fue el resultado de un ataque de locura, sino la única despedida que podía dedicar a un mundo en el que ya no deseaba vivir. Esa misma noche, un ladrón o un perturbado asaltó su vivienda, la sorprendió en su habitación y le descargó un balazo en el corazón, antes de proceder a desfigurar su rostro minuciosamente, con el ciego salvajismo de los zarpazos. Luego se entretuvo en escribir con la sangre de June un mensaje enigmático sobre una de las paredes del salón: «Una bala para el Diablo», y tras aquello se desvaneció en el aire, desapareciendo de la historia de la misma forma en que había aparecido.

En una confusión que solo podría calificarse de macabra, los periódicos tomaron a June por Louise Brooks, y aquel día lluvioso en que la noticia apareció en las primeras páginas de todos los diarios del continente, miles de enamorados se suicidaron al no soportar que la mujer a la que habían amado con la devoción que solo somos capaces de prestar a las imágenes y a las representaciones se convertía en una belleza desmantelada a la que ya solo abrazarían los gusanos. Pocos, en cambio, lloraron por June Caprice, que ocupaba con su hermosa materia exangüe aquel ataúd; su sepelio no contó con huestes de plañideros como los de otros astros de la misma promoción de cadáveres, y su tumba solo recibiría de tarde en tarde algunas flores que se ajaban aprisa, como si las pudriese alguna secreta angustia. Entre esas flores nunca faltaban unas rosas teñidas de azul, que para los escasos curiosos que se fotografiaban en aquel lugar, con la misma avaricia con que ansiaban fijarse en cualquier otro recuerdo de algún pasado esplendor que el paisaje les propusiese, evocaban la nostalgia de un tiempo en el que las reglas del amor se limitaban al entusiasmo, la libertad y la extravagancia, o, por decirlo de otro modo, a todos esos juegos que confundían el mundo con un gigantesco espectáculo.

The London Courier

11 de agosto de 1967

 

¿QUÉ FUE DE BABY JUNE? (Y II)

Un reportaje de Jacob Conover

 

 

Y ahora, veamos cómo podían haber sucedido las cosas.

La madrugada del 7 de febrero de 1930, Melmoth Kane se introdujo en el apartamento de June Caprice en Park Canyon Drive, y asesinó a la joven aspirante a actriz Sarah Parker de un disparo en el corazón. Luego escribió el célebre mensaje en la pared —«Una bala para el Diablo», o dos, según quien cuente la historia—, y acto seguido procedió a mutilar su rostro, dejando las sábanas encharcadas de sangre y sobre ellas un cuerpo irreconocible... en el que todo el mundo, sin embargo, reconoció a June Caprice.

Esta es, al menos, la historia de Nora Darnstädt.

En su retiro suizo, una casita de piedra blanca con un balcón ligeramente desdentado que asoma a las aguas del lago Lemán, Nora, tras encender su segundo Lucky Strike de la mañana e insistir en que algún día podrá dejarlo, mantiene que eso fue precisamente lo que sucedió:

—Mi madre tuvo la suerte de no estar en la casa —dice—, y Sarah Parker la mala suerte de estar en ella. Mamá se encontraba en Reno, a kilómetros de distancia de allí, porque necesitaba estar sola y reflexionar. No se pintó de azul en ninguna fiesta, no sufrió ningún ataque de locura, como se llegó a contar. Mi abuela acababa de morir solo unos meses atrás, y aunque ambas habían estado distanciadas durante años, para mamá su muerte fue un golpe muy duro. Ni siquiera pudo estar a su lado cuando murió. Unos días atrás habían discutido por última vez, y, como siempre, mi abuela parece que llegó a decirle cosas terribles. Supongo que le desearía la muerte, o algo peor. Por lo visto, era muy proclive a esas cosas. A mamá aquello no debió de pillarle de nuevas, y se olvidó del asunto con la misma facilidad con que lo había hecho otras veces. Pero en esta ocasión las cosas tuvieron un final muy distinto. Mi abuela murió. Y mamá se fue a Reno a olvidar y llorar. Y entonces ocurre lo de Sarah Parker. Por una vez, mi madre debió de creer que las maldiciones, después de todo, quizá sí eran posibles.

—Volviendo a la... presunta muerte de June Caprice —le digo, maldiciéndome por mi titubeo y tratando de no reparar en la sonrisa que Nora ha descorchado al oír mi vacilación—. ¿Cómo es posible que nadie se diese cuenta de que no era ella? Al margen de las horribles mutilaciones, June era una actriz famosa. Si el cuerpo era el de otra mujer, tenía que haber algo que los forenses no hubieran podido reconocer. El color de los ojos, por ejemplo. Según consta en la ficha de su desaparición, Sarah Parker tenía los ojos de color verde, mientras que June los tenía azules.

—Hubo numerosos defectos en la investigación —responde Nora—. Si es que se le puede llamar investigación a eso.

Desde luego, aquello no podía ser más cierto. Según los datos que he podido recabar posteriormente en el Archivo Histórico Policial del Condado de Riverside, el cuerpo fue descubierto hacia las seis de la mañana por Henrietta Cavalero, una limpiadora local que sustituía aquella mañana a la mujer que desde hacía dos años se encargaba de la limpieza en las pequeñas residencias y bungalows de la zona norte de Palm Canyon Drive. El agente de policía Paul Cesare, que realizaba a aquella hora su ronda habitual, acudió al domicilio de June al escuchar los horrorizados gritos de la limpiadora. Cesare declaró en las diligencias posteriores no haber tocado nada, pero «creía» que Henrietta Cavalero había «manipulado» ligeramente las sábanas. Sin embargo, cuando se le preguntó una segunda vez si había efectuado por su cuenta algún examen del cuerpo o del lugar durante el tiempo que permaneció a la espera del forense, Cesare, contradiciendo su primera declaración, admitió haber cubierto el rostro del cadáver con la sábana «al ver que la señora Cavalero empezaba a mostrar síntomas de histeria y que algunos vecinos paseaban muy cerca de las ventanas». El agente que transcribió su declaración hizo notar que «el 8 de febrero era sábado, y el termómetro marcaba dos grados a las seis de la mañana», y que Henrietta Cavalero, por su parte, aunque admitía la ansiedad que se apoderó de ella al ver el cadáver, mantuvo la compostura «hasta que sorprendió al agente Cesare bajando las sábanas por debajo del pecho de la señorita y poniendo ambas manos en ellos [los pechos] en actitud libidinosa (sic)». Cesare negó rotundamente haber hecho tal cosa. Henrietta Cavalero, sin embargo, se ratificó en su declaración y citó el comentario que el detective Bewley, nada más llegar al lugar de los hechos, realizó al ver las manos de Cesare manchadas de sangre: «Tendría que suspenderle si esas manchas significan que ha tocado usted el cadáver, agente», dijo. Bewley reconoció haber hecho aquel comentario, pero en ningún caso, puntualizó, pretendía insinuar «el uso (sic) de tocamientos libidinosos por parte del agente Cesare».

Henry D. Bewley, detective de la unidad de Homicidios del Departamento de Policía de Riverside, tardó veinte minutos en personarse en la escena del crimen tras recibir la primera llamada de Cesare. Dos agentes uniformados lo acompañaban, además de Albert Rumbelow, coroner del distrito. Para entonces, los gritos de Henrietta Cavalero y las palabras «subidas de tono» del agente Cesare «para evitar que la mujer perdiese la calma» habían empezado a atraer a las primeras avanzadillas de curiosos. A su llegada, Bewley, supuestamente tras reprocharle su posible contacto con el cadáver, le preguntó a Cesare si el cuerpo pertenecía a la propietaria del apartamento, a lo que Cesare respondió intuitivamente que sí, pues la limpiadora no había hecho otra cosa «que mecerse junto a la cama sollozando y murmurando su nombre». Justo en aquel momento, uno de los agentes que acompañaban a Bewley sorprendió «el resplandor típico del fogonazo de magnesio» al otro lado de las ventanas, y Bewley comenzó entonces a perder la calma. Eran las seis treinta hora local. Ordenó que «se dejasen las cosas como estaban», pese a las protestas de Rumbelow, que solo había tenido cinco minutos para reconocer el cuerpo, y solicitó el envío inmediato de una ambulancia para proceder al levantamiento del cadáver. En sus declaraciones posteriores, Rumbelow se lamentó por «las irregularidades de los primeros reconocimientos», que en su opinión habrían privado a los investigadores de suficientes elementos de juicio para «averiguar la identidad del asesino e impedirle cometer nuevos crímenes». (Tras su detención, ocurrida dos meses después del asesinato de June, Kane declaró haber matado a «otra putita más» para comprobar si podía seguir «ejecutando» ahora que había perdido «la amistad de las voces».) A las seis cuarenta y cinco, los restos mortales de June Caprice fueron trasladados al Hospital Médico Forense de Blythe en el interior de un Ford T perteneciente a la base de la reserva aérea de March Field. A las ocho y veinte, al mismo tiempo que el vehículo con el cuerpo de June llegaba al hospital, el periódico Desert Sun lanzaba una edición especial a cuatro columnas anunciando la muerte de Louise Brooks, un incomprensible error informativo que resultaría trágico —más de cien personas se suicidaron al leer la noticia aquella misma mañana— y que hubiera podido ocasionar una tragedia aún mayor: miles de hombres, mujeres y niños se congregaron en cuestión de minutos a las puertas del hospital para dar su último adiós a la actriz, pero la mayoría no se conformó con despedirla desde los bastidores, y varios grupos violentos se introdujeron por la fuerza en el hospital para tratar de acceder a la sala en la que Louise Brooks estaba siendo rebanada y troceada por las impías garras de los doctores. La rápida actuación de la policía, unos doscientos agentes armados, evitó que la situación se fuese de las manos, pero nada impidió que mientras tanto el hospital se convirtiera en el escenario de una auténtica batalla campal. Bewley, que durante los incidentes había podido ponerse en contacto con los abogados de June, ordenó el traslado del cadáver al cementerio Memorial Park, que figuraba en el testamento de la actriz como su lugar de reposo. Así, el Ford T utilizado para transportar el cadáver hasta el hospital emprendió el camino inverso hacia las colinas de Hollywood, y June Caprice, prácticamente intacta para el bisturí de los forenses, ya que no lo fue para el cuchillo de su asesino, pudo ser enterrada en una ceremonia íntima —incluso demasiado íntima— aquella misma tarde, pues a lo largo del día los diarios de toda la costa oeste habían desmentido la noticia adelantada por el Desert Sun e informado sobriamente de la muerte de June Caprice: aunque June, ya olvidada por todos, no iba a tener quien la llorase.

Visto así, decir que aquella investigación había sido defectuosa era suavizar un poco las cosas.

—De todas maneras —prosigue Nora, aplastando el cigarrillo en el cenicero y tomando por primera vez un sorbo de su café, que a estas alturas ya debe de estar helado—, para mi madre aquel cúmulo de irregularidades supusieron a la larga una bendición. Estaba cansada de Hollywood, del mundo del cine, de todo cuanto había sido su vida desde que era una niña. De modo que aprovechó la situación para escapar. Sé que esto suena horrible, porque aquella joven había sido asesinada, pero mamá tenía sus razones para pensar que el asesino de Sarah había acudido a la casa para matarla a ella. Imagino que en esas circunstancias uno solo puede pensar en su propia vida, y, después de todo, solo si uno sigue vivo tendrá tiempo para lamentarse por los muertos, ¿no cree?

Me limito a asentir vagamente con la cabeza, pues no sé de qué otro modo responder a aquello, salvo reconociendo lo sensato del comentario; por suerte Nora no espera grandes revelaciones de mis gestos, toda vez que es ella la encargada de las revelaciones asombrosas:

—Muerta June Caprice, mi madre volvía a ser Elizabeth March. Era algo a lo que todavía tendría que acostumbrarse, porque la última vez que tuvo tratos con la pequeña Liz ambas tenían seis años. Descubrió, sin embargo, que ser Liz tenía más inconvenientes que ventajas: por ejemplo, Liz no podía contar con el dinero de June, exceptuando una pequeña suma en metálico que June guardaba en su mansión de Long Island. Y, por otro lado, con June muerta la permanencia de Liz en América resultaba sencillamente imposible. Alguien, un día, podía descubrir que June era Liz y Liz era June, y entonces... Bueno, como diría mi madre, los muertos no regresan, porque si lo hicieran el mundo en el que vivimos cambiaría de arriba abajo. Y mamá no estaba dispuesta a saber cuántas veces puede cambiar a peor la vida de un ser humano.

»Así que, con los ahorros de June y un equipaje modesto para lo que habían sido sus hábitos, al menos en su anterior encarnación, Elizabeth March emprendió la ruta inversa que habían trazado sus abuelos cuando imaginaron un mundo mejor para ellos y sus descendientes. Ese mundo, después de todo, parecía ser Europa. Qué ironía, ¿no le parece? Aparentemente, los Crossan y los March habían unido sus fuerzas para un propósito que nuestro patriarca americano nunca hubiera visto con buenos ojos: convertir a uno de los nuestros en una estrella de cine. Supongo que allá en el infierno Sean Crossan se preguntará si mereció la pena intentar sacrificar a su hijo para esto...

»A partir de ahí, mamá empezó a tener la suerte de cara. De hecho, el simple acto de mezclarse entre la gente, incluso participar de sus conversaciones sin ser reconocida, era algo de lo que jamás hasta entonces había podido disfrutar. Cualquier pequeño detalle llamaba poderosamente su atención. Y no es que antes no se hubiera fijado en esos detalles, sino que solo ahora tenía el tiempo necesario para hacerlo y disfrutar de ello. Veía las cosas tal y como eran, reposadamente, sin prisas. Hasta aquel día, había vivido como si el mundo fuera a desaparecer a la mañana siguiente, pero solo ahora comprendía que a la mañana siguiente el mundo seguiría estando ahí. Era ella, en todo caso, la que podía desaparecer. Y de la manera en que mamá había vivido hasta entonces, lo cierto es que hubiera desaparecido sin haber sabido realmente nada del mundo. Nada de nada.

Nora hace una pausa para encender el tercer Lucky Strike de la mañana:

—Como le pasó a June —dice al fin—. Murió, y para mi madre fue como si se le hubiera muerto un pariente lejano. Alguien por quien debía lamentarse pero a quien no había conocido lo suficiente como para poder recordarle con algún cariño.

»Pero ahora era el turno de Elizabeth March, y Elizabeth había aprendido la lección que su hermana June jamás pudo aprender. Y lo cierto es que demostró ser una alumna muy rápida. A bordo del RMS Scythia entabló amistad con una joven de su misma edad que regresaba a Europa tras haber emprendido su particular grand tour en América. Aquella hermosa jovencita había visto la Estatua de la Libertad, las Cataratas del Niágara, el Monte Rushmore en plena construcción, y para ella era como haber sido testigo de la creación de un nuevo mundo... Por desgracia, había llegado el momento de volver a casa. Desde Alemania, su padre había puesto el grito en el cielo al enterarse de que el propósito de su hija al viajar a América no había sido únicamente conocer los rincones característicos del legendario americano. Su verdadera intención, como había confesado a dos o tres personas antes de zarpar desde Europa, era trabajar en el cine. ¡Trabajar en el cine! ¿Cómo se permitía tal cosa una muchachita de buena cuna como era ella, y además comprometida? A mamá aquello le divirtió mucho. Su nueva amiga incluso llevaba una recomendación de Pabst, que luego resultó ser quien la traicionó ante su padre. Pero en Los Ángeles nadie conocía a Pabst. Quizá tendría que volver en otra ocasión, le dijeron, cuando su inglés hubiera mejorado. Al escuchar aquello, estoy segura de que mi madre dedicó a su joven amiga la mejor de sus sonrisas: oh, le diría, en tal caso tal vez yo pueda ayudarte. No tengo planes en Europa y también yo podría aprender mucho de ti. O algo parecido. Mamá tenía un ingenio natural para la réplica, y había afinado enormemente ese talento gracias a casi veinte años en el cine y el teatro. La joven se llamaba Pauline Darnstädt y vivía, según le dijo a mamá, en un pueblecito encantador. Encantador, esa era la palabra mágica. Encantador como un castillo a orillas del bosque, encantador como ese universo de pretendientes vestidos de librea y damiselas atrapadas en sus miriñaques y sus corsés que mamá identificaba con la vieja Europa. Pauline aceptó la oferta de mamá, claro. Hasta me atrevería a decir que palmoteó de pura dicha. Todo el que conocía a mi madre hubiera saltado por un precipicio con ella sin dudarlo.

»Aquel pueblecito encantador se llamaba Amerika. Mi madre rio con ganas al escuchar el nombre. ¿De manera que había cambiado América por Amerika? No era el mejor modo de olvidar el sitio del que venía, de eso podía estar segura. Pero lo que mamá no podía ni imaginar era que Amerika le iba a cambiar la vida. Quién sabe, quizá en el fondo hasta sea verdad que mi abuelo tuvo una visión, pero, lamentablemente para él, América y Amerika no suenan tan diferentes. Bien, señor Conover, después de tantas desgracias como le he contado, al menos esta historia hará las delicias de sus lectoras. Pauline tenía dos hermanos, tan diferentes entre sí como puedan serlo dos ramas del mismo tronco: el mayor era un célebre médico de costumbres severas que vivía en Francia con su mujer y sus dos hijas, disfrutando del respeto de la comunidad científica; el menor era ingeniero, encargado de los negocios de la familia, guapo, romántico y propenso a los raptos de ensoñación. Como suele pasar en los cuentos de hadas, en solo dos citas el soñador jovencito se enamoró de mamá. Y mamá se enamoró de él. Y para que el cuento de hadas resulte aún más encantador, una radiante mañana de primavera, ante más de mil invitados, en la sala del trono del castillo de Neuschwanstein, Pauline Darnstädt se convirtió en Pauline von Stielike y Elizabeth March en Elizabeth Darnstädt. Dos guapas jovencitas de veinticuatro años casándose con sus príncipes azules en una ceremonia de cuento. No sé lo que June Caprice debió de pensar de esto desde la tumba. Pero, si quiere saber mi opinión, quizá se asemejaba demasiado a sus películas como para poder creérselo.

La clase depravada —la interrumpo, pese a que el osado entrevistador se ha convertido a estas alturas en mudo y fascinado testigo de la historia—. En ella, June se casaba en un castillo con un príncipe ruso que resultó ser una versión presoviética y refinada de Barba Azul.

Nora asiente despacio y elabora una sonrisa paradójicamente nostálgica, mientras da unos suaves golpecitos a su cigarrillo para hacerle expectorar su excedente de cenizas.

—Liz tuvo más suerte. Se casó con el hombre al que amaba, y un año y medio después se convertía en orgullosa madre de una pequeña germana que llegó al mundo presumiendo de pulmones. Era el 22 de octubre de 1931. Y ese mismo día..., bueno, lo crea o no, ese mismo día nació Lili, la hija de Pauline. Crecimos juntas, y puede decirse que nos trataban como si realmente fuéramos hermanas. Créame, le asombraría el parecido que había entre nosotras. Supongo que los genes de la familia Darnstädt eran más poderosos que los March, los Crossan y los Stielike juntos. Con los años, el parecido fue incluso mayor. En Amerika nos conocían como las gemelas Darnstielike, una muestra de dudoso ingenio rural que al menos evitaba a la gente del pueblo llamarnos por el nombre equivocado. Lo único que nos diferenciaba era el carácter. Lili podía ser muy dulce, pero cuando no lo era... Dios, cuando no lo era parecía el mismísimo diablo. Una vez enterró en el jardín al bebé de una de las amigas de Pauline dentro de una caja de cartón, mientras las mujeres tomaban tranquilamente el té en el salón. Quería saber si cuando se enterraba un cuerpo era verdad que su espíritu volaba hacia el cielo. Tenía cuatro años. Afortunadamente el bebé no murió, pero años después el guapo jovencito en que se convirtió sentía verdadero pánico cada vez que se encontraba cerca de Lili Stielike.

»Nuestra infancia fue la de unas niñas ricas y despreocupadas, pero eran tiempos difíciles, ¿sabe? Hitler acababa de llegar al poder. Empezaban a escucharse cosas muy inquietantes, y se veían cosas más inquietantes aún. Mi padre era muy crítico con las políticas de Hitler y rechazó hasta tres veces afiliarse al partido nazi. Muchos de sus líderes lo consideraban un traidor, un alemán pura sangre como mi padre no podía dar la espalda a los salvadores de Alemania. En fin, toda esa basura. Apenas volvimos a saber una palabra de mi padre tras la noche del 9 de noviembre de 1938, y cuando al fin supimos lo que fue de él habían pasado cinco años. Aquella noche había viajado a Berlín para comprobar por sí mismo qué se ocultaba tras las protestas y temores de muchos de sus empleados. Las empresas y las fábricas de la familia empleaban un gran número de mano de obra judía, así que imagino que mi padre debió de encontrarse prácticamente un erial cuando acudió a la ciudad a investigar. Realmente, no era el mejor día para estar en Berlín, y menos si se te acusaba de proteger a los judíos.

»Tras el estallido de la guerra, el gobierno alemán nos desposeyó de todo. Bueno, de todo salvo nuestra casa de Amerika, pero supongo que Amerika se les antojaría un lugar tan relevante para sus planes de conquista como Marte o la Luna. En 1941, el marido de Pauline fue llamado a filas, y desde entonces Pauline y mamá vivieron con nosotras y dos criadas ancianas en la misma casa. Unos meses después, un oficial de las SS, acompañado de varios soldados, acudió a nuestro hogar con órdenes expresas de... en fin, no recuerdo el eufemismo utilizado por el oficial, pero para entendernos se trataba de un expolio en toda regla. Nos dejaron sin nada, pero eso era lo de menos: lo verdaderamente horrible fue que también se llevaron a Agnes y Nana, las dos criadas. Aún recuerdo la escena como si estuviera sucediendo ahora mismo. Lili, con los ojos llorosos de pura rabia, se arrojó sobre el oficial y le clavó los dientes en la mano. Tuvieron que quitársela de encima de un culatazo en la sien. Lili cayó sin sentido, su preciosa melena rubia desparramada en el suelo, empapándose lentamente en la sangre que le manaba de la frente. Yo resollaba de impotencia, de miedo, de ira... pero no pude hacer nada. La valiente era Lili. Solo me atreví a sostener la mirada a aquel bastardo, que se frotaba la mano con perplejidad, mientras afloraba a sus labios una sonrisa perversa, fascinada, que casi babeó cuando devolvió la mirada a Lili, desmadejada en el suelo. Le cubrí las piernas con su propia falda en un acto reflejo, y la sonrisa del oficial se ensanchó todavía más.

Nora hace una pausa, y por unos segundos me ofrece su delicado perfil, para mirar la elegante superficie del lago en el que la brisa de la mañana describe suaves dunas de agua. Pero los ojos de Nora resplandecen por algo que nada tiene que ver con ese brillo de diamantes que el sol espolvorea sobre el lago. Apretando los dientes, cierra los ojos por unos segundos, y cuando los vuelve a abrir ya no hay rastro de una sola lágrima en ellos. Nora respira hondo, mira de soslayo el paquete de cigarrillos que reposa sobre la mesa y coge uno, invistiendo su gesto del mismo aire de derrota que ahora tiene su sonrisa:

—Uno más tampoco me va a matar, ¿no cree?

Me limito a sonreír yo también, pero me temo que compongo una sonrisa poco firme. Hace un año dejé de fumar. Y puedo jurar por mi vida que nunca he deseado tanto un cigarrillo como en este momento.

Nora da una profunda calada y continúa hablando:

—Tres años después, aquella noche de julio de 1941 volvió a repetirse, solo que de otra manera. Unos soldados nazis acudieron a casa para llevarse a Lili. Cierto oficial de las SS, cuya identidad podrá imaginar perfectamente, la reclamaba para trabajar a su servicio. Pero Lili, por suerte, no estaba en casa. Desde el piso de arriba escuché las voces de mi madre, los terroríficos gritos de los soldados, el llanto desgarrador de Pauline. No sé lo que pasó en aquel momento por mi cabeza. Lo único que sentía era horror, un verdadero horror por lo que le pudiera suceder a Lili. Pensé que, fuera lo que fuese lo que le esperaba, yo podría soportarlo mejor que ella. No sé de dónde saqué el coraje para hacerlo, pero lo hice, y a la larga el tiempo me daría la razón: con un carácter como el suyo estoy segura de que Lili no hubiera sobrevivido a aquello ni dos semanas. La hubieran matado sin contemplaciones, como a un perro rabioso. Así que bajé las escaleras, y, ante la mirada incrédula de Pauline y la expresión espantada de mamá, anuncié a aquellos soldados que yo era la persona que buscaban. Me creyeron, claro. De algo tenía que servir que Lili y yo fuéramos como dos gotas de agua.

»Hasta el final de la guerra trabajé como criada para el oficial de las SS que había destruido nuestra familia. El muy hijo de puta fanfarroneaba de ello. Fue él quien ordenó el traslado al frente ruso del marido de Pauline, él quien ordenó ejecutar a mi padre, que, sin nosotras saberlo, llevaba tres años encarcelado y sometido a todo tipo de vejaciones y torturas por su lealtad, decían, a los judíos. Al final lo mataron, como también murió el marido de Pauline. Todo a causa del mordisco que Lili propinó a aquel cerdo por defender a nuestras criadas. A veces me enseñaba la cicatriz que aquel mordisco le había dejado en la mano y me decía: «Lili, pequeño diablillo, ¿de qué pasta estás hecha? Tú ni siquiera tienes la menor cicatriz en la frente, y yo llevaré el resto de mi vida la huella de tus dientes en mi mano. ¿Acaso soy más blando que tú?». Supongo que ya imaginará que esas cosas no me las decía cuando le servía el vino, sino cuando nada le impedía demostrar lo duro que en realidad era él y lo blanda que en realidad era yo. Así que supongo que también comprenderá que quiera pasar de puntillas por esta parte de la historia.

Nora apura su cigarrillo y vuelve a mirar el lago, esta vez con las mandíbulas apretadas, mientras retuerce la colilla en el cenicero.

—Yo tenía trece años cuando la guerra terminó. Hasta 1950 no nos devolvieron las tierras que nos habían expropiado, así que durante cinco años las cuatro mujeres tuvimos que buscarnos la vida como pudimos. Mamá y Pauline trabajaron como cocineras para una de las bases americanas emplazadas en Penig, aunque mi madre tuvo más suerte y pronto pasó a ocupar las oficinas como mecanógrafa gracias a su dominio del inglés. Todo el mundo pensaba que era alemana, y naturalmente ella nunca se molestó en negarlo. De todas maneras, ya nadie se acordaba de June Caprice, ¿qué más le hubiera dado incluso decir que se llamaba así? Por nuestra parte... Lo cierto es que Lili y yo aparentábamos cualquier cosa excepto trece años, así que aprovechamos aquel favor de nuestros genes y durante los siguientes tres o cuatro años hicimos algunos ingenuos pin-ups para los soldados americanos que ocupaban Alemania por entonces. Nos pagaban una miseria, pero para nosotras era una auténtica fortuna. Una de esas fotos, no sé cómo, apareció en la revista danesa PinUp. No sabría decirle si era Lili quien salía en ella o era yo, pero fue poco menos que un momento mágico para ambas. Nos habíamos acostumbrado a compartir un mismo rostro, así que aquello no lo podíamos ver como un triunfo de una sobre la otra, sino como un mérito de las dos. Lo mismo sucedió más tarde, en 1948, cuando gané el título de Miss Amerika. Los oficiales americanos decidieron crear un concurso de belleza para jóvenes alemanas que emulara el certamen que desde 1921 se celebraba en América, así que nada mejor que un pueblecito llamado Amerika para bautizar su versión alemana. El propósito del certamen era aumentar la moral de las tropas, como suele decirse, aunque dudo que la visión de un montón de alemanas famélicas vestidas con un simple bikini fuera la mejor manera de lograrlo.

Nora hace una pausa, enciende y apaga el mechero, mirándose distraída la punta de sus zapatillas. Luego levanta los ojos, que por suerte han hecho desaparecer las nubes que le emborronaban la mirada, y me observa con curiosa atención, como si estuviera a punto de decir una de esas verdades memorables que por alguna razón resultan completamente increíbles.

—¿Sabe? —dice al fin—: Amerika recibió su nombre oficial en 1876, cuando se celebraba el centenario de la fundación de América. Y ese fue también el año en que los Crossan desembarcaron en la isla de Ellis. Qué le parece: América se encuentra con Amerika. Sé que resulta absurdo, pero a veces he pensado que desde aquel momento para mi familia quedaron marcadas las cartas con las que debían jugar en el futuro. Por supuesto, incluidas las de esas personas a las que solo les falta compartir la misma sangre para no tener que decir simplemente que son como de la familia.

Tengo la impresión de que Nora quiere añadir algo a eso, pero en cuestión de segundos cambia de opinión y se limita a lanzar un suspiro antes de proseguir:

—Fue entonces cuando Lili decidió probar suerte en el cine. Yo la secundé, ¿qué otra cosa iba a hacer? Pauline no dijo nada cuando Lili dio la noticia en casa, pero la vi cambiar una significativa mirada con mi madre. Y entonces mamá puso el grito en el cielo. No, no y no, dijo. Eso nunca, por encima de mi cadáver. Luego dijo muchas más cosas, cosas realmente duras. No conocí a mi abuela, pero entonces supe lo que era una March en estado puro. Mamá estaba pálida de la ira, y Lili y yo aguantamos el chaparrón como mejor pudimos, más desconcertadas que irritadas por aquella inmerecida reprimenda. Finalmente, Pauline se levantó de su silla y se acercó dulcemente a mamá, que temblaba de pies a cabeza, con los dientes apretados y los puños blancos de pura frustración. Vamos, vamos, le dijo. Lili y yo nos miramos sin comprender nada, era todo tan absurdo... Me pareció que Pauline la acunaba casi como si fuera un bebé, en realidad nunca había visto a mamá tan impotente, tan indefensa. Levantó entonces los ojos y vi que estaba llorando. Pauline, simplemente, asintió. Entonces mamá nos miró a Lili y a mí y... diablos, es ridículo decirlo, pero sentí un escalofrío por la espalda, porque era como si en aquel momento mi madre ya no fuera mi madre. Como si se hubiera convertido en otra persona.

»Bueno, de hecho era otra persona. Durante las siguientes cinco o seis horas mamá ya no era Elizabeth Darnstädt, ni siquiera Elizabeth March, sino una mujer de la que ni Lili ni yo habíamos oído hablar jamás. Pauline, sin embargo, parecía haber oído, y mucho, de ella. Asentía simplemente con la mirada a cada una de las palabras de mamá, envuelta en aquel reverente silencio, y la contemplaba con tanta admiración... Parecía que era ella la que se había acostado con todos aquellos tipos, John Barrymore, George Beranger, Wally Reid, ella la que había rodado todas aquellas películas, la que durante siete años fue la mujer más deseada de América. Imagine mi asombro en aquel momento. Por increíble que todo aquello pareciera, no podía dejar de creer una sola palabra. Bastaba con mirar a Pauline para convencerse de que todo cuanto mi madre estaba contando, por improbable que fuese, era la verdad. Y puedo jurarle que hubiera preferido no creerlo. Si ya resultaba insólito descubrir que mi madre había tenido una vida antes de que yo naciese, imagine lo que supuso saber que en esa vida había sido toda una estrella de cine.

»Que yo recuerde, mi madre apenas tuvo una buena palabra para el mundo del cine. Tampoco lo odiaba. Se contentaba más bien con despreciarlo. Oh, pero no me malinterprete, mamá valoraba lo suficiente a June Caprice como para pensar ni por un instante que había perdido el tiempo viviendo por y para ella. De lo que se lamentaba era de lo que había tenido que sacrificar para que June Caprice existiera. Toda aquella vida de hotel en hotel, de fiesta en fiesta, siempre del brazo de los hombres más deseados del mundo... en realidad, todo eso le había hecho más mal que bien. Y temía que a nosotras nos pasara lo mismo que le había sucedido a ella.

»A Lili, sin embargo, los temores de mamá le importaban muy poco. Y por supuesto insistió en sus propósitos: quería ser una actriz de cine costara lo que costase. Viendo las cosas con veinte años de distancia, creo que el error de mi madre fue no haber conocido a Lili como yo la conocía. O haber puesto por delante sus temores, creyendo que su tesón por convencernos de desistir en nuestros ridículos planes era mayor que nuestros deseos de hacerlos realidad. O los de Lili, para el caso, puesto que yo ya había resuelto olvidarme del asunto. Estoy segura de que si mi madre no hubiera reaccionado como lo hizo, Lili también se hubiera olvidado de ello a la primera dificultad o al primer tropiezo. Ella era así. Si te ponías en su camino, quería correr más rápido que tú y saltar más alto que tú. Si en cambio te hacías a un lado, se olvidaba de que cinco minutos atrás aquel camino era el que llevaba al cumplimiento de sus sueños, porque ya habría encontrado otro mucho mejor, aunque le condujese a un lugar completamente diferente. Esa era Lili. Apasionada por curiosidad y competitiva por orgullo. Las personas así son las que más alto suelen llegar, pero cuando lo hacen son las primeras en preguntarse: ¿qué hago aquí arriba?

»Pero Lili no tendría tiempo de preguntarse qué hacía ahí arriba. Gracias a nuestro título de Miss Amerika, consiguió aparecer en un par de películas financiadas con dinero americano, nada destacable y nada que permitiera destacar, pero a partir de ese momento Lili se creyó en el derecho de considerarse toda una actriz. Imagine la paradoja, mi madre no quería ni oír hablar de ello con cientos de kilómetros de celuloide a sus espaldas, y la tarambana de Lili con dos películas que ni siquiera salieron de las latas y ya se consideraba una estrella. Poco después, a través de un tipo que conoció en uno de esos rodajes, se enteró de que un director de cine recién llegado del mismísimo Hollywood se había instalado en Penig, concretamente en una fonda a las afueras de Amerika. Había llegado a aquel remoto lugar localizando exteriores para su siguiente película, y resultó que el viejo puente sobre el río Mulde era el escenario perfecto para una de sus escenas. A Lili le faltó tiempo para hacer las maletas y plantarse en la misma puerta de su habitación. Y lo hizo en el mejor momento, pues por lo visto el hombre estaba sumido por entonces en una profunda depresión: acababa de ser abandonado por su mujer y sus últimas películas pasaban sin pena ni gloria por las pantallas de cine, tanto en América como fuera de ella. Una jovencita como Lili tendría que resultarle a la fuerza un soplo de esperanza, una refrescante brisa de aire. Lo que aquel pobre hombre no sabía era que Lili, en realidad, era todo un huracán. Inevitablemente, se enamoró de ella como un colegial, y cuando terminó de rodar su película regresó con Lili a América. Para Lili, aquello no dejaba de tener su gracia. Cambio Amerika por América, nos dijo por toda despedida, con aquella deliciosa risa suya en cuyo fondo había aquel tintineo perverso, aquel caracoleo infantil que te hacía ver en ella a la niña valiente y obstinada que nunca dejaría de ser. Veinte años atrás, mamá había hecho el camino inverso, pensando precisamente que en aquella América no iba a encontrar la felicidad que debía aguardarle en esa nueva Amerika que se le ofrecía al otro lado del mar. Recuerdo que mamá apenas se dejó besar cuando Lili se despidió de ella. Era el invierno de 1949. Teníamos dieciocho años. Toda una vida por delante.

»Pero Lili nunca volvió. Unos meses más tarde, murió en un accidente de tráfico en California. Parece ser que perdió el control de su vehículo y se estrelló contra un camión que circulaba en sentido contrario. Es terrible recordar todo aquello. Han pasado diecisiete años desde entonces, pero para mí es como si no hubieran pasado más de dos semanas. Pauline había sufrido un auténtico tormento desde que Lili decidió marcharse a América, pero aquello no fue nada comparado a lo que vino después. Supimos la terrible noticia cuando ya habían pasado siete semanas de su muerte, imagínese, señor Conover, todo ese tiempo tardaron en reconocerla. Por entonces se hacía llamar Kitty Frances, y nadie en América la conocía como Lili Darnstädt. Se la dio por desaparecida, mientras el cuerpo hallado en el interior del Dodge azul era enterrado en una fosa común, desprovisto de la cabeza. Ese es otro de esos detalles horribles que uno nunca pide saber y una vez sabido jamás puede olvidar: no encontraron la cabeza. El parabrisas del Dodge decapitó a la pobre Lili al salir despedido de la carrocería. Dios, me corren escalofríos cuando pienso en ello, mi querida Lili allá abajo, entre un montón de huesos anónimos, sin ese rostro que ella y yo compartimos, y yo aquí, envejeciendo por las dos. Ella tenía una cara y esa cara ya no está en ninguna parte, salvo aquí. Créame, a veces no me gusta estar tan acompañada cuando miro un espejo.

—Puedo imaginarlo —respondo, sin saber qué se puede decir a una cosa así. Y en un arranque de inspiración, añado—: en parte es como si no estuviera del todo muerta.

—Entonces —replica Nora con una sonrisa triste— es como si yo tampoco estuviera del todo viva, ¿no le parece?

Evidentemente, el mío ha sido el más estúpido entre todos los comentarios posibles, y no puedo sino maldecir por dentro lo inoportuno de mi inspiración.

—Pauline murió pocos meses después de aquello —prosigue Nora, pasando por alto mi momentánea consternación—. Mi madre cinco años después de Pauline. De modo que por fin hemos llegado hasta donde usted quería llegar, ¿no? La segunda muerte de June Caprice.

»Era el otoño de 1955 —recuerda—. Mamá y yo paseábamos por el pequeño bosque de abetos que rodeaba nuestra finca de Rochsburg, tratando de reconocer en ella lo que había sido el hogar de la familia de mi padre. Qué ironía: por fin teníamos todo cuanto nos había sido robado pero solo quedábamos nosotras para disfrutarlo. Recuerdo que mamá y yo estábamos haciendo planes para instalarnos en aquella finca y construir una granja, cuando de pronto escuchamos un chasquido procedente del suelo. Mamá se quedó quieta, como petrificada. Yo había avanzado unos pasos y me volví para mirarla, extrañada de su repentina inmovilidad, pero aún más de la terrible palidez que se había apoderado de sus facciones.

»¿Mamá? —le pregunté—. ¿Sucede algo?

»No recuerdo si me respondió. Creo que dijo algo, pero lo único que puedo recordar es el modo en que bajó la cabeza y musitó: «Dios mío». Solo eso. Me acerqué a ella y me lanzó un terrible grito para que no diese un paso más. Aquella mirada... era una mirada escalofriante, tan llena de odio, de rechazo, de impotencia... de lástima. Me quedé donde estaba, sin saber qué demonios estaba ocurriendo. Bajé entonces la vista y... Por el amor de Dios, duele tanto recordarlo. Tanto...

En ese momento, soy capaz de ver lo que Nora está viendo, con sus acuosos ojos azules volcados hacia el pasado. Veo el bosque envuelto en un silencio sobrecogido, veo el pie en aquel falso repecho donde las hojas amontonadas ocultan una plancha metálica que nunca debió estar ahí. Y veo a June Caprice, la adorable raterilla de Tramps & Bugles, la bailarina sentimental de La ingenua libertina, la díscola enamoradiza de Blond Peach Polly, que se salvó de una muerte terrible para encontrar su fin de una forma no menos estremecedora.

—Estábamos en mitad de un campo minado —continúa Nora—, y mi madre tuvo la mala fortuna de pisar una mina. Yo no sabía qué hacer, solo temblaba como una idiota, diciendo cosas incoherentes. Lo único que sabía era que no me iba a marchar de su lado. Mamá, sin embargo, mostraba una calma insólita. Me dijo que si daba media vuelta y regresaba por el mismo camino que habíamos hecho al venir, si miraba muy atentamente el suelo, no me pasaría nada. Le contesté que no iba a hacer eso, que si tenía que pasarle algo a ella, también me pasaría a mí. Luego empecé a llorar, a gritar. Estaba aterrorizada, pero entonces me vino a la cabeza lo que pensé era una gran idea. Podría ir a buscar ayuda, dije; seguramente en el pueblo habría alguien que sabría desactivar la bomba. Vi entonces que mamá palidecía aún más, y se mordió los labios antes de responder:

»—Está bien, Nora. Hazlo. Al fin y al cabo, que te quedes aquí no me servirá de nada.

»Le sostuve la mirada unos segundos, y ella me miró con aquellos ojos brillantes, llenos de resolución, de esperanza... Igual de esperanzada que ella, asentí estúpidamente, me alejé del bosque y corrí por el sendero que llevaba hacia Amerika. ¿Sabe cuántas veces desde entonces he tenido que recordar lo que los críticos decían sobre la mirada de June Caprice? ¿Aquella mirada que hubiera abierto el mar en dos mitades, que hubiera convertido los panes en peces... que hubiera hecho creer al propio Dios que no era más que un torpe aprendiz de alfarero?

»No había recorrido más de cuatrocientos o quinientos metros cuando escuché aquella horrible explosión —dice, antes de encender su cuarto cigarrillo de la mañana—. Mi madre no quería una muerte agónica. Y lo peor es que no le di la oportunidad de despedirse de mí.

Hace otra pausa, mientras se muerde la uña del pulgar con el que se ayuda a sostener el cigarrillo.

—Pero la valiente era Lili —dice tras unos instantes—. No yo.

Luego da una profunda calada al cigarrillo. Temblando. Y otra más.

—Por primera vez en mi vida, estaba completamente sola. Más sola incluso que cuando estuve al servicio de aquel maldito nazi, pues entonces aún me quedaba la esperanza de volver a casa. ¿Pero dónde estaba mi casa ahora, cuando ya no quedaba nadie en ella para poder considerarla un hogar? Supongo que eso fue lo que me hizo dejarlo todo por un tiempo y viajar a América. Quería conocer los lugares donde había crecido mi madre, incluso el monte Rushmore, el lugar que según mamá mi abuelo había esculpido con sus propias manos. Muchas veces me contó aquella historia, me mostró incluso las cartas que mi abuelo le escribió durante sus viajes: unas cartas escritas con lápices y ceras de colores, cada una en un lugar diferente, Michigan, Oklahoma, Virginia... Desde que era una niña, mamá había creído que su padre murió poco después de que la familia entera llegara a Nueva York, procedente de Kansas, pero aquello resultó ser una mentira de mi abuela. Nunca supe por qué fue capaz de mentir sobre algo así, pero imagino que tendría sus razones, aunque las razones de mi abuela generalmente fueran cualquier cosa menos sensatas. Después de aquello, mamá solo vio una vez más a mi abuelo: fue un encuentro breve, tenso, del que nunca quiso contarme demasiado. Al día siguiente, mamá se marchó a Reno. Tenía muchas cosas en las que pensar: su madre acababa de morir y su padre acababa de resucitar. No creo que sea fácil sobreponerse a eso.

Tampoco lo debe ser enterarse a la semana siguiente de que el hombre que había acudido a matarte ejecutó a la persona equivocada, pienso entonces, sin poder reprimir un escalofrío.

—En 1956 viajé por primera y única vez a América —prosigue Nora—. Fue un viaje de intensas emociones, de sentimientos contradictorios. Visité los teatros de Broadway donde mamá empezó a labrarse su carrera como actriz, visité el hotel donde se hospedó con su familia cuando llegó a Nueva York, visité Wichita, Lawrence, incluso Buck Creek, aunque no encontré la montaña donde supuestamente mi bisabuelo trató de matar al pequeño John. Visité también Rushmore, y de hecho allí terminó mi viaje. O más bien debería decir que allí empezó un viaje distinto: me enamoré perdidamente de un escenógrafo de la Metro que se encontraba en Rushmore por motivos de trabajo. Le vi agachado tras una cámara de fotos, una cámara antigua, con el trípode y el mantón incluido, y llevaba un cuaderno de dibujo debajo del brazo. Llevaba un rato observándole mientras tomaba fotografías del monumento desde la cornisa del restaurante, y cuando apartó la cámara de su rostro... Dios mío, era el hombre más guapo que había visto nunca. Aquello fue un auténtico flechazo, y puede estar seguro de que lo fue, cuando ni siquiera me preocupó que de entre todos los trabajos posibles, el hombre de mis sueños tuviese el suyo en el cine. Tres meses después de nuestro encuentro, nos casamos. Al año siguiente tuvimos una hija: en Kansas, precisamente, el último lugar del mundo en el que jamás hubiera pensado que un nuevo Crossan vendría al mundo. Aunque quizá no podía ser de otro modo, teniendo en cuenta que nuestra historia de amor se gestó a la sombra del monte Rushmore, el lugar que mi abuelo esculpió con sus propias manos.

Nora sonríe amargamente, antes de sorber una calada a su cigarrillo.

—Un año después, a solo unos días de que se estrenase North by Northwest, la película en la que mi marido había estado trabajando, me divorcié. Pero no puedo quejarme: creo que soy la única en toda mi familia que ha tenido algo de suerte en su matrimonio.

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