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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » IV

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IV

 

P

ero no lo estaba, por supuesto, y buena prueba de ello fue el modo en que su vientre se dilató en el curso de unos pocos meses. Desde que Bowie entró en ella Crossan no se había rebajado a tocarla, de modo que el fruto que iba creciéndole dentro solo podía haber sido concebido durante la noche en que el Diablo la apestó con su semilla. Eso sí que era una prueba para el profeta: su propia esposa, gestando en su seno a una criatura del infierno. ¿Qué otro elegido de Dios se había visto enfrentado a un horror semejante? ¿Quién de tus soldados, oh Señor? Para Crossan, lo más sencillo hubiera sido castigarla con el desierto, arrojarla en mitad de aquella nada abrasadora donde la muerte sería una tortura lenta, dolorosa. Pero se sentía incapaz de hacerlo. Quién sabía: quizá ni siquiera había sido una orden de Dios que matase a Bowie. Quizá solo fue una cuestión de orgullo, que él trataba de dignificar de la única forma en que le resultaba posible digerirla. De hecho, había algo que parecía confirmar aquella terrible posibilidad. Y es que Crossan se veía incapaz de borrar de su frente la sangre de Bowie, aquel corrosivo esputo de color púrpura que sobresaltaba la palidez de su piel, marcándole ante los demás con el mismo estigma que había llevado Caín. Todo el mundo se esforzaba en ignorarlo, claro, pero él sabía que estaba ahí, desafiante como un crucifijo, mostrándolo a los ojos del mundo como si del asesino de su propio hermano se tratase. Crossan agradecía íntimamente que su rebaño hiciera la vista gorda cuando cruzaban una mirada con él, y es posible que a la larga hasta se hubiera acostumbrado a aquello, como el que se acostumbra a tener joroba o, incluso, un ojo de menos. Pero estaba claro que eso no iba a ser posible. Porque, como si portar aquel estigma no fuese suficiente para convertir su ejecución divina en un vulgar crimen, tan viejo como el hombre, también estaba el fantasma de Bowie para corroborarlo. Invisible para los demás, y con el sombrero calado hasta los ojos porque debajo le faltaba la mitad del cráneo, Benjamin Bowie le seguía de un lado a otro, de la cabaña hasta el pueblo, del río hasta el armazón de su recién fundada iglesia, como para recordarle que la vida no tenía por qué acabar con un par de tiros, que la muerte no era el fin. Sin rencores, como el alegre buscavidas que había sido en vida, Bowie se sentaba sobre una piedra, extraía su armónica de un bolsillo y se ponía a tocar alguna melodía que se volvía irritante a fuerza de repetirla, o se entretenía en fumar un cigarillo tras otro, pues si algo de bueno tenía estar muerto era que uno ya no debía preocuparse por la insalubridad de sus vicios, o le contaba a Crossan alguno de sus chistes, o le explicaba que el más allá no era un lugar tan malo si te tocaba vivir en su subsuelo: allí, por ejemplo, se había vuelto a encontrar con los viejos amigos, con algunos de sus padres, muchas de sus madres, y hasta con el críptico y sonriente Bruce Lee, que había dejado de expresarse en chino para transmitir sus mensajes en un depurado americano que por fin Bowie alcanzaba a entender sin esfuerzo. De entre todos sus mensajes, su favorito era el que explicaba la muerte como un modo de alcanzar una forma sin forma, al igual que le ocurría al hielo al derretirse en agua. Y eso era lo que le decía a Crossan cuando encontraba a su amigo enfangado en los pormenores de su trabajo más allá de lo que podía dar de sí el sudor de su frente: «No temas a la muerte, amigo. Cuando uno no tiene forma, puede ser todas las formas. Vacía tu copa para que pueda ser llenada; quédate sin nada para alcanzar la totalidad». Crossan, por supuesto, trataba a duras penas de evitar que las peroratas de Bowie le calasen los oídos, ajeno por completo al significado de aquella palabrería que únicamente podía interpretar como otra forma de tortura, un medio del que los seres de ultratumba se valían para turbar aún más la existencia de los sufridos mortales.

Para evitar hundirse en la locura, Crossan intentó mantenerse tan ocupado como le era posible, ya fuera trabajando de sol a sol en el levantamiento de su iglesia, casi siempre en solitario, o entregándose a la elaboración de su propia Escritura, inspirado por un Dios que solo parecía manifestarse ante él. Johnnie Gray, mientras tanto, se encargaba de cuidar su rebaño. Como el siervo agradecido y leal que era, acudía al pueblo vecino para comprar provisiones y a los aduares que levantaban los viajeros en la ruta al Oeste para extender el mensaje de su Palabra, cada vez más aplastado, como un daño colateral cualquiera, por la cruz que el Maestro cargaba sobre sus espaldas. Crossan, sin embargo, observaba sus desvelos con la piedad justa. Su única preocupación era él mismo. No entendía cómo las cosas habían cambiado tanto desde que se le ocurrió meter dos balas en las tripas del Diablo. Quizá solo sufría visiones. Quizá era cuestión de resisitirse a las manifestaciones del Maligno, hasta que Dios se dignase a salir de su tabernáculo de tinieblas para ordenarle su próxima maniobra. Y quién sabía si no sería esa su nueva misión: luchar contra las alucinaciones, contra las dudas, contra la tentación. Puede que aquella fuera la verdadera prueba, y si no resistía, nunca llegaría a ser el hombre que Dios había dispuesto que fuera. De manera que Crossan batalló contra sus demonios, contra la pesadilla de saberse un farsante, contra los espectros que le salían al paso y contra sus sueños de grandeza. Y es posible que las aguas revueltas hubieran regresado a su cauce de no ser porque aquella maldita concubina del Diablo, aquella apestada a la que nadie se rebajaba a ofrecer un poco de compañía, alumbró por fin a su pequeño varón, un endeble títere al que ni siquiera Aisling reconoció con un nombre, pensando seguramente que no iba a durar demasiado.

Debió de ser entonces cuando el Señor le comunicó a Crossan la misión de acabar con el último rastro del Diablo que quedaba sobre la tierra, suponiendo que fuera Dios quien ingresaba en sus sueños para escribir con su dedo de fuego aquellos mensajes que cada vez resultaban menos consistentes. Crossan no había podido pegar ojo durante las últimas noches, pues el hijo de Bowie, digna carne de su carne, se mostraba especialmente solícito en arruinarlas con sus maullidos, así que le pareció todo un detalle por parte del Señor que el momento señalado para devolver al Diablo al infierno del que procedía coincidiese con una de sus más ruidosas horas de la madrugada. A Crossan le costó más de lo que hubiera imaginado arrancarlo del regazo de Aisling, quien lo defendió con uñas y dientes hasta recibir el primer culatazo en la boca, pero una vez superado aquel trámite, el camino hasta la piedra del sacrificio se le antojó tan pacífico como una excursión en bote. Todavía mareada por el golpe, Aisling salió tras él, escupiendo coágulos de sangre y las astillas de varios dientes rotos que solo le permitían farfullar un aturullado ruego, mientras el pequeño jugaba con la barba de Crossan y encorvaba los labios en una sonrisita de bobo. Incluso si fuera un niño corriente y no el hijo del Diablo tampoco se perdería tanto con su muerte, se dijo Crossan pensativo, mientras se encaminaba hacia el monte, y, harto de miramientos, dejaba atrás de una violenta patada a la concubina del Diablo, que gritaba como si estuviera pariendo una vaca. A lo mejor tampoco se perdía nada con su vida, pero viendo cómo le habían ido las cosas por mostrar una piedad que, con la perspectiva que prestaba el tiempo, se le antojaba más debilidad que otra cosa, lo último que haría jamás sería desoír otra vez a su instinto. Con una piel de cordero había tenido más que suficiente, y que lo matasen si tratar con ella no había sido una lección bien sangrante. Para qué negarlo: las cosas hubieran ido mucho mejor de haber sido menos compasivo, pero ya no podía volver sobre sus pasos y enmendar sus errores. Había que mirar hacia delante, y ahí era donde las cosas iban a cambiar. Empezaba una nueva vida en aquel momento, y si tenían que pagar justos por pecadores, que pagasen, que allá arriba Dios ya escogería a los suyos.

A Crossan le satisfizo comprobar que Dios también ponía a la naturaleza de su parte, engalanando el cielo de la noche con un festival de colores que auguraban una inmediata tormenta. Nada más llegar a la cima del monte, a la que coronaban unos esbeltos tamarindos, Crossan desenvainó el cuchillo que ocultaba en el interior de la bota. Sujetó al niño sobre las rocas con una mano, y acto seguido, llenándose los pulmones de aire, se preparó para hundirle la hoja con toda la fuerza de su brazo. Pero aquello con lo que tantas veces había soñado no iba a resultar tan fácil como creía. Nadie nacía preparado para un momento así, se tratase de matar a una criatura del averno o a un niño recién nacido, y algo tan aparentemente sencillo como buscar el mejor lugar en ese cuerpecito algodonoso para alojar el cuchillo le suponía un mundo de dudas e indecisiones. ¿Era mejor clavarlo en el cuello o resultaría más certero atravesarle el vientre? Resolvió ir directo al corazón, pues sabía que ni siquiera el Diablo podría recuperarse de una herida semejante. Levantó entonces el brazo, dispuesto a descargarlo sobre el niño, cuando, tras sentir una brusca vibración en las plantas de los pies, quedó cegado por una visión extraordinaria, portentosa: el carro de los ángeles, el mismo probablemente que había contemplado Ezequiel en Babilonia, el mismo que debió de llevar a Elías hasta la presencia del Señor, se mostró ante él en toda su gloria, abriendo un boquete entre las nubes que le permitió distinguir sus hechuras descomunales, su forma triangular, su acabado metálico y hasta hubiera dicho que las verduscas cabecitas de sus tripulantes, asomados a la escena que se desarrollaba a sus pies por lo que semejaban unos ventanucos translúcidos.

La luz envolvió la montaña, emborronando el perfil de las cosas hasta fundirlas en una totalidad dolorosamente blanca. Temiendo quedar ciego por la visión, Crossan desvió la mirada hacia el suelo, y aguardó hasta que el mundo fue recuperando poco a poco sus contornos. Lo primero con lo que sus ojos tropezaron fue el rostro del niño, que descorría los labios en una sonrisa blanda y viscosa que le hizo pensar en una llaga abierta. Luego vio el carro de los ángeles, que había hecho surgir un fuerte vendaval en la cima de la montaña, arrastrando con él nubes de polvo, hojas y ramas descarriadas y complicando innecesariamente la misión de Crossan, que casi se sentía transportado por un remolino. Decidió entonces hacer de una vez lo que lo había llevado hasta allí, envalentonado por las miradas de los ángeles, a los que imaginó contemplándolo con aprobación desde los ventanucos de su carro volador. El cuchillo resplandeció contra el cielo, herido por el fulgor de un relámpago, y Crossan apretó su empuñadura con tanta fuerza que se clavó las uñas en la palma de la mano, mientras palpaba con la otra el lugar donde en unos instantes descargaría la afilada hoja.

Aisling apenas tuvo tiempo para chillar cuando por fin alcanzó la cima del monte. Trató de ponerse en pie para detener el golpe de Crossan, pero tan pronto como tocó con sus dedos el brazo que sostenía el cuchillo, tuvo la sensación de que el aire se partía en dos mitades con un estremecedor crujido, antes de salir despedida hasta la cornisa de la montaña. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero en el momento en que oyó el aullido de su esposo comprendió lo que había ocurrido. Un rayo procedente de aquel artilugio que cubría el cielo atenazaba la hoja metálica que empuñaba Crossan, convirtiéndolo en un pararrayos humano. La electricidad que recorría su cuerpo lo envolvió en estertores, erizándole los cabellos y provocando que de los ojos y la boca abierta surgieran unos rayos que chamuscaron las hojas de cuantos árboles tenía alrededor. A Aisling le aterrorizó aquella visión infernal, la carne que se consumía bajo las llamas, los ojos que se convertían en gelatina, derretidos por aquella violenta descarga que ya era lo único que lo mantenía en pie, hasta que por fin el cuerpo dejó de temblequear y se desmadejó como un muñeco. Aisling no sabía a quién dar las gracias cuando consiguió reaccionar, salvo a aquel descomunal triángulo metálico que parecía resollar en el cielo, iluminando el lugar como si estuviera a plena luz del día. En silencio, admitiendo que si aquello no era un milagro del Altísimo es que el Diablo estaba de su parte, recogió al pequeño contra su pecho, lo envolvió entre sus ropas y regresó trastabillando hasta el campamento. Solo al introducirse en la cabaña reparó en el dolor que sentía por todo el cuerpo, aunque no podía decir si procedía del golpe contra las rocas o de aquellos estertores que convulsionaban sus miembros. Entre sollozos, introdujo algunas prendas en una bolsa y sacó a sus hijas de la cama, que aguardaban con los ojos abiertos de par en par, como preguntándose a quién le tocaría ahora ascender junto a su padre al altar del sacrificio. Abandonaron la casa todavía vestidas con sus camisones, sigilosas como si su vida dependiera del silencio con el que consiguieran llegar hasta el establo. Y antes de que el alba arañase la pizarra del cielo ya habían emprendido camino hacia las regiones del sur, a lomos del mismo carro que les había llevado a aquella tierra devastada, una tierra que, sin ellos saberlo, se había ocupado de marcar a fuego el destino de sus descendientes.

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