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LA CONSTRUCCIÓN DE AMERIKA » V

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V

 

A

isling Crossan dirigió sus caballos hasta el sur profundo de Kansas y se asentó junto a lo que quedaba de su familia en las tierras de la llanura, una reserva de indios plain que, pese a los temores que su difunto marido le había hecho incubar hacia ellos, solo la recibieron con indiferencia. Allí permanecerían los siguientes siete años, tiempo suficiente para adaptarse a sus costumbres. Sin embargo, Aisling no lo tuvo fácil para salir adelante, y aún menos con sus hijas convertidas en dos hermosas adolescentes que miraban con codicia a los extraños, sobre todo porque la mayoría de las veces no solo se conformaban con mirar, y buena prueba de ello eran los diversos abortos que la propia Aisling se había visto obligada a practicarles para evitar que arrastraran una vida semejante a la que ella había vivido, al lado de algún tipo que simplemente había tenido la puntería de hacer germinar el jardín equivocado. Por su parte, Aisling había resuelto que estaba bien como estaba. Dada su experiencia con los hombres, en el hipotético caso de que abrirse de piernas por dinero pudiera considerarse un método seguro para sondear las profundidades del alma humana, había llegado a la conclusión de que no necesitaba de ningún hombre para educar a sus hijos, o al menos al pequeño John, el bastardo que había nacido de su unión con Bowie. Aunque, bien mirado, tampoco le hubiera servido de mucho si hubiera deseado otra cosa. Los únicos con los que podía tener algún tipo de trato eran sujetos sin oficio ni beneficio, cazadores de fortuna que en su avance hacia el oeste habían decidido hacer una breve pausa entre sus piernas, tan breve que en otras circunstancias hubiera resultado tan molesto como risible, pero que en una situación así no podía por menos de agradecer. En cuanto a los indios, cuya vecindad la obligaba a mantener un trato más cotidiano con ellos, era absurdo incluso pensarlo. Aparte de que ninguno hubiera accedido siquiera a acostarse con ella, ¿qué podía esperar de una raza que estaba desapareciendo a marchas forzadas de la faz de la tierra? Millares de indios ya habían sido aniquilados por el ejército de los Estados Unidos, y los pocos plain que habían sobrevivido a la muerte se resignaban a pudrirse lentamente en el desierto de Colorado o en las reservas de Oklahoma, soñando con pastorear una vez más los bellos búfalos de sus praderas. Los menos afortunados, los que habían logrado huir de la masacre, terminaron siendo cazados por colonos sanguinarios que luego vendían sus cabelleras y dientes a los locos que arribaban con sus carruajes desde Arkansas o Tennessee, anunciando por los pueblos el fin del mundo o voceando fabulosos inventos que tras numerosos fracasos ya no podían embaucar a nadie.

Así pues, Aisling solo se tenía a sí misma para cuidar de su hijo. Pero eso no era ninguna rémora, al contrario. Sabía exactamente lo que tenía que hacer para convertirlo en un hombre hecho y derecho. Convencida de que los bandazos que ella había dado por el mundo se debían a la ausencia de una fe en la que sostenerse, daba igual que se tratase de la fe en un dios o sencillamente en sí misma, decidió que eso era lo que se obstinaría en inculcar a su hijo. Para ella, un hombre sin fe era un hombre perdido, y aunque el pequeño John era todavía demasiado joven como para poder adivinar la suerte que correría en el futuro, estaba segura de que no iba a ser de los que volvían a levantarse tras el primer mazazo. John era un muchacho débil, incluso endeble; bastaba con observar atentamente su manera de contemplar el mundo para darse cuenta de ello. Dentro de él ardía un espíritu poético, más atento a lo que había en el revés de las cosas que a las propias cosas, que al fin y al cabo era lo que podía convertir su existencia en un camino de rosas o de espinas. Puede que Dios, o el Diablo, o quienquiera que hubiese enviado aquel artilugio que le salvó la vida cuando Sean Crossan estaba a punto de matarlo, tuviera otros planes para él, pero por ahora ese propósito no se había materializado, y esperar que la vida se resolviese por sí misma, sin mover un dedo para intervenir en ella, era un error que Aisling no volvería a cometer.

Además, el destino de sus dos hijas había acabado de convencerla de la racionalidad de su idea: ambas se habían casado con dos cherokees en los que habían creído encontrar un alma gemela y ambas yacían ahora bajo la tierra, asesinadas por aquellos jinetes azules contra los que habían luchado con una ferocidad de auténticas pieles rojas. Por supuesto, Aisling no culpaba a los indios, ni al ejército de los Estados Unidos, por la muerte de sus hijas. Para el caso, hubiera dado lo mismo que se casasen con pañeros o contrabandistas, pues, como la cometa de un niño, ambas habían nacido para seguir los caprichos del viento, dado que carecían de ese útil contrapeso del espíritu práctico, que era lo que a la mayoría de la gente le hacía tener los pies en el suelo. Aisling Crossan apenas lloró su pérdida, lo que le produjo una confusión aún más profunda que su tristeza. Temió que eso pudiera ocurrir también tras la muerte del pequeño John, que de pronto su corazón se revelase como un lugar yermo, hueco, al que nada de cuanto acontecía afuera lograba traspasar, y decidió hacer de él un joven intrépido, un hombre por el que nunca tuviera que preocuparse, ni siquiera si Dios o el Diablo lo llamaban a su lado. Un hombre, en definitiva, cuya vida estuviera tan llena de acontecimientos que solo podría ser despedido de este mundo con un suspiro de alivio, al pensar que por lo menos en el más allá encontraría el descanso que no había encontrado en vida. Pero en la práctica las cosas no iban a ser tan sencillas. La educación que el pequeño John recibió a lo largo de su infancia resultó tan estricta como caótica, agravada por esa vida nómada que ocasionaba la falta de un trabajo estable, y su timorata adolescencia demostró que aquello no había hecho de él un hombre más recto ni seguro. En realidad, John Crossan acabó convencido de que el mundo estaba poblado por seres invisibles pero vigilantes que esperaban el momento propicio para levantar la mano, lo que, si no destruyó totalmente su iniciativa, al menos sí contribuyó a hacer tambalear su confianza en ella.

Hasta entonces su único asidero frente a los envites de la vida había sido su madre, pese a los esfuerzos que Aisling había invertido por conseguir precisamente lo contrario. Pero al menos aquella pobre tuerta, tan deseosa de hacer de él un hombre mejor como incapaz de mostrarle el menor cariño, nunca tendría que llorarlo. Aisling Crossan murió en 1896, fulminada por una plaga de escarlatina que asoló durante el otoño el pueblo de Hastings, en el que habían recalado en su ruta una vez más hacia el norte, y John, que sí lloró, y seguiría haciéndolo durante meses, ya no tuvo otro remedio que enfrentarse a la vida con sus propias armas. Debió de ser entonces cuando decidió trasladarse a la ciudad de Lawrence, repitiendo sin saberlo los pasos que varios años atrás habían arruinado a su familia. Allí se ofreció como perforador en la compañía petrolera Prairie Oil Co., adquirió una pequeña cabaña a la orilla del río, y como si todo formase parte de un plan minuciosamente estudiado, se casó, recién cumplidos los veinte años, con una jovencita llamada Liberty March, hija única de unos colonos holandeses cuyos antepasados habían surcado los mares durante tres generaciones bajo la enseña pirata, circunstancia que debió de envenenarle la sangre con sueños de libertad y con el deseo, nunca demostrado abiertamente, de rebelarse contra el destino que sus padres habían planeado para ella.

Liberty March era una de esas bellezas a las que uno se asoma como a un acantilado, desafiante y enigmática como solo lo son las mujeres que templan su belleza como un arma, y a los catorce años ya sabía todo lo que había que saber para convertir el amor en un intercambio de mandobles, un campo de batalla o cualquier otro símil que pusiera de manifiesto que el amor y la guerra eran vecindarios contiguos. A lo largo de seis años, y con la desgana de esos animales que cuentan sus partos por camadas, Liberty March engendró tres hijos, William, Evelyn y la pequeña June, que cerró la cuenta cuando ya nadie la esperaba, pero esa vida a la que nunca podría acostumbrarse, hecha de tareas domésticas, paseos vespertinos por el parque y obsesivos balances al final de cada mes para cuadrar las cifras, parecía discurrir como en un sueño, como si en realidad aquello estuviera sucediendo mientras ella pensaba en otra cosa. De alguna manera daba la impresión de que tramaba algo, de que, sentada al otro lado de los barrotes, aguardaba pacientemente el día de su venganza, como a sabiendas de que ya surcaban el mar los galeones que acudirían a rescatarla.

Para cuando June cumplió cinco años, la Prairie Oil Co. fue absorbida por John D. Rockefeller, un duro golpe que provocó la pérdida de decenas de puestos de trabajo y la quiebra de numerosos negocios cuya estabilidad dependía de los inmigrantes que acudían a Lawrence atraídos por la creciente prosperidad de las compañías petroleras. Como para seguir con la costumbre, de nuevo la ciudad de Lawrence no parecía el mejor lugar para que un Crossan pasara los malos vientos. Desposeídos de sus trabajos, y ya sin nada que perder, los obreros de la Prairie se entregaron en cuerpo y alma a destruir la ciudad, arrasándola con la violencia de los viejos tiempos, y también como entonces solo la promesa de una futura prosperidad logró que los más optimistas permaneciesen en ella, pugnando por convertirla en ese pedazo de tierra que todos, parias o estables, necesitan para echar raíces.

Crossan, que por supuesto no había participado en las revueltas, fue uno más de los muchos que decidieron que había llegado el momento de buscar fuera de Lawrence, incluso de Kansas, una vida mejor. Tampoco le resultó una decisión demasiado difícil de tomar. Y es que John Crossan era de esa clase de personas para quien los pastos son más verdes y más radiantes al otro lado de la cerca. Desde que era un niño había soñado con viajar, conocer mundo, ser moldeado por el contacto con sus semejantes, como la arcilla tosca pero receptiva que todavía era. Pero la mitad de su vida se había tenido que conformar con ver el mundo a través de las gacetas que llegaban al pequeño colmado de Lawrence, asistiendo a su crecimiento gracias a la tecnología, que achicaba las distancias entre países e incluso continentes, mientras el suyo, su ya de por sí reducido mundo, se iba haciendo más y más pequeño. La culpa la tenían aquellas cadenas que habían ido atenazándolo con su consentimento, unas cadenas que ahora lo ataban de pies y manos, como el buey lo está a la rueda del molino, condenándolo igualmente a una tonta vida en círculos. Por suerte, la quiebra de la Prairie y la destrucción de Lawrence lo obligaban a dar un giro de timón a su vida, y esta vez no sería para enviar el barco a los angostos puertos de los alrededores. Le llevó más de una discusión convencer a su esposa de lo adecuado de su decisión: marcharse de Lawrence, incluso de Kansas, decía, era un pequeño sacrificio para ellos, pero la garantía de una vida mejor para los niños, que verían por fin ensanchados sus horizontes, sin las trabas que Liberty y él habían tenido que sortear para convertirse en personas de provecho. Para su sorpresa, aquella apasionada glosa de amor filial consiguió convencer a su esposa. O quién sabe, a lo mejor Liberty le concedía así una pequeña victoria, sabiendo que todavía tenían toda la guerra por delante. Fuera como fuese, lo cierto es que abandonaron Kansas con la idea de establecerse en Nueva York, y mientras John se sentía libre como el viento porque por fin en ningún lugar habría pastos más verdes ni más radiantes que al lado de la cerca que le correspondía, a Liberty March, daltónica para la vida como toda la gente con los pies en el suelo, aquello le iba a suponer el primer paso para empezar a ganar la guerra.

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